viernes, 29 de julio de 2016

Pablo Antoñana

Quisiéramos creer en una especie de justicia histórica que permitiera nunca olvidar autores que aportaron su grano de arena a la historia de la literatura. Sin embargo, con seguridad y para nuestra desgracia son más los escritores que pasan al olvido o, como mucho, a una región ambigüa en la que al menos son publicados, aunque no leídos, leídos por un buen número de lectores, me refiero, que aquellos que son recordados y sobre todo leídos. También es verdad que resulta casi imposible acercarse a todas las obras, a todos los escritores, y sin duda son muchas más las novelas, los poemas, en general los escritos que no podemos ya leer que los que leemos a lo largo de una vida, por muchas horas que le dediquemos a la lectura. No, no son los tiempos actuales que parecen que han dejado por completo de lado la dedicación a los libros, que también, sino una cuestión de horas. No obstante, en la medida de lo posible, hay que seguir los rastros que nos permitan abrir nuevos caminos y descubrir autores que merecen leerse.

Pablo Antoñana es uno de estos escritores que apenas suenan ya, a pesar de que hay esfuerzos por mantenerlo en el recuerdo. Otro escritor navarro, Miguel Sánchez Ostiz, publicó en 2010, un año después de la muerte de Pablo Antoñana, un ensayo que ensalza la obra del autor, Lectura de Pablo Antoñana (editorial Pamiela) y que coincidió con cierta recuperación de su prosa. 

Siete años después de su muerte la obra de Antoñana está publicada, en efecto. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que aun cuando ganó algunos premios literarios de interés en los años sesenta y setenta, buena parte de su obra no se publicó hasta diez o veinte años después, cuando el escritor era conocido en gran medida por sus colaboraciones en prensa. También hay que recordar que formaba parte de una serie de autores muy ligados a una determinada región, al terruño -se les tachó con cierto desdén en algún momento como generación de la berza-, escritores muy localistas, sin duda, pero con temas siempre muy universales. En el caso de Antoñana la mayor parte de su obra se encuadra en la zona de Viana, la parte sudoeste de Navarra, donde situó su literaria República de Ioar.

Es en Viana donde nace este escritor, en la misma casa, por cierto, que Francisco Navarro Villoslada. Cuando contaba con nueve años comienza la guerra civil que tanto le marcó a él y a todos quienes la sufrieron.

Hay que tener también en cuenta que la guerra supuso una ruptura en la sociedad española, dividirá a la sociedad en dos grandes bandos, aunque hubo más, a pesar de que no se habla ya de los subgrupos, y la victoria del bando nacional con la subsiguiente dictadura que se instauró durante casi cuarenta años significó en gran medida que la tradición literaria se fraccionara en dos, la literatura del exilio, aquellos autores que marcharon y continuaron escribiendo fuera de España, y la literatura del interior, los que se quedaron y continuaron su obra junto a los nuevos autores que fueron apareciendo y retomaron la tradición con la historia de la literatura mundial.

Pablo Antoñana comienza a escribir en los años cincuenta. Se acerca a la literatura calificada de realista, con profundas preocupaciones sociales y existenciales -la impresión de la guerra es muy fuerte-, lo que le enfrenta en gran medida a otra de las negativas consecuencias de vivir bajo una dictadura, la de tener que lidiar con la censura, lo que conlleva muchas veces tener que cambiar de escenarios, como en el caso de El Capitán Cassou. donde cuenta una anécdota transcurrida durante la guerra civil y que el escritor sitúa en la segunda guerra mundial para no ser blanco de las iras. 

Pero aun cuando hay una fuerte componente realista en su obra, su estilo literario y su actitud ante la escritura comienza a ser más experimental, más exigente, el lector no es tan sólo un agente pasivo, un mero receptor de la escritura, sino que deviene una parte importante del diálogo literario, se le requiere una participación más activa como parte del acto de creación. En este sentido, hay un enorme paralelismo con la obra de otro escritor de esta etapa, Luis Martín-Santos.

Pablo Antoñana, por lo demás, fue un testigo excepcional de un momento histórico que necesitamos recordar y recuperar, con una infrahistoria desdibujada muchas veces por batallas ideológicas y por prejuicios y elementos que conforman un inconsciente colectivo sobre el que tenemos que acudir una y otra vez. De ahí la importancia de la escritura y de la literatura, como campos de un análisis sin duda mucho más sano que otros, tan ponzoñosos. 

sábado, 23 de julio de 2016

Ngũgĩ Wa Thiong´o

Desde que base miramos el mundo, es lo que se pregunta en un momento dado Ngũgĩ Wa Thiong´o en su ensayo Descolonizar la mente, publicado en 1986. No es una pregunta baladí, pues en función de nuestra situación en y ante el mundo nuestra posición y nuestra mirada serán muy diferentes. No sólo se refiere el autor a un lugar concreto desde el cual proyectemos nuestra mirada, sino sobre todo a nuetra acumulación de ideas, preconceptos, análisis y prejuicios, a partir de las cuales normalizamos y normativizamos nuestro visión y nuestra opinión de la realidad. 

En este sentido, tampoco es baladí recordar que en gran medida Europa y Estados Unidos han generado y generan la vara de medir referencial de los valores y las evaluaciones a aplicar en todo el mundo. Han universalizado muchos aspectos de su cultura y se han erigido además en el modelo social a seguir en todo el planeta. Clama al cielo, por ejemplo, que Europa se erija ante el mundo como la atalaya de la civilización y los derechos humanos cuando una simple mirada de la historia europea del siglo pasado nos muestra a todas luces que la barbarie se impuso en todo el continente a lo largo de ese siglo: la primera guerra mundial, con un aumento brutal de las muertes civiles sólo superada por la segunda guerra mundial, la guerra en suelo ruso tras la Revolución de 1917, el nazismo con su política racista y de exterminio de judíos, gitanos y otras minorías, el estalinismo con sus purgas brutales, la guerra civil española, la citada segunda gran guerra, las dictaduras fascistas que se mantuvieron en Grecia, Portugal y España hasta bien entra la segunda mitad del siglo, las dictaduras estalinistas que sucumbieron tras la caída del muro, la dictadura megalómana de Enver Hoxha en Albania y, por último, la guerra de Yugoslavia nos indican hasta que punto resulta ridículo que miremos a África como el continente de las barbaries aplicando aquel precepto bíblico de mirar la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio. Pero hemos normalizado -y normativizado- que las barbaries son cosas de los otros y que no ocurren por estos lares, tan corta es nuestra mirada del pasado, del mundo y sobre todo de nosotros mismos. En este sentido, conversando una vez con una conocida española, profesional del derecho y de los derechos humanos, con una visión progresista de la sociedad europea y una defensa de las instituciones desde su perspectiva progresista, aseguraba sin turbarse que el gran problema de África y América Latina era su alto grado de corrupción. Dicho desde España resulta irónico. 

No obstante, es cierto que Europa, de la mano en gran medida de los Estados Unidos, gran propagandista cultural y de valores, ha impuesto un modo de vida y una visión del mundo. Hemos creado lo que Ngũgĩ Wa Thiong´o llama Bombas culturales, una mirada que elimina sobre todo en África su pasado cultural, cuya historia parece nacer en la Conferencia de Berlín de 1884, cuando se dividió el territorio africano y se lo repartieron diversas potencias europeas, en ese momento Alemania -que perdió las colonias tras la Primera Guerra Mundial-, Francia, Gran Bretaña, Portugal y, con menos incidencia, Bélgica y España. Lo que había antes era una especie de prehistoria, sin importar que existiesen estructuras de organización política, centros culturales como Tombuctú, lenguas fuertes y menos fuertes con una literatura oral que ha perdurado hasta hoy e incide incluso en su literatura actual. Europa se expandía para extender la civilización, era esa la idea, civilización que iba acompañada, hay que recordarlo, con la infamia del mercado de esclavos, iniciada a escala cuasi industrial tras el descubrimiento de América y que sirvió para que se produjera una intensa acumulación de capitales que permitió a su vez la industrialización de Europa. Se olvida dicho ignominioso mercadeo humano con excesiva facilidad y que tanto benefició a los portadores de civilización.

Hemos creado una visión de África a veces idílica, a veces brutal, se le ha negado en gran medida su realidad cultural, a todas luces rico pero siempre en un segundo orden, y no sólo los europeos ignoran dicha riqueza cultural, sino que muchas veces son los propios africanos quienes parten de los mismos prejuicios, una visión de sí mismos que pasa por la mirada europea.

Ngũgĩ Wa Thiong´o nos lo recuerda en cuanto al ámbito de la utilización de las lenguas africanas. Surgen en todos los países africanos una rica literatura que, por fortuna, se va conociendo en Europa en toda su envergadura. En Portugal, donde África está muy presente en el imaginario del país, se conoce bien la literatura africana, se la publica asiduamente, del mismo modo que en Francia y Gran Bretaña -en España es un fenómeno más reciente, en cierto modo porque su influencia en África es mucho menor-, aunque, señala el autor keniata, dicha literatura, al estar escrita en portugués, francés o inglés, se incorpora más a las tradiciones literarias en tales lenguas que a una tradición propiamente africana. Utiliza por ello el concepto de literatura afroeuropa o euroafricana. En su opinión, se debe potenciar las lenguas africanas para forjar las respectivas literaturas nacionales, sólo así el desarrollo cultural será pleno.
 
Sin duda, debemos defender esa pluralidad lingüística que es un aporte fundamental a las culturas africanas y mundiales. Los idiomas son portadores de valores y formas de mirar el mundo. Todas las lenguas del mundo, extensas o muy minoritarias, cualesquieran que sean sus formas literarias, merecen un mismo trato y reconocimiento. De ahí que uno pueda menos que discrepar con el poeta Léopold Sédar Senghor que en beneficio de un universalismo a mi entender mal entendido clamó por emplear el francés en vez de las lenguas propias. Sería legítimo desde un punto de vista personal optar por una lengua u otra -Conrad adoptó el inglés como su lengua literaria-, sin embargo supone una sumisión a lógicas extraliterarias, la mera mercantilización del la literatura, que a la larga hace un flaco favor a la cultura.

Pero tampoco estoy muy de acuerdo, me temo, con Ngũgĩ Wa Thiong´o en considerar lenguas como el portugués, francés o inglés -o el español en Guinea Ecuatorial- como lenguas ajenas al continente. Es cierto que fueron impuestas, el escritor describe el brutal sistema educativo que él padeció de niño y que tenía por objeto la imposición del inglés y la marginación de lenguas propias, pero de un modo u otro se han convertido en lenguas de los respectivos países y se han creado otras, mezclas de expresiones propias y ajenas, como el crioulo de Guinea Bissau o de Cabo Verde y que poseen incluso expresión literaria de enorme riqueza. Puede que la historia no siempre sea un modelo a seguir, más bien no lo es en absoluto, pero a todas luces forma parte de la historia humana, nos guste o no.

lunes, 18 de julio de 2016

Hace ochenta años

Del 18 de Julio de 1936 es la última nota que recoge el hijo de Rafael Cansinos-Assens y que agrupa y recopila con un criterio temporal en una serie de escritos, notas, reflexiones, anécdotas o descripciones del casi olvidado escritor y que se publicaron hace unos años bajo el título de La Novela de un literato. En esta última nota el autor escribe sobre unos hechos del norte de África, una sublevación militar que dará comienzo, sin él saberlo en ese momento, a una cruenta guerra. Durante las páginas anteriores Cansinos-Assens dará cuenta de la vida cultural y social de Madrid en ese largo periodo de tiempo que José Carlos Mainer calificó como la Edad de Plata de la cultura española y que reunió a escritores y artistas de diversas generaciones, tendencias y estilos. Fueron los años de tertulias de café, en Madrid fueron varias y muy intensas todas ellas, de intercambio de ideas y de alguna que otras algaradas. Se dan algunas noticias de lo que va pasando mientras tanto en el país, aunque se centra el autor sobre todo en la infrahistoria de los debates y reuniones cafeteriles. 

Fueron años intensos también en lo político, en los que el país intento por fin llevar a cabo una serie de reformas a lo largo de los tres modelos de Estado que se sucedieron: la monarquía constitucional de la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera con dos fases internas, y por último la República.  Ninguno de los tres logró, sin embargo, solventar los muchos problemas existentes. Fueron años de intensos conflictos sociales en los centros obreros del país -Madrid, Vizcaya o Barcelona-, también en el campo, en Andalucia, Castilla o Extremadura. Pío Baroja recoge en algunas de sus primeras novelas los conflictos de clase en Madrid y también consigue describir un cierto estado de ánimo de la sociedad española. Por cierto, la hermana de Pío Baroja, Carmen Baroja y Nessi, escribió sobre aquellos años y, al igual que Cansinos-Assens, describió la vida cultural más cotidiana en aquel periodo de cambio de siglo. Otro problema que no acabó de resolverse fue el de las relaciones entre el centro y la periferia o, dicho de otra forma, los conflictos de tipo nacional que dividieron y enfrentaron a veces a los pueblos de España, principalmente en Cataluña, de un modo por entonces incipiente al País Vasco y Navarra, con un nacionalismo importante, y en menor medida a Galicia, donde estaba en ciernes un galleguismo cultural y político.

Tampoco la salud de la democracia estuvo muy bien que digamos. La restauración no dejó de ser un pacto entre las élites, una mera fachada de democracia. La dictadura de Primo de Rivera, calificada de dictablanda en algún momento, limitó la construcción de un Estado de derecho. Pero la República, aun cuando se esforzó por avanzar y profundizar en una democracia real, tuvo también sus lagunas y claroscuros. La represión en algunos momentos fue enorme, por ejemplo en Asturias durante las revueltas del 34, pero donde más quedó patente los desajustes fue durante la Guerra Civil, donde el caos ganó la calle y hubo el capítulo posiblemente que más enturbió a la República, la represión del POUM, con la prohibición del partido y la desaparición de sus dirigentes, entre ellos la de Andreu Nin, asesinado sin que se haya sabido con certeza donde se enterró su cadaver, y que ha quedado además como un hecho olvidado, sólo analizado en las últimas décadas más allá de los círculos trotskistas o heterodoxos.

Sobre este incidente son tres los libros que yo destacaría: El Pianista, de Manuel Vázquez Montalbán, novela notabilísima escrita por este autor catalán que se movió además para que su partido, el PSUC, lamentara su papel respecto a la represión de los poumistas, Enterrar a los Muertos, de Martínez de Pisón, ensayo sobre la desaparición de José Robles y donde se habla también de Nin, y por último El hombre que amaba los perros, del escritor cubano Leopoldo Padura, que narra la vida de Ramón Mercader, el asesino de Trotski, con menciones a los sucesos de la Guerra.

La Guerra Civil marcó por tanto el final de una sucesión de reformas. O de intento de reformas. Lo que hubo después fue una dictadura que duró hasta 1975 y en la que hubo varias fases. Suele decirse que la guerra la ganaron los llamados nacionales porque mantuvieron la unidad frente a las divisiones y enfrentamientos internos del bando republicano. Claro que si se analizamos las fracciones de quienes apoyaron a este bando, nos damos cuenta de que no eran pocas las divisiones y que incluso hubo choques entre las diversas facciones. Hubo falangistas, carlistas, monárquicos isabelinos, republicanos de derecha e incluso nacionalistas catalanes a los que las perspectivas revolucionarias no les daba muchos ánimos para mantenerse fieles a la República, además de militares sin una opción política definida. Las relaciones entre ellos no fueron siempre buenas y en ocasiones hubo sus divisiones que llegaron a los puños. ¿Por qué entonces tenemos esa idea de unidad? Dionisio Ridruejo, en sus Casi unas memorias, nos da quizá una clave para respondernos: el poeta que por los años finales de la República militaba en la Falange y estuvo en tareas de propaganda en Burgos nos indica que el Ejército alzado rompe con la República, esto es, con el Estado, por tanto se convierte durante un tiempo en un Ejército sin Estado. Recuérdese que todo Estado lo es porque conserva el monopolio de la violencia y lo ejerce a través de las fuerzas armadas y las diversas policías, además de los tribunales que conceden la legitimidad legal a dicho monopolio. Por tanto, el Ejército necesitó de establecer o construir un Estado y lo hizo a imagen y semejanza del Ejército. En la tesis de Ridruejo, quien escribió sus casi memorias cuando sus discrepancias hacia Franco le decantaron hacia el abandono con el tiempo del ideario falangista, que en algún momento consideró traicionado por el Generalísimo, hubo un claro aprovechamiento de los diversos idearios que apoyaron el alzamiento para legitimar el nuevo Estado.

Ochenta años después el tema sigue despertando pasiones. No es casualidad que la Guerra Civil Española sea uno de los capítulos más estudiados de la historia europea del siglo XX. Hay quien presenta también esté conflicto, con independencia de las claves internas, como parte de un conflicto mundial en que se enfrentaban dos modelos de sociedad, en parte será la antesala de la Segunda Guerra Mundial, aunque hay quien defiende que los dos grandes guerras de ese siglo, junto a los conflictos intermedios, en realidad formaron parte de una misma gran guerra.

Sea lo que fuere, ya apenas quedan supervivientes de aquel conflicto, tal vez permanecen aún quienes lo vivieron siendo niños y adolescentes, apenas sin un aporte directo del momento, salvo sus experiencias vividas como niños y el que vivieron en sus casas. Claro que hay que tener en cuenta que en el interior del país se impuso un silencio brutal respecto a la guerra y a los primeros años de dictadura, hasta el punto de parecernos lejanísimo aquel conflicto. Las generaciones del exilio, los que salieron del país y sus hijos, lo vivieron seguramente de otro modo, pero quedaron anclados, como señalaba Max Aub, en un país que fue y que ya no era.


lunes, 11 de julio de 2016

Pepetela

El tiempo y un ejercicio distorsionador de la memoria nos lleva a rememorar los años sesenta como los de una fiesta global a la que denominamos o subtitulamos la contracultura y de la que destacamos los efectos más lúdicos y liberadores. Sin duda y en cierto modo fue así para muchos de los que vivieron aquella época y lo fue sobre todo en París o Berkeley, dos de las cunas de esa contracultura. Ahí está también el concierto de Woodstock para mostrarnos el cambio en los hábitos cotidianos, el comienzo del fin de una concepción de la juventud, de la familia, de la moral sexual estrecha e hipócrita o de la relación con la naturaleza. La moda cambió de un modo brutal, tal vez otro signo de los nuevos tiempos que se avecinaban. Sí, París fue una fiesta, lo anunció Hemingway, y lo fueron los sesenta, como nos lo indican muchos reportajes sobre la época, como el dedicado a la revista Ajoblanco, de David Fernández de Castro, Ajoblanco, crónica en rojo y negro, que he vuelto a ver estos días y que habla de esos cambios culturales y de hábitos, esa contracultura, que se inició en los sesenta, que se extienden a los setentas, sobre todo en países como España, y cuyos efectos perduraron y perduran decadas después, hasta hoy, aun cuando haya habido a todas luces un bamboleo conservador por medio.

No obstante, hubo también muchos claroscuros. Ya sabemos que hay tendencia a rememorar lo positivo, los buenos momentos, lo lúdico, tal vez como un mecanismo de la memoria que tiende a ocultar las partes más lúgubres de nuestro pasado, mecanismo que posee sin duda un aspecto protector cuando se trata de la memoria individual, pero que puede ser tergiversador cuando se trata de la memoria colectiva. De ahí que sea tan complicado el ejercicio de cierta memoria colectiva en países como España, cuya transición se basó en buena medida en el olvido.

Pero también la década de los sesenta, la de la utopía, no fue tan lúdica como se pretende, también se tiñó de sangre y horror en la periferia de Europa, en Portugal, España y Grecia, con dictaduras que ejercieron la represión en múltiples modalides, en Checoslovaquia, cuya revuelta utópica se cercenó vía militar bajo la opresiva mirada de la gerontocracia estalinista. Tampoco fue una fiesta para el movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos, con la población negra apartada y oprimida. Pero no lo fue en absoluto en muchos países de África, Asia y América Latina. La fiesta sesentayochista tuvo su sombra en la Plaza de las Tres Culturas de México D. F., por ejemplo.

De esto nos habla en gran medida Pepetela en su novela A Geração da Utopia, una mirada sobre Angola en cuatro etapas históricas: los esperanzadores sesenta, los setenta combativos y algo hirientes en la percepción y evolución de la lucha no siempre tan heroica como se pretende, los ochenta que supusieron un baño de agua fría -"o desencanto é sempre uma morte" afirma uno de los personajes- y los pragmáticos noventa, que parecían el final de la fiesta.

Un grupo de estudiantes angoleños -negros, blancos y mulatos- coinciden en Lisboa donde acuden a estudiar, a debatir, a festejar y a asumir en definitiva su condición de ciudadanos de segunda, de colonizados aun cuando el Estado portugués se empeñase en considerarlos portugueses y llamase a las colonias regiones portuguesas iguales en apariencia al Alentejo o Tras-Os-Montes. Entre copas, ligues, exámenes y paseos, van tomando partido y asumen un compromiso más o menos intenso, hay notables diferencias entre ellos, respecto a la toma de conciencia de la realidad y también de lo que ha de ser Angola. Los veremos en la segunda etapa asumiendo en algunos casos un compromiso pleno con el proceso de liberación angoleño, asumiendo incluso el riesgo de sus propias vidas. Se confrontan en los ochenta a una realidad que ni de lejos imaginaban así y terminan algunos de ellos asumiendo con no poco cinismo unos nuevos tiempos que son los de final de fiesta, en los noventa.

Sara o Aníbal, Vítor o Malongo se entrecruzan a lo largo de los años y contemplan sus vidas, las suyas propias y las de individuos que pertenecen a un tiempo y un lugar, a tenor de sus propias experiencias, de sus sentimientos que no son nunca homogéneos. Hay no poca frustración y amargura en la visión del mundo, esto no es ni de lejos lo que pretendimos ni quisimos, parecen decirnos con mayor o menor cinismo, con mayor o menor claridad, aunque estuvimos donde debíamos estar, con valentía y con nuestras propias miserias. Tal vez sea eso la heroicidad, no una perfección, sino una actitud que asume la imperfección y los lados obscuros.  Al fin y al cabo la vida de cada uno de nosotros, la de los personajes del libro, contiene demasiados condimentos, no todos dulces, no todos amargos. La vida misma.

martes, 5 de julio de 2016

Elie Wiesel y la memoria

La muerte de Elie Wiesel el pasado 2 de Julio nos ha devuelto el recuerdo de la tragedia en toda su magnitud, la tragedia de esta Europa una y otra vez raptada por una obscena monstruosidad sin sentido y que nos muestra el mal en estado puro, mal enfrentado una y otra vez a lo largo del tiempo con el bien, si es que algo de bien queda en el mundo, que a veces uno no puede dejar de preguntárselo.

Elie Wiesel se dedicó con ahínco, con una absoluta necesidad de entender, de aprehender hasta sus últimas consecuencias, a buscar la razón -si es que existía una razón- de toda esa tragedia que fue el nazismo y la persecución que generó. Desde luego, no fue el primer genocido sufrido por la humanidad, tampoco fue el último, me temo que ni siquiera las actuales masacres la serán, las últimas: sin ir muy lejos en el tiempo y por recordar algunas, a principios de siglo XX nada menos,  podemos referirnos a la masacre de los armenios o a las víctimas de la primera gran guerra, que volvió a causar numerosas bajas civiles después de que las guerras en el siglo XIX europeo se circunscribiesen a lo militar, sin afectar tanto a los civiles, más allá de los daños materiales y familiares (los soldados tenían familia, lógicamente). Podemos también referirnos a un genocidio no bélico -o no convencionalmente bélico, porque intuimos que la guerra se puede realizar y se realiza de otros modos- que afectó a miles de hombres y mujeres negros llevados a América desde las costas africanas para trabajar como esclavos en América. No podemos tampoco olvidar que al mismo tiempo que el nazismo se cebaba con los judíos también se intentó aniquilar a los gitanos del continente europeo, víctimas a su vez de no pocos oprobios.

Tampoco fue la primera vez, en este sentido, que los judíos sufrían una tenaz y criminal persecución, incluso una persecución organizada. La historia de Europa es la historia de sus progroms o de los decretos de expulsión de los Reinos de Aragón, de Castilla o de Portugal si no se convertían.

De la memoria de todo esto dedicó su vida Elie Wiesel, que a los dieciseis años sufrió su detención y pasó la guerra en los campos de Auschwitz y Buchenwald, cuyos nombres forman parte del monstruoso horror generado en Europa. A partir del cuarenta y cinco, cuando Wiesel recuperó la libertad, por decirlo de algún modo, no resulta fácil construirse en plena libertad tras una experiencia así, dos fueron los temas que parecieron atenazar al escritor: cómo fue posible que Alemania, la culta y filosófica Alemania, patria del romanticismo y de las ideas, cuna de un sinfín de poetas, de pensadores, de escritores, también de un modo de vida basado en cierto buen gusto burgués, pudiera despertar tanta monstruosidad que expandió por toda Europa -el horror no es patrimonio de ningún pueblo, ni siquiera de los pueblos oprimidos que parecen no aprender nada y generan a su vez nuevas formas de horror, como se sabe y no son pocos los ejemplos de ello- y, al mismo tiempo, dio un nuevo significado al concepto teológico del silencio de Dios, ese silencio que tanto turba al creyente, a cualquier creyente honesto y capaz de confrontarse a su fe, silencio de un Dios que a veces resulta un Dios ocioso que no se preocupa de sus hijos, da a veces esa impresión, a los que dio libertad, pero para matarse los unos a los otros.

Pero la memoria de Elie Wiesel, como la de otros pensadores que surgieron tras esta terrible experiencia, nada tiene que ver con la memoria construida por los Estados o por los poderosos, por aquellos que suelen ganar las guerras, sino con la de las víctimas, muchas de ellas anónimas, olvidadas por los que han manejado el mundo y a las que muchas veces se les castiga doblemente con el más absoluto olvido o con la terrible pregunta que surge de pronto desde ámbitos de poder, para qué remover las aguas turbias del pasado, acaso no es mejor no rememorar, no volver a crear tensiones, no enfrentarnos. Claro que los Estados y los poderosos sí que mantienen sus fechas de recuerdo, sí que levantan sus monumentos imperiales, sin que estos despierten, según la lógica dominante, sus espantos.

Alemania, que perdió la guerra, se vio obligada a enfrentarse a su pasado. Otros países que han tenido procesos de ruptura, Portugal por ejemplo, han podido llevar mal que bien un análisis de su pasado reciente. En otros caso los procesos son más lentos, como ocurre en España, donde el tema de la memoria -más en concreto la memoria de los perdedores- posee una dimensión política no siempre pacífica. Es curioso que los términos del debate se revierten según los lugares, de allí que conceptos como víctimas o memoria no tienen el mismo significado según se esté en el conjunto de España o en concreto en el País Vasco, donde el conflicto está más cerca en el tiempo y requiere de otros procesos, sin duda. En todo caso, no deberíamos utilizar las palabras según un contexto interesado. No hay que olvidar, por otro lado, hablando de tiempos y de conceptos, que Francia ha requerido de muchos años para dar algo de luz al colaboracionismo, que ha sido en gran medida un tema tabú.

Uno concluye que en esto de la memoria hay mucho de imágenes que proyectamos, imágenes que queremos dar de nosotros mismo e imágenes de los demás. De ahí que tal vez es importante que dicho acercamiento lo intentemos desde la literatura, un ámbito menos fangoso, más abierto y por tanto necesario. Aunque esto tal vez sea otro debate.

viernes, 1 de julio de 2016

Alba Seoane

Alba Seoane
Todas las primaveras son pecado
Ediciones Carena, Barcelona 2016

Malos tiempos para la lírica afirmaban los de Golpes Bajos, en una famosa canción que nos indicaba algo que los aficionados a la poesía se decían con frecuencia, que no eran buenos tiempos para la poesía, en efecto, apenas leída y menos aún disfrutada, y de esto tal vez sepan mucho los autores y las editoriales que osan aún hoy gastar su tiempo, su energía y su dinero en publicar poemarios. 

Malos tiempos para la lírica, en efecto, más en nuestra época, tan dada a la tontería y a la vacuidad, con tanta vanagloria en directo y de consumo inmediato, tendente siempre al simple mercadeo donde todo se compra y todo se vende para disfrute rápido, en apenas unos segundos todo pasa de moda y todo se olvida.

Malos tiempos para la lírica en unos años donde volvemos a un solemne aburrimiento vital, si alguna vez salimos de él, hablo de un modo genérico, por fortuna hay excepciones, y los globos se desinflan a un ritmo vertiginoso a la sombra de un sinfín de palabras vacías y de tópicos sin sentido. 

Claro que a lo mejor todo esto de que son malos tiempos para la lírica sea también un mero tópico porque al fin y al cabo se sigue escribiendo poesía, incluso buena poesía, y se sigue publicando, aunque al final no se lea, o no se lea lo suficiente. Pero corren por ahí buenos poemarios y se van descubriendo nuevos autores que gracias a las musas o al trabajo insistente -Picasso dixit- nos van dando, además de buenos poemas, una pizca de muy necesaria esperanza, que esta es, rememorando a uno de los grandes de la poesía, Gabriel Celaya, la gran arma cargada de futuro que es la poesía.

Alba Seoane recién publica, saca del horno como quien dice, su segundo poemario que a todas luces es un grito -un alarido, como el título de uno de sus poemas- en favor de la busca desesperada por la identidad, por la existencia, por la vida y por el amor, búsquedas cada una de ellas que se van entretejiendo una y otra vez en un amasijo de versos que nos suenan a melodía del origen, uno de sus versos, una imagen preciosa, por cierto, tal vez por aquello de que la literatura en general, la poesía en particular, es en gran medida una vuelta al origen de todo, tópicos incluidos y hasta incluso necesarios.

Se trata a todas luces de un poemario telúrico y fogoso, fogoso en su doble acepción, la del fuego y la de la intensidad. Sospecho que hay detras de cada poema una necesidad imperiosa de entenderse y de reescribirse, al afirmar rotunda la autora, a modo de justificación, digo yo, que no me encuentro, lo que al fin y al cabo es una de las causas y motivaciones de la poesía. Aunque no sé si hay un exceso de celo "psicologizante" por mi parte en esta percepción.

Alba Seoane nos reclama la atención para lanzarnos los temas y las cuitas de toda la vida,  una y mil veces tratados por un sinfín de poetas y un mar de poemas de todas las épocas, con diferentes formas y en muy distintos idiomas, nada nuevo tal vez, aunque esto es en gran medida la literatura y la originalidad, una vuelta constante al origen. Pero al mismo tiempo la autora reclama su singularidad, soy lo que soy, en la mejor tradición de Sieur de Montaigne, desde el yo más absoluto.

Evidente, nada se pierde por lanzarse a este poemario, todo lo contrario, se gana y mucho, la posibilidad de diálogo, diálogo sempiterno y atemporal, como las largas tardes de verano, con alguien que se atreve a expresar porque al fin y al cabo: (...) sólo perdura el que crea / el que con la vida se recrea.