Parece extraño: la cultura ha desaparecido del debate
público, pero al mismo tiempo hay una cantidad enorme de pequeñas iniciativas,
actos en barrios, en ciudades pequeñas, reuniones para recitar poemas, para
discutir sobre novelas, para escuchar música, para ver y debatir sobre
películas. No incluyo aquí las grandes infraestructuras como museos o centros
culturales, anunciadas a bombo y platillo, porque tienen bastante
intencionalidad turística, sino a los planes culturales tendentes a crear una
cierta cotidianidad. Claro que no es del todo cierto, lo reconozco, existen
ayudas a la creación, es verdad, y a programas culturales, aun cuando sirvan en
parte para justificar la inversión en esas infraestructuras mencionadas. Pero
lo cultural no forma parte del debate político, no hay referencias en los
partidos políticos de cara a las elecciones, por ejemplo. Ni ha habido en las
instituciones públicas grandes ponencias al respecto. Aunque puede que sea
mejor así, de este modo nos evitamos la tentación del dirigismo.
Al mismo tiempo, durante el cambio de siglo vimos como
las editoriales entraban en una fase de concentración empresarial y hubo un
momento en el que parecía que un determinado grupo iba a poseer una mayoría de
editoriales españolas, muchas de ellas editoriales míticas de los sesenta y
setenta. Lo mismo ocurrió con las librerías, muchas de ellas comenzaron a
cerrar no sólo porque se estancaban las ventas –en un país en el que se publica
bastante, en los últimos años se han alcanzado y superado los 80.000 títulos,
casi un 20% de ellos literarios–, sino porque los alquileres subieron en
exceso, sobre todo en los centros urbanos, donde se concentran las editoriales
más grandes, y tuvieron que ceder sus espacios a las cadenas de la moda o a
restaurantes de comida rápida, que parecen bien insertados en el mundo
capitalista actual. Sin embargo, al mismo tiempo han comenzado a surgir
pequeñas editoriales, algunas han crecido o estabilizado en el mercado, y
también librerías nuevas que se dispersan en las ciudades y se basan muchas veces
en la especialización.
Esto aumenta esa sensación de extrañeza. Por un lado, es
fácil tender al pesimismo, incluso al fatalismo más profundo (hay que incluir aquí
a los índices tan bajos de lectura, la dispersión de ofertas, la confusión
entre ocio y cultura, una cierta dejadez en los planes de estudios de ciertas asignaturas),
pero, por otro lado, se aprecia un resurgir del interés por acudir e intervenir
en actos culturales de tamaño más bien pequeño, próximo, muy alejados a esas
grandes infraestructuras a veces inhumanas, interés sobre cosas que son, por
ahora, de minorías, amplias pero minorías al fin y al cabo, lo cual permite
mantener cierta esperanza: tal vez no todo esté perdido. Claro que también
podría tratarse de una remontada antes de la desaparición definitiva de este
modelo cultural. Desaparición o quizá cambio de paradigmas, para ser más
exactos y puede que menos derrotistas.
Bilbao, una ciudad mediana del norte, puede ser un ejemplo de
ello. Hay las grandes cadenas de libros –Elkar o La Casa del Libro– que llevan
años ofreciendo libros e interviniendo en la actividad cultural y comparten el
espacio con otras librerías que, por fortuna, se han mantenido a pesar de todo –librería
Cámara, por ejemplo, tradicional, de las pocas librerías donde aún se puede
consultar lo bueno que sale a la venta– y las nuevas librerías de nuevo formato
–las librerías Anti y Louise Michel–, todo ello junto a un sinfín de pequeñas
librerías que se van extendiendo aquí y allá, a veces incorporando papelería
por aquello de asegurarse unos mínimos ingresos para sobrevivir, pero que
buscan el fomento de la lectura y de la literatura. Tengo que citar la librería
Guantes, en Portugalete, por hablar de una que tengo próxima.
Pero también hubo sus bajas. Entre ellas, una de las más
destacadas y que se recuerda estos días es la librería Verdes, que estuvo
situada en pleno centro de la ciudad, en la calle Correros del Casco Viejo, a
pocos metros del Teatro Arriaga. La librería Verdes la abrió Emeterio Verdes en
1906. En 1973 dos empleados de la misma, Javier Escudero y Asun Zuloaga, se
hicieron cargo de ella, dándole nuevos impulsos y compromisos, sobre todo con
la cultura vasca y la literatura en euskara. Eran años bastante revueltos, ya
se sabe, arriesgados –sufrieron un atentado en julio de 1980, reivindicado por
la extrema derecha–, pero la escritora Laura Mintegi recuerda que era «un
espacio de libertad». Ruper Ordorika, por su parte, rememoraba estos días que
en esa librería la sección de poesía era la más abundante de Bilbao. Cerró en
2005 y este año se le vuelve a recordar, incluso con cierta añoranza, cuando la
cultura en lengua vasca se está recuperando poco a poco y puede ofrecer ahora
mismo un espacio enorme y variado.
Sin duda es un reflejo de una tendencia. Puede que en
realidad no sea del todo así, que esa sensación de final de época no responda a
nada en concreto. Se habla mucho de eso, del cambio de paradigmas, de
transformación del modelo social, y quizá sólo sea mero humo. Aunque la idea de
que todo siga igual tampoco anima mucho, la verdad. Ya veremos.