sábado, 21 de septiembre de 2024

Chabolas posmodernas


 

Que al alba hubiese techo, que la chabola estuviera cubierta a la alborada, de lo contrario se derribaría sin remedio. La policía estaba sobre aviso. Era cosa sabida en todas las grandes ciudades, allí donde se establecían los poblados chabolistas, a sus afueras y a veces incluso en la propia urbe. En realidad no existía una ley que así lo estableciera. En ningún sitio estaba dicho que las chabolas sin tejado al amanecer se demoliesen y se respetaran las que lo tuvieran. Si había algo en concreto, era la prohibición de edificar fuera de la ley, no se permitía la construcción de edificaciones de cualquier tipo que no estuvieran previstas por las normativas urbanísticas o de vivienda. Por tanto, ninguna chabola o grupo de chamizos era legal.

Sin embargo, miles de personas acudían a las ciudades principales de España, desde inicios de los cincuenta salían del campo para ir a las mismas. Eran los desertores del arado, los que no encontraban acomodo en los trabajos agrícolas en los que abundaban las condiciones paupérrimas, en regiones sujetas a unas relaciones de poder opresivas, despóticas, apenas habían pasado poco más de diez años desde que acabara la guerra que había dejado señalado bien a las claras, una vez más, quién mandaba en el país, cómo se organizaban las cosas en Andalucía o Extremadura, en las dos Castillas. Se impuso de nuevo el orden de este mundo, quedaba claro quiénes eran los de arriba y quiénes los de abajo. Siempre había sido así y siempre lo sería, no cabían veleidades reformistas, mucho menos revolucionarias. En sus primeros escritos, en algunos relatos, Miguel Delibes describe las cuadrillas de campesinos sin tierra que recorrían Castilla para ponerse al servicio de los propietarios, de los latifundistas. Luego escribiría Los santos inocentes, adaptada al cine por Mario Camus, donde se narra con crudeza la vida de una familia al servicio de un cortijo. Dos de los hijos de Paco “el bajo” acaban marchándose a Madrid, una hija a servir y un hijo a trabajar en un taller.

Muchos de quienes llegaban no encontraron vivienda. Era un problema al acabar la guerra, durante la década de los cuarenta, hallar un lugar donde vivir. Lo seguiría siendo durante todo el franquismo, a pesar de los planes urbanísticos y desarrollistas sobre todo en los sesenta, que pudieron facilitar vivienda, aunque no resolvió la precariedad cotidiana. Hay dos novelas que reflejan muchos de los problemas: El pisito, de Rafael Azcona, llevado también al cine, y Los enanos, de Concha Alós. Hay que señalar que muchos de los recién llegados se lanzaban a la aventura, sin trabajo previo, muchas veces acudían a la llamada de algún pariente o sabían de vecinos de sus lugares de origen que les pudieran ayudar a establecerse. Se sabía que había trabajo, las regiones industriales se recuperaban y había necesidad de mano de obra. Pero llegaban del campo con lo puesto, sin dinero ni lugar para alquilar, ni siquiera tenían muchos de ellos para pagar una habitación. Era además mucha gente. Entre 1950 y 1975 llegaron a Bilbao y a su área metropolitana casi medio millón de personas, a una zona que tenía en 1950 poco más de trescientos mil habitantes.

De allí que aparecieran las chabolas. El régimen era consciente del problema de la vivienda a la par que de lo urgente que era disponer de mano de obra en Bilbao, Barcelona o Madrid, principalmente. Era imposible armonizar ambas cuestiones, así que se optó por hacer en cierto modo la vista gorda y permitir que se levantaran las chozas de madera o de hojalata. No eran legales, pero derribarlas a buenas y primeras podía desmotivar la llegada de nuevas hornadas de gente, y esto afectaría a la industria. Con el tiempo, serviría para aparentar los buenos sentimientos del régimen al construir barrios enteros que sustituyeran los poblados. Dice la leyenda que en un viaje del Caudillo a Bilbao, una ciudad donde desde cualquier punto se ven las montañas que la circundan, el dictador contempló desde el coche las construcciones y preguntó por ellas. Le dijeron que eran chabolas, casi todas las montañas contenían un poblado, y entonces ordenó resolver de inmediato aquella situación. En 1961 Jorge Grau realizó un documental, Ocharcoaga, en el que se cuenta el nacimiento de este barrio donde se alojarían los chabolistas. Llama la atención el tono comprensivo del problema chabolista y el paternalismo con que se actuó con los pobladores, aunque en algún caso se acudió a la policía para obligar el desmontaje de estos suburbios. Aquí sí que se echó a la ley frente a la permisibilidad en la construcción de las chabolas.



Al principio de la película El 47, de Marcel Barrena, se menciona lo de no derribar los chamizos que tuvieran techo en la amanecida. De este modo se establecieron los poblados, el de Torre Barró en Barcelona y muchos otros a lo largo de todo el país. Poco a poco se establecieron casas más estables, modestas aunque mejor que las de madera y hojalata, de piedra o de ladrillo, y se comenzaron a recibir algunos servicios, aunque no todos. Surgieron las primeras movilizaciones para reclamar mejoras en los que ya se consideraban barriadas o primeros núcleos de futuros barrios. Aparecieron las primeras asociaciones vecinales. Una de las primeras fue la de José Obrero, en el poblado chabolista de Uretamendi, en Bilbao. Lo cuenta Iñigo López Simón en Este barrio de barrio. Una historia del chabolismo en Bilbao (editorial Txalaparta, 2023).

Luego llegaría el llamado chabolismo vertical, los barrios como el citado de Otxarkoaga, Puente de Vallecas o Villaverde en Madrid, La Mina en Barcelona o las Tres Mil Viviendas en Sevilla. Con el tiempo, el país mejoraría en lo económico, se asentaría una mentalidad de clase media, más ideal que real, al igual que bajo el franquismo se fomentaría la propiedad de la vivienda, una forma de atajar veleidades revolucionarias, quien tiene propiedades que perder no se lanza a aventurismos sociales, aunque la colleja de la crisis del 2008 dejó bien a las claras lo peligroso de las burbujas inmobiliarias. El absurdo de la situación se reflejó en la película Os fenómenos (2014), de Alfonso Zarauza, donde la protagonista, hipotecada a niveles astronómicos, le recrimina a su pareja que siga viviendo en una furgoneta, que está fuera de la realidad, le dice, cuando ella asume, como gran parte del país, vivir por encima de sus posibilidades, endeudarse hasta niveles irreales, algo fomentado por las administraciones, la industria inmobiliaria y la mentalidad dominante, cualquier cosa que sea esto.  

Ahora volvemos a encontrarnos con lo mismo, con precios inasumibles, la necesidad cada vez mayor de compartir vivienda, Coliving lo llaman los posmodernos, haciendo de la necesidad virtud, problema sistémico este de la vivienda al parecer irresoluble en el paraíso español.

 

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Hijos del desastre

 


Pierre Lemaitre nos ofrece en su trilogía los hijos del desastre un buen retrato de época, el periodo entre el final de la gran guerra y el inicio de la segunda guerra mundial. Como cualquier otro país, Francia se debate entre una crisis inherente al espejismo que es todo sistema, con unas relaciones de poder que no disimulan una profunda miseria moral, y la grandeza, la grandeur, con que intenta presentarse al mundo y ensalzarse a sí misma como sociedad. En medio, sus personajes intentan salir adelante, no son héroes, tampoco unos gañanes absolutos, no son congruentes o uniformes, sino que actúan como seres rectos en ocasiones, disipados a veces, influidos sin duda, o reflejo tal vez, de un mundo que desde luego nunca es como debiera ni como desearíamos. Hasta qué punto actúan determinados por la realidad, cualquier cosa que sea esto de la realidad, o son así por sí mismo, inevitable preguntárselo.

Forman la trilogía tres novelas, Au delá, là-haut (Nos vermos allá arriba), Couleurs de l´incendie  (Los colores del incendio) y Miroir de nos peines (Espejo de nuestras penas), y están publicadas en francés por la editorial Albin Michel y en castellano por Salamandra. Con una prosa ágil, asistimos a la vorágine de unos años y a unas tramas que no nos dejan indiferentes, atrapan sin duda e interpelan las tres novelas a pensarnos como sociedad, a reconocer los lazos estrechos, no siempre evidentes, pero reales, entre vida individual y vida colectiva.

Al lector español sin duda le sonarán no pocas de las cuestiones planteadas, los ecos de ciertos debates siguen vigentes hoy, como ecos de hechos que se reproducen en cualquier tiempo y en cualquier lugar, pero que además se dan con no poca tenacidad aquí y ahora. Porque la trilogía tiene como trasfondo, como tema importante, como escenario incluso, el de la corrupción, una corrupción generalizada y que Pierre Lemaitre nos muestra en muchos ámbitos, el político, el empresarial, el del ejército, el de la vida cotidiana incluso. A todas luces en España se sabe mucho de ello, de corrupción, da la impresión de que el país entero se asienta sobre una tremenda maquinaria corrupta y que no parece fácil desmontar. Además España creó la picaresca, esa traslación de la corrupción a lo cotidiano, las corruptelas del día a día, forma propia y muy particular de buscarse la vida.

No sabemos si la corrupción es algo que forma parte de eso que llaman la naturaleza de los pueblos, inherente a ciertas sociedades, enraizada como una característica más, casi una institución. Sin duda, corrupciones y corruptelas han existido y existen en todos los países, quizá es incluso algo congénito a cualquier relación de poder, aunque cuesta imaginarlas en sociedades que consideramos más éticas. Claro que, en esta visión de las sociedades, la mirada desvirtúa no poco la realidad, aquí también se aplica aquello de ver según somos. O como pretendemos que sean. Recuérdese que un país como Alemania, centro de filosofía, de ética, baluarte de la música y de la civilidad, país al que atribuimos, no sin razón, el don de la eficacia, llevó a cabo uno de los mayores genocidios conocido, con un régimen ignominioso donde la corrupción se volvió incluso norma. De ello no ha pasado aún cien años y parece que volvemos a las andadas.



Incluso en el actual debate fiscal en España hay un claro eco de la corrupción. No se plantea de modo explícito, pero sin duda no pocos tenemos en cuenta el festín de corrupción desencadenada en todo el país a lo largo de lustros. Ni siquiera hay que estar muy al tanto de la actualidad para saber de lo que hablamos, España casi como un queso Gruyere de envilecimiento desenfrenado. Del que por cierto no está exento Cataluña, donde aquí también impera una vieja imagen que intenta marcar diferencias. Pero ahí está el clan de los Pujol, por dar un ejemplo, hay más, para demostrarnos que no hay imagen que valga, que la realidad es tozuda en desmentir hechos diferenciales, que al fin y al cabo hay un poso de igualdad entre los pueblos. Un universal.

Hay una lectura sociopolítica de Los hijos del desastre, las tres novelas son un espejo de las sociedades europeas del siglo XX a partir de un caso particular, con ecos que nos alcanzan hoy, es imposible no reflexionar tras su lectura sobre nuestro modelo político y económico, sobre la naturaleza de las cosas. Sus personajes se mueven en un mundo ávido, vehemente, que los arrastra. Pierre Lemaitre, no obstante, no los juzga, nos los muestra tal cual, del modo como se producen los hechos, sin justificarlos, legitimarlos ni inculparlos, allá cada cual para deducir lo que haría en sus circunstancias. Lo que sí nos muestra, y eso ya de por sí una toma de postura, es una realidad con demasiados claroscuros sobre el que tenemos que reflexionar. O tal vez asumir.

domingo, 11 de agosto de 2024

Gestas barcelonesas

 


No hay duda de que lo ocurrido este pasado ocho de agosto en Barcelona ha sobrepasado con creces lo esperado. Estaba cantado que no iba a ser un pleno de investidura más e incluso cabía la posibilidad de aplazar la sesión. A todas luces, estos últimos años en Cataluña nos han regalado imágenes y momentos rimbombantes, muy en la línea de la sociedad del espectáculo en que se ha convertido la sociedad catalana y su política.

En este sentido, hay una tendencia en los últimos años que busca presentar los acontecimientos políticos como parte de una narrativa, una forma de contemplar la lucha política más bien como una batalla por establecer un relato, así se suele decir, establecer un relato, un paso más de lo que otrora se consideraba la versión de los hechos, y no tanto como una confrontación de proyectos, como si en cierto modo asumiéramos que la realidad es una rama de la literatura. Más en concreto de la narrativa de ficción. O dicho de otro modo, que la política puede ser literaturizada o literaturizable (perdón por los palabros). Claro que nos dirán que la narrativa ha de ser verosímil, no tiene que ser cierta, y la realidad ha de serlo, y aun cuando haya versiones de los hechos, en ocasiones incluso contradictorias entre sí, al final tales versiones, debidamente enlazadas, nos van a permitir reconstituir lo real.

Esto último es absolutamente verdad. La literatura es verosimilitud, debe contener todo texto literario que se precie una lógica interna, la hay en lo que se nos cuenta en una novela, un relato breve, una obra de teatro o una película, pero no tiene que ser cierto, no ha ocurrido en la realidad, ni siquiera coinciden muchas veces las reglas lógicas de nuestro entorno con las del relato, a pesar de que existe esa subespecie de lo basado en hechos reales. La realidad, por el contrario, existe o ha existido, y muchas veces hay que reconstruirla para establecer o reconocer sus contornos. Es lo que se da, por ejemplo, en los juicios penales para saber lo ocurrido, no siempre claros ni evidentes sus hechos, y establecer en consecuencia los castigos y las penas. O las declaraciones de inocencia o de no responsabilidad. No saber amoldar la realidad a los hechos nos lleva, como indica Marina Garcés, parafraseando a Remos Bodei, al delirio, «el delirio es una enfermedad del creer que lleva la convicción más allá de la verdad, y la realidad más allá de la obviedad». (El tiempo de la promesa, editorial Anagrama).

Claro que si aplicamos el análisis literario a hechos políticos, podríamos preguntarnos a qué subgéneros narrativos pertenecería la aparición en Barcelona de Carles Puigdemont con su posterior fuga. La tentación más fácil es atribuirle un carácter épico, considerarlo una epopeya, donde un personaje al que se aplica rasgos heroicos, al menos parte del público así se lo concede, no la otra, se enfrenta a circunstancias adversas para así acometer su misión. De hecho, buena parte de lo que denominamos el procés no ha carecido de elementos épicos. Entre otros, hubo una constante mezcla de realidad y fantasía a la hora de explicar los argumentos en pro, y en ocasiones también en contra.

Sin embargo, resulta imposible no acudir a una cita de Marx que estos días se repite con cierta frecuencia: «La historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa».

Porque tras prometer su vuelta, el Sr. Puigdemont ha querido dotar a su acto de presencia de cierta comicidad y quién sabe si rodearlo también de un tono burlesco, aunque no pretendía sin duda quitarle solemnidad a la misma y sobre todo a sí mismo. Fue verdad: regresó, así lo fue indicando durante las últimas semanas, aun cuando no fuera él el candidato a president y a pesar de insistir en el carácter autoritario del Estado español. En su momento, durante el proceso soberanista, se insistió por parte de dirigentes políticos independentistas que España no era una democracia real, que se parecía a Turquía, que los catalanes estaban marginados y perseguidos en la actual España, se llegó a decir que su situación era la de los negros norteamericanos, en aquella altura víctimas algunos de sus ciudadanos de trato vejatorio, incluso asesinados por la policía, y tras su fuga, instalado en su residencia de Waterloo, el propio Puigdemont se comparó con los exiliados republicanos de 1939. Aquí hubo tal vez demasiada épica. Un verdadero empacho. Ni una palabra sobre los intereses de Artur Mas, en un momento de absoluto cuestionamiento de sus políticas y de su figura, cuando todo hacía aguas en Cataluña, para desviar la atención pública y acogerse al tema nacional para una operación de evidente ingeniería social, que por cierto le salió vagamente bien, cambió el eje del debate público y arrastró incluso a una organización anticapitalista como las CUP que acabó teniendo un papel subalterno de la derecha catalana. Siendo cierto lo indicado por Rosa Luexemburgo, «quien no se mueve no siente las cadenas», lo cierto es que no se puede comparar los mecanismos represivos de la España actual con otros escenarios geográficos o temporales. Una España, por cierto, que no es eterna ni irreformable.

La épica, toda épica, comporta cierta exageración en el relato, algunas licencias que decoran y justifican la consecución narrativa de los hechos. Pero aplicadas a la realidad desvirtúan no poco los argumentos, la convierte en un sainete. Sobre todo cuando tampoco había lugar a las licencias pseudopoéticas. Porque al fin y al cabo lo que estaba sobre la mesa era si la población de una parte del territorio de un Estado debería tener la capacidad para establecer su relación con el mismo y decidir mantenerse en él o constituirse en un Estado independiente, y aunque aquí laten ciertos conceptos jurídicos e ideológicos, plantearlo así no requería acudir a exageraciones tremendas, más cuando había voces en España que ya estaban cuestionando el modelo autonómico, y, de este modo, centrar un debate sin duda oportuno y necesario.

Entre la gesta independentistas de 2017 y este regreso del expresidente han ocurrido varias cosas: un tejemaneje entre el Parlamento catalán y las altas instancias judiciales españolas, la suspensión de la autonomía catalana, la detención, prisión provisional y juicio con las correspondientes sentencias de prisión para varios dirigentes políticos y sociales catalanes, unas protestas en las calles que terminaron en incidentes, un asalto al aeropuerto de Barcelona, unos indultos a los presos catalanes, unas nuevas elecciones, una ley de amnistía aprobada, una negociación entre el partido ganador de las elecciones, el PSC, con ERC y Els Comuns para la investidura de Salvador Illa y el anuncio de Puigdemont, contra quien pesa una orden de detención aún, con la idea probable de reventar la investidura. Pero ERC anunció que aun cuando detuvieran al expresidente sus parlamentarios mantendrían su voto, con lo que el sacrificio del héroe no iba a tener resultados, así que optó por la fuga.  

Y con su fuga no sólo se burló del Parlamento catalán, sino que desprestigió por completo a los Mossos de Esquadra, la policía autonómica catalana, uno de los pilares institucionales del país, con tres agentes investigados de momento por complicidad y Eduard Sellent, actual jefe de los Mossos, sin saber cómo justificar la bochornosa actuación policial, un agente corriendo tras el coche del fugado, prestado por uno de los mossos investigados, y un cambio en la fase semafórica que evitó la detención, lo que recuerda no poco a Los hombres de Paco o a Torrente.

El exceso de épica produce monstruos, sin duda alguna. No sabemos si Puigdemont es lector de los cantares de gesta o de las epopeyas clásicas. Le honraría que lo fuera, pero tal vez no debería haber seguido los pasos de Alonso Quijano y aplicar la épica a su cotidianidad. Mucho más útil para reflexionar sobre la realidad es Baltasar Gracián, uno de los autores de cabecera de Salvador Illa. Sólo por esto se merece la oportunidad de cambiar y encauzar los derroteros de la sociedad catalana, aunque esto más bien parece un trabajo digno de un Heracles.

viernes, 2 de agosto de 2024

Nos acordaremos de nosotros

 


Ya no es sólo Barcelona la única ciudad donde se protesta por el turismo masivo, sino que en Baleares o en Canarias también se está extendiendo el malestar, así como en otros lugares, reconvertidos en enclaves atractivos para los viajes de ocio. El ayuntamiento de San Sebastián (PNV), por ejemplo, ha anunciado que ya no concederán licencias de Viviendas Turísticas y en 2028 no se prorrogarán las existentes. Llama la atención que en zonas donde el turismo se ha convertido en la principal fuente de ingresos las críticas se expresen en manifestaciones amplias que reflejan ese descontento cada vez mayor. Mientras, la Ministra de Vivienda, la Sra. Isabel Rodríguez afirma: «Si los malagueños y malagueñas no tienen un lugar en el que vivir, ¿quién va a atender a los turistas?¿Dónde se alojan los camareros que nos sirven un vino y un espeto?» (Correo de Andalucía, 20 de julio de 2024), palabras estas que son por lo menos ambiguas, sin duda no las ha reflexionado lo suficiente al expresarlas, dando un mensaje que, esperemos, no sea el aparente.

Hay quien se pregunta por qué se protesta por una actividad que deja dinero al país y crea puestos de trabajo, sobre todo en ciudades, provincias o islas donde el turismo es la principal actividad económica.

Pero a estas alturas a nadie se le escapa, con independencia de lo que se piense o no de esta industria, que el turismo, tal como se ha desarrollado en los últimos lustros, se ha convertido en un problema para muchas de las zonas que viven de él. Ha modificado los lugares, ha afectado la vida cotidiana de su población, ha generado un consumo excesivo de recursos naturales, por ejemplo agua en un momento de sequía (se ha llegado a limitar el consumo de agua en la vida cotidiana mientras no se limitaba en los hoteles o en los campos de golf), ha encarecido aún más el precio de la vivienda, aunque no sea la causa principal de los precios, ha creado conflictos de convivencia, y no hay más que darse una vuelta por el barrio barcelonés de la Barceloneta por la noche o por Lloret para percibir esto último.

Es cierto que poder viajar por ocio es ahora mismo más que una posibilidad, que muchos lo hemos hecho más de una vez, incluido quienes protestan en sus ciudades de origen o residencia, también lo es que buena parte de los turistas, como individuos, no son responsables de la degradación de los destinos, aunque los haya que contribuyan bastante, lo que está en cuestión es el turismo de masas concebido como industria que sólo busca beneficios rápidos y que llena ciudades de grupos, que vacía ciudades o barrios, que se vuelve insoportable incluso para el propio turista. Venecia o Barcelona se han convertido en ciudades vacías y destinadas al deleite del turista, han perdido identidad propia. Los propios turistas se quejan, por su parte, del exceso de turistas. Además, las han embellecido tanto que las han convertido más en parques temáticos que en ciudades reales, sensación que provoca la presencia constante de grupos organizados de turistas. Pero además hay muchas personas en Barcelona o en Lisboa, en Oporto o Budapest que sienten que les han robado la ciudad. Es mucho más que mera subjetividad.

La periodista Anna Pacheco nos ofrece en Estuve aquí y me acordé de nosotros un testimonio interesante de quienes trabajan en este sector y no sólo se ganan mal que bien el salario, más mal que bien, todo hay que decirlo, sino que han de participar como actrices en el espectáculo de alegría y ocio que es hoy el turismo de masas. Han de dar una imagen desclasada de la ciudad, del hotel, del restaurante, del club nocturno, de las plazas de moda, de las calles, incluso de aquellas que antaño fueron escenario de la lucha de clases. Donde hoy se levanta el Museo Guggenheim o el Palacio Euskalduna de Congresos y de la Música, en el centro de Bilbao, antaño fue un puerto, nos lo demuestra la Grúa Carola que se erige solitaria en recuerdo de aquel tiempo, miles de trabajadores se ganaron la vida en él y fue también el escenario de duras batallas sindicales, las de los cercanos astilleros, las del hierro y el acero, cuyas empresas fueron objeto de una dura reconversión.

No es posible aceptar esta situación, y si cedemos a esta idea dominante, que al menos sea con la conciencia de lo que estamos creando. No podemos quedarnos en el «la vida es así», que afirma una de las camareras con quien habló Anna Pacheco. No podemos asumir la mediocridad de una clase media más ideal que real a la que nos hacen creer que pertenecemos.

Ciudades sin identidad, más allá de los edificios emblemáticos convertidos en polo de atención para una fotografía o un selfie. Estuvimos aquí, le gritamos al mundo, da igual el lugar o el momento, sin rastro ya de la historia real o de las visiones literarias que generaron tantos rincones y barrios. Leeremos por lo demás los libros de Juan Marsé, de Patrick Modiano, de Alberto Moravia o de tantos otros escritores como testimonio de lo que fueron sus barrios, sus ciudades, una visión de un pasado que se diluye en la falsa alegría del presente.

jueves, 18 de julio de 2024

La vulnerabilidad de los alfabetizados

 


«La declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer» escribe Guy Debord como fundamento de la sociedad actual, la de la clase media más por mediocre que por mediana, la sociedad del espectáculo, en la que todo es divertimento y apariencia, una fiesta continua en la que la cultura pasa a ser parte del ocio, no un instrumento de comprensión del mundo y de la vida.

Paolo Sorrentino lo supo reflejar en su película La Grande Bellezza que reflejó el hastío de esa clase adinerada, culta y progresista de Roma que pasa sus días entre fiestas, tan ociosa su vida como desinteresada por todo, ni siquiera la estética consigue aportar un mínimo sentido a sus días, con un personaje como Jep Gambardella, interpretado por Toni Servillo, que vive de la vieja gloria de una obra de juventud, un libro que ya nadie lee apenas, aunque todos mencionan, y que recorre las noches romanas agobiado por el esplín y el paso del tiempo, inevitable.

Marina Garcés se pregunta: «¿Cómo puede ser que seamos cada vez más cultos y más obedientes?¿Cómo se ha forjado esta nueva docilidad de las clases educadas que, más que defender sus privilegios, se afanan en permanecer esclavizadas mediante su propia actividad productiva?¿De qué está hecha la vulnerabilidad de los alfabetizados?» (“Cómo nos va en la vida” en Malas Compañías).

El debate público brilla por su ausencia. Todo se reduce a gritos, filfas y gestos. El gobierno se deslegitima porque un futbolista de la selección saluda de una manera desairada al presidente, sin mayor explicación, sin argumentos, sin más base que una imagen retransmitida. La respuesta a los rebuznos racistas, a la falsa afirmación de que los inmigrantes o los menas son en su mayoría delincuentes, aunque sean en potencia, es la presencia en dicha selección de dos futbolistas, muy jóvenes los dos, uno incluso menor, ambos sobresalientes y encumbrados, que son hijos de inmigrantes afincados en España. Hay que destacar para que les reconozcan su valía, incluso para que se les otorgue la condición de seres humanos. Mientras, miles de inmigrantes se desloman en la recogida de la fresa, de la cereza o en los invernaderos.

Todo es así, en todos los ámbitos de discusión colectiva.

Todo ello cuando buena parte de la sociedad, más los ciudadanos de edad media y los jóvenes, está alfabetizada, y no sólo sabe leer y escribir, sino que cuentan con formación académica. Sin embargo, no parece que haya mucha comprensión lectora, no entienden los textos, muchos profesores, incluso los de la universidad, se quejan de que sus estudiantes apenas leen, acogen incluso con desagrado las listas de libros para el curso, listas muchas veces mínimas para entender las materias. Claro, siempre hay los estudiantes excepcionales, los que siguen poseyendo la curiosidad por lo que les rodea y la vida, los que leen como si la vida les fuera en ello. Es también cierto el tópico habitual que apunta a que quienes empiezan a tener una edad se quejan de las generaciones siguientes. Pero está ocurriendo.

En el último capítulo de la primera temporada de la serie HIT, cuando toca calificar los resultados académicos de los nueve alumnos descarriados, se reconoce que no han adquirido los conocimientos suficientes, pero han cambiado, han mejorado su comportamiento, son positivos (propositivo se dice ahora; ¿qué querrá decir?), han crecido en lo emocional, se han descubierto a sí mismos. Los aprueban. Después, una de las estudiantes afirma que quiere entrar en la universidad. Su ámbito referencial, sin embargo, es bastante reducido.

La cultura, incluso la inteligencia, es sobre todo la capacidad de poner en referencia datos, conocimientos. Si no los hay, algo falla en el proceso de comprensión de la realidad.

La escritora Nina Lykke nos ofrece en su novela No hemos venido a divertirnos (editorial Gatopardo, 2024) una sátira de la vida literaria noruega. El escritor Knutt logra que le inviten a un importante festival literario. Al igual que Jep Gambardella, es autor de una obra muy reconocida, pero la ha escrito tiempo atrás y lo que le ha seguido es más bien mediocre, apenas la escritura le da para vivir, lo compagina con un trabajo precario. Es además víctima de polémicas que nada tienen que ver con la literatura, sino con obras ajenas basadas en la autoficción y que le ridiculizan, cuando no le injurian. El resultado es puro espectáculo, una carencia absoluto de debate real. La vida misma: los gritos, las filfas y los gestos. Aunque puede que todo se reduzca a mera decepción, al esplín por los tiempos que corren.

sábado, 22 de junio de 2024

Futbolistas

 


Hace unos pocos días el jugador francés Marcus Thuram, a punto de comenzar la competición por la Copa de Europa, se pronunció de un modo claro contra el partido de Marine Le Pen, Rassemblement National, de evidentes tintes xenófobos y racistas. Al igual que hiciera en 2002 Zinedine Zidane respecto al padre de la candidata actual, Thuram apeló a la responsabilidad de los franceses para no votar a ese partido que, ahora sí, puede alcanzar la mayoría en las elecciones del día treinta de este mes, uniéndose Francia en tal caso, si se da tal victoria, a los países que ya cuentan con organizaciones similares en el gobierno.

El debate tomó mayor envergadura cuando otro jugador de la selección francesa, Kylian Mbappé, salió también a la palestra, aunque de un modo más moderado, llamando a no votar por el extremismo. Sus palabras tuvieron más repercusión, sobre todo en España, tanto por el hecho de haberlo fichado el Real Madrid a principios de mes como por la réplica de Unai Simón, jugador del Athletic de Bilbao y de la selección española. «No sé si deberíamos opinar sobre ciertos temas, nosotros somos futbolistas», afirmó el jugador vasco.

El debate está servido: deben los futbolistas de élite, y por ende las personalidades públicas (las de la cultura, el cine o el arte en general), pronunciarse sobre temas políticos o se han de circunscribir a lo suyo, al fútbol (o a las actividades de cada cual, aquellas que les han dado renombre). Estamos lejos de aquella época en que salían con cierta frecuencia listas de intelectuales, personalidades públicas y deportistas suscribiendo tal o cual manifiesto, por lo general de temas políticos o comunes. El referéndum de la OTAN, en los ochenta, fue un momento álgido de esta práctica. Desde entonces, hay que reconocerlo, se ha ido imponiendo la no participación en los debates públicos, el limitarse a la propia actividad, al fútbol como indica Unai Simón.

Claro que estrictamente no estamos hablando de política. Ni Thuram ni Mbappé han expuesto opiniones políticas ni se han decantado por una opción ideología concreta que, por lo demás, conocerlas no sería más importante que conocer las de cualquier otra persona, las de un albañil, un obrero, un funcionario o cualquier persona anónima, sino que detrás de las declaraciones de los dos franceses late la espinosa cuestión del racismo y la xenofobia. Y planteado así, la respuesta de Unai Simón se nos aparecería cuanto menos insensible, al fin y al cabo su compañero de filas en el Athletic de Bilbao, Iñaki Williams, ha sido más de una vez objeto de vejaciones racistas, al igual que otros muchos futbolistas. Incluso otros deportistas, lo vemos ahora mismo en redes sociales ante miembros de la delegación española que participará este verano en los Juegos Olímpicos y que tienen otros orígenes, otro color de piel.



En definitiva, Thuram y Mbappé, entre líneas, están llamando a no votar a un partido racista y xenófobo, tema este que está presente por desgracia en los campos de fútbol. El silencio a este hecho, no se olvide, es cómplice. No denunciar la vejación racial supone asumirlo, normalizarlo, convertirlo en una cuestión política: hablar sobre ello como hablamos de la necesidad o no de impuestos o de la gestión territorial o sanitaria de un territorio, y el racismo y la xenofobia no se pueden asumir, normalizar ni aceptar como una gestión más de la res publica. En consecuencia, da igual que Rassemblement National sea un partido de derechas, de centro o de izquierdas (sí, hay partidos que se pretenden de izquierdas que están incorporando posiciones identitarias, los hubo en las elecciones europeas), lo que le vuelve deplorable es su posición xenófoba.

Hace unos años, un barco de la organización Opens Arms esperaba en el puerto de Badalona, tras unos ajustes técnicos, a que las autoridades portuarias autorizaran su salida al mar para continuar su misión de salvamento de inmigrantes en el Mediterráneo. Un periodista le preguntó a Xavier García Albiol, alcalde de Badalona, su opinión sobre si se debía autorizar o no dicha salida, teniendo en cuenta la tarea de la organización, y uno esperó lo peor en la respuesta de este político que se ha caracterizado por sus proclamas poco pacíficas respecto a la inmigración no legal. Sin embargo, la respuesta fue bien distinta y sin duda muy honrosa: la misión era salvar vidas y esto estaba fuera de todo debate, no era la gestión de la vida lo que se debía discutir, resultaba obvio, y resulta hoy, que nadie puede negarse a salvar la vida de otra persona, cualquiera que sea su circunstancia.

Lo mismo debería ocurrir con este tema. Hablar sólo de fútbol mientras unos energúmenos lanzan sus improperios infames es normalizar lo inasumible. Más cuando se nos intenta decir que el fútbol es una enseñanza de vida, una forma saludable de mostrar el trabajo en equipo, y no el mero negocio que a menudo parece que es.

domingo, 26 de mayo de 2024

Hidalguía

 


Hay una mirada crítica, tal vez amarga, en el Capitán Alatriste sobre el país en que nació y al que sirvió. Puede que sea reflejo de la visión de su autor, Arturo Pérez-Reverte, un fino observador de los entresijos de España, pese a que no siempre estoy conforme con sus conclusiones, aunque le correspondería a él aclarar si los comentarios desabridos que aparecen en sus novelas son aplicables a la España actual, con los que, me temo, sí que estoy de acuerdo, o al menos me parecen aplicables, aunque es más bien opinión mía. O mejor dicho, impresión. La España de hogaño tiene mucho de la de antaño, persisten muchos de los males de entonces, como si fuera imposible romper con los mismos o al menos reformarlos, darles la vuelta, trasformar un país, una sociedad, enmendar desajustes, mejorar capacidades, perfeccionar instrucciones, como procuraron en no pocas ocasiones muchos ilustres a lo largo de la historia.

Pero al final se impone una realidad al referirse al país del Capitán Alatriste, la de «aquella tierra donde le había tocado vivir: cainita, cruel, deslumbradora en el gesto de grandeza estéril, pero indolente y ruin en lo cotidiano» (Pureza de sangre). En definitiva, «desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza», que es la idea que se impone, la sospecha de la invariabilidad de un rumbo colectivo, la de un país repleto de descomedimientos y corrupciones. No caben aquí, parece ser, hechos diferenciales, la imagen idílica que algunos han querido dar, por ejemplo, de la sociedad catalana no se corresponde con la realidad, no quedará al final más remedio que enfrentarse a las muchas tinieblas en la gestión de la cosa pública en Cataluña, aun cuando se acuda a la épica, la de los últimos años ha sido excesiva, para legitimar objetivos que de pronto quedan en entredicho por exceso de gestualidad. Y de poca veracidad en el caso de bastantes declaraciones.

A nadie se le escapa que el de España es un Estado que no ha podido, o tal vez no hayan querido algunos, afrontar las consecuencias de una corrupción desatada que afecta a todos los ámbitos, desde el de las obras públicas al fútbol, desde la vivienda a los festejos del rincón más recóndito, todo ello adicionado por pura vulgaridad, chulería digna de los jaques, en su acepción coloquial, que se cruzan con el famoso soldado de los Tercios de Flandes. Parece que cada etapa ha heredado lo más siniestro de la anterior. Tampoco es posible escaparse a los juegos de artificio con que se intenta encumbrar los discursos y tapar las vergüenzas, algo que se acentúa en periodo electoral, pero de la que también hemos sido testigos estos días en el choque con el presidente Milei, quien no dista mucho, por cierto, de las formas españolas más broncas.

Quizá sea mero hablar por hablar, incapaces de atravesar el zaguán y entrar en el edificio colectivo del Estado porque intuimos que detrás de la fachada no hay nada, es mero decorado, pura apariencia, como de la que hace gala al hidalgo que aparece en El Lazarillo y que vive de mostrarse decoroso cuando lo que hay es escurridizo por el vacío real. Los hidalgos de hogaño gritan y claman por una decencia que no sabemos muy bien en qué consiste, reclaman medidas tajantes, contra la inmigración, por ejemplo, algo común a otros países, se desgañitan algunos por expulsar a los ilegales a quienes asocian a la delincuencia, pero nada dicen de los que trabajan a destajo en la recogida de frutas y legumbres, que esto afectaría la buena marcha de algunos sectores. O miran tales hidalgos hacia otro lado cuando en las Baleares, en Canarias, en San Sebastián o en Barcelona se empieza a clamar contra las consecuencias de un turismo cuasi industrial que es mera fachada, detrás sólo hay precariedad y precios inasumibles, ni siquiera se han repartido las ganancias generadas.

Demasiadas ruedas de molino que no son gigantes, sino frágiles trapiches.

Qué hacer ante este panorama, nos preguntamos, sin que parezca que haya respuestas satisfactorias. Hubo no pocos reformistas, afrancesados, avanzados, renovadores, incluso en nuestra época algunos asaltadores de cielos que se han quedado en la práctica de parches que no resuelven apenas nada, lo que aumenta la sensación de impotencia, aun cuando late la impresión de que el gigante pudiera tener los pies de barro, sólo que nadie osa decir que el rey está desnudo.  

Al final, no parece posible desasirse del fatalismo de Diego Alatriste, pese al tiempo que nos separa, en su caso jugándose la vida por intereses ajenos por medio de una idea de fidelidad que ahora puede resultar desfasada, aunque no es mejor nuestra acomodo pasivo, nuestra mirada no menos altiva y engreída que sólo oculta nuestra misma impotencia.