Durante muchos años las
calles del País Vasco fueron el escenario de incidentes violentos. Recibió
incluso un nombre, kale borroka,
lucha callejera, término genérico que acabó refiriéndose al modo de lucha de
las organizaciones juveniles de la izquierda abertzale. Los objetivos de
quienes protagonizaban dichos altercados coincidían con las de la lucha armada
que se desarrollaba desde principios de los sesenta, la liberación nacional y
social de las provincias vascas. A mediados de los ochenta, coincidiendo con la
reconversión industrial, se sumaron a la lucha callejera miles de trabajadores
afectados por este proceso de cambio industrial.
El 20 de octubre de 2011 la organización ETA,
fundada en 1959 y que pasó por un largo proceso de divisiones, unificaciones y desaparición
de alguna de sus ramas en los ochenta, anunció su decisión de cese definitivo
de la actividad armada y que culminó en mayo de 2018 con la disolución de la
organización. Hubo en este tiempo un cambio en la estrategia de la izquierda
abertzale que supuso en gran medida que desapareciera la kale borroka, al tiempo que las grandes movilizaciones del movimiento
obrero vasco hacía tiempo que, al parecer, habían pasado a la historia.
Desde luego, no fue la
única expresión violenta en el país. La extrema derecha y varias organizaciones
de ese espectro político, algunas con conexiones con parte del Estado, actuaron
también, aunque más en forma de atentados que mediante la ocupación de la
calle, que era monopolio de las organizaciones juveniles abertzales.
Como en cualquier otro
lugar del mundo, la policía actuó para disipar, controlar y reprimir los
incidentes. En ocasiones hubo comportamientos más que dudosos, algunos de ellos
objeto de sentencias judiciales. En todo caso, el Estado, recuérdese, se erige en
el único gestor de la violencia porque posee el monopolio de la fuerza. O dicho
de otro modo, tal vez más suave, es el único ente legitimado para reprimir y
castigar, para usar en definitiva la violencia, del mismo modo que es el Estado
el que legitima la extensión masiva de la violencia y la llama guerra. En este
sentido, España no participó en las dos guerras mundiales del siglo XX, aunque
sí colaboró estratégicamente en la guerra de Irak este siglo, pero esto es tal
vez otra historia, aunque no deja de ser importante a la hora de atender
ciertas condenas categóricas de la violencia en democracia.
Sea lo que fuere, las
calles vascas llevan un par de lustros sin esa violencia callejera, sin
atentados, sin enfrentamientos entre policía y manifestantes, se puede contar
con los dedos de una mano las veces que se han producido altercados en estos
último diez años y llama la atención, lo más sorprendente para algunos, lo rápido
que este escenario ha pasado al olvido colectivo.
Porque a decir verdad
sólo desde la literatura se rememora esa kale
borroka, son varios los autores que se han referido a ella a través de la
ficción y cuando se lee parece que de todo esto ha pasado mucho tiempo, tan
edulcorados están sus efectos, del mismo modo que la cuestión de los atentados parece
ocupar más el discurso político, manteniéndose la población muy ajena a todo
ello. Hablo desde luego de la sensación que uno tiene en su rincón de Vasconia,
poco más allá que la Margen Izquierda y Bilbao. Pero cuando llega alguien que
no conoce la historia reciente del País Vasco cuesta trabajo explicarle esa
violencia que la población local ha conocido tan bien y que los más jóvenes del
lugar sólo conoce por algunas novelas (en la confianza de que lean), incluso el
visitante más ajeno no acaba de creerse que esto haya sido así.
Quizá esto explica que se
mire con cierta distancia y extrañeza los enfrentamientos que se dan en otras
ciudades del Estado a raíz de la entrada en prisión de Pablo Hasél. En el País
Vasco ha habido manifestaciones de protesta por esta situación, pero sólo en
una ocasión, de momento, ha habido incidentes, apenas un rifirrafe en
comparación con lo que pasa en otras ciudades. Sorprende y llama la atención
tal distancia, como si el empacho de violencia que hubo por aquí hubiera vuelto
invisibles sus huellas, su recuerdo, como si nunca hubiera ocurrido. Se pasa
por encima y la información dada en los medios de comunicación locales lo
proyecta a veces como si fuera una peculiaridad más de la Barcelona insurrecta.
En todo caso, no sólo
llama la atención este olvido colectivo, como si esto de la violencia fuese en
el País Vasco cosa de los otros, sino también, esto ya más general, un
tratamiento de la violencia como algo inexistente, ajena a las democracias
estables. Por desgracia la historia de la humanidad es la historia de su
violencia, de sus guerras, de sus gestas. Desde luego, la violencia que nos
suele asustar es la evidente, la de los incidentes en la calle que bloquea la
vida normal, que destroza mobiliario y rompe la cotidianidad, una violencia que
nadie en su sano juicio niega que habría de extirpar de la vida colectiva.
Algunos políticos profesionales, mientras tanto, nos han recordado estos días
que en nuestro modelo político y social no cabe estos actos, olvidando tal vez
que la revolución francesa, origen de éste nuestro modelo, no fue desde luego
un acto pacífico, sino un periodo histórico en cuyas fases más notables de
terror se acuñó, no por casualidad, la expresión rodar cabezas y que no tenía entonces un carácter metafórico. Ni la
guerra se ve como un acto extremo de violencia, bendecidas muchas de ellas y
sólo rechazadas por un puñado de socialistas y anarquistas de la vieja escuela
o por pequeñas comunidades cristianas, menonitas o cuáqueros, que las rechazan
de plano.
Mientras, del puerto del
plácido Bilbao salen armas, construidas muchas de ellas en el País Vasco, con
destinos como Arabia Saudí, en guerra contra Yemen, y el Mediterráneo se ha
convertido en un cementerio, con limitaciones que rozan lo criminal a la
legislación que se pretende humanitaria. De esta violencia no se habla, no se
siente como tal, se normaliza y legitima. Es otra historia.