Victoriano Gondra nació
en 1910. Pudo contemplar los años de esplendor en Bilbao como foco industrial y
mercantil, también cultural, previos a la hecatombe de la guerra civil.
Simpatizaba con el nacionalismo vasco, lo que a todas luces determinó su
actitud ante el conflicto bélico, aun cuando lo viviera sin duda no sin
ansiedad por el dilema que suponía tener que elegir entre sus simpatías
políticas o la posición adoptada por la jerarquía católica que apostaba por el
otro bando, el nacional, más por interés político y por mantener unos
privilegios bien terrenales.
A pesar de la declaración
de Manuel Azaña de que España había dejado de ser católica, referida sin duda
al laicismo que adoptó la IIª República, el peso de la Iglesia Católica era
enorme en la sociedad vasca y en la española, no sólo como centro de poder, las
relaciones entre el Estado y la Iglesia marcaron en gran medida la historia de
España, hasta el punto de confundirse en muchos momentos, también en las
costumbres, en la cotidianidad de una población que no tenía casi opción de
distanciarse de la religión oficial. La literatura lo reflejaba bien a las
claras: La Regenta de Leopoldo Alas
«Clarín» o César o nada de Pío Baroja
son dos novelas que dibujan esa influencia social de la Iglesia.
Lo que sí surgió a lo
largo del siglo XX fue una reacción a todas luces hostil, incluso virulenta,
contra la institución católica. Ocurrió en 1931, cuando se proclamó la
República, pero sobre todo, de una forma desmesurada y sin duda a menudo
injusta, durante la guerra civil. Sin embargo, en el País Vasco, donde el
catolicismo ejerció la misma influencia social y estuvo vinculada a la política
también de un modo estrecho, parte de esa Iglesia se desmarcó de la posición
militante/militarista y ultramontana de su jerarquía. No hay que olvidar el
carácter confesional del PNV, pese a lo cual se comprometió claramente con la
República e incluso facilitó la viabilidad gubernamental en consonancia con
otras organizaciones republicanas, pese a las diferencias que hubiese, no
pocas, en especial con el PCE.
De ahí que Aita Patxi acabara de capellán de un
Batallón de gudaris y que prestara su
ayuda a otros batallones, incluso a aquellos formados por soldados que sin duda
tuvieron actitudes hostiles con la iglesia. A inicios de la Guerra fue en el País
Vasco el único lugar del bando republicano donde no hubo problemas para la
celebración de eucaristías, misas y otras celebraciones católicas, y así
continuó siendo cuando el Gobierno Vasco, ante la derrota del frente norte, se
trasladó a Barcelona. Católico practicante era José Antonio Agirre, el primer
lehendakari cuya palabras de aceptación del cargo ante el Árbol de Guernica
fueron toda una proclamación de fe.
Resulta difícil hoy,
cuando la sociedad ha dejado de ser claramente católica, en general religiosa,
y las generaciones más jóvenes crecen ya sin ninguna referencia en tal sentido,
entender lo que significó ese catolicismo tan férreo. Menos aún el ambiente
casi integrista que adoptó el catolicismo después de la victoria del bando
franquista, sobre todo en los primeros lustros, antes de que las costumbres
comenzaran a relajarse un poco. Es difícil saber lo que pensaba Victoriano
Gondra, conocido ya como Francisco, de toda aquella deriva de la posguerra.
Estuvo preso, pero al final consiguió salir del campo de prisiones donde lo
mantuvieron un tiempo y se integró de nuevo a la comunidad pasionista a la que
pertenecía, ocupándose de los novicios y del ámbito rural en Guipúzcoa, hasta
que en 1954 se incorpora al Santuario de San Felicísimo, en el barrio bilbaíno
de Deusto.
Es aquí donde lo conoce
el antropólogo Joseba Zulaika, durante sus años de noviciado, siendo Gondra su
confesor. Lo define como un hombre de aspecto serio, nada mundano y una
religiosidad «troglodita», incluso grotesca. Parecía compartir el religioso una
concepción que asociaba el ser católico con el martirio, fruto de una mirada un
tanto traumática de Dios. Compartía sus quehaceres en el noviciado con sus trabajos
en un hospital, lugar áspero, sin duda, pero creo que esa forma de ser descrita
por Zulaika procede más de sus experiencias durante la guerra, pero sobre todo
de la difícil disyuntiva a la que se enfrentó al tener que elegir entre sus
opiniones y la posición oficial de la Iglesia, que, recuérdese, es un cuerpo jerárquico
muy disciplinario. Su disidencia le llevó sin duda a una radicalidad religiosa
que rozaba el integrismo. Es evidente que la posición social de este religioso
despierta mis simpatías, apoyó al fin y al cabo la democracia frente a la
reacción, no tuvo una actitud sectaria ni rechazó a los gentiles, a los no creyentes por serlo, se ocupó de los más pobres
y de los enfermos, durante y después de la guerra, incluso intentó evitar el
fusilamiento de un soldado asturiano, comunista además, al pedir que le
fusilaran a él en su lugar. Puedo entender una deriva espiritual rígida,
estricta, fruto de una contradicción que le debió de resultar angustiosa. Choca
en todo caso que dicha actitud responda a una fe cuya expresión es la que
comenta Joseba Zulaika. Supongo que las cosas de la fe tienen sus misterios.
No obstante, es una
actitud bien diferente a la de otros religiosos, la de Valentín Bengoa, por
ejemplo, también vasco, poco más de diez años más joven que Gondra, y que parte
de una posición teológica y humana diferente. Bengoa es jesuita, pertenece a la
comunidad de Loyola, en la que tanto influye Pedro Arrupe, y vive un tiempo en
Nicaragua como misionero. Ahí se da de bruces con un tipo de pobreza extrema,
la de los campesinos centroamericanos. Bengoa ha vivido en el seno de una
familia sindicalista vasca, no ignora las dificultades de la clase obrera en
circunstancias tan adversas como las de la posguerra. Pero le impresiona la experiencia
americana. Conoce a Fernando Cardenal, sacerdote y militante revolucionario. A
través de él, se relaciona con jesuitas que comienzan a afrontar la fe de otra forma,
no tan centrada en el martirio ni en la resignación, más vinculada a la
realidad social y al concepto de comunidad. Hay dos vascos entre ese grupo de
teólogos, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, dos de los pilares de la denominada
teología de la liberación.
Nicaragua le ha cambiado
al jesuita vasco. Vive un proceso inverso que el de José María Valverde, pero
que conduce al mismo punto. Valverde es un filósofo y poeta católico vinculado
de joven al falangismo universitario, nada que ver con el ambiente obrerista y
sindical de Valentín Bengoa, pero la crisis en la fe lleva al filósofo a buscar
otras sendas, a cuestionar las rigideces de la fe, a escapar del cristianismo como
martirio. Conoce también la experiencia de América Central, la de los teólogos
de la liberación, es amigo personal de los hermanos Cardenal, lo que le conduce
a una respuesta política radical por la emancipación.
Cuando Valentín Bengoa
regresa al País Vasco, se encuentra un panorama bien distinto al que dejó. Hay
una nueva industrialización en marcha y se va dejando atrás ese silencio que se
ha impuesto en la posguerra más inmediata, las nuevas generaciones no están
dispuestas a la resignación. Valentín Bengoa, que lleva bien dentro la
experiencia vivida en América, tampoco lo está. Rechaza en todo caso la lucha
armada de una incipiente resistencia vasca que ve en este modelo la vía de la
emancipación nacional y social. Frente a la violencia, opta por la lucha
sindical, por la apuesta por los más pobres y por los de abajo. Se vincula al
sindicato ELA-STV, que es una organización que nació en 1911 en los astilleros Euskalduna,
pertenecientes a la familia de la Sota, tan influyentes en la vida cultural de
Bilbao y vinculada al PNV. Es por tanto un sindicato católico, nacionalista y
con una fuerte tendencia interclasista. Lo sigue siendo el aparato sindical que
se organiza desde el exilio, fuera del País Vasco, pero en el interior surge
una estructura diferente formada por una militancia que rechaza el capitalismo,
que se quiere deshacer del paraguas del PNV y lucha por un sindicalismo de
clase y de resistencia. Es por este modelo por el que se decanta abiertamente
el teólogo jesuita, que rechaza a su vez una estructura eclesial tan
jerarquizada y reglamentista. Su modelo es el de la mesa compartida, tan
presente en el Nuevo Testamento, una mesa compartida con los rechazados de la
tierra y en la que caben también otros modos de vida.
Hay otro cura vasco que en
la segunda mitad del franquismo apuesta también por la lucha sindical, Pedro
Solaberria, nacido en Portugalete como Ignacio Ellacuría, y que actúa de forma directa
en el mundo del trabajo, encuadrándose en fábricas de la Margen Izquierda. Es
siete años más joven que Valentín Bengoa. Actúa en las grandes huelgas y
movilizaciones de los sesenta y setenta. Forma parte de las Hermandades Obreras
de Acción Católica y participa en las clandestinas Comisiones Obreras, con el tiempo
acabará en la izquierda abertzale y en el sindicato LAB.
Los tres conocen ese
Bilbao que a finales del siglo XIX pasa a ser un foco industrial que influirá y
transformará no sólo Vizcaya, sino todo el País Vasco y que tanto cambiará
hasta nuestros días postindustriales y un tanto distópicos. Victoriano Gondra
murió en 1974; Pedro Solaberría, en 2015; Valentín Bengoa, en 2017. Sin duda,
los tres fueron conscientes de los profundos cambios del país, no sólo en su
modelo social, político y económico, también en el ámbito de las creencias. Sin
duda, desde sus diferencias, los tres vivieron un catolicismo muy alejado del
exceso de reglamentación de su Iglesia. Tal vez asumieran en su fuero interno
un catolicismo no mayoritario en su sociedad, una parte más de una sociedad
plural, variada, muy diferente a esa visión que aún se mantiene en el
imaginario colectivo.