lunes, 28 de mayo de 2018

«Auschwitz» en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid


No se pudo elegir mejor el subtítulo de la exposición sobre el campo de concentración de Auschwitz, en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid: No hace mucho. No muy lejos. Sólo han pasado setenta y tres años desde que se derrotó el nazismo, ochenta y cinco años desde que el Partido Nacionalsocialista llegó al poder. Ni siquiera un siglo. Poco a poco los últimos supervivientes, las víctimas de ese campo, las de los otros campos de concentración, las de la opresión e ignominia del nazismo, los testigos de toda aquella situación van muriendo y esa memoria viva se convierte, según la calificó Ellen Fine, en memoria ausente.

Memoria, pese a todo, porque ese campo de Auschwitz, como cualquiera de los otros campos, no se pueden olvidar, no se olvidan. Aunque tal vez se mantenga bien presente en nuestra memoria no sólo por la cercanía en el tiempo, sino –impresiona mucho más- porque ocurrió nada menos que en el corazón de Europa, en Alemania, en un país en el que se hallaba una buena parte de la intelectualidad europea, la tierra de filósofos que interpretaron la realidad y ayudaron en parte a transformarla. Es la tierra también de una inmensa y rica literatura, la de escritores encomiables, también de la música; escritores y músicos alemanes que establecieron en buena medida el canon y los referentes de la cultura ya no sólo europea, también mundial. Claro que por eso mismo nos parezca a veces imposible que pudiera haber sucedido: fue demasiado terrible para asumirlo como parte de lo real, aquí tan cerca, y que llevó a Imre Kertész a decir que «el campo de concentración sólo es imaginable como literatura, no como realidad». Aquella barbarie dejó sin palabras al mundo entero, a los propios alemanes, conscientes o no –aceptemos que pudo haber gente que se mantuviera ajena a lo que ocurría, al margen de los hechos- de lo que estaba pasando en el país, lo que llevó a Thomas Mann a preguntarse por el papel de sus compatriotas a partir de ese momento.

Quizá sea inevitable sentir una zozobra profunda porque ni siquiera la cultura pudo ser obstáculo para la barbarie. Impresiona y causa no poco desasosiego que muchos de los causantes de esa masacre en seres humanos –ya fuesen judíos o gitanos, disidentes alemanes o prisioneros del Este europeo, republicanos españoles, resistentes franceses o partisanos italianos- fueran personas cultas, sensibles, incluso puede que atentas con sus familias y amigos. Mario Benedetti escribió un cuento sobre un policía que torturaba durante el día a los detenidos bajo la dictadura uruguaya y acariciaba a sus hijos por la noche. Se trata de la misma banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt que tiene también su expresión en la pasividad de la gente buena, de la gente corriente, de la que hablaba Martin Luther King.

La historia de la humanidad es también en gran medida la historia de sus crímenes, de sus masacres, de sus guerras, de sus holocaustos. También la de sus daños colaterales, violencias desatadas del núcleo de los conflictos, de lo que España fue un ejemplo durante su guerra civil. Desde luego, no dice mucho de la humanidad el que intentemos abordar la historia de la civilización a partir de esa capacidad de masacrarse unos a otros. Sobre todo si tenemos en cuenta que después de 1945 se produjeron otros hechos brutales en África, en Asia –los polpotianos jemeres rojos fueron tan sistemáticos como los nazis en el acto de masacrar-, en América, pero también, de nuevo, en Europa, durante la guerra de los Balcanes. Toda guerra es en gran medida un acto de barbarie, incluso aquellas que se pretende justificar desde el orden legitimador de un sistema internacional que se basa en finos equilibrios que no ocultan, empero, los intereses económicos que hay siempre detrás de la guerra (incluso aquellas guerras que se afrontan en nombre de Dios o de la libertad, la democracia o la justicia tienen detrás el interés económico).

Y del mismo modo que la cultura en Alemania no fue un medio de parar toda aquella locura de los campos de concentración, del asesinato sistemático y masivo, tampoco parece que se haya aprendido nada de todo aquello, por muy buenas intenciones que las instituciones posteriores a la segunda guerra mundial hayan intentado establecer y extender. Pese a todo, allí siguen las guerras, en Próximo Oriente por ejemplo, muchas de ellas alentadas, financiadas y armadas por las democracias occidentales. Del puerto de Santurce, en Vizcaya, salen barcos cargados de armas, algunos de ellos hacia países que participan en conflicto, como Arabia Saudí. El bombero Ignacio Ramos pudo documentarse más que de sobras durante la gestación del expediente abierto por negarse a realizar las labores preventivas requeridas en los puertos para los transportes con materiales peligrosos. No es lo mismo, dirán algunos, no es comparable, dirán otros, puede que no lo sea, pero el resultado, a todas luces, no es muy diferente, sobre todo para las víctimas de los conflictos, en Auschwitz o en Yemen, o para el silencio cómplice de quienes conviven con todo eso.

En la web de la exposición – http://auschwitz.net – se cita a Primo Leví: «Ocurrió. En consecuencia, puede volver a ocurrir: esto es la esencia de lo que tenemos que decir. Puede ocurrir, y puede ocurrir en cualquier lugar». Después, cuando haya ocurrido de nuevo, tal vez nos quedemos sin palabras, otra vez, tal vez sintamos esa misma dificultad que afectó al escritor Jean Améry para afrontar Auschwitz, tal vez nos domine la misma sombra que se extendió por Francia, apesadumbrada por una colaboración de la que durante mucho tiempo era mejor no hablar mucho. Y puede incluso que, alguna vez, todo acabe siendo olvido.

jueves, 17 de mayo de 2018

«España otra vez»


«Cada instante se vive sólo una vez. No puedes volver atrás», lamenta el doctor David Foster, interpretado por Mark Stevens, casi al final de la película España otra vez, cuando percibe su vuelta a Barcelona como un fracaso íntimo y asume que nunca debió volver. Experto en neurocirugía, asistente a un congreso internacional, el doctor Foster había estado en España treinta años atrás, durante la guerra civil como médico encuadrado, sin decirlo en la película, cosas de la censura, en las Brigadas Internacionales. Ahí se enfrentó a una guerra cruenta, a la muerte y a la violencia, a un enfrentamiento civil que tuvo en gran medida mucho de locura. Se enamoró de María, la enfermera española que le asistió entonces en muchas de sus operaciones de soldados destrozados por la metralla.

Treinta años después es otro hombre. Neurocirujano famoso, casado, con hijos y domicilio en Nueva York, nada tiene que ver con aquel médico comprometido e internacionalista que estuvo en España. No sabemos al principio, lo intuimos en todo caso, si regresa para reencontrarse consigo mismo o para poder contemplar el país que dejó atrás, para reencontrarse también con quienes conoció en aquel momento, al igual que Max Aub, que regresó también en 1969, sin duda por los mismos motivos. El país es otro, los viejos conocidos también han cambiado, como sin duda él mismo ha cambiado. Se encuentra, no obstante, con la hija de aquella María de quien estuvo enamorado, una bailadora andaluza que también lleva su nombre y cuyo parecido es lo único que parece retrotraerlo de verdad a aquel tiempo.

María, interpretada por la bailadora Manuela Vargas, le acompañará durante un par de días por Barcelona y por el Ebro, allí donde el doctor Foster estuvo con su madre. Nace así una atracción entre ambos. Nos damos cuenta de que en realidad el doctor Foster intenta una vuelta atrás, busca revivir el pasado, recuperar lo que vivió, pero descubre que el tiempo pasa de forma ineludible para no volver y no podemos nunca revivir lo que fue vivido. Al igual que le ocurrió a Max Aub, lo pasado queda inexorablemente como pasado, la nostalgia es un ejercicio vano si con ella lo que pretendemos es confrontarnos a las cosas tal como fueron.

Sin embargo, la memoria mantiene los recuerdos, los traslada una y otra vez al presente y a veces se vuelve imprescindible intentar enfrentarse a aquellos lugares que fueron nuestros en otros tiempos. Puede que en el caso del doctor Foster lo que se busque en parte es poner orden en aquello que no se cerró en su momento, que no se cerró correctamente, que sigue abierto, fijo en la memoria.

España otra vez es una película que dirigió Jaime Camino y cuyo guion lo escribieron a seis manos el propio director, Román Gubern y el escritor estadounidense Alvah Bessie, que interpreta al otro doctor que viaja, junto a Foster, al congreso de Barcelona. Hay que tener en cuenta que los tres guionistas poseían una mirada crítica de la realidad. Tanto Jaime Camino, miembro de la Escuela de Barcelona, como Román Gubern, encuadrado en aquella Gauche Divine referencial en la cultura del momento, tuvieron no pocos problemas con la censura franquista, mientras que Alvah Bessie fue uno de los diez de Hollywood, la primera de las listas negras durante la época del macartismo, y antes había formado parte de las Brigadas Internacionales. No eran las suyas, por tanto, miradas objetivas ni equidistantes en absoluto.

Sin duda fue por ello la primera película realizada en la España franquista desde la perspectiva de los derrotados, sin una consigna expresa de la España oficial, sin una carga negativa hacia el bando republicano, para lo cual hubo que adaptar bastante el guion, destacando, más que las razones de cualquiera de los dos lados, el horror y la locura de la guerra. Hay que tener en cuenta que los años sesenta fueron años de cierto aperturismo del régimen o, cuanto menos, de una enorme desideologización del franquismo, algo que apreciamos ya antes de esta película en otras obras, lo vemos por ejemplo, ya un decenio antes, en la novela El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, donde se rememora momentos de la guerra con no poca objetividad.  

En todo caso, es algo que cambiará ligeramente en los años inmediatos a España otra vez, en el lustro inmediato, cuando la dictadura, ante la crisis, el ascenso de la oposición, el rechazo internacional, la revolución portuguesa y la aparición de algunas disidencias más que notables en el aparato del Estado, tuvo un giro de nuevo extremadamente autoritario. Pero parte de ese régimen ya estaba negociando para una apertura necesaria sin duda si se pretendía evitar cambios bruscos.  

Desde luego, el doctor Foster asume en clave personal la imposibilidad de volver atrás. Dejó en el pasado lo que fue y lo que pudo ser, no va a poder revivir aquella pasión de antaño. Pero cabe tal vez una lectura colectiva de sus palabras, un mensaje de que aquella República tampoco se recuperaría ya, que todo iba a ser nuevo a partir de ese momento, porque el tiempo no pasa en balde. Claro que hoy, casi cincuenta años después de la película, habrá quien lamente sobre todo lo que pudo ser y no fue, que no se alcanzaran las perspectivas que muchos, sin duda, tenían y que tal vez todo ello nos haya traído a los lodos de hogaño.

domingo, 6 de mayo de 2018

«Veinte años no es nada», de Joaquím Jordà


Siguiendo con el quincuagésimo aniversario del mayo francés, habría que plantearse si debiéramos analizar los procesos colectivos, también los individuales (aunque esto último sería otro tema), según los resultados o según el esfuerzo comprometido en los mismos, con independencia de cómo hubiesen acabado. Claro que tampoco podemos afirmar de un modo rotundo que tales procesos acaben siempre bien o mal, hay matizaciones, hay grises interpuestos que variarán en gran medida las valoraciones. En este sentido, las revueltas del 68 no transformaron la sociedad en un sentido revolucionario estricto, luxemburguiano, no se rompieron las relaciones sociales capitalistas, siguen hoy campando a sus anchas por la falta de alternativas. Pero sí que aquellas revueltas supusieron un cambio en las costumbres y en las concepciones críticas de muchas estructuras que siguen vigentes, sí, aunque comienzan su declive, como el patriarcado. Las cosas no ocurren porque sí, y por ello sin duda las amplias movilizaciones feministas que vemos este año en España no se hubieran producido si hace cincuenta años no hubiera habido ese mayo del sesenta y ocho, del mismo modo que sus revueltas tampoco se hubiesen producido sin la labor previa de las sufragistas. Los procesos, a todas luces, son acumulativos.

Pero aceptemos que los procesos a veces fracasan, salen mal o simplemente se diluyen, se rinden. Es verdad que a veces el precio a pagar es alto, exagerado en algunos casos, como con el lamentable precio en vidas humanas en la URSS, en la China de Mao, en la Albania enverhoxista, incluso en la actual Nicaragua, gobernada por el FSLN, nada menos. Las experiencias de toma de poder parecen condenadas al fiasco, cuando no a una tiranía brutal. Lo cual nos obliga por lo menos a tener en cuenta las propuestas de John Holloway para cambiar el mundo sin tomar el poder. En cierto modo mayo del sesenta y ocho fue un poco eso: una forma de cambiar las cosas sin la toma del poder, sin tan siquiera destruir los modelos existentes. No se acabó con el capitalismo, no se hundió el autoritarismo estalinista, pero se introdujeron cambios en las costumbres, en las mentalidades y en los modos de actuar colectivos. Ya fue un cambio.

Pero hay otra mirada posible de aquel intento de cambio del mundo, la que afectó a sus intervinientes, la que modificó la mentalidad individual de quienes formaron parte de aquellos intentos de cambio. Puede parecer un poco extraño, incluso una cesión absoluta a un sistema tan individualizador como el actual, plantear observar los procesos colectivos desde la individualidad absoluta, a partir de lo que significaron los procesos en cada persona, pero al fin y al cabo lo colectivo es personal y lo personal es colectivo, lo podríamos articular así, aunque no siempre es fácil mantener un mínimo equilibrio entre ambos, entre la persona y la comunidad, parece que siempre uno de los dos acaba afectado cuando domina lo colectivo o se impone la individualidad más absoluta.

Joaquím Jordà logró, no obstante, reflejarlo en dos documentales con veinticinco años de distancia sobre un mismo colectivo de personas. En 1980 presentó un primer documental, Numax presenta, sobre una experiencia de colectivización obrera que llevó a cabo un grupo de trabajadores en una fábrica de electrodomésticos cuyos propietarios pretendían cerrar tras una profunda crisis. Los trabajadores, muchos de ellos militantes en diversas corrientes políticas y sociales provenientes del mayo sesentayochista, otros en cambio sin grandes planteamientos de vida colectiva, decidieron no esperar a que las soluciones vinieran de fuera, de la revolución, del Estado, del propio capital, y se hicieron cargo de la fábrica, al fin y al cabo eran ellos los que sacaban adelante el trabajo, los que conocían realmente los entresijos de la empresa.

La experiencia apenas duró dos años. La crisis del momento, el poco interés que ya se apuntaba por cambiar realmente las cosas, incluso por parte de la izquierda del país, más atenta a los cambios institucionales de la Transición que a los proyectos de cambio social, algunos en marcha, como el de Numax, la sensación de que toda revolución era inviable, no era el momento, no era posible, la dura competencia que el tejido industrial y económico ejerció para que fracasara ese tipo de modelos de trabajo, incluso una clase trabajadora que tampoco estaba en su conjunto por ese tipo de proyectos alternativos, mero aventurismo que ponía en peligro, tal vez, los derechos ganados hasta el momento, todo ello creó un muro de realidades que hizo tambalear la experiencia. En 1980 los trabajadores decidieron cerrar Numax y gastarse lo que quedaba de capital social en el documental de Joaquím Jordà.

Este director de cine y documentalista, uno de los fundadores de la Escuela de Barcelona, tuvo mientras grababa su cinta la idea de poder reunir de nuevo a un grupo de aquellos trabajadores veinte años después y saber cómo habían evolucionado y si habían mantenido su propósito de no volver a ser explotados de nuevo. Este nuevo proyecto se materializó veinticinco años después, en 2005, y fue la segunda parte de Numax presenta, esta vez con el título de Veinte año no es nada.

El resultado fue una diversidad de situaciones, tal vez un reflejo de lo que ocurrió con quienes participaron en aquellas revueltas sesentayochistas, hubo quienes continuaron la vida, adaptándose a los tiempos, trabajando por su cuenta, tal vez para otros pero sin dejarse avasallar, hubo quienes quedaron también fuera del sistema, víctimas dobles, del sistema capitalista y tal vez también de la utopía. En todo caso, todos coincidieron en cómo les marcó aquella época y su propia experiencia, aunque no saliera como esperaban, aunque fracasaran en términos sociales y chocaran con la imposibilidad de un mundo diferente. Pero lo intentaron, las cosas tal vez hubieran podido ser distintas, hubieran podido hacerlo mejor o de otro modo, pero les quedó eso, la satisfacción del intento, de no haberse quedado al margen, de haber vivido al fin.