miércoles, 20 de diciembre de 2017

Del bertsolarismo, la tradición y la modernidad

El evento fue en el BEC de Barakaldo, el Bilbao Exhibition Center o, lo que es lo mismo, la nueva Feria de Muestras de Bilbao, un edificio moderno de aspecto acoplado, inaugurado en 2004, enorme, flamante, digno de estos tiempos nuestros, tan exhibicionistas, en los que prima la arquitectura grandiosa, a veces exagerada y que a menudo es propia, no hay que olvidarlo, de formas muy autoritarias de gestionar la realidad o adecuadas a momentos de excesiva fachada y pocos contenidos. Hay quien, de forma clara y directa, lo califica de bilbainada, no en el sentido del género musical, sino en el de esa exageración que se atribuye a las gentes del lugar. Sea lo que fuere, allí está, símbolo de esa ciudad que la Academia del Urbanismo ha declarado hace algunas semanas mejor ciudad europea, nada menos.

El domingo 17 de diciembre el edificio se llenó de gente. Suele haber en él ferias, conferencias, encuentros sobre nuevas tecnologías, congresos de temas varios, con frecuencia científicos o de las nuevas actividades económicas, incluso conciertos y otros acontecimientos macrosociales. No son infrecuentes en nuestros tiempos y en las ciudades europeas las grandes aglomeraciones para asistir a actividades de diversos pelajes en enormes edificios imponentes. El fútbol sin duda se lleva la palma, es la gran apoteosis, el rito social y simbólico más importante a tenor de la atención que se le presta, y Bilbao no es una excepción, incluso parece vivirse con más pasión visto el gran número de banderas del equipo local que lucen los bares de la ciudad y alrededores, que no son pocos. Para el fútbol se levantan nuevos estadios. Porque cada vez más se tiende a crear grandes escenarios, continentes de formas variopintas, para los grandes eventos de nuestro tiempo,

En todo caso, no era fútbol lo que iban a ver las 15.000 personas aproximadas que se acercaron ya de buena mañana el domingo y se quedaron hasta la tarde. Tampoco se trataba de un concierto. Sino de algo más tradicional por estas tierras, sobre todo más literario en un tiempo en que la literatura parece algo propio más bien de pequeños cenáculos o de cada vez menos personas, las que aún que gustan de leer o, menos aún, de escuchar odas, cuentos y versos. Se trataba de la Bertsolari Txapelketa Nagusia de 2017, el Campeonato Principal de Versolarismo de este año. Sin duda, a bote pronto, es lo que más puede chocar, esa confrontación entre la tradición y la modernidad, entre antaño y hogaño, fiel reflejo de una sociedad más y más compleja y en la que parecen convivir mundos tan diferentes, sin que por ello se anulen unos a otros.

Lejos quedan desde luego los tiempos de Basarri, como se le conocía a Ignacio Eizmendi, unos de los versificadores clásicos del siglo XX, que se aficionó de niño en la taberna de sus padres, en Zarautz, a los retos entre improvisadores de versos que apostaban muchas veces por ver quien lograba las mejores rimas. Porque de rimar se trata cuando hablamos del bertsolari. O koblakari, como se les llama en el País Vasco francés, aunque no es exactamente lo mismo. En todo caso, las tabernas y las sidrerías eran los lugares habituales donde se reunían los versificadores que improvisaban sus rimas, sus versos y estrofas. Los demás feligreses les iban proponiendo temas o palabras sobre las que componer de inmediato la estrofa y a veces se narraban historias completas o se lanzaban chanzas, incluso sátiras abiertamente políticas. Conocida debió de ser la tirria que sentía Txirrita, sobrenombre de José Manuel Lujanbio, por Cánovas del Castillo. Había llegado el fin de los fueros de las Vascongadas, se iniciaba un nuevo tiempo político y cultural, y el entonces jovencísimo bertsolari lanzó no pocas invectivas contra el gobernante y ante un tiempo que chirriaba por todos sus poros. No siempre es fácil moverse por entre la dialéctica de la polarización.

De las tabernas, sidrerías, tascas y otros establecimientos salió a las plazas de las villas, pueblos e incluso llegó a las capitales. Las fiestas patronales o las ferias eran buena excusa para que se organizasen concursos y competiciones. El bertsolarismo devino de este modo toda una tradición. Hubo otros lugares donde se han mantenido costumbres similares: en Gales y en Irlanda también se improvisan versos en alegres cervecerías, en Albania persisten los rapsodas que narran viejas historias y hay la tradición de los Griots, en África occidental, que acompañan sus estrofas con la música de la kora. Tampoco se puede olvidar la tradición medieval de la rapsodia popular, la de los juglares, por ejemplo, que cruzaban las tierras con sus odas, sus estrofas y sus poemas épicos. El término koblakari, el que se utiliza en la parte francesa del País Vasco para referirse a los bertsolaris, también posee el significado de juglar.

Cabría preguntarse entonces de donde surge esta tradición, la de los versificadores e improvisadores de versos, aunque es difícil responderla, o tal vez absurdo planteársela, a no ser que queramos darle una respuesta un tanto exagerada, como la que dio Manuel de Lekuona en el Congreso Vasco de 1930, que situó el origen del bertsolarismo en el neolítico, toda una bilbainada del académico y escritor, aunque fuera de Oyarzun. Claro que cualquier manifestación humana procede de un modo u otro del neolítico, que es cuando todo comenzó a polarizarse, así que nada nuevo,

La edad media también vivió esa dialéctica de la polarización, la lucha entre lo nuevo y lo viejo, la tradición y la modernidad. Los juglares se enfrentan de algún modo a los trovadores, que son los rapsodas de las cortes y los centros de poder, muchos de ellos también caballeros y hombres de las castas dominantes. También mujeres, que las hubo, y no pocas. Eran la cultura oral y la cultura escrita que se enfrentaban, el anonimato y la autoría, lo popular y lo culto, o lo considerado como culto según las reglamentaciones sociales al uso. Parece en todo caso que la escritura vence a la oralidad. Sin embargo, imposible no conmoverse ante el aedo ciego que memorizó, y sin duda improvisó muchas veces, el largo viaje de Odiseo.

Los primeros juegos florales se celebraron en 1324 en Toulouse, la Tolosa de Occitania también conocida como Ciutat Mondina, dando un gran impulso a la poesía provenzal, que tanto influyó en el renacimiento de las letras, en Provenza y en buena parte de Europa. Quinientos años después, en un resurgimiento de la cultura popular con ánimo de reconocimiento e impulso poético, Antoine d´Abbadie lo traslada al ámbito de la lengua vasca e instaura los juegos florales en la labortana Uruña, dando impulso a esta vez a la poesía vasca, pero también a los bertsolaris, enlazados a la tradición oral. Quizá no sea casual que sea Labort la zona vasca elegida para tal sede; al fin y al cabo, fue la que vivió con mayor intensidad el renacimiento cultural y el dialecto labortano se adoptó en gran medida como lengua literaria en el siglo XVI.

Sean de un lado u otro del Pirineo, los poetas vascos recogen no pocos versos de la tradición oral, tan rica en las tierras vascas como en cualquier otro lugar, existiendo un magma sin duda conectado entre sí y que vincula los distintos rincones del mundo. De un modo u otro todos los individuos y pueblos se enfrentan a los mismos hechos, a los mismos problemas y a las mismas interioridades. En todos los momentos se buscan también identidades que singularicen las comunidades, aun cuando se parta siempre de unas mismas bases. Es esa necesidad de épicas que refuercen el concepto nosotros y la oralidad, a veces, fortalece tal concepción. Esteban de Garibay nos habla, en este sentido, como propio, en pleno siglo XVI, de las mujeres improvisadoras y recoge él mismo cantos y versos como los dedicados a la muerte de Milia de Lastur o el canto de Urrexola, entre otros, los cuales se podrán vincular a tradiciones y letras de otros lugares, en un ejercicio de comparación que sin duda nos reportaría sorpresas.

Siempre hay puentes entre la cultura popular y la cultura libresca, entre la oralidad y la escritura, en las grandes culturas como en las pequeñas. El cine es a todas luces buena prueba de ello.
No es fácil discernir en todo caso por qué hay tradiciones que se conservan en algunos rincones del mundo y se pierden en otros. Se impone la cultura escrita, en Europa es evidente, se elitiza el saber, la oralidad se desliga de la literatura, que a partir de cierto momento sólo será lo que se escribe. Sin embargo, permanecen los puentes entre oralidad y cultura escrita y no pocas veces se han retroalimentado. Y sin saber muy bien por qué, se mantienen ciertas tradiciones, como la del bertsolarismo, y se retoma con fuerza, incluso, como es el caso, cuando se trata de una lengua minoritaria.

Tal vez por eso mismo, por ser una lengua minoritaria y no fácil de ahondar en ella, el reto del bertsolarismo adquiere no poca intensidad y brillantez. Suele hablarse muchas veces de los procesos lingüísticos de adaptación al medio y a los tiempos, aunque a menudo se cae en la trampa de la utilidad o del utilitarismo para evaluar los diferentes idiomas que en el mundo hay. Es cierto que cuando a una lengua se la limita a un ámbito marginal, casero o ritual pierde muchas potencialidades y es difícil recuperarla, aunque no imposible, y allí está al hebreo para demostrarlo. Y una lengua se recupera cuando se puede hablar o escribir en ella cualquier aspecto que afecte a sus hablantes, sean cuestiones añejas o actuales.


En este sentido, no es casualidad que este año el certamen lo haya ganado una mujer, Maialen Lujanbio, que habla en sus improvisaciones de cuestiones sociales, de marginaciones modernas, de nuevas formas de entender el mundo y entenderse a sí mismo. Porque ya desde un idioma como el vasco se habla del mundo, algo que puede sorprender tanto, o no, como que el certamen se haya celebrado en un edificio moderno de aspecto acoplado que poco tiene que ver con añejas tradiciones o que tanta gente se pase un domingo escuchando chanzas, cuentos y rimas.

domingo, 17 de diciembre de 2017

De las generaciones y sus miradas

En 1997 el escritor Ray Loriga realizaba su primera película, La pistola de mi hermano, emitida hace poco por TVE y basada en su novela Caídos del cielo. En aquel momento, la crítica cinematográfica recibió la película con cierta frialdad, cuando no con poco rechazo. Sin embargo, a pesar de tales opiniones y quizá por el tiempo transcurrido, veinte años nada menos, tiempo que contribuye a que la sensibilidad se modifique o las claves de percepción sean diferentes, la película resulta hoy interesante, engancha la historia y los diálogos son atractivos e intensos.

Un chico, no llegamos a saber su nombre, interpretado por Daniel González, introvertido, poco hablador y con una estrecha relación con su hermano, interpretado por Andrés Gertrudix, obtiene una pistola que recibe, según él mismo cuenta, de un modo cuasi mítico, y mata a un guardia de seguridad en un supermercado. Comienza así una persecución tras robar un coche con la hija del propietario dentro, personaje rebelde y también problemático, interpretado por Nico Bidasolo, con quien inicia una relación.

En los diálogos entre los dos personajes centrales, el chico y la chica, así como entre el inspector, interpretado por Karra Elejalde, encargado de la investigación y persecución de aquel, y el hermano y la madre, interpretada por Anna Galiena, hay constantes alusiones al miedo, a la desolación y a la falta de objetivos en la vida. Tal vez por ello se haya hecho una lectura generacional de la película. No hay que olvidar que se encuadra la cinta en los años noventa, una década que fue muy dada a hablar de una generación de jóvenes a todas luces perdida en unos años sin muchas ilusiones, en la que las utopías parecían haberse ya diluido por completo, ganaba el individualismo más brutal, producto del neoliberalismo feroz que se iniciaba entonces y que produjo miles de víctimas sociales en forma de marginados de todo tipo, marginado reales y simbólicos.

Sin embargo, esa generación de jóvenes -y no tan jóvenes, aunque estamos ya en una sociedad que ha asumido a su vez otra división, la de la edad- desdibujada y sin horizontes no pertenece sólo a los años noventa, también existió, se nos dice, en la década de los cincuenta e inicios de los sesenta, con James Dean, convertido en ícono de esa desilusión y angustia juvenil y de época, como emblema de un momento en que tampoco parece que hubiera grandes horizontes. Es el Jim Stark de Rebeldes sin causa, donde tampoco se disponen de perspectivas ni individuales ni colectivas. Son los personajes de Historias del Kronen, película de Montxo Armendáriz de 1995, basada en la novela de José Ángel Mañas, pero que hubiera podido escribirse y filmarse en los cincuenta.

Cabe, sí, una lectura generacional, aunque esto de las generaciones tiene demasiado de análisis académico y academicista de la realidad, es un modo de estructurar lo real, aunque luego tengamos que desasirnos de tal mirada. Lo debiéramos al menos, aunque sin duda lo académico con sus estructuras hayan acabado dominando la percepción y nos cueste mirar la realidad sin las compuertas creadas por los analistas. No hay que olvidar, por ejemplo, que en la edad de plata de la cultura española, nombre con el que asignó José Carlos Mainer al periodo que parte de finales del siglo XIX hasta el inicio de la guerra civil, convivieron varias generaciones literarias en un mismo espacio y durante un mismo tiempo, sin que los autores de cada una de ellas se encerrara en sí mismas y dejaran de relacionarse con la cultura en general y con la sociedad en entera libertad y plenitud. Sirve la catalogación en generaciones para el estudio, en efecto, pero se corre el peligro de que las gradaciones acaben dominando la lectura y el entendimiento.

Por eso tal vez atribuir personajes sin ilusiones o desolados, sin objetivos vitales, sin horizontes, a los noventa o a los cincuenta sea un error. Es cierto que la década de los sesenta dio lugar a una época de utopía, rebelde en lo político, en lo social y, sobre todo, en las costumbres, pero que desembocó en la decepción de los setenta, una generación, aceptemos el término de forma provisional, cercana a la de los años veinte y treinta, que vivirá la decepción a finales de esta última década, pero principalmente en los cuarenta, cuando sea patente la brutalidad humana. Parece que la segunda década de nuestro siglo se haya volcado de nuevo por la utopía, por las protestas ante unas realidades insoportables, aunque también hay la sensación de que la decepción ha llegado antes de lo esperado.

Da un poco la impresión de que se trate de un mero baile: a una generación utópica y rebelde le sigue otra desolada y con un miedo paralizante, en un mecanismo dialéctico que se cernirá a lo largo de la historia. No obstante, no deja de ser una lectura demasiado restringida y, a la larga, quién sabe si dañina. El análisis acaba asfixiando lo analizado, por ello quizá los vientos de aire puro de principio de nuestra década se hayan podrido tan pronto.


Por ello haya que esforzarse por escapar a una lectura generacional de las cosas. El choque con la realidad de los personajes de La pistola de mi hermano se da en cualquier momento, en cualquier época, en cualquier generación. Del mismo modo que la exaltación de la juventud se da de un modo artificial a partir de los años cuarenta, creando una subcultura que se potencia para dividir más la vida. La réplica del chico en La pistola de mi hermano sea tal vez el inspector de policía, un personaje que asume su propia desolación y su falta de objetivos con mucho cinismo, atributo tal vez de su experiencia y edad, pero que no está muy lejos de la de su contrincante. Explica en todo caso la diferente actitud o la facilidad de su decisión al final de la película, mucho más rápida que la del muchacho, que carece a todas luces de la malevolencia que da la vida. 

jueves, 7 de diciembre de 2017

Alegorías del Muro de Berlín

Los aficionados a los símbolos, metáforas, símiles y demás imágenes alegóricas no pueden evitar dar a los hechos del mundo un significado referencial. Debe de haber una mentalidad cabalística en tal actitud, una idea que se pretende trascendente en el modo de aproximarse y contemplar la realidad, con la cual intentamos alejarnos de la frialdad con que la ciencia y la tecnología explican hoy las cosas, pero también las ciencias sociales. Es además un modo de observar que se ha trasladado también a otros ámbitos; por ejemplo, a la historia de la literatura, muchas veces convertida en mero retablo de años, generaciones, siglos, datos estadísticos que al final nada indican, más allá de una mera ordenación de datos que puede sernos útil para estudiar historia de la literatura, pero no para entender la literatura.

Porque los hechos, así como los relatos con que recreamos la realidad, también significan cosas o al menos aleccionan en lo que uno es, de un modo individual o colectivo, al margen de las estructuras académicas, pero sobre todo de los espacios temporales al uso. Nos definen cuando nos acercamos a ellos, a cada uno de los hechos en sí mismos, al margen de épocas y tiempos, o cuando los intentamos entender o participamos en ellos de un modo u otro. Lo cual nos lleva a considerar que los hechos van más allá de los límites que nos marca ese sistema procedimental con que nos acercamos a la realidad porque repercute en nuestro modo de estar en el mundo. De este modo, por ejemplo, los siglos entendidos como unidades de cien años no indican nada más allá de una mera referencia temporal con que calculamos el tiempo exterior, pero que no siempre coincide con el tiempo real, interno, y a la larga con lo que somos.

Así, el siglo XX, en su dinámica de significados y trascendencias varias, no empieza en 1901 y culmina el año 2000, es mucho más corto, porque sin duda el siglo XIX se alarga unos años más, se adentra casi tres lustros en esa referencia temporal que llamamos siglo XX, tres lustros de crisis profunda que desembocan en la primera guerra mundial, pero sobre todo en la Revolución Soviética que será la espina dorsal del siglo XX. Por esto, este siglo terminará con la caída del muro de Berlín, poco más de diez años antes de que termine formalmente el siglo.

A todas luces, la caída de ese muro supuso un símbolo tremendo, repentino, primordial y que inició una nueva etapa, la entrada en el siglo XXI. Pudo parecer por un momento, engañosa sensación, que daba al traste con las fronteras y los bloques monolíticos, que volvíamos a esa Europa rememorada por Stefan Zweig en la que cualquier persona podía viajar sin necesidad siquiera de un pasaporte, algo que se truncó con aquella primera gran guerra (gran por sus dimensiones, no por la grandeza que nunca tendrá la guerra). La Europa del siglo XX será legalista, reglamentaria, severa con la libertad de movimiento entendida como un derecho, algo que nunca se entendió como tal. Incluso hoy no parece reconocerse, al menos de un modo universal.

Claro que no se impidió que millones de personas, movidas por la necesidad económica, se trasladaran durante el siglo XX a América -irlandeses, españoles, portugueses, italianos, nórdicos, polacos, griegos- como mano de obra y muchas veces como seres que escapaban, literal, del hambre. O que se iniciará otro movimiento tremendo, el de los refugiados, millones de seres humanos que escapaban por razones ideológicas. Los hubo en Rusia, reconvertida en la URSS, asilados por no ser comunistas o por serlo de un modo poco acorde con el poder soviético. Los hubo en Alemania, personas que escapaban a la locura nazi. Los hubo en España tras su guerra, durante la dictadura.

La caída del Muro de Berlín produjo no pocas esperanzas de un mundo nuevo, pero sólo duró un decenio ese estado de gracia: el atentado de Nueva York, junto a otras acciones cruentas, terminó con las ilusiones de ese mundo nuevo, más pacífico, sin antagonismos, más preocupado por la justicia mundial y el reparto de la riqueza entre los pueblos.

Parece, por todo lo que se ha acumulado en estos años, que ha pasado mucho tiempo desde entonces, queda muy lejos la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 en la que Berlín se desbordaba por la celebración de ese muro derribado. Hubo quien mostró sus dudas acerca de lo que iba a pasar a partir de entonces. Günter Grass las expresó abiertamente, creó una luenga polémica que narró en Ese cuento largo. Es evidente en todo caso que fue un hecho trascendental que incidió en la literatura, sobre todo alemana. El escritor vasco Fernando Aramburu, residente en Alemania, escribió sobre las perspectivas que brindó la caída del muro para los escritores de la Alemania del Este que iban a poder escribir y publicar sin las limitaciones del autoritarismo político del estalinismo.

En España han aparecido dos novelas en los últimos años que tienen la caída del muro como epicentro de sus relatos. Hace unos meses aparecía La hija del comunista, de Aroa Moreno Durán, que nos cuenta la vida de una alemana oriental de origen español que decide, como tantos otros ciudadanos de la República Democrática, escapar de la atmósfera opresiva de Berlín Oriental.  Es un relato intimista, poético, sensible en muchos momentos, donde hay una rememoración de lo vivido a veces con no poco escepticismo.

Jesús Ferrero, por su parte, publica en 2015 Nieve y Neón donde asistimos al presagio de una realidad que no tiene nada que ver, sin duda, con las esperanzas creadas de un mundo nuevo y mejor que muchos tuvieron en ese instante. El autor escribe sobre la violencia, en ese momento subterránea, que se desató durante y tras la caída del mundo, las perspectivas de una nueva economía vinculadas a mafias, a negocios turbios, a relaciones de dominio no siempre normativizadas, aunque con frecuencia vinculadas a los aparatos del Estado.

Sin duda el tiempo nos otorga una perspectiva que permite darles significados a los hechos. Conocer los acontecimientos y pensar a posteriori son las cartas marcadas del tahúr que puede permitirse una mejor aproximación a lo que ha pasado en el mundo. La caída del muro de Berlín fue per se, a todas luces, un avance, un acto emancipatorio para millones de personas. Bastaría tal vez con eso, justificaría celebrarlo. Sin embargo, no parece realmente que el muro haya desaparecido en sí mismo. No sólo el muro físico: han surgido otros muros que impiden el paso de seres humanos, incluso a poca distancia de donde esto se escribe, hace unos días, se levantó uno, frente al puerto de Bilbao, para no permitir el acceso a personas que pretenden ir a Gran Bretaña. Tampoco los muros mentales: Europa ahora mismo es una fortaleza en la que surgen, para colmo, diversos nacionalismos separadores, supremacismos perversos y afrentosos.


El muro de Berlín, quizá, nunca haya desaparecido de verdad. Permanece entre brumas normativas y sensación de libertad.