
La literatura infantil -o calificada de infantil, la destinada a los niños- está lleno de relatos de monstruos que el receptor de los cuales sabe perfectamente reconocer y asumir en buena medida dentro de sí mismo porque sabe que en la lucha contra lo monstruoso lo crucial no son los monstruos en sí, sino el miedo que despiertan y por tanto lo fundamental es lograr el dominio del propio interior.
Se trata por tanto de una lucha consigo o contra sí mismo que se mantiene a lo largo de la historia y recoge la literatura mediante un sinfín de relatos. Por citar uno solo que ahora mismo recuerdo: el caballero Lancelot descansa en una campa en medio de un bosque, se quita la cota de malla y la veste que deja a un lado junto al escudo, la espada y la lanza, por tanto no sólo está casi desnudo, sino que se halla desarmado, y así lo encuentra a media noche, a la luz de la luna, ese caballero cuyo yelmo no permite verle el rostro y que se encara al héroe artúrico que apenas tiene tiempo de alcanzar la espada. Lancelot, pese al factor sorpresa del repentino ataque y a su inferioridad de condiciones, logra vencer al desconocido y cuando lo tiene en el suelo, tirado boca arriba, le quita el yelmo para verle la cara, con la sorpresa de descubrir que el desconocido caballero posee sus propios rasgos, es su rostro lo que contempla, porque ha luchado consigo mismo, o contra sí mismo, y ha conseguido vencer, lo que le otorga la condición de héroe.

No volverá jamás, nos decimos, como lo dirán nuestros descendientes cuando contemplen Lesbos y las islas griegas, o la frontera entre Grecia y Macedonia, abarrotadas de refugiados a los que se les cierra la puerta, como apestados, en una imagen que esconde de nuevo el monstruo de la opulenta Europa. El monstruo sigue allí, como el dinosaurio de Monterroso, enturbiando el despertar de nuestros plácidos sueños.