Paul Diel, en un pequeño ensayo que analiza algunos mitos griegos desde la perspectiva de la psicología, habla de los monstruos, de lo monstruoso, como algo que habita el interior de cada uno. De este modo, el héroe, sea humano o semidivino, cuando se enfrenta al monstruo, a lo monstruoso, se está en realidad confrontando a su propio interior, a sí mismo, y en consecuencia se sale victorioso de la gesta cuando se consigue dominar aquellas pulsiones, pasiones y vanaglorias que le permitirán lo que en el mundo clásico griego era una meta: la armonía.
La literatura infantil -o calificada de infantil, la destinada a los niños- está lleno de relatos de monstruos que el receptor de los cuales sabe perfectamente reconocer y asumir en buena medida dentro de sí mismo porque sabe que en la lucha contra lo monstruoso lo crucial no son los monstruos en sí, sino el miedo que despiertan y por tanto lo fundamental es lograr el dominio del propio interior.
Se trata por tanto de una lucha consigo o contra sí mismo que se mantiene a lo largo de la historia y recoge la literatura mediante un sinfín de relatos. Por citar uno solo que ahora mismo recuerdo: el caballero Lancelot descansa en una campa en medio de un bosque, se quita la cota de malla y la veste que deja a un lado junto al escudo, la espada y la lanza, por tanto no sólo está casi desnudo, sino que se halla desarmado, y así lo encuentra a media noche, a la luz de la luna, ese caballero cuyo yelmo no permite verle el rostro y que se encara al héroe artúrico que apenas tiene tiempo de alcanzar la espada. Lancelot, pese al factor sorpresa del repentino ataque y a su inferioridad de condiciones, logra vencer al desconocido y cuando lo tiene en el suelo, tirado boca arriba, le quita el yelmo para verle la cara, con la sorpresa de descubrir que el desconocido caballero posee sus propios rasgos, es su rostro lo que contempla, porque ha luchado consigo mismo, o contra sí mismo, y ha conseguido vencer, lo que le otorga la condición de héroe.
Claro que el monstruo, lo monstruoso, no siempre se halla en sí mismo, dentro de uno, a veces forma parte de eso que llamamos cotidianidad y que esconde incluso una faz grata. Es por ejemplo lo que nos cuentan dos autores, el italiano Erri de Luca y el guatemalteco Eduardo Halfon cuando nos hablan de sendos viajes por Italia, la plácida Italia del norte en el primero y del sur en el segundo, con su paisaje idílico y su calma vacacional, pero esa cotidianidad un tanto inane, vanal y apacible esconde el recuerdo de lo monstruoso. Ese hombre a quien acompaña su hija y que se halla en la mesa de al lado en El Crimen del Soldado de Erri de Luca fue un nazi, un criminal, un hombre que participó en la vecina Austria de los terribles crímenes nazis que enturbiaron la historia de este país centroeuropeo de profunda tradición musical, mientras que en el relato de Halfon, Signor Hoffman, el plácido viaje del narrador tiene como objetivo visitar el campo de concentración en el que se encerraron a miles de personas antes de seguir viaje a Alemania. Tras el paisaje y el lirismo cotidiano del viaje en tren hay la presencia de lo monstruoso, algo que produce espanto aun cuando lo disimulemos tras un barniz de belleza y cierta armonía, aunque digamos que son cosas del pasado e intentamos fingir que es un pasado, a pesar de su cercanía, que no volverá jamás.
No volverá jamás, nos decimos, como lo dirán nuestros descendientes cuando contemplen Lesbos y las islas griegas, o la frontera entre Grecia y Macedonia, abarrotadas de refugiados a los que se les cierra la puerta, como apestados, en una imagen que esconde de nuevo el monstruo de la opulenta Europa. El monstruo sigue allí, como el dinosaurio de Monterroso, enturbiando el despertar de nuestros plácidos sueños.