domingo, 24 de marzo de 2019

Mundo cultural, mundo extraño


Parece extraño: la cultura ha desaparecido del debate público, pero al mismo tiempo hay una cantidad enorme de pequeñas iniciativas, actos en barrios, en ciudades pequeñas, reuniones para recitar poemas, para discutir sobre novelas, para escuchar música, para ver y debatir sobre películas. No incluyo aquí las grandes infraestructuras como museos o centros culturales, anunciadas a bombo y platillo, porque tienen bastante intencionalidad turística, sino a los planes culturales tendentes a crear una cierta cotidianidad. Claro que no es del todo cierto, lo reconozco, existen ayudas a la creación, es verdad, y a programas culturales, aun cuando sirvan en parte para justificar la inversión en esas infraestructuras mencionadas. Pero lo cultural no forma parte del debate político, no hay referencias en los partidos políticos de cara a las elecciones, por ejemplo. Ni ha habido en las instituciones públicas grandes ponencias al respecto. Aunque puede que sea mejor así, de este modo nos evitamos la tentación del dirigismo.

Al mismo tiempo, durante el cambio de siglo vimos como las editoriales entraban en una fase de concentración empresarial y hubo un momento en el que parecía que un determinado grupo iba a poseer una mayoría de editoriales españolas, muchas de ellas editoriales míticas de los sesenta y setenta. Lo mismo ocurrió con las librerías, muchas de ellas comenzaron a cerrar no sólo porque se estancaban las ventas –en un país en el que se publica bastante, en los últimos años se han alcanzado y superado los 80.000 títulos, casi un 20% de ellos literarios–, sino porque los alquileres subieron en exceso, sobre todo en los centros urbanos, donde se concentran las editoriales más grandes, y tuvieron que ceder sus espacios a las cadenas de la moda o a restaurantes de comida rápida, que parecen bien insertados en el mundo capitalista actual. Sin embargo, al mismo tiempo han comenzado a surgir pequeñas editoriales, algunas han crecido o estabilizado en el mercado, y también librerías nuevas que se dispersan en las ciudades y se basan muchas veces en la especialización.

Esto aumenta esa sensación de extrañeza. Por un lado, es fácil tender al pesimismo, incluso al fatalismo más profundo (hay que incluir aquí a los índices tan bajos de lectura, la dispersión de ofertas, la confusión entre ocio y cultura, una cierta dejadez en los planes de estudios de ciertas asignaturas), pero, por otro lado, se aprecia un resurgir del interés por acudir e intervenir en actos culturales de tamaño más bien pequeño, próximo, muy alejados a esas grandes infraestructuras a veces inhumanas, interés sobre cosas que son, por ahora, de minorías, amplias pero minorías al fin y al cabo, lo cual permite mantener cierta esperanza: tal vez no todo esté perdido. Claro que también podría tratarse de una remontada antes de la desaparición definitiva de este modelo cultural. Desaparición o quizá cambio de paradigmas, para ser más exactos y puede que menos derrotistas.

Bilbao, una ciudad mediana del norte, puede ser un ejemplo de ello. Hay las grandes cadenas de libros –Elkar o La Casa del Libro– que llevan años ofreciendo libros e interviniendo en la actividad cultural y comparten el espacio con otras librerías que, por fortuna, se han mantenido a pesar de todo –librería Cámara, por ejemplo, tradicional, de las pocas librerías donde aún se puede consultar lo bueno que sale a la venta– y las nuevas librerías de nuevo formato –las librerías Anti y Louise Michel–, todo ello junto a un sinfín de pequeñas librerías que se van extendiendo aquí y allá, a veces incorporando papelería por aquello de asegurarse unos mínimos ingresos para sobrevivir, pero que buscan el fomento de la lectura y de la literatura. Tengo que citar la librería Guantes, en Portugalete, por hablar de una que tengo próxima.

Pero también hubo sus bajas. Entre ellas, una de las más destacadas y que se recuerda estos días es la librería Verdes, que estuvo situada en pleno centro de la ciudad, en la calle Correros del Casco Viejo, a pocos metros del Teatro Arriaga. La librería Verdes la abrió Emeterio Verdes en 1906. En 1973 dos empleados de la misma, Javier Escudero y Asun Zuloaga, se hicieron cargo de ella, dándole nuevos impulsos y compromisos, sobre todo con la cultura vasca y la literatura en euskara. Eran años bastante revueltos, ya se sabe, arriesgados –sufrieron un atentado en julio de 1980, reivindicado por la extrema derecha–, pero la escritora Laura Mintegi recuerda que era «un espacio de libertad». Ruper Ordorika, por su parte, rememoraba estos días que en esa librería la sección de poesía era la más abundante de Bilbao. Cerró en 2005 y este año se le vuelve a recordar, incluso con cierta añoranza, cuando la cultura en lengua vasca se está recuperando poco a poco y puede ofrecer ahora mismo un espacio enorme y variado.

Sin duda es un reflejo de una tendencia. Puede que en realidad no sea del todo así, que esa sensación de final de época no responda a nada en concreto. Se habla mucho de eso, del cambio de paradigmas, de transformación del modelo social, y quizá sólo sea mero humo. Aunque la idea de que todo siga igual tampoco anima mucho, la verdad. Ya veremos.  

viernes, 15 de marzo de 2019

Stico


En 1985 Jaime de Armiñán realizaba una película en la que un catedrático emérito de derecho romano, Leopoldo Contreras, interpretado por Fernando Fernán Gómez, con problemas económicos y un más que notable hastío por su cotidianidad, se ofrecía a un antiguo alumno, en ese momento abogado afamado y próspero, Gonzalo Bárcena, interpretado por Agustín González, como esclavo según las normas legales del antiguo sistema romano. Sería la solución a sus muchos problemas existenciales, algo además que beneficiaría a ambos, al primero porque vería así el final de su situación apesadumbrada y al segundo porque contaría con un hombre cultivado, con un conocimiento jurídico y clásico enorme, un buen preceptor y consejero para él y para su familia. El abogado, aun cuando admira y estima a su antiguo maestro, rechaza al principio esa propuesta, pero la insistencia del catedrático emérito y el deseo de ayudarle le lleva al final a aceptarla.

De este modo, aplicando las reglas sobre la esclavitud del derecho romano, Leopoldo Contreras renuncia a su libertad y se convierte en esclavo bajo el nombre de Stico, y así Gonzalo Bárcena pasa a tener la domenica potestas sobre él, un dominio pleno sobre su persona, su cuerpo y su vida, y todas las posesiones que pudiera tener el catedrático pasan también a su propiedad. Esta situación no sólo le crea una situación incómoda a él y a su familia, sino que le acaba produciendo verdaderos problemas cuando ese estado de cosas particular pasa a conocerse por la opinión pública. Pero no le resulta tan fácil cambiar tal situación, las normas de manumisión por las que se extinguen los vínculos entre amo y esclavos no son tan sencillas de aplicar.

Stico se estrena en un año importante para España: ese mismo año, en junio, el país firmaba, junto a Grecia y a Portugal, el tratado de adhesión a la Comunidad Económica Europea, la actual Unión Europea, que se formalizaría a los pocos meses, el 1 de enero de 1986. Ello conllevó no sólo que se afianzaran definitivamente los cambios políticos de la transición, en gran medida fue el final de tal periodo, sino que se iniciara también una profunda reforma de la economía y del mundo del trabajo. Era un proceso, se dijo, de modernización enorme, de adaptación a esa Europa próspera y democrática de la que España había estado durante mucho tiempo separada y para lo cual hubo que adaptar un sinfín de leyes. Entre ellas, las laborales, pero también muchas otras que tenían que ver con la cotidianidad de la población.

En aquellos años ochenta, por tanto, comienzan los primeros cambios legales que afectan a las relaciones laborales. No se debe de olvidar que España venía de una larga dictadura y de una relativa expansión económica, en la década de los sesenta, en la que el país deja atrás la penuria de la posguerra, gracias a una mejora económica generalizada y a las transferencias de la emigración española en Europa. Se desarrolló entonces una legislación laboral sin duda paternalista enmarcada en una visión empresarial que se pretendía armoniosa, decían, para patronos y trabajadores. La crisis de los setenta rompe en parte tal idílica visión, había leyes que amparaban a la clase trabajadora, sí, pero saltaba a la vista que no había tanta armonía entre las clases. La adaptación a Europa requería cambiar esa legislación laboral y comenzar una nueva fase de relaciones laborales, en un momento, además, en que se comenzaba a cuestionar el Estado de bienestar.

Es casualidad –o no–, pero en aquella década de los ochenta también se liberaliza el mercado de la vivienda.

Los noventa fueron también un momento de expansión económica que se adentró en el primer decenio del siglo XXI, por ello tal vez las sucesivas reformas laborales, siempre en clave de absoluta liberalización y desmontaje de todo el sistema de relaciones laborales existente hasta entonces, no contaron con mucha oposición ni sindical ni política. Dominaba el neoliberalismo. Se cuestionó la visión reformista de la gestión pública. La expansión no iba a tener freno. La construcción y el clásico turismo se volvieron las bases de la nueva economía española. Y quien osaba cuestionar tanta maravilla y tanto optimismo era de inmediato acusado de agorero, negador de lo evidente o, peor, nostálgico de ideales añejos pasados de moda.

Nadie vio que aquel milagro expansionista descansaba también sobre miles de trabajadores en precario creados por las sucesivas reformas laborales, porque la imagen que se impuso fue la del sueño de una clase media cuasi opulenta y sobre todo radiante de su paraíso adosado. Nadie vio que en aquel país con la mayor red de alta velocidad ferroviaria había zonas en las que el ferrocarril se demoraba –y se demora– horas para atravesar apenas doscientos kilómetros o en las que comenzaban a fallar los trenes de cercanía, cuando los había. O que los precios de la vivienda, comprada o alquilada, alcanzaba niveles imposibles.

Nadie lo vio entonces, hasta que estalló la gran crisis y saltó a la luz una situación dramática que perdura todavía, aun cuando la intenten ocultar bajo una sucesión de banderas patrióticas, de distintas patrias. Hay un hilo, un hilo que une aquel año de 1985 con el presente, un hilo con sucesivos nudos. Cierto: no todo lo que envuelve ese hilo es negativo. Pero cada nudo representa un empeoramiento, de eso no cabe ninguna duda. Ahora un político, tal vez sin pensárselo dos veces, lanza una idea, que las mujeres extranjeras sin residencia legal en España puedan retrasar su expulsión si donan a sus hijos e hijas a la adopción. Seguro que no se lo pensó dos veces al formular la propuesta de un nuevo nudo en ese hilo. Pero la propuesta me ha hecho recordar aquella película, Stico, en la que una persona renuncia a su libertad porque cree que de esclavo va a estar mejor.

viernes, 8 de marzo de 2019

Lo que importa a la gente


Creo que es la última muletilla de moda en el ámbito político que, me temo, se escuchará mucho durante las campañas electorales múltiples a la que nos enfrentamos (y que padecemos): lo que importa a la gente.

Hace un tiempo apenas se escuchaba, pero la bancada de Podemos la ha rescatado del baúl de las expresiones-tipo, acusando la distancia, a veces enorme, entre discurso político-institucional y preocupaciones de la calle, de la sociedad. Esa distancia existe, no digo que no, y de tal distancia se pueden desprender muchos análisis y conclusiones sobre el modelo político imperante.

Claro que puede ser una visión deformada de la realidad y no sea tan grande la distancia, sino que sea más bien un problema de discurso, de tratamiento. De lenguaje, en definitiva. En todo caso, mucho me temo que esa muletilla, lo que importa a la gente, peca en gran medida de un paternalismo extremo con el cual Podemos, y en general todas las organizaciones políticas, pues todas la han recogido, tratan a la población. Porque lo que están diciendo es que ellos están allí para tratar y solucionar en la medida de lo posible lo que importa a la gente, pero sin la gente, porque tal tratamiento es únicamente institucional (o institucionalizado). Uno esperaba de los partidos convencionales que tal fuera su actitud, hay problemas allí fuera que la institución debe solventar y solucionar, pues para eso son los representantes del pueblo, representan a la soberanía popular o nacional. Pero es Podemos quien la ha recuperado, lo que importa a la gente, olvidando que esta organización surgió al albur del 15M, del clamor del no nos representan y la pretensión de la nueva política.

Al margen del debate político, que al final interesa poco, reconozco que por cierta desgana (desafecto lo llaman), el que sea una muletilla marca hasta qué punto el lenguaje es indicativo de lo que se es en gran medida. Dime cómo hablas y te diré quién eres. Aunque no siempre es así, el lenguaje resulta forzado en ocasiones porque el hablante se oculta tras él. Al igual que con la ropa que se escoge cada día, uno quiere dar una imagen de sí mismo con el lenguaje. Claro que incluso así es posible entonces darse una idea de la persona que se es. Eso se refleja muchas veces, por ejemplo, en las novelas, al acudir a los diálogos que son siempre complicados porque no siempre se acierta con el estilo de los personajes, y entonces no resultan del todo verosímiles, aunque hay autores que consiguen diálogos realmente acertados, bien construidos. Ejemplo de ello, antiguos además, son La Celestina, de Fernando de Rojas, o El Lazarillo de Tormes, anónimo por voluntad de su autor, que reflejaron con el lenguaje una forma de ser y una mentalidad de época.

En este sentido, el concepto gente aparece con frecuencia en castellano, en el castellano de España, en expresiones del tipo muletilla. De más tiempo que el de lo que importa a la gente es Lo que pensará la gente, uno de los temas, por cierto, de El Lazarillo, pues el narrador y protagonista de la novela escribe el libro, que es una carta autobiográfica, por los muchos comentarios que lo envuelven. Lo que pensará la gente. Se lo dicen los padres a los hijos y a las hijas para que atenúen sus actos no por sí mismos, sino por la opinión ajena. Es el reflejo de una sociedad demasiado atenta a la imagen, a lo que pensarán de sí los demás y, en gran medida, para evitar las consecuencias represivas en una sociedad como la española, tan proclive a un poder terrenal obsesionado por imponer reglas homogéneas y bien fijas a sus habitantes. Está presente esa preocupación, lo que pensará la gente, en Nada, de Carmen Laforet. Es un temor social, pero también político y religioso. De ahí también que el autor de El Lazarillo, en una época en que lo político y lo religioso se daban más la mano que ahora, se ocultara tras el anonimato, que es también un lenguaje, en un momento en que la autoría ya era importante, sin duda no quería sufrir las consecuencias de un libro que apuntaba ciertos aspectos de la sociedad.

El lenguaje es al final, como casi todo, un campo de batalla. El problema es cuando nos quedamos en el lenguaje como el único ámbito para cambiar las cosas. Porque el lenguaje no cambia la realidad, sólo la refleja. Y por tanto reflejará una realidad distinta cuando las cosas cambien. En un día como hoy imposible no referirse al lenguaje inclusivo o no inclusivo que se ha vuelto central en el debate de la igualdad y la separación entre hombres y mujeres. Que el lenguaje es machista, salta a la vista, y también es importante visibilizar a través del lenguaje la presencia de las mujeres en muchos ámbitos, pero no es un problema de lenguaje –o sólo de lenguaje–, sino de modelo social en el que, por cierto, clama al cielo que persistan aspectos como la diferencia salarial, que me parece una barbaridad que exista aún. Por mucho que se diga portavoza o lideresa no va a cambiar las diferencias de salario o de acceso a ciertos puestos, sobre todo en ciertos ámbitos menos elitistas. Es de Perogrullo, pero no siempre parece claro. Por suerte, la mayoría del movimiento feminista lo tiene claro. No me parece que sea tanto así en las instituciones, allí donde tanto se debate sobre lo que importa a la gente.