El 28 de julio de 1914 un
joven nacionalista serbio, Gavrilo Princip, asesinó en Sarajevo al archiduque
Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona del Imperio Austrohúngaro.
Comienza entonces una guerra cuya repercusión y consecuencias motivarán que se
le dé el calificativo de mundial. Será la primera de las dos guerras que recibirán
tal consideración, pues al poco de su declarado final, en 1918, en concreto veintiún
años después, comenzará otra con efectos aún más devastadores. De hecho, se
podría decir que ese atentado de Sarajevo cierra una cierta etapa de paz en
Europa, la Europa de la belle epoque,
y abre un largo periodo de violencia: en 1917, aún no acabado el primero de
esos conflictos, estalla la Revolución Soviética que a su vez conllevará una
guerra civil en territorio ruso durante varios años, Alemania vive un periodo
de tensión y conflicto social violento que amenaza la estabilidad de la
República de Weimar y que dará paso, en 1933, al régimen nazi, uno de los más
criminales de la historia, durante esos años treinta se afianza en la URSS un
régimen de opresión y terror cuya punta de lanza fueron los denominados
Procesos de Moscú, por su parte España inicia en 1936 una guerra civil cruenta
que fue la antesala de la segunda guerra mundial, iniciada en 1939 como
consecuencia del expansionismo alemán y que terminó en 1945.
Suele afirmarse que en
1945, tras el final de la guerra, se dio paso a un nuevo periodo de paz y
estabilidad en Europa. Claro que no es tanto así: perduraban en la Europa del
Sur tres países ─España, Grecia y Portugal─ con regímenes dictatoriales que
hunden sus raíces en el fascismo de los años treinta y que se mantienen sobre
la base de la represión y la socialización del miedo hasta su final, a mediados
de la década de los setenta, mientras que en el este europeo varios países se
construyen a imagen del autoritarismo estalinista surgido en la URSS hasta que
se derrumba ese modelo tras la caída del Muro de Berlín, en 1989. Después, como
si se cerrara un círculo de violencia en Europa, estalla en 1991 un conflicto
violento, en realidad una serie de guerras cruentas, en la antigua Yugoslavia,
con uno de sus epicentros en Sarajevo, la misma ciudad del atentado que motivó
la primera guerra en suelo europeo.
Por tanto, no es cierto
esa imagen que se tiene a veces, efecto de la propaganda o de una memoria
colectiva que selecciona y edulcora los hechos de la historia, de una Europa en
paz y tranquilidad frente a un mundo, al resto del mundo mejor dicho, donde
abundan las guerras y las dictaduras, por tanto los desplazados y los
refugiados, los perseguidos y los condenados por sus ideas o sus disidencias.
Europa fue también a lo largo de todo el siglo XX, como lo fue antes, en toda
su historia, a lo largo de todos los siglos, escenario de una serie de
conflictos, fue territorio de conflicto, por mucho que se imponga una idea
hegemónica de paraíso sistémico en la tierra, modelo a seguir y también enemigo
a batir por corrientes intolerantes y autoritarias del resto del mundo.
Incluso se podría incluir
aquí, para rebatir tal idea, tal idealización, las conexiones de esa idílica
Europa en conflictos fuera de sus propios límites territoriales, pero sería
largo de contar, sin duda, y daría motivos a una luenga discusión. Sea lo que
fuere, esa Europa que se pretende fortaleza ─incluso en cierto sentido literal,
por el modo de protegerse de las oleadas migratorias externas─ no ha sido en
absoluto un territorio de paz y concordia. Es más, el régimen nazi, por mencionar
uno de los más sanguinarios entre los habidos, guarda notables similitudes con
otros genocidios que en el mundo ha habido, con la práctica de unos campos de
exterminio que, como muy bien apunta el escritor Primor Levi, no se les puede
calificar tan sólo de campos de concentración, más suave si cabe en su acepción,
porque el objetivo de estos, como el nombre indica, es almacenar prisioneros, con todos los efectos perturbadores en la
conciencia colectiva que pudieran tener, mientras que, por el contrario, en aquellos
se da un paso más al pretender destruirlos, exterminarlos, diferencia que de
partida tiene su importancia.
Sin embargo, Europa ha
logrado imponer esa visión idílica de sí misma como un paraíso sistémico,
gracias en buena medida a unas mejoras materiales que desde luego no se pueden
desdeñar, aun cuando se hayan puesto en peligro por políticas de recortes, pero
en absoluto se puede deducir por ello una superioridad moral y sistémica frente
al mundo, y sin desdeñar en absoluto los logros y el reconocimiento de unos
derechos y unas libertades civiles que a todas luces se deben mantener y
extender, pero no por ello deja de ser a su vez fuente de violencia y de
notables iniquidades. En todo caso, Europa comparte con el resto de continentes
ser también territorio de conflictos y escenario de horrores, pero a veces se
dan juicios de valor que rozan el desdén, por no calificarlos de racismo
evidente, y que denota la imagen que se pretende dar de sí misma. Hace unos
días, con ocasión del atropello intencionado ante una mezquita londinense que
produjo un muerto y varios heridos, cometido después de otros atropellos que se
calificaron sin la menor duda de actos terroristas, y lo fueron desde luego, un
importante diario europeo calificaba aquel en su titular como «ataque de venganza contra los musulmanes de
Londres», y con eso se trazaba una línea que procede del clásico nosotros y ellos, con un evidente posicionamiento moral. Partir de esta
visión ─ellos atentan, nosotros nos
vengamos─ ayuda poco a entender en que punto estamos, sobre todo porque
quienes atentan y quienes se vengan son apenas una parte del nosotros y ellos. Porque frente a aquellos, hay una inmensa mayoría que viven
y sufren los conflictos, algunos en un silencio y en ocasiones indiferencia que
pueden llegar a ser cómplices.
Llegados a este punto, la
pregunta es obvia: qué hacen, qué hacemos, el resto de la población, cómo
reaccionamos los europeos ante los conflictos que ocasionamos, dentro o fuera
de nuestras fronteras, y cómo reaccionan, por ejemplo, quienes habitan en
países árabes, por referirnos a un conflicto actual, ante los atentados
cruentos, execrables, tan injustos hacia sus víctimas, cometidos además en
nombre de toda la comunidad.
Una respuesta nos la proporciona
el antes mencionado Primo Levi, cuando acude en su libro testimonio de los
campos de exterminio Si esto es un hombre
a Eugen Kogon, que afirmó: «¿Qué
saben los alemanes acerca de los campos de concentración? A más del hecho
concreto de su existencia, casi nada, y aún hoy saben poco. Indudablemente, el
método de mantener rigurosamente secretos los detalles del sistema terrorista,
indeterminando así la angustia y por ende haciéndola mucho más honda se mostró
eficaz». Pocas líneas después añade: «Y,
sin embargo… y sin embargo, no había un alemán que no supiese de la existencia
de los campos, o que no los considerase sanatorios». Dos son por tanto los
mecanismos: por un lado, el secreto de los detalles, bien no haciéndolos
públicos, bien a través de un mecanismo más actual, más propio de una
tecnología mucho más desarrollada, manteniendo tales detalles ocultos bajo
capas de exceso de información, con los mismos efectos que el secreto o la
censura; por el otro, un mecanismo de cada uno de nosotros de reducir la
gravedad y las dimensiones de las acciones del nosotros, aplicando eufemismos como ese calificativo de venganza a lo que es un atentado,
calificativo que, por otro lado, el otro lado también podría emplear para
propia justificación.
Convivimos con el horror,
lo incluimos en nuestra cotidianidad y de este modo vivimos sin sucumbir al
espanto. Si el ojo humano pudiera contemplar todo el mal sobre la faz de la
tierra, sería imposible vivir, afirma la Torah. Primo Levi lo muestra en su Trilogía de Auschwitz, los prisioneros
se enfrentan a todo el horror, saben dónde se hallan, pero son capaces de crear
una realidad cotidiana que les permite confrontar el mal. Otro superviviente de
los campos de exterminio, Elie Wiesel, comenta no sin sorpresa cómo muchos
prisioneros sobreviven al horror y se suicidan una vez liberados, incluso años
después, cuando todo parece haberse dejado atrás. Es como una coraza que nos
mantiene fuera de peligro, pero de la que nos despojamos cuando salimos del
conflicto y no asumimos el discurso dulcificado del poder político cuando crea
la imagen de una Europa modélica y en paz.