sábado, 26 de noviembre de 2016

«27 horas»

Hay una escena de la película «27 horas», hacia la mitad, que apenas dura unos segundos pero que es intensa, muy simbólica, descriptiva de dos mundos paralelos que en aquel momento, mediados los ochenta, son los escalones más bajos de la sociedad vasca: Jon, el joven drogadicto y desarrapado, interpretado por Martxelo Rubío, sube al autobús con el mono ya iniciado mientras busca desesperado por San Sebastián su dosis de heroína que no encuentra y, parado el bus ante un semáforo en rojo, contempla sin mirar por la ventana y su mirada perdida da con la de un policía nacional de los antidisturbios que viaja de copiloto en una furgoneta tras disolver una de las muchas manifestaciones que recorren las calles vascas de la época.

Son las dos miradas que se cruzan intensas, expresivas, afectadas. Jon es un marginado social. Se trata de un heroinómano joven que ha abandonado los estudios, aunque sigue recibiendo el apodo de estudiante. Malvive en casa de su tío, un parado sin dinero, uno más en la legión de desempleados que pueblan los cinturones industriales del país, y de su primo, que trabaja en las lonjas donde se reparte el pescado descargado por los arrantzales, los cuales le han dado cobijo al echarle su padre de casa. Jon busca trabajo de descargador de camiones sin mucho éxito, uno más entre un montón de trabajadores de todas las edades que ansían unas horas de faena, muchos para poder tirar adelante, en su caso para poderse sufragar la droga. Por su parte, el policía es un marginado político, forma parte del escalón más bajo de un Estado que se rechaza, que se odia. Cumple las órdenes de disolver y reprimir, sin comprender seguramente qué es lo que está defendiendo, por qué le detestan los de enfrente y sin duda temiendo salir de aquella ciudad muerto, como muchos de sus compañeros de trabajo.  

No sabemos qué piensan, qué sentirán, pero sin duda en ambas miradas hay una indecisa hermandad entre dos seres que sufren su condición de outsiders, de seres fuera de todo circuito, incapaces de salir de su absoluta soledad, de entender el porqué de las puertas que se les cierran, desolado Jon por ver morir a la muchacha que ama, por no poderse costear la droga, ya ni le fían, por no encontrar un camino en su vida y carecer de esperanzas, aviejado ya, cuando recién estrena su juventud; el policía -sólo le vemos en ese momento, en esa escena- atemorizado por vivir aislado en una sociedad que le odia por su condición de policía, asumiendo una tarea que es un trabajo, sí, y pensará tal vez que alguien lo tiene que hacer, pero sin sentido y, en ese momento, sin salida, a las órdenes de un Estado que parece hacer aguas por todos los lados.

«27 horas» es una película de 1986. Trata una historia de esos años ochenta que ahora, treinta años después, se contemplan a veces desde cierta nostalgia, la nostalgia de una sociedad combativa, aunque ya en declive y con demasiadas víctimas que quedaron en las cunetas metafóricas, y a veces reales, fuera del tiempo y de la historia. La dirige Montxo Armendáriz a partir de un guion escrito junto a Elías Querejeta y es curioso cómo, a pesar de que no fue la única película que trataba el tema de la droga en el País Vasco, un fenómeno que pegó fuerte en las grandes y medianas ciudades vascas, que golpeó a muchas familias y afectó a mucha gente, ha quedado no obstante fuera del debate político y social sobre esa etapa, no se habla mucho de ello en este momento, permaneciendo como oculta por la Historia, en la infrahistoria de un conflicto ya encaminado en estos momento hacia su resolución definitiva.

Pero además, si comparamos ambas épocas, si ponemos frente a frente las imágenes del San Sebastián de entonces con la ciudad que es hoy, nos damos cuenta de cómo son dos momentos incluso contrapuestos por lo distinto que es todo, y con toda seguridad las generaciones más jóvenes ahora, quienes tengan menos de cuarenta años, apenas podrán reconocer aquella ciudad: ha cambiado el rostro de la pobreza, no podemos decir desde luego que haya desaparecido, se ha modificado, es ahora sin duda más vergonzosa y vergonzante, pero fue más cruda entonces, aun cuando, si comparamos en estos momentos la situación con el resto de España, la del País Vasco sea a todas luces envidiable, sin echar cohetes; no existe tampoco la imagen de la heroína azotando a tanta gente y por no ser, ni siquiera es la misma la situación política del País Vasco en estos treinta años. De este modo, esta película se convierte en un espejo con el que compararnos. Desde luego, no pretendo sacar conclusiones: ni cualquier tiempo pasado fue mejor (o peor) ni hemos de aceptar el presente porque nos parezca mejor, sigue siendo al fin y al cabo un presente repleto de injusticias y obstáculos. Pero a veces volver a ver ciertas películas produce efectos en la asunción del tiempo, que pasa inexorable, nos da perspectivas que no imaginábamos.

martes, 22 de noviembre de 2016

Pedro Ugarte

Pedro Ugarte
Nuestra historia
Páginas de espuma, 2016

Aristóteles concibe la poesía y todo arte como imitación de la naturaleza. Esto es, el ejercicio de la literatura y en general de cualquier arte supone expresar lo real. El artista, de este modo, pretende proyectar un reflejo de lo que sucede a nuestro alrededor y en nosotros mismos y tal vez esta pretensión del filósofo sea al fin inevitable, puesto que en el caso de la poesía -de la literatura- partimos de la palabra, que está estrecha e inevitablemente vinculada a lo real, cada palabra refleja un trozo, a veces mínimo, de lo que existe y no podemos escapar a esa lógica, construimos nuestro mundo a partir de ese reflejo. Lo mismo ocurre con las imágenes y quizá sea la música la expresión más pura puesto que provoca sentimientos sin que nos basemos para ello en una palabra, en una idea, en una imagen. Claro que la música tiene mucho que ver con el silencio y el ruido, el bombeo del corazón y los sonidos del mundo. Son ideas, en definitiva, productos que heredamos de generación en generación.

Lo que nos lleva a otra inevitabilidad, a la pregunta de qué es la realidad. Se ha impuesto en ciertos ámbitos, la antropología o la teoría de la comunicación, entre otros, hablar de la construcción de relatos que interpretan la realidad, con la que vemos lo que nos rodea, incluso lo que somos. Nos convertimos de este modo en un relato y ello puede dar lugar a cierta confusión puesto que la literatura, que es en gran medida un relato o un conjunto de relatos, se basa en la ficción, es decir, es verosímil pero no siempre real, inventamos unos personajes y unos hechos que han de tener una coherencia interna como relato, aunque no existan en la realidad, no sean palpables en el mundo físico ni haya ocurrido nunca lo que se cuenta. Aunque a menudo los lectores pueden sentirse identificados con dichos personajes y dichos hechos por haber vivido circunstancias parecidas o nos resulten muy cercano a lo que sentimos. Del mismo modo, el autor recoge ámbitos de realidad y los narra de otra forma, juega con ellos o los parcela para volver a construir lo real de otro modo.

Bueno, tal vez todo esto no tenga ningún sentido ni sirva en realidad para mucho, más allá de ser un mero ejercicio de fingida erudición. Al fin y al cabo, lo que importa en literatura es que guste lo que se lea, nos permita pasar un buen rato, no sólo en el sentido del ocio, también del atento ejercicio placentero de la lectura y, tal vez, si tenemos tiempo y algo de ganas, asociemos lo leído a nuestra propia cotidianidad, a nuestra vida en definitiva.  

En todo caso, esta reflexión sobre lo real, lo cotidiano y la ficción es el efecto que me ha producido leer Nuestra historia, un conjunto de relatos de Pedro Ugarte, que es un escritor al que he seguido con no poco interés desde sus inicios por esa manera de coser la cotidianidad en cada una de sus narraciones. Y a todas luces es un encomiable modisto, como se aprecia en este su último libro publicado. Ya en la primera página del primer relato hay toda una declaración o justificación literaria: «Dormir era el único estado en que me sabía a salvo del infierno», afirma el narrador. Todo lo demás es narrable, porque quizá el infierno y sus múltiples contenidos sean por fuerza la materia prima de la literatura. El paradisiaco cielo puede que sea un destino deseable, una buena aspiración, aunque a todas luces de lo que hablemos y lo que narremos en él, si es que llegamos a allí, sea de las sagas del infierno.


Hay mucha cotidianidad en los relatos de este libro. También mucho miedo, mucha frustración y mucho desasosiego en el interior de los personajes, en su modo de confrontarse a lo real, incluso a una mera y (en apariencia) inocente anécdota. No es por casualidad que al personaje con más seguridad y entereza, a Verónica de «Verónica y los dones», se le castiga con toda intención a sufrir la incertidumbre, la duda, la incerteza. No en vano en un mundo con tanta vacilación quien posea el don de acertar y saber con absoluta claridad -clarividencia- lo que se quiere ha de ser castigado a que su seguro suelo se tambaleé. Porque nos repele que alguien escape a nuestros miedos.

Intentamos superar esa cotidianidad atribulada y mediocre esforzándonos en que las cosas nos salgan bien de una vez, como el comercial del «Hombre del cartapacio», pero -¡maldición!- la vida conspira contra nosotros y al final nos queda el recurso de esperar a que nuestros hijos sean cuanto menos mejores, como en «Vida de mi padre», aunque en realidad no es así como funcionamos, recuérdese que en la mitología griega la reacción de muchos dioses, héroes y reyes cuando se les anuncia que sus hijos serán mejores que ellos es matarlos, expulsarlos lejos de su presencia o encerrar a sus madres antes de engendrarlos para evitar que nazcan, por lo que en realidad lo que quieren los padres es que se conviertan en lo que ellos no pudieron y desearon ser.


Cierto, la lectura de este libro provoca una cierta zozobra. Tal vez advertirlo, si hay alguien que lea esto, eche para atrás a algunos, aunque se perderían una buena colección de relatos. Claro que la cotidianidad ya aporta buenas dosis de angustia cotidiana y leer estos relatos ayude en algo a afrontar la vida con filosofía.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Literatura

Borges, al escribir Pierre Menard, autor del Quijote, plantea el tema de la relectura y la correspondiente interpretación -¿reescritura?- de una obra de ficción. Qué sentido tiene, nos podríamos preguntar, leer el Quijote hoy -o el Lazarillo, o la Odisea, o el Gargantúa, o cualquier obra antigua o clásica-, cuando han pasado, nada menos, que cuatrocientos años de su publicación y, por tanto, han ocurrido demasiadas cosas, buenas y malas, entre ellas el cambio en el idioma castellano, la modificación política, social, económica, ideológica del país de Cervantes, numerosas guerras, entre ellas dos mundiales, el fascismo, la Ilustración, la aceptación cada vez mayor del matrimonio homosexual, el racismo institucionalizado, la separación Iglesias-Estados, la enseñanza universal, el pacifismo y el antimilitarismo, el absolutismo estalinista, la minifalda, la revolución francesa, la descolonización, el feminismo, las declaraciones de derechos, las utopías que miran al futuro, las guerras carlistas, la esclavitud masiva (taylorista), la revolución industrial, el avance tecnológico, los nuevos roles masculinos, la universalización de la sanidad, el estructuralismo, la amenaza nuclear, el nouveau roman, el surrealismo, etc, etc., todo lo cual nos llevaría a percibir que leer una obra de hace cuatrocientos años pudiera ser un ejercicio cuando menos ornamental, un mero lujo las veces que nos lo podemos permitir en nuestras ocupadas, excitantes y mediocres vidas contemporáneas.

Salta por tanto a la vista: el lector del Quijote de noviembre de 2016 es muy diferente al lector de la obra en noviembre de 1616, cuando Cervantes llevaba ya unos meses fallecido. Incluso el lector de noviembre de 2016 va a cambiar mucho dependiendo la edad, su grado de formación y la experiencia vital y/o literaria (si acaso son distintas) que tenga. Qué sentido, pues, tiene leer El Quijote. La respuesta va a depender en gran medida de que aceptemos que la lectura es una interpretación -o una reinterpretación que tiene en cuenta las lecturas anteriores-, y por tanto una reescritura de la obra leída, ¿estamos entonces ante un Quijote, una sola obra, o ante tantas obras como lectores haya? Pierre Menard escribe el Quijote, las frases son las mismas que las del Quijote de Cervantes, pero no es el mismo libro, entre otras cosas porque Pierre Menard y Miguel de Cervantes no son las mismas personas, obvio, pero no lo son tampoco sus tiempos, sus lecturas, sus intereses culturales y personales, sus vidas, sus experiencias. Como no lo somos los lectores actuales, por eso el Quijote de Menard le resulta forzado al narrador de Borges -«adolece alguna afectación», afirmará- mientras que el estilo de Cervantes es a todas luces desenfadado.

Lo que nos lleva a entender la obra literaria -El Quijote o cualquier otra- no desde su tiempo, con el correspondiente análisis de la biografía del autor y de su época, sino desde las características del momento que en la obra sea leída. En este sentido, la voz femenina de algunas cantigas que cuenta a su madre, y nos cuenta hoy, en galaicoportugués, que había acudido a la fuente y había contemplado cervatillos escandalizaba en el siglo XVII, se ignoraba en el XIX o nos resulta indiferente, moralmente, en 2016: no cambia la obra (ni las circunstancias en que fue escrita), sino la época de su lectura, la de sus receptores. De este modo, tal vez al estudiantazgo escolar y universitario habría que enfocarle la obra no según la época en que fue escrita, sino de acuerdo a la época desde la que se la lee. Sin duda, les sería mucho más útil a quienes se acercaran a la literatura en nuestros días, sobre todo a estudiantes cuya aproximación a la materia literaria tal como se conforma hoy no es, a todas luces, la más acertada, no lo ha sido en mucho tiempo.

Es algo que se plantea Tzvetan Todorov en su ensayo La literatura en peligro, un libro que publicó en 2007 en Francia y que es un breve acercamiento a la literatura y la manera de leerla, acogerla y entenderla más allá de visiones formales -formalistas- y en exceso académicas. Estudiar los recursos retóricos y estilísticos, las figuras, los encadenamientos y fórmulas narrativas está muy bien, pero al final lo que importa es lo que dice la obra al lector, lo que le comunica y lo que le permite entender no de la obra, sino de sí mismo. La pregunta que habría que formular, por tanto, a cualquier estudiante actual no es qué quiso decir Cervantes al escribir el Quijote en función de su propia vida y de su tiempo, sino que le dice el Quijote al estudiante de su propia vida, como lector, si lo es, o como persona. Dicho de otro modo: El Quijote, como cualquier otra obra, no nos habla tanto, que también, de una determinada época, sino que nos puede reflejar el presente si atendemos a la obra como un espejo en el que reflejarnos.

Tal vez sólo así se consiga que la literatura sea apreciada no como una materia erudita ajena a la experiencia vital -es útil estudiar matemáticas, o física, o leyes, o economía, o electricidad o buenos modales, para nuestra vida cotidiana, no lo es tanto, según esta visión, estudiar literatura más allá de un mero divertimento-, sino como algo que lleva a pensar, a pensarse y reflexionar así sobre su medio y su propia existencia. Al fin y al cabo, no es algo nuevo: ya en la Edad Media había los exemplos, aquellos relatos, casi siempre breves, que servían de espejo al lector, un joven que se preparaba para la vida, le enseñaba a pensar, a vivir, a evolucionar y madurar, si es que alguien madura realmente alguna vez. El Conde Lucanor, escrito por don Juan Manuel, sería un bueno modelo de ello. Tampoco son otra cosa muchos de los cuentos infantiles, los actuales y los de toda la vida.


Intentar que un escolar lea El Lazarillo desde planteamientos sólo formales es, en definitiva, matar la obra y el interés que pueda obtenerse de ella: ni se entiende el lenguaje, ni se entienden las figuras retóricas, ni se deducen las cuestiones sociales que entrañaba la obra. Se pierde interés por la obra y al final se perderá la ocasión de percibir la enorme crítica hacia su época y de paso hacia la actual, que también la tiene, de esta novela. En este sentido, el profesor José María Valverde comentaba que si a los jóvenes de escuelas e institutos se les enseñase una hipotética materia de drogas del mismo modo que se les enseña literatura, con toda certeza nadie se drogaría en este país.


Quizá toda esta reflexión haya sido en vano y resulte insustancial planteársela en nuestros días: los planes de estudio parece que le hayan dado una patada a la asignatura y la hayan dejado en un rincón del patio. Hay quien dice que esta marginación de ciertas materias en los programas de estudio forma parte de una estratagema de los poderes de este mundo por forjar individuos sin pensamiento, ni crítico ni de ningún tipo. Puede que ni siquiera llegue a ello: el mundo se ha vuelto, ni más ni menos, anodino y sólo nos queda escoger entre lo malo y lo peor. Tal vez don Quijote nos diga algo al respecto. 

jueves, 10 de noviembre de 2016

La distopía de Jack London

En 1908 el escritor norteamericano Jack London publicaba la novela El Talón de Hierro, una distopía en la que se describe un mundo gobernado por grandes corporaciones privadas que controlan la sociedad entera. Manejan los hilos de los Estados, los de sus gobiernos y los de sus aparatos administrativos, los de los tribunales y los de sus cuerpos policiales y militares, los de la salud y el pensamiento, conquistando para ello la universidad y los medios de comunicación y así legitimar su poder mediante el adoctrinamiento, y para ello cuentan con la ayuda inestimable de direcciones sindicales que logran una mínima mejora material de aquellos hombres y mujeres dóciles que admiten este poder, lo normalizan (lo normativizan: lo normal es lo normativo) mientras que lanzan a la periferia social a quienes mantengan un ápice de crítica, los persigue incluso de forma cruenta. Las grandes corporaciones han conseguido, en definitiva, dominar la sociedad entera y también a los individuos que la componen, sin que los focos de resistencia puedan, a corto plazo, transformar la grisácea realidad. La vida, privatizada en beneficio de unos pocos, ha quedado a merced de una plutocracia que consigue asfixiar cualquier discrepancia, creando un discurso y una opinión que no admiten disidencia.

Aquí, tal vez, habría que añadir no sin ironía aquello de que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia o quizá viniera mejor recordar a Oscar Wilde y afirmar que la realidad supera la ficción.

Esta novela mereció unas elogiosas palabras de Trotsky que, en carta dirigida a Joan London, la hija del autor, realzó la figura de un escritor que no dudó en ponerse del lado de los trabajadores, de los campesinos pobres, de los emigrantes que trabajaron de sol a sol en los Estados Unidos, que consiguieron crear riqueza, que elevaron a ese país y lo transformaron en una potencia industrial de enorme peso mundial y cuya clase trabajadora, tras el fracaso de la revolución alemana durante la República de Weimar, tomaba el testigo del movimiento revolucionario mundial y en sus manos dependía que se continuase la labor iniciada en 1917 en Rusia y así izar la bandera de la transformación social.

No en vano la confianza del viejo líder bolchevique se justificaba en un movimiento obrero que, desde finales del siglo XIX, pero sobre todo en los primeros cuarenta años del siglo XX, mostró una actividad enorme y se dotó de grandes sindicatos muy activos, como el Industrial Workers of the world, que impulsó grandes luchas e hizo frente a una intensa represión, como la de las Palmers Raids, redadas policiales que afectaron a muchos de sus militantes y simpatizantes. Hubo también una campaña de intoxicación informativa de los grandes medios de comunicación, en la línea vaticinada por London en su novela, que acusaron a este sindicato de antipatriota. Uno de los dirigentes del IWW, Frank Little, fue víctima de un linchamiento “popular” en agosto de 1917, tras el hostigamiento de la prensa por su actitud militante contra la primera gran guerra y la participación de Estados Unidos en ella.

Este papel de la prensa, de los medios de comunicación, en la creación de opinión, y por tanto de legitimación de la realidad, no pasó desapercibida, evidentemente, ni por los críticos del sistema, como Jack London, ni por supuesto por quienes procuraban sacar provecho del mismo, por esas corporaciones descritas en El Talón de Hierro. En 1941 Orson Welles realizaba su opera prima, Citizen Kane, a partir del guion de Herman J. Mankiewicz y en ella se describe el poder de la prensa y su capacidad de manipulación en favor de quienes controlan las grandes empresas informativas, ligadas a los intereses de grandes grupos económicos.

Contrarrestar esta capacidad de incidencia en la visión del mundo que poseían los mass-medias se convirtió en una labor fundamental para muchos escritores, periodistas, cineastas y guionistas de esta época que pusieron su trabajo al servicio de una descripción de la realidad de manera más fidedigna y por tanto diferente a como lo hacían los grandes medios de comunicación vinculados a las grandes sociedades, las cuales confundían de modo intencionado la información con la propaganda. No es casual que en esta época, aprovechando también la expansión de la radio y del cine, naciera una nueva industria, la de la publicidad, que buscaba -y busca- en gran medida difundir una visión edulcorada y simplista de la realidad, limitando conceptos como los de felicidad, libertad e incluso revolución, que hoy se asocian más a ciertos perfumes, al uso de telefonía móvil o a la posesión de un determinado automóvil.


Hubo escritores en aquel momento que optaron por describir la realidad tal cual la contemplaban en las ciudades y en los campos de Estados Unidos, como John Steinbeck, cuyas novelas son escenas obtenidas de la crisis del 29, o una incipiente novela policiaca, que se desarrollaría sobre todo tras la segunda guerra mundial, durante el macartismo, y que a través de un género considerado como menor realizaban una crítica a una sociedad que comenzaba a poseer aún con mayor intensidad los rasgos descritos por la distopía de Jack London. Otros autores fueron más corrosivos en sus críticas y tomaron incluso partido, como John Red, que optó por el periodismo y no dudó en narrar la revolución mexicana y rusa, con simpatías más que notables por ambas revoluciones, sobre todo la soviética, o Upton Sinclair, que llegó a ser candidato del Partido Socialista norteamericano, en cuya fundación, por cierto, estuvo implicado Jack London, o Lillian Hellman, compañera sentimental de Dashiell Hammett, vinculada al Partido Comunista. Hubo también escritores y artistas que adoptaron compromisos progresistas, como Ernest Hemingway o John dos Passos, entre muchos otros, que vieron en la defensa de la República española una denuncia del autoritarismo que se estaba imponiendo en el mundo durante los años treinta.

Por tanto, hubo en aquellos primeros cuarenta años del siglo XX una complicidad conformada por autores y artistas que proyectaron una visión de la realidad emancipatoria y diferente al mundo que se pretendía construir desde los cenáculos del poder económico. El arte sirvió para contribuir mediante el pensamiento a la dignificación de la vida. Fue fundamental en este sentido el papel del cine que, no olvidemos, fue la gran aportación artística y cultural de los Estados Unidos al mundo, aun cuando fuese un invento europeo. Pero el cine se volvió esplendoroso en los Estados Unidos y ahí sí que se convirtió en una “máquina de sueños”, durante aquel tiempo muy vinculado también a otras ramas del arte. Fruto de estas complicidades, existió en Nueva York una Mesa Redonda de Algonquin, un encuentro de escritores, artistas, cineastas, actores y actrices, que durante los años veinte se reunían en la cafetería del hotel Algonquin de Manhattan, encuentros promovidos por la escritora Dorothy Parker, una mujer de humor incisivo que fundaría la Liga Anti Nazi y que durante los años treinta y cuarenta se comprometió políticamente.

Sin duda fueron años de esperanza y de ensueño, de intercambios y desarrollo, una etapa dorada en los Estados Unidos donde la vida se intensificó en todos los ámbitos, social, cultural y político, una etapa con muchos claroscuros, es cierto, pero también una época de cine y de música, de alternativas reales a las injusticias del mundo. Sin embargo, la sombría mirada de Jack London en su novela, aunque fuera descrita con un trasfondo de esperanza de que algún día la realidad fuera diferente a la que describía, se ha ido imponiendo y cuando han pasado cien años desde la publicación de El Talón de Hierro despertar del ensueño supone darse de bruces con una realidad poco edificante en la que aquel lema de hace bien poco, otro mundo es posible, no parece en absoluto real. Despertar hoy es enfrentarse al dominio de las multinacionales que manejan más presupuesto que muchos de los Estados existentes en el mundo y que incluso poseen más poder. Supone también percibir una falta de alternativas, la asunción del cinismo posmoderno que sólo trasluce impotencia para cambiar las cosas cuando no un discurso necesitado de epopeyas que no existen.

Despertamos y asistimos a la victoria de Trump con artimañas ya harto conocidas, las elaboradas por el propio sistema, no ha inventado nada, el viejo discurso patriótico, la exaltación de valores añejos, la defensa de modelos sociales y personales que han mostrado hasta la saciedad su inutilidad para conseguir esa felicidad defendida por la Constitución norteamericana como derecho fundamental, todo eso estaba allí y el candidato sólo lo recogió. El millonario machista y racista gana además, como si fuera una broma, gracias al voto de los trabajadores, de buena parte de las mujeres y de las minorías étnicas, descendientes de emigrantes e incluso de emigrantes afincados.


Tal vez sea una broma macabra del destino. Trotski que, como revolucionario, era un optimista histórico, acertó en sus presagios más negros en lo que se refería al futuro de la URSS si no se lograba derrotar a la burocracia, al final ésta se enquistó en el poder y ahogó el desarrollo de la revolución para devenir una tiranía cruenta y absolutista hasta hundirse por completo y desaparecer. Ahora vemos como los negros presagios de Jack London, otro optimista histórico y de la fuerza de la voluntad, acierta en ese futuro asfixiante que perdura hoy y se afianza. Un paisaje demasiado desolado después de una batalla difícil de entender.

lunes, 7 de noviembre de 2016

España, 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela

En 2004 la editorial Destino alcanzaba el título número 1.000 en su colección «Áncora y Delfín». Esta editorial se fundó en 1940 a partir del semanario Destino, dirigida por Xavier de Salas y José María Fontana Tarrats, y que reunió durante la guerra civil en Burgos a un grupo importante de intelectuales y artistas catalanes afines o próximos al falangismo. Tras la guerra, la revista reanudó su labor en Barcelona, bajo la batuta de Josep Vergés e Ignacio Agustí, con el apoyo de Juan Ramón Massoliver y Josep Pla, que impulsaron la editorial y lograron no poca independencia respecto al régimen y a las estrecheces ideológicas del momento. Su labor en aquellos años consiguió que se reanudara la actividad literaria en un país devastado por la guerra y con buena parte de sus autores en el exilio o silenciados por motivos ideológicos, a lo que contribuyó desde 1944 el Premio Nadal, un galardón anual que permitió descubrir nuevos autores, como la jovencísima Carmen Laforet que obtuvo el primer galardón con su novela Nada.

Para dicha celebración, la editorial optó por un “autor de la casa”, Miguel Delibes, que en 1998 había publicado su novela El Hereje, con la que cerraba una carrera literaria iniciada en 1947 con la publicación de La sombra del ciprés es alargada, que obtuvo aquel año el mencionado Premio Nadal. Bajo el título España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela, se recopiló una serie de artículos, notas y conferencias de Miguel Delibes sobre escritores que bien ya habían comenzado a publicar en esos catorce años referidos en el título, bien se iniciaban en el mundo de las letras como lectores, «los niños de la guerra», que tomaron el testigo en esos años cincuenta y abrieron nuevos caminos estéticos en la literatura española del interior. Porque los autores a los que se refiere Delibes en los capítulos son escritores que bien permanecieron en España bien crecieron en el país tras la guerra, como Camilo José Cela, José María Gironella, Suárez Carreño, Carmen Laforet, Tomás Salvador, Luis Romero, Ángel María de Lera o José Luis Castillo-Puche, entre los primeros, y Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Ana María Matute o Juan y Luis Goytisolo, entre los segundos. Sin embargo, no olvida a los escritores exiliados, aquellos que salieron del país por motivos políticos y que siguieron escribiendo y desarrollando una labor artística e intelectual en países americanos o europeos.

Hay que tener en cuenta que la guerra y la dictadura posterior causaron un cisma en el ámbito cultural, lo que conllevó además, durante los años cuarenta sobre todo, un aislamiento en España que afectó a los escritores, sobre todo a quienes se quedaron en el interior y que se enfrentaron al reto de empezar de cero, con escasas referencias extranjeras contemporáneas con las que pudieran dialogar y parte de la intelectualidad española fuera del país, justo aquella que se formó en la edad de plata de la cultura española, según José Carlos Mainer. Escribe Miguel Delibes, en este sentido: «La novela fue otra víctima de la guerra civil y todos los amantes de la literatura, una vez terminada la contienda, trataron reiteradamente de reanimarla». Una reanimación a todas luces difícil, pues el aislamiento y la inexistencia de una base académica, que hubo que reconstruir, supuso un salto al vacío bastante difícil y muchas veces angustioso, por la enorme inseguridad que sin duda generó.

Sin embargo, si hubo un ámbito en el que pronto se reanudó el contacto entre la España del interior y la España del exterior, formada ésta por los exiliados, fue el de la literatura y, en general, el de la cultura. Hay que evitar, por lo demás, un análisis simplista que pudiera desprenderse de la situación: no todos los autores que se quedaron o que se mantuvieron en el país lo hicieron por ser afines al régimen franquista, no lo fueron en absoluto Ángel María de Lera, hostil a la dictadura, o Castillo-Puche, que denunció de modo radical un catolicismo oficializado en un Estado que se declaraba nacionalcatólico pero que se alejaba, en su opinión, del mensaje evangélico, tampoco lo fueron los Goytisolo, ni Sánchez Ferlosio, hijo de Sánchez Mazas, falangista de primera hora, camisa vieja, y que al igual que Dionisio Ridruejo o Manuel Hedilla se alejaron del movimiento, incluso se enfrentaron a él. Hubo también entre los que marcharon diferentes grados de distanciamiento hacia la dictadura. Ortega y Gasset o Marañón regresaron al país, optaron por lo que consideraron el mal menor, una dictadura con tintes sombríos frente al peligro comunista que vieron como una amenaza real. Aunque la mayoría de los exiliados, con ideologías muy diferentes, incluso a veces opuestas unas a otras, se mantuvieron fuera, aunque en algunos casos regresaron. Sin embargo, muchos de quienes volvieron sólo lo hicieron por una temporada, la vida cotidiana les debió de resultar bastante estrecha y gris, en comparación con la libertad del exterior.


En este sentido, esta relación que se establece entre el interior y el exilio lo estudia Jordi Gracia tanto en su ensayo La Resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España como en su continuación, A la intemperie. Exilio y cultura en España, ensayos que desarrollan en gran medida lo que apunta ya Delibes en su libro recopilatorio y se habla en ellos incluso de ámbitos de cooperación entre los dos bandos que consiguen incluso desarrollar proyectos en común, como el Diccionario de literatura española, publicado en 1949 por Revista de Occidente y elaborado por Julián Marías, filósofo próximo al régimen, al menos durante un tiempo, y Germán Bleiberg, republicano, que ahogado por el ambiente del país acabará marchándose de España. Se intenta mostrar un panorama conjunto de autores españoles, aunque Francisco Ayala criticara esta obra que intentaba derribar muros por haber sido en exceso cicatera con la España exiliada.


Miguel Delibes, por su parte, analiza las características estéticas que se van dando en los distintos grupos literarios que aparecen en el país y como inciden en ellas la cada vez mayor apertura hacia el exterior, al menos desde un punto de vista cultural, tanto en lo que supone recuperar la literatura del exilio como conocer y dialogar con la literatura de otros países, entre ellas, muy importante a partir de los años sesenta, la literatura latinoamericana, con nuevas técnicas y nuevas formas de tratar los temas de siempre.

martes, 1 de noviembre de 2016

Portugués: una lengua, varios mundos...

Es un tópico: en España se desconoce e incluso se ignora todo lo que ocurre en Portugal, a pesar de ser países vecinos y compartir un territorio, el de la península Ibérica. De Portugal, en esta parte de la raya, hasta hace unos años apenas se conocían las toallas, los azulejos, el fado y la Revolución de los Claveles. Los informativos audiovisuales y la prensa escrita, incluso ahora, no suelen recoger mucha información política o social de aquel país y es posible que un español medianamente informado conozca los nombres de los principales mandatarios europeos, pero desconozca los de Portugal. Claro que es algo que se está corrigiendo. Poco a poco Portugal está más y más presente en España, hay un mayor interés por su cultura y su realidad social, el turismo español ha aumentado en las ciudades y pueblos vecinos e incluso ha comenzado a aumentar el número de españoles que aprenden portugués, más allá de Galicia y de la comarca extremeña de Olivenza, cuyos habitantes, por cierto, tienen opción a la nacionalidad portuguesa, consecuencia del conflicto territorial, sin duda apaciguado, entre ambos países.

En este sentido, hay que tener en cuenta que el portugués lo hablan en este momento alrededor de 270 millones de personas en el mundo y el Novo Atlas da Língua Portuguesa, que se ha presentado en la actual cumbre de la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa (CPLP) -Brasilia, el 31 de Octubre y 1 de Noviembre de 2016-, estima que a finales de este siglo lo hablarán casi 500 millones de personas. Ha contribuido sin duda a esta difusión el que dos de las potencias emergentes en la economía mundial, Brasil y Angola, sean de lengua oficial portuguesa y también a un mayor interés por la literatura escrita en dicho idioma, con nombres reconocidos que, además del de Pessoa, ya se conocen en España, como los de José Saramago, Lobo Antunes, Miguel Torga o José Luis Peixoto, entre otros autores portugueses, o Mia Couta, de Mozambique, entre los autores africanos.  

A esta difusión del portugués contribuyen el Instituto Camões, presente en numerosos países, y los diversos Institutos de Cultura Brasileña, también presentes en numerosas ciudades del mundo. Oficialmente O Camões - Instituto da Cooperação e da Lengua, Portugal, es un organismo público dependiente del Estado que se creó en 1992, heredero del Instituto de Cultura y Lengua Portuguesas. Además, Portugal dispone de una red de escuelas portuguesas en las antiguas colonias, incluso en Macao, donde el idioma está perdiendo influencia por la importancia de lenguas como el chino o el inglés. No ocurre lo mismo en las colonias africanas, donde el portugués se mantiene con fuerza y es la principal lengua de comunicación, aun cuando comparta espacio con numerosos idiomas en cada uno de ellos, lo que en algunos casos, como el de Guinea Bissau, ha creado un vivo debate sobre su empleo como única lengua vehicular en la escuela ya que en dicho país está difundido en casi todo el territorio el crioulo, lengua mayoritaria entre la población.

Además, los países donde el portugués está presente se han dotado de mecanismos de cooperación cultural, pero también político, económico y social a través de organismos supraestatales. Uno es la ya citada Comunidad de Países de Lengua Portuguesa, que celebra ahora su XI Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno en Brasilia, Brasil. La constituyeron en 1996 Angola, Brasil, Cabo Verde, Guinea Bissau, Mozambique, Portugal y Santo Tomé y Príncipe. En 2002 ingresó Timor Este, en paralelo a su proceso de independencia de Indonesia, y Macao se unió en 2009. Asimismo, hay países que, por su relación histórica con Portugal, se vinculan a este organismo como observadoras, tal es el caso de Mauricio o Senegal. Guinea Ecuatorial mantiene lazos con este organismo dado que en la isla de Annobón, antiguo enclave portugués, se habla un idioma cercano al criollo de Santo Tomé y Príncipe, lengua que fue reconocida como oficial por el gobierno ecuatoguineano, que decretó también el portugués como oficial. Como nota a tener en cuenta hay que destacar que Galicia está presente en algunos organismos del CPLP a través, entre otros, de la Academia Gallega de Lengua Portuguesa (AGAL) y está en proceso que la Comunidad Autónoma se pueda incorporar como observadora asociada, pendiente de aprobación por el Gobierno español. Se está intentando reforzar esta institución y sobre la mesa hay incluso una propuesta de Portugal de establecer una zona de libre circulación de personas entre los países que lo conforman. Otro organismo es el PALOP (Países Africanos de Lengua Oficial Portuguesa), fundado en 1996 y que ha creado mecanismos de cooperación en todos los ámbitos entre los países que lo integran.


Resulta evidente que el portugués es uno de los idiomas más difundidos y con un peso cultural enorme y diverso. Existen grandes medios de comunicación que emplean este idioma, como el grupo RTP (Rádio e Televisão de Portugal), con una cadena especializada en África, RTP-África, o el grupo brasileño Globo. Por lo demás, en lo que a la península se refiere, los lazos que crea una frontera son enormes, no sólo en Galicia y en Olivenza, también a lo largo de toda la raya. Son lazos económicos, sociales y culturales de gran importancia a lo largo de la historia y de profundo calado. Podíamos remontarnos a la importancia de la poesía galaicoportuguesa o a los años de unión real entre ambos reinos. Podemos hablar del movimiento iberista del siglo XIX, muy presente en el republicanismo portugués y en ámbitos progresistas en España. Unamuno afirmaba que cualquier español que se pretendiera culto debía hablar como mínimo portugués, castellano y otra lengua peninsular. Incluso en la actualidad se ha constituido un partido, Íber, que recoge el guante del iberismo. Pero todo esto es, ahora mismo, otro debate.