miércoles, 30 de octubre de 2019

Los zincali


De no ser el tiempo tan lineal y ordenado, cabría pensar que Miguel de Cervantes se refiriera a George Borrow cuando escribió en La gitanilla que «también hay poetas que se acomodan con gitanos». Sea lo que fuere, justo doscientos años después de que apareciera el tomo de Las Novelas ejemplares, el escritor, misionero y viajero inglés comienza a empaparse de la vida, las costumbres y la lengua (o las lenguas) de los zíngaros, se acomoda a ellos por completo, incluso se vuelve en ocasiones uno de ellos, tal como le pasa en España, que los propios gitanos le tienen por uno más y lo acogen sin reparos y Don Jorgito, el inglés, como era ya conocido, se lo agradece traduciendo el Evangelio de Lucas al caló.

En 1810, cuando tiene siete años, conoce a Ambrosio Smith y queda fascinado por la figura de este gitano que le introduce en el mundo de su etnia nómada y expandida, ya a esas alturas, por medio mundo. Estamos en pleno romanticismo y la vida de esta gente nómada, aparentemente alegre y despreocupada, atrae no poco a los artistas y a los primeros estudiosos de las etnias y los pueblos.

Su origen no está claro. En el siglo XIX la teoría más extendida era que provenían de Egipto. No en vano, la propia palabra gitano, como su equivalente en inglés, gipsy, es una derivación de egipciaco. Pero se habla de ellos también como los descendientes perdidos de una de las tribus de Israel, la que se cree que ha viajado hacia el sur, hacia lo que hoy es Egipto y Etiopía. Otra teoría de entonces les atribuye orígenes entre los magos caldeos. Ahora sabemos, lo sabía George Borrow, que provienen del subcontinente indio y que la lengua romaní está emparentada con el sánscrito, es una más de las lenguas indoeuropeas.

Por lo demás, en época de Georges Borrow continúan sufriendo el mismo estereotipo y los mismos prejuicios que en la época de Miguel de Cervantes. «Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones (…)», no es muy políticamente correcto este inicio de La Gitanilla, no les deja en buen lugar, nos pone en alerta sobre la historia que el escritor nos va a contar, los lectores conocen por otro lado las correspondencias y alusiones de su época, lo que se sabe de esas gentes que no son trigo limpio, no en vano durante el reinado de los Reyes Católicos se les dio un plazo de dos meses para que tuvieran domicilio fijo y abandonaran sus costumbres, y en 1594 se buscó separar a los gitanos de las gitanas para lograr el fin de la etnia.

Claro que un pueblo nómada y perseguido ha de acudir a artimañas, astucias e intrigas varias para sobrevivir. En época de Cervantes la picaresca sigue en boga, tanto en la literatura como en la vida misma, por tanto no es descabellado pensar que el que más y el que menos trapichea y embauca para salir del paso. La mala fama ha continuado hasta hoy mismo, claro que también sigue imperando otro de los tópicos atribuidos a la etnia también desde tiempos de Cervantes, su arte musical y su buen baile, y se ha querido ver en su buen hacer en tales artes una cierta compensación histórica o un modo de mostrar una igualdad que no existe. En medio hay, como siempre, un montón de personas que trabajan, estudian, se asocian, viven al fin como cualquier otra persona y que busca, como otros grupos sociales, étnicos o humanos, no perder demasiadas cosas en el camino mientras se avanza mal que bien hacia no sabemos muy bien qué.

No perder, por ejemplo, una cultura y unas referencias. O una lengua. El caló es la variante del romaní que se habla en España, Portugal y en Francia. El erromintxela es una variante del caló que se habla en el País Vasco. Ninguna de las dos está presente en la Carta Europea de las Lenguas Minoritarias o Regionales, aprobada en 1992, porque ninguno de los tres Estados reconoce el caló (ni Francia o España el erromintxela) y en el caso de España ninguna de sus Comunidades Autónomas ha tenido en consideración este idioma, todo lo más se ha fomentado algún que otro estudio, del mismo modo que se procura un reconocimiento de la cultura gitana y su aporte a la sociedad en su conjunto. Claro que la igualdad plena es difícil de lograr cuando ni siquiera hay un reconocimiento legal que ponga al mismo nivel la cultura gitana con otras culturas, lenguas y expresiones sociales existentes en España y sólo en 2016 se logró que Castilla y León incluyera en su sistema educativo el estudio de la historia y la cultura del pueblo gitano.

Entre 1835 y 1840 George Borrow recorre España y Portugal. Su objetivo es sobre todo la de evangelizar, es para ello que la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera le envía a la Península, unos fines proselitistas que provocan no pocos problemas porque el escritor se da de bruces con el talante de la Iglesia Católica local, absolutista y poco respetuoso hacia otras doctrinas, no ve con simpatías la entrada del protestantismo, pero además en España, no ocurre igual en Portugal, hay una administración pública que, de la mano con la Iglesia Romana, le pondrá al misionero uno y mil obstáculos a sus fines. De esta experiencia surge un libro The Bible in Spain (La Biblia en España), que es una crónica maravillosa de su recorrido por España y Portugal y servirá de modelo en gran medida para los libros de viaje decimonónicos, pero además, cómo no podía ser de otra manera en alguien que se siente tan identificado con los gitanos, va tomando notas sobre los zíngaros españoles, no le cuesta aprender caló, como tampoco le cuesta aprender portugués, castellano y vasco, y de esta experiencia sale un libro, The Zincali (Los Zincali, los gitanos de España).

Los dos libros los tradujo Manuel Azaña un siglo después de haber sido escritos y publicados en Inglaterra, aunque no fue hasta después de la dictadura que se pudieron publicar en España en castellano, aunque lo fue en México antes. Los Zincali es además una de las primeras relaciones de las costumbres del pueblo gitano. En poco más de doscientas páginas describe su realidad de un modo como nunca hasta entonces se había realizado, una de esas obras sin duda que habría recuperar para dar carta de naturaleza a una parte importante de la cultura española, aún no reconocida ni asumida como tal.

domingo, 20 de octubre de 2019

Suburra


La Suburra era un barrio de la antigua Roma situado en las colinas del Quirinal y del Virminal en cuya parte alta vivían los patricios, los senadores y los caballeros de la urbe, mientras que en la parte baja, más populosa, se hallaba un subproletariado urbano con amplias zonas marginales, de mala fama y a todas luces violenta. La propia palabra Suburra en italiano, incluso hoy, se refiere más a este significado, una zona con actividades un tanto obscuras y peligrosas.

Nos imaginamos esos barrios de calles estrechas y gente fosca, siempre bajo una atmósfera tenebrosa. La literatura y el cine nos ha creado en gran medida un estereotipo de la marginación urbana y nuestra propia memoria nos retrotrae a los años setenta y ochenta, cuando en las ciudades campaban a sus anchas la delincuencia y la droga. En España tenemos todo un subgénero, el cine quinqui, que reflejaba el día a día de algunos barrios de Madrid –lo era entonces Chueca, en el centro, Vallecas o Vicálvaro, hoy lo sería la Cañada– o Barcelona –con La Mina o Belvitge, y el denominado Barrio Chino, en la parte baja de la zona conocida hoy como Raval, por donde se movía a sus anchas Jean Genet–, pero los había en muchas otras ciudades, como lo fue la zona de la palanca de Bilbao, hoy apenas una brizna de lo que ha sido, donde por cierto confluía el proletariado minero con los señoritos bilbaínos de parranda.

En plenos años ochenta se volvió muy popular una serie norteamericana que describía ese mundo de la marginación y la violencia, Hill Street Blues, que en España se emitió como Canción Triste de Hill Street, en la que la cotidianidad de una comisaría de policía nos daba una idea de la vida de una suburra de nuestros tiempos.

La violencia y la marginación de esta serie o las del cine quinqui son evidentes y visibles, conocidas y reconocidas por todos, pero había también un submundo más escondido pero no por ello menos violento, aunque más implicado en los aparatos del poder. Ni que decir tiene que la mafia –la de las películas y series, pero sobre todo la real– se mueven con otros criterios no siempre tan palpables, sin estar por ello carentes de rasgos crueles o sanguinarios. La extorsión o la trata de blancas, por ejemplo, existen sin que seamos conscientes de su presencia en nuestras ciudades, apenas nos suena su existencia, a menudo de un modo vago e impreciso.

Hay otro peldaño más sutil, menos conocido, sospechado todo lo más, el de las conexiones con el poder, con el Estado, con los aparatos políticos y órganos de decisión, algo que en Europa y Estados Unidos puede parecernos imposible, apenas un argumento para la literatura y el cine, pero por completo irreal, al menos en democracias tan consolidadas y civilizadas como las nuestras, sólo propio de países sudamericanos o africanos, creemos, en los que lo que campa es la corrupción y la violencia, y a veces se afirma en un gesto de superioridad moral, sin darnos cuenta de lo que pasa por nuestros lares.

En 2015 Stefano Sollima realizó Suburra, una película que mostraba la implicación de esos bajos fondos y de la mafia con el poder político, cómo se asociaban las instituciones del Estado con el hampa para perseguir beneficios a partir de operaciones urbanísticas y empleando la violencia y la ocultación como métodos cotidianos. Se basa la película en una novela de Carlo Bonini y Giancarlo de Cataldo, situando los hechos en 2013, durante la renuncia del Papa Benedicto XVI, unos hechos ficticios, sin duda, aunque podríamos aplicar aquello de que la realidad supera la ficción, como afirmara Oscar Wilde.

La película es dura y directa, no nos da tregua alguna. Vemos un mundo político corrupto, inmoral, entrelazado con grupos y clanes, muchos de estos formados por nuevos ricos ansiosos por la ambición y para quienes todo es válido, no hay límites. No es ni de lejos una película políticamente correcta, desde luego, y verla desasosiega, sobre todo porque vemos incluso al lado más humano de quien maneja los hilos de todo el desaguisado sangriento que narra, ese personaje al que llaman el samuray, que no parece tener el más mínimo reparo en su actividad criminal, pero que vemos casi al final en un gesto sensible y emotivo por el que se nos iguala sin duda.

Es difícil saber qué ocurre en las tramoyas del poder, de los diversos poderes. Visto lo visto, no hay lugar para mucha confianza, el orden del mundo parece sostenerse en múltiples inmoralidades. El bienestar de algunos países se sustenta en la miseria de tantos otros, mientras que el día a día político se mantiene a golpe de corruptelas y crímenes que preferimos ignorar. Tal vez sea cierto lo que insinúa el Talmud, el ojo humano es incapaz de ver todos los demonios que pueblan la tierra.


domingo, 13 de octubre de 2019

subgénero negro


Coincide la publicación de la última novela de Dolores Redondo, La cara norte del corazón, una precuela de la trilogía del Baztan con Leire Salazar como protagonista, con el estreno de la última película de José Luis Garci, El crack cero, a su vez una precuela de El crack (1981) y El crack II (1983), con su detective privado, Germán Areta, como protagonista. Tanto las novelas de Dolores Redondo como las tres películas referidas de José Luis Garci se encuadran en el subgénero negro, tan en boga en los últimos años, tanto que hay incluso, creo, sobre todo en el ámbito literario, una saturación del mismo, saturación que puede responder hoy en gran medida a políticas comerciales de las editoriales que aprovechan el tirón para hacer caja.

En todo caso, me parece que ese subgénero negro actual poco tiene que ver con el vigente en otras épocas, no digamos con el subgénero negro y policial de los años 40 y 50, mucho más social o crítico, una rendija por la que realizar una crítica de la sociedad, aunque fuese por el simple criterio de trasladar al papel los hechos tal cual se producían, lo que ya era de por sí una crítica, a veces una crítica voraz por considerarse la verdad revolucionaria, como indicara Ferdinand Lassalle, muchas veces el propio poder era quien procuraba disimular o tergiversar la realidad. El subgénero negro y también el policial –la frontera entre ambos es bastante tenue– permite cruzar por las periferias sociales sin que pareciera que hubiese una motivación política o social, cuando la hubiera, lo que no siempre era así. El hecho de considerarse un subgénero menor ayudaba a evitar la censura, de este modo se podía mostrar una realidad que chocaba con los discursos oficiales cuando existía –en las dictaduras, evidente, o en los momentos más cerriles de las formalidades democráticas, como durante el macartismo–, no en vano Ernest Mandel, economista marxista y activista político, escribió no poco sobre el carácter social de la novela negra, una de sus aficiones a la que prestó no poca atención.

En España Manuel Vázquez Montalbán y Francisco Gónzalez Ledesma fueron dos autores que rasgaron esa amplia periferia social en sus novelas policiacas y lograron dar una visión no tan idílica de un país que estaba dando el salto de la dictadura a la democracia, no sin embelesos y discursos edulcorantes. Las dos películas de José Luis Garci, sin pretensiones críticas ni mucho menos lecturas politizadas de la realidad, sí que proyectan una imagen de un país que cambia, a veces con desasosiego y cierto trauma,  casi siempre con muchas dudas y no poca decepción ante los cambios, lo que abre el camino a esa nostalgia del ayer que no es admiración, más bien mera añoranza o tal vez inadaptación al presente, algo que uno no puede evitar comprender en tantas ocasiones en que se asiste a una realidad tan desasosegante o quién sabe si a la propia incapacidad de avanzar al ritmo marcado por lo que nos rodea.  

El actual subgénero negro tiende más a avanzar por meros senderos descriptivos, aunque sin ninguna pretensión reflexiva y menos aún crítica, se cuentan hechos con mayor o menor gracia y no se sale de allí. Hay excepciones, claro está, y lecturas posibles que van más allá de las pretensiones de los autores, al fin y al cabo una novela –también una película– deja de ser de su autor desde el momento en que se lee –o se contempla en el caso del cine–, tampoco es que tal tendencia sea buena o mala, es lo que es, quizá tenga sus motivos socioliterarios, aunque peor es suponer que en tal fenómeno haya, como apuntaba al principio, razones comerciales para que de repente determinados subgéneros dominen el panorama literario de las librerías. Asusta bastante más la posibilidad de una literatura y un cine, una cultura en general, gestionados desde laboratorios o departamentos de marketing, del mismo modo que se organiza de un modo taylorista el ocio o el turismo de masas, el cultural incluido, que marca lo que hay que ver y cómo se debe actuar.

Llama la atención que esto se dé, además, en un momento en que la cultura parece haber perdido peso, no incide nada en la sociedad, sus noticias se sumergen en las páginas de ocio y entretenimiento, bien lejos de los centros de atención mediáticos, más allá de cierto glamour ocioso, ni siquiera se discute sobre sus gerentes a la hora de repartirse responsabilidades de gestión, desde luego la cultura no estaba ni de lejos en el reparto de ministerios que al final dio al traste a un pretendido (o no) gobierno de coalición. Ni qué decir del frágil peso de la cultura en los índices del PIB patrio, ya se sabe: en tiempos de crisis el decorado y el barniz sobran.



lunes, 7 de octubre de 2019

iberismo hoy


Decía Miguel de Unamuno que cualquier ciudadano español o portugués que se pretendiera medianamente culto debería hablar el idioma del país vecino y una cualquiera de las otras lenguas peninsulares. Uno de sus libros, Por tierras de Portugal y España, recopila varios artículos en los que transmite sus impresiones sobre los rincones de la Península que va visitando y cómo forja de esa manera un patriotismo que no es tópico ni estereotipado, sino que nace de tales visitas y de la curiosidad por contemplar los dos países, de conocer sus paisajes y sus gentes.

Ni que decir tiene que tal deseo de recorrer los rincones peninsulares y de contemplar los paisajes procede del romanticismo decimonónico que hizo de la contemplación de la naturaleza uno de sus rasgos propios, pero también posee la influencia de un cierto iberismo que se había acentuado a lo largo del siglo XIX, un iberismo con toques la mayoría de las veces progresistas.

El iberismo del siglo XIX nada tiene que ver con ese periodo de sesenta años en los que España y Portugal estuvieron unidos bajo la Casa de Austria. Hay que tener en cuenta que ésta fue una unión real, esto es, bajo un mismo rey, sin que eso significara una unificación institucional y legal, algo que ni siquiera España tenía. En todo caso, las poblaciones respectivas en nada incidieron para potenciar esta unión, bastante tenía buena parte de las mismas con sobrevivir en el día a día. Ese iberismo decimonónico, defendido por círculos politizados e intelectuales, tuvo bases progresistas, republicanas, confederalistas e incluso proudhonianas.

Proudhon aún influía mucho en el pensamiento de Antero de Quental cuando el 27 de mayo de 1871, en el marco de las Conferencias del Casino Lisboeta, dio una conferencia bajo el título «Causas da Decadência dos Povos Peninsulares nos últimos três séculos» e influye también en Pi i Margall, que apenas unos poquísimos años después sería presidente de la Primera República española. Menos proudhoniano pero no menos progresista fueron otros iberistas de la época, como Rafael María de Labra Cadrana, liberal –nada que ver con la acepción que se da hoy al concepto de liberal–, quien consiguió nada menos que la abolición de la esclavitud –dudo mucho que los actuales liberales pusieran el más mínimo ímpetu por tal causa, si existiera hoy la esclavitud–, en todo caso apenas cuajó el iberismo ni en España ni en Portugal, y cuando Unamuno escribía sus artículos ya el iberismo era apenas una causa medio olvidada.

Una imagen que suele darse en España sobre las relaciones entre los dos países es la de dos países que se dan mutuamente la espalda, aunque a decir verdad es la sociedad española la que ignora lo que ocurre al otro lado de la raya, en Portugal se conoce mejor lo que sucede en este lado y no habría más que saber, siguiendo a Unamuno, los índices de conocimiento del idioma vecino en cada uno de los dos países para darse cuenta de la diferencia, y eso que el portugués ha despertado un mayor interés en los últimos años en España, más allá de las zonas de frontera. Es que el español es el segundo idioma más hablado del mundo, afirmarán algunos para explicar tal diferencia, claro que el portugués es el sexto, algo de lo que no se es consciente muchas veces.

España desconoce Portugal, incluso hay una mirada vagamente despreciativa, más propia de esa actitud retrógrada de despreciar lo que se ignora. Apenas hay información sobre Portugal en la prensa española, incluso desaparece este país de los mapas del tiempo españoles, como por arte de birbilirboque, y eso que de pronto pueda parecer que Portugal está de moda en España y aumentan los viajes al país vecino y se haya hablado mucho del modelo portugués de estabilidad política a raíz de los encontronazos españoles para formar gobierno, y no sólo ha habido referencias a este país en este debate político, sino que se le ha puesto como ejemplo frente al estancamiento español.

A pesar de todo esto, las elecciones portuguesas recién celebradas han vuelto a pasar desapercibidas, apenas han aparecido en los medios de comunicación españoles, aunque ya sea algo que por lo menos aparezcan, por fin. Puede que en esta ocasión lo que haya es cierta envidia por la estabilidad que muestra Portugal frente al caos institucional y social que existe en España, una misma envidia que pudieron tener en su momento buena parte de la oposición española al ver como por fin Portugal se sacaba de encima la dictadura en el 74 de un modo rotundo, sin necesidad de complicados acuerdos ni de colocar decorados varios.

Envidia, al fin, de un país que parte de un poeta para establecer su día nacional, el 10 de junio como homenaje a Camões y a las comunidades del mundo que hablan portugués, sin necesidad de acudir a sus gestas imperiales, que también las tuvo.

Apenas persiste hogaño el iberismo de antaño. Las cosas hoy van por otro derrotero y tal vez sea mejor que empiecen a leerse a los escritores portugueses en España para que por fin las relaciones entre ambos países vayan por esos otros derroteros, sin duda mucho más sanos y cordiales. Aunque cabe que todo esto no sea más que un efecto postelectoral de lunes por la mañana.