miércoles, 1 de enero de 2025

Murales

 


En 2010 el director de cine Héctor Olivero presentaba su película El Mural en la que narra el paso del pintor y muralista mexicano David A. Siqueiros por Argentina. Ahí recibió el encargo de pintar un mural en el sótano de la mansión del empresario periodístico Natalio Botana, todo ello en medio de una crisis generalizada y un acentuado conflicto social.

La película recoge a la perfección el ambiente del país en aquel año de 1933. Crisis, movimiento obrero en alza, un cada vez mayor activismo fascista que ensalza a Mussolini y a un Hitler recién llegado al poder en Alemania, una división en la burguesía entre un sector muy derechizado, nacionalista, y una burguesía liberal más cultivada y cosmopolita, todo ello en un ambiente que no distaba de lo que ocurría en Europa. No en vano, como ejemplo de la comunicación entre las dos orillas, el arte y la literatura latinoamericanos estaban muy ligados a lo que estaba pasando al otro lado del Atlántico. Las vanguardias atrajeron a los artistas latinoamericanos que a su vez, con sus obras, impactaron entre sus colegas europeos. Los murales de Siqueiros, como los de Diego Rivera o José Clemente, embelesaron a los surrealistas en una admiración que fue creciendo.

Los escritores latinoamericanos, por su parte, conocían Europa, París era ya un foco de atracción internacional, pero a su vez, comenzó a establecerse, después de lustros dándose la espalda, el contacto entre escritores latinoamericanos y españoles, vínculo que se siguió manteniendo con los escritores españoles del exilio, tras la desgraciada guerra de España, muchos de ellos refugiados en los países sudamericanos.

Pero además la película refleja un momento álgido en el compromiso político no sólo de los cenáculos artísticos o literarios, también de numerosos núcleos obreros que comenzaban a cuestionar con fuerza el (des)orden del mundo. Siqueiros, al igual que Pablo Neruda, que también aparece en la película, eran comunistas convencidos, partidarios acérrimos de la Unión Soviética, lo que no les impedía ciertos tics que hoy censuramos como machistas. Además, la cinta sugiere también el fraccionamiento que sufrió el movimiento comunista internacional, con corrientes que se desmarcaron del estalinismo, incluso antes de que comenzaran los procesos de Moscú, que reflejaron el lado más terrible de lo que había acabado siendo el país de los Soviets. De hecho, tales divisiones fueron el motivo que enfrentó a Siqueiros con Diego Rivera, afín a Trotsky, quien contribuyó a que el revolucionario ruso fuera acogido en México, el profeta desterrado.

En gran medida, el exilio de Trotsky simbolizó las expectativas pero también la tragedia de los primeros decenios del siglo XX. Su asesinato, junto con la IIª guerra mundial, supuso el final de una etapa de esperanza y creatividad. Aunque ya había visos del desencanto que empezó a bullir en aquellos años. La escritora Ana Rodríguez Fisher lo ha mostrado con enorme delicadeza en su última novela, Antes de que llegue el olvido, publicada el año recién acabado por la editorial Siruela, la manera como la desesperanza se apodera de la realidad, se convierte en desencanto, en decepción y pesimismo.



Pensar en ese periodo de entreguerras, cuando estamos conmemorando año tras año el centenario de muchos de sus lances, nos lleva a plantearnos el periodo actual. Pese a todo, y sobre todo pese al desastre final, no podemos dejar de contemplar, a menudo con no poca envidia, la enorme libertad creativa, la imaginación vigorosa y el anhelo de libertad con que se vivió en aquel tiempo. Hubo sombras, no cabe ninguna duda, pero también muchas luces. Los desfavorecidos de Europa y América elevaron su voz reclamando una dignidad que el sistema capitalista no les proporcionaba. Los desfavorecidos de África y de Asia se levantarían después, pero sus victorias y sus utopías duraron bien poco, mucho menos que las de los primeros cuarenta años del siglo XX. Pero hoy ni siquiera contamos con muchas expectativas emancipatorias, el panorama es tan desolador que a veces parece mejor mantener las pequeñas parcelas conseguidas. El auge del racismo es pavoroso, ya ni siquiera se oculta por vergonzante la jeringonza racista, se defiende un neoliberalismo extremo que crea miseria imposible de tapar por los datos triunfalistas de la macroeconomía. La cultura, incluso la educación, se arrincona, incluso se repudia abiertamente. Hay una exaltación de la incultura, de la brutalidad, del egoísmo. Da miedo lo que a veces intuimos que puede llegar a ser el mundo de los próximos años.

En El Mural contemplamos como ese mundo libre, creativo y sugerente del periodo de entreguerras tiene muchos claroscuros, el paraíso apenas logra esconder sus malandanzas. Pero lo fue, un atisbo de libertad y de creación. No obstante, el mundo se empeñó una vez más en mostrarnos siempre su lado más siniestro. El gigante que fue aquel periodo tal vez tuviese los pies del barro, lo que nos ha conducido a esta nadería de ahora, cien años después. Claro que, dicen, nada es para siempre, ni lo de entonces ni lo de ahora.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

Garrote vil

 


El cuadro lo pintó Ramón Casas en 1894. Él mismo fue testigo del hecho reflejado, ocurrido unos meses antes en Barcelona, en el Patio de los Cordeleros, junto al muro de la Prisión de Reina Amalia, hoy desaparecida. A dos pasos estaba la Avenida Paralelo, tan bulliciosa ya en aquel momento, y la Ronda de San Pablo, que unía, aquella con el mercado de San Antonio, los une todavía hoy. El pintor estuvo entre el público que se amontonaba frente al patíbulo para ver la ejecución de Aniceto Peinador, un joven de diecinueve años. Parece ser que el condenado afrontó su ejecución con cierta serenidad, al menos exterior.

Sin embargo, al pintor debió de impresionarle asistir a la muerte del reo mediante garrote vil. El instrumento atroz dará título a su obra, un aparato de ejecución rápida, pero cruel, sin embargo a la hora de plantear su cuadro huyó de todo tremendismo, no quiso reflejar los aspectos morbosos que posee toda muerte cruenta, aunque fuese legal. Tiene un matiz de crónica, como apunta la historiadora del arte Paloma Esteban Leal, opta el autor por cierta distancia, una mera neutralidad descriptiva, al menos aparente, no en vano la obra se encuadra en una serie de pinturas con las que pretende un retrato de la realidad, unos cuadros que captan instantes de una historia social que tenía ya toques violentos, sombríos. La industrialización había llevado a miles de hombres y mujeres a condiciones de vida lúgubres, en barrios tenebrosos y viviendas mugrientas. Por su parte, las condiciones de trabajo eran duras, muchas horas en las fábricas y talleres de la zona a cambio de salarios bajos que apenas cubrían las necesidades más básicas. Claro que muchas de esas personas que componían la naciente clase obrera venían de circunstancias aún peores. Sin embargo, esta vez no iba a haber sumisión ni obediencia plena a los nuevos patrones, surgieron las primeras huelgas, los primeros enfrentamientos. El propio Ramón Casas tiene otro cuadro, La Carga, donde refleja uno de esos choques entre la población y las fuerzas de orden público.

No obstante, iban a ser otras violencias las que centrarían entonces el debate público. La respuesta a la explotación no fue sólo la organización de los primeros embriones sindicales de la clase obrera, cada vez más consciente de su poder si se movilizaba, sino que en su seno aparecieron también varios focos insurreccionales, algunos de los cuales se decantaron por la violencia individual. El mismo año de la ejecución que Ramón Casas refleja en su cuadro, 1893, en concreto el 7 de noviembre, Santiago Salvador, un anarquista partidario de esta línea, lanza dos bombas en el Liceo en pleno espectáculo. Mueren veinte personas y hay numerosos heridos. El atentado impresionó a todo el país, también acentuó el debate sobre la violencia individual y el terrorismo en los ambientes revolucionarios, un debate que persistirá a lo largo del siglo siguiente. Mientras, el Estado aprovechó las circunstancias para detener a numerosos anarquistas, tuvieran o no relación con el atentado, fueran o no partidarios de este tipo de violencia, y así desactivar el movimiento, cerrar su prensa y desarticular sus sindicatos y centros barriales con la excusa de perseguir al asesino. Finalmente, dan en Teruel con Santiago Salvador, lo trasladan a Barcelona, lo ingresan en la Prisión de la Reina Amalia, la misma donde estuvo ingresado Aniceto Peinador, y se le juzga el 11 de julio de 1894. Asume la acción terrorista, la presenta como una venganza a la ejecución de Paulino Pallás Latorre, unos meses antes, y el tribunal lo condena a muerte.

La ejecución será también en el Patio de los Cordeleros. A su vez coincidirá el mismo verdugo, Nicomedes Méndez. Es un tipo curioso, este verdugo. Durante un tiempo compaginó su labor ejecutora con el oficio de zapatero, quién sabe si por necesidad económica o por una vocación primaria que empezaba a despuntar, pero poco a poco va tomando interés por dicha labor y se le nombra verdugo titular de la Audiencia de Barcelona, ciudad a la que se traslada y donde a todas luces se profesionaliza. Se ocupa de la técnica del Garrote, lo modifica hasta el punto de hablarse del garrote catalán, con características propias, el hecho diferencial de tan horrible instrumento. Se le ocurre incluso la idea de abrir un Palacio de las Ejecuciones, un lugar donde exponer la técnica, las modalidades y explicar tal vez las razones para su empleo.



Porque Nicomedes Méndez estaba convencido de la idoneidad de la pena de muerte. «No soy yo, no soy yo quien mata a ese desgraciado; no son los tribunales quienes le mandan quitar la vida. Él mismo es quien se mata con el crimen que cometió; él es quien ha buscado su propio fin», afirmará rotundo, toda una declaración de apoyo a este castigo que, por otro lado, como ocurría con el terrorismo en las filas anarquistas, no todos compartían en la sociedad.

El Palacio de las Ejecuciones pudo ser una realidad en la Avenida del Paralelo, arteria central de la Barcelona de la época, repleta de teatros, cabarets, restaurantes y cafés, algunos de estos últimos frecuentados por anarquistas de distintas tendencias. Por causalidad, en uno de ellos, El Español, parece que se preparó el atentado del Liceo y de él escribirá el revolucionario belga Víctor Serge en Memoires d´un revolutionnaire, quien comentó el ambiente insurgente de la ciudad.

No sabemos si Victor Serge y Nicomedes Méndez se cruzarían alguna vez por las calles de la ciudad. No sería descabellado imaginárselo. Es posible también que el belga conociera al verdugo, aunque fuese de oídas, y supiera de su orgullo por ejercer la profesión. Sin duda, de ser así, no tendría buena opinión de él. Detestaría su fama, su jactancia por ejercer dicho oficio, la leyenda que se creó en torno a sí mismo y que, parece ser, el propio Nicomedes Méndez potenció. Aunque también dice la leyenda que el suicidio de su hija Saturnina en 1892, antes de sus dos ejecuciones más famosas, se debió a la frustración motivada por el abandono de un novio al enterarse de que su posible suegro se dedicaba a menesteres tan malquistos.

domingo, 15 de diciembre de 2024

Extrañamiento

 


Em que língua escrever

As histórias que ouvi contar?

 

Es lo que se pregunta Odete Semedo, poeta de Guinea Bissau, a la hora de decidir en qué lengua escribir, en cuál de los dos idiomas más hablados de su país puede expresar lo que siente y piensa, los sentimientos íntimos y las reflexiones, las descripciones físicas o las emocionales. Tiene que optar entre el crioulo, el idioma de comunicación habitual para una mayoría de los habitantes de Guinea, o el portugués, lengua oficial y académica del mismo.

Su poema em que língua escrever –na kal lingu he n na skribi nel, en su versión crioula representa a la perfección el conflicto de quienes han de comunicarse en la multiplicidad de expresiones culturales que existen en una gran mayoría de países, una contribución desde la periferia a un debate sin duda global.

Porque es algo que le ocurre a todos los escritores que viven en dos o más idiomas. Elegir uno responde sin duda a motivos íntimos. Sucede a veces que expresar según qué cosas en un idioma u otro, por muy arraigada que esté la lengua elegida, lleve a crear distancias respecto a lo descrito. Quien vive entre dos idiomas, o más, lo sabe. Claro que hay escritores que eligen incluso un tercer idioma como lengua literaria. Uno de los casos más llamativos, quizá, sea el de Joseph Conrad, autor nacido en Berdychiv, ciudad hoy ucraniana pero que estuvo a caballo entre Lituania, Polonia y el Imperio Ruso. De lengua materna polaca, Conrad escribió su obra en inglés.

La duda que plantea Odete Semedo responde a cierta sensación de desencuentro emocional. Hay aspectos de la vida que sólo brotan en uno de los idiomas. Emplear el otro o un tercero crea no poca extrañeza. Porque podemos hablar de extrañamiento a esta sensación de estar fuera de sí mismo al emplear una u otra lengua, un extrañamiento que se da en otras circunstancias, de un modo incluso enfermizo, a quienes sufren problemas de desregulación emocional y que desembocan en un proceso de despersonalización. No es el caso de los escritores de los que hablo, aunque persiste la extrañeza ante sí mismo y ante el mundo. En la teoría de la literatura, por lo demás, se habla de técnicas de extrañamiento a las planteadas por Víctor Shklovski para que el lector perciba la realidad circundante, lo cotidiano, lo conocido, como algo extraño, una mirada que de repente te saca de lo habitual a través de lo absurdo, lo exagerado o lo grotesco. Es una sensación, en este caso, que se crea desde el artefacto literario.



Sin embargo hay otro grado de extrañamiento, la de los escritores que parten de un país y desarrollan su vida en un tercero. Los motivos del desplazamiento son tan variados como los que se dan a nuestro alrededor y que afectan a millones de personas que hoy parten de sus países de origen para afincarse en otro lugar: la necesidad económica, la persecución ideológica, religiosa o de cualquier otra motivación, la búsqueda de una vida mejor. En la actualidad las crisis medioambientales pueden dar lugar por su parte a nuevos desplazamientos obligatorios. También, es verdad, que hay personas que parten por voluntad propia, por mera curiosidad o deseo de hacer mundo. En este grupo, desde luego, hay menos dramatismo, quizá se dé otro tipo de extrañamiento, pero vivir en otro país, con otros hábitos y otros idiomas, qué duda cabe, siempre va a crear esta sensación y que persistirá incluso cuando se vuelve al país propio tras una ausencia larga.

Lucía Hellín Nistal publicó el año pasado un estudio sobre ello, La literatura de los desplazados. Autores ectópicos y migración (Editorial Villa de Indianos). Realiza un análisis sesudo de esta literatura, con tantas situaciones particulares como autores haya, pero a todas luces con unas características comunes que permiten hablar de un tipo definido de literatura, con rasgos propios. En la segunda parte del libro, la autora nos habla de varios autores del desplazamiento, unos pocos casos, sin duda, pero muy representativos.

Entre los escritores españoles el extrañamiento se dio con frecuencia. José María Blanco White, afincado ya en Londres, habiendo partido por voluntad propia, pero no sin la amenaza evidente a su integridad, mediado por el conflicto entre liberalismo y tradicionalismo, entre afrancesamiento e inquisición, firmaría a veces en la prensa del destierro como Juan Sin tierra. Casi siglo y medio después, la guerra incivil produjo una oleada masiva de exiliados, muchos de ellos añorantes de una patria perdida que en ocasiones se convirtió también en una patria inexistente. «Una España idealizada, una España que no ha existido nunca», escribiría José Bergamín cuando regresó y se dio de bruces otra vez con el extrañamiento.

domingo, 1 de diciembre de 2024

José Bergamín

 


En 2008 el cantante vasco Urko sacó a la luz un álbum titulado Urko canta a José Bergamín en el que convierte en canción algunos poemas del escritor madrileño. Años después, en una entrevista en Radio Euskadi, el cantautor recordaba, cuando se le preguntó por su único disco en castellano, que a principios de los ochenta se cruzó alguna que otra vez con el poeta, afincado ya en Guipúzcoa, autoexiliado en la que consideraba la parte de España menos española, pero que nunca se atrevió a acercarse y hablar con el fantasma peregrino, como a veces se llamaba a sí mismo el escritor, editor y figura importante de la Generación del 27. Gonzalo Penalva empleó la palabra para titular su estudio sobre el autor, Tras las huellas de un fantasma. Aproximaciones a la figura de José Bergamín, publicado en 1985, apenas dos años después de la muerte del poeta.

Desde entonces algo se ha escrito y hablado de Bergamín, poco sin duda, menos de lo que correspondería a alguien tan crucial en la cultura española de la primera mitad del siglo XX. En 1936, a las puertas de la guerra (in)civil, recibió de manos de Federico García Lorca el manuscrito de Poeta en Nueva York para su publicación. Lo rescató de la guerra y del asesinato infame del poeta granadino. Lo publicaría años después en sendas ediciones aparecidas a la vez en México, en la Editorial Séneca fundada por Bergamín durante su exilio en aquel país, y en Nueva York, traducido por Rolfe Humphries en la editorial Norton. Sólo por esto debería recordársele, aunque José Bergamín fue mucho más y a nadie se le escapa que se trató de alguien que escribió, reflexionó, debatió y contribuyó a que los últimos lustros de la edad de plata de la cultura española fueran de verdad esplendorosos, antes de que la guerra lo afectara todo.

Claro que Bergamín podía actuar no pocas veces como alguien vacilante, no sin cierta perplejidad ante lo que debía hacer y lo que hacía, en una indecisión propia de quien se acerca a los problemas sociales y políticos quizá con una convicción repleta de dudas o puede que con esa incapacidad propia de ciertos pensadores para gestionar aspectos de la realidad. En todo caso, era un republicano convencido, su defensa inamovible de la República le trajo no pocos problemas cuatro décadas después, acabada la dictadura, pero en aquel momento, en la República, era un católico incómodo, desencajado, atrapado entre una Institución belicosa, «los anarquistas queman iglesia y los católicos queman la Iglesia», le escuchó decir a un cura amigo, y una rebeldía propia de una cierta tradición liberal española, heredera de los afrancesados decimonónicos. Fue compañero de viaje del PCE, a pesar de lo anterior, lo que le llevó a tomas de postura en ocasiones un tanto detestables, el caso POUM, por ejemplo. Largo Caballero le dio un puesto en el organigrama del Ministerio de Trabajo, Bergamín dimitió al poco tiempo, sin duda incómodo en un puesto gubernamental. Pero ese carácter recalcitrante le aisló mucho más, tras la muerte del dictador, cuando vio la deriva de la Transición. O quizá fuera ese arte que practicó con ahínco, el arte de quedarse solo, lo que le aisló en aquellos ocho años primeros de restauración democrática y monárquica.



Es así como llama Jorge Freire, «El arte de quedarse solo», el capítulo que dedica a José Bergamín en Los extrañados (Libros del Asteroide, 2024), una interesante reflexión sobre esta figura clave de la cultura española. La pluma es más peligrosa que la espada, escribe el filósofo, así debiera ser al menos, mejor nos hubiera ido a todos, aunque el silencio que ha envuelto a Bergamín parece cuestionar dicha afirmación. O quizá sea que la pluma suya quedó oculta entre el olvido a cualquier disidencia de la historia oficial, que se escribió entre silencios y acomodos, y ciertos compromisos y compañías del poeta, quien se movía peligrosamente en el escenario recién estrenado.

En 1977, cincuenta años después de la conmemoración a Luis de Góngora que dio nombre a la Generación del 27, Vicente Alexandre recibía el Premio Nobel de Literatura. Vivían aún otros poetas y escritores de esa generación, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, María Zambrano, Rafael Alberti y el citado José Bergamín. Todos recibieron de alguna manera u otra cierto reconocimiento público e institucional, salvo Bergamín, autoexiliado en Hondarribia, rebelde o irritado ante una realidad política y social que le ofendía y alteraba profundamente. Claro que España no es un país que guarde en su memoria mucha gratitud por las gentes de las letras. Sólo que es mayor el silencio alrededor de Bergamín, el poeta y editor, el columnista y el exiliado que añoró siempre su patria perdida. Él mismo pedía en uno de sus poemas que tras su muerte le tiraran a una fosa o le abandonaran en el campo. Le enterraron sus amigos Alfonso Sastre y Eva Forest, junto a un puñado de conocidos en aquel rincón de Guipúzcoa.

sábado, 23 de noviembre de 2024

Tánger


 

Lo dice Gonzalo Fernández Parrilla en su libro Al sur de Tánger, publicado por La línea del horizonte: «No lo podemos evitar, somos rehenes de la ficción». Hemos creado a nuestro alrededor un sinfín de palabras, de discursos heredados, de miradas al otro, de prejuicios o de idealizaciones, de nostalgias o de olvidos, de imágenes que se superponen y determinan la realidad, cualquier cosa que sea esto de la realidad y que siempre vamos forjando de otro modo, de manera deformada a menudo, a merced de intereses propios o ajenos. Se atribuye a Anaïs Nin la afirmación de que vemos las cosas no como son, sino como somos. Pero es posible que incluso lo que somos, la imagen de nosotros mismos, del yo si vamos al extremo, sea también una construcción forjada de muchas cosas. La vida, al fin, como el mundo del que hablaba Ciro Alegría, es ancha y ajena.

El profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Autónoma de Madrid subtitula su libro como un viaje a las culturas de Marruecos. Ese plural es muy acertado, todos los países tienen en realidad varias expresiones culturales, y no son necesariamente opuestas entre sí, aun cuando a veces estén contrapuestas. Añade el profesor Fernández Parrilla que «cuando una sed insaciable de exotismo acalla y oculta la realidad, nos convertimos en rehenes de nuestras fantasías». Eso lleva a que miremos al otro, individual o colectivo, instalado en un mero decorado que no se corresponde a lo real, ocurre con la imagen de Marruecos, país que nos intenta el autor mostrar en su libro breve aunque intenso, frente a una mirada fantasiosa, deformada, irreal, la de los colonizadores de antaño, que justificaban la ocupación, la de los viajeros bohemios que creaban sus vidas en la imaginación de lo exótico, la de los turistas de hogaño en busca de experiencias diferentes y huyendo tal vez de vidas mediocres o rutinarias. En medio, muchas otras miradas. No pocas veces la realidad o los indígenas disgustan porque no se corresponden a nuestros deseos, a lo que pretendemos contemplar. No pocas veces procuramos luego adaptar lo que hemos visto a lo que sostenemos que hemos visto, así, mediante una especie de calzador de realidades.

El turismo de masas actual, cuasi industrial, está cambiando la mirada del mundo. Claro que antes tampoco es que dicha mirada fuera más exacta. Muchas ciudades hoy son meras caricaturas de nuestras fantasías. Antes lo fueron de intereses políticos o mercantiles. Es algo que, por cierto, no sólo ocurre con los lugares que visitamos, es extrapolable a muchos otros ámbitos, incluso en los más personales. Suele decirse que nuestra opinión respecto a cualquier cosa depende de cómo nos vaya, puro subjetivismo o mera incapacidad de objetivar nuestro trato con lo que nos rodea. Quizá se trate de imposibilidad de ver lo general, que puede incluso no existir, tal vez sólo haya particularidades sin la perspectiva de vincularlas para componer algo global o de conjunto.  



Tánger se convierte de este modo en un paradigma de esa mirada al otro. Fue una ciudad internacional, sede de negocios y de espías, pero también de artistas y escritores. Paul Bowles vivió en ella y actuó de puente para que no pocos autores norteamericanos pasaran por el lugar. Muchos españoles nacieron y residieron en ella. Ángel Vázquez o Eduardo Haro Tecglén la retrataron con finura.  Mohamed Chukri la describió también de un modo descarnado. Tanto que su novela más conocida, El pan desnudo, fue prohibida durante años, las autoridades marroquíes no estaban dispuestas a comprometer la buena imagen del país, la que deseaban dar, no en vano fingían también una imagen de lo que querían ser como país, no de lo que se era. No podemos olvidar que la literatura es una buena forma de conocer la realidad, muchas veces mejor que las miradas en vivo y en directo, la de los colonizadores, la de los turistas, la de quienes pasan por allí en busca de exotismo. Fue Marx quien afirmó que había aprendido mucho más de economía en las novelas de Balzac que en los estudios sesudos de su época.

Todo ello se menciona en Al sur de Tánger. Un viaje a las culturas de Marruecos. Su autor acude a los escritores y poetas marroquíes, a sus músicos, a sus directores de cine y actores, a sus artistas para descubrir de pronto una realidad mucho más rica, a sus exotismos que también existen, que forman parte del mapa del país. O de los mapas, que sin duda quien viaje con curiosidad y atención puede confeccionar incluso varios. No siempre somos ni miramos del mismo modo.

Leer este libro invita a mirar también el lugar desde el cual se lee. Bilbao y su zona de influencia han recibido muchas miradas, dependiendo de épocas e intereses. La ciudad de los empresarios, de la gran burguesía. La ciudad de la clase trabajadora, activa y reivindicativa. La ciudad de los chabolistas de los que habla Ignacio López Simón y que se movían entre la esperanza y la desolación. La ciudad mestiza o la identitaria. La ciudad de Unamuno y la de Blas de Otelo. La ciudad mugrienta de la heroína. La ciudad conflictiva. La ciudad de los patriotas de distintas patrias. La ciudad de hoy, la de los turistas que amenazan con convertirla en otro parque temático como ya lo son tantas otras ciudades.

O de la ciudad que nos constituye, según el verso de Abderrahman El Fathi que recoge Fernández Parrilla en su libro, «Dentro de mí hay una ciudad».

domingo, 3 de noviembre de 2024

La sociedad natural

 


¿En qué momento la naturaleza y la sociedad (dígase también la civilización o el progreso humano) tomaron sendas diferentes, se separaron e incluso se convirtieron en enemigas? Nos lo planteamos muchos, como es lógico, desde nuestra época actual, tan distanciada de la naturaleza, pero a la vez tan añorante del paisaje natural, tal vez por saturación de lo urbano y lo tecnológico.

El escritor Juan Gómez Bárcena escribe al hablar sobre Horacio Quiroga y su búsqueda de la soledad que «La sociedad no ha sido una elección de nuestra especie, sino un destino. Por eso, cuando Quiroga se aísla en la selva y dice hacerlo siguiendo una vocación biológica o prehistórica, el regreso a lo salvaje, se está engañando a sí mismo. Ningún habitante del Paleolítico habría creído deseable aislarse a solas en el bosque, lejos de su tribu: nadie habría llamado vida a esa vida» (Mapa de soledades. Seix Barral). Es evidente, somos seres sociales, por necesidad, por supervivencia, por cooperación y por desarrollo. Poco después el mismo escritor nos recuerda que «(…) vivir en comunidad, aunque sea a la sombra de los rascacielos de Manhattan, es más natural que internarse a solas en Alaska con un rifle y una mochila de provisiones (…)». Porque la sociedad es lo natural en nuestra especie, también que las comunidades utilicen los recursos naturales y modifiquen el entorno para un desarrollo material que facilite su propio desarrollo.

Pero, ¿en qué momento estas comunidades se apartaron completamente de la naturaleza, se distanciaron de ella y la modificaron con intención de pergeñarla en beneficio colectivo o de una parte de la sociedad, cuando la sociedad se dividió primero en estamentos, luego en clases sociales?¿En qué momento se creyó que se podía dominar la naturaleza, destruirla incluso en beneficio del progreso? Además, esta idea de progreso que se esperaba ilimitado, muy propio de la revolución industrial y asumida por el capitalismo y el comunismo, llevó a pensar que todo estaba al servicio del entramado social, de una sociedad más y más compleja, de una producción perpetua con fuentes inagotables.

Es verdad que, al mismo tiempo que se iniciaba la industrialización en algunos lugares de Europa, surgía una necesidad de naturaleza. A finales del siglo XVIII, cuando aparecieron los primeros talleres, crecieron las ciudades, se necesitó cavar más la tierra para obtener carbón o hierro y se levantaron los primeros embriones de industrias más desarrolladas en su tecnología, se diseñaron jardines públicos que imitaban de un modo ordenado los bosques y el campo. Aparece también la necesidad de retorno a la naturaleza. El propio Juan Gómez Bárcena se refiere a ello en su libro, Mapas de soledades: «Otro mito que merece ser cuestionado es el que sostiene que el abandono de la ciudad es un retorno a la Naturaleza, una cesión a la llamada de lo salvaje. El malentendido viene de muy atrás. De los tiempos en que Hobbes, Locke o Rousseau apelaban al llamado Estado de la Naturaleza: una imagen de lo que presuntamente habría sido el ser humano antes de la creación de la sociedad».

No hay un ser humano previo a la sociedad. Lo que sí hay es una sociedad que se distancia de la naturaleza y la destruye en beneficio de ese becerro de oro en que se ha convertido el progreso ilimitado. Tampoco es un retorno a la naturaleza la estancia en los pueblos, el turismo rural, las casa adosadas junto a campas, rieras o playas, todos estos lugares se han convertido en extrarradio de la ciudad. Santiago Lorenzo nos presenta una sátira muy incisiva de esa urbanización de lo rural en Los asquerosos.



Sólo en Vizcaya hay ahora mismo tres proyectos que parten de esa idea de progreso ilimitado y que contradicen los discursos del crecimiento sostenible y dejan bien a las claras que alrededor del medioambiente no hay más que un discurso vacío, un ornamento que se pone y se quita según las necesidades económicas, los tres gestionados por la Diputación Foral: el traslado de MercaBilbao a las campas de Ortuella, uno de los pocos espacios verdes en las comarcas de Margen Izquierda y Meatzaldea; el subfluvial, un túnel bajo la ría para el tráfico rodado entre los dos márgenes del Nervión y que la propia Diputación Foral ha reconocido que incentivará la utilización de automóviles; y la construcción de un segundo Museo Guggenheim en la reserva de la biosfera de Urdaibai. Sólo en una provincia pequeña, recuérdese, en pleno debate sobre la crisis climática, cuando de lo que tendríamos que hablar es sobre el paradigma del desarrollo, el crecimiento y los modelos de relación con la naturaleza.

El desastre actual en Valencia es un nuevo escalón en esta reflexión sobre modelos de crecimiento y desarrollo de nuestras sociedades alejadas de la naturaleza, un recordatorio cruel del momento en que estamos. Para colmo, la reacción de las administraciones públicas ante el desastre, se conocía la intensidad de la gota fría horas e incluso días antes de producirse, ha dejado mucho que desear, la población ha quedado por completo desasistida. Incluso ha habido grandes empresas que no tuvieron en cuenta lo que se avecinaba y que no permitieron a sus trabajadores abandonar sus puestos, sus beneficios por encima, una vez más, de la propia vida humana. Estamos ante un verdadero crimen social. Un crimen que perdurará si no se cuestiona el (des)orden del modelo social existente.

jueves, 17 de octubre de 2024

Más allá de lo evidente

 


En la noche del 1 al 2 de enero de 1892 Guy de Maupassant intenta suicidarse. Unos pocos días antes le escribe a su amigo Henri Cazalis, médico y escritor, una carta que tiene a todas luces un claro tono de despedida. En ella le cuenta que se siente perdido, instalado en la agonía, loco. Habla de la muerte inminente. Mariane Bury, especialista en la obra de Maupassant, califica de patéticas tales líneas. Pero sin duda el estado mental y anímico del autor tiende a ello, muestra bien a las claras todo lo lúgubre e infausto que ha llegado a sentir en su vida.

Nunca fue la alegría de la huerta, todo hay que decirlo, le domina siempre una visión funesta de la realidad, es pesimista, le vence el fatalismo. No en vano una de sus experiencias de juventud tuvo que ver con las consecuencias de la guerra. Vive en París, Francia se enfrenta en los campos de batalla con Prusia y los combates comienzan a ser sangrientos. No tendrán desde luego el grado de crueldad de la Gran Guerra, cuarenta y cuatro años después, pero se apuntan maneras. Asistir a la guerra con veinte años marca al joven Guy, es evidente, más cuando se tiene una mirada observadora y atenta, se es además sensible, se apreciará en sus muchos artículos en la prensa francesa, crónicas mordaces de la vida literaria o del mundo que le rodea, en algunas ocasiones con cierta tendencia a un canibalismo inteligente, canibalismo elevado a las bellas artes, según Andrés Barba. Sus artículos, muchos de ellos sardónicos, no ocultan en ocasiones cierta negatividad que se mostrará de un modo más claro en no pocos de sus relatos, aquellos con claros toques de terror, de angustia, de razón que a todas luces naufraga y desemboca en la sinrazón, fruto todo ello de una enorme sensibilidad.

No es el único escritor que refleja en sus textos todo ese desasosiego. En Francia están Barbey d´Aurevilly, Villiers de l´Isle-Adam o Catulle Mendés, que comparten con él esa voluntad de ir más allá de lo evidente, de confrontarse a todo el horror de la realidad. Baudelaire, por su parte, ha traducido a Edgar Allan Poe. El escritor alemán E.T.A. Hoffman, que escribe en pleno salto del siglo XVIII al XIX es también de sobras conocido en Francia. Lo fantástico y el misterio, el terror y lo lúgubre parecen más elementos propios del romanticismo, Maupassant vive no obstante en plena época de realismo y naturalismo. Su gran maestro es Gustave Flaubert. Se relaciona, entre otros, con Balzac y Zola. Recorre Paris y charla de literatura con su gran amigo Turgueniev, que le traducirá al ruso. Lo real es la materia prima de la literatura.

Además, estamos en un momento de vigencia del paradigma del progreso. La revolución industrial ha dado todo el poder económico, social y político a la burguesía, entusiasmada por un modelo de vida cada vez más lustroso, los burgueses gustan de la vida de postín en los cafés, en los teatros, en la ópera, Bretaña o Biarritz son ya los destinos preferidos para el ocio y el descanso, se idealiza de un modo ridículo la naturaleza, lo exótico impresiona a los ciudadanos, deseosos de nuevas sensaciones. Paris deviene uno de los faros del mundo. Pero esa burguesía no es la única en esperar un mundo más brillante y propicio, los revolucionarios también confían en que el mundo va camino a la prosperidad, al progreso y a la justicia social, sólo se necesita la transformación social.

¿Por qué entonces ese fatalismo de Maupassant, esa mirada de terror y de cruel fantasía?

Ni siquiera busca en la descripción de lo lóbrego la vía emancipadora de los de abajo. El suyo es la pesadilla ante una realidad que no oculta lo siniestro tras las cortinas rojas de los salones burgueses. Sus personajes, los patronos y los rentistas, los funcionarios y los lacayos que aparecen en sus relatos y novelas no dejan de sentir el desasosiego ante un mundo que nunca es lo que parece y tampoco acaban de creerse que la vida vaya a ser algún día mucho mejor, más bien al contrario.



Coincide, sin saber hasta qué punto es un factor que explica esa mirada desasosegante, la crisis de ciertos valores, como los religiosos. Se anuncia la muerte de Dios y resulta evidente que las tradiciones cristianas son a menudo meras referencias simbólicas, los oficios religiosos del domingo devienen un acto social más. Surge al mismo tiempo el espiritismo, actividad además en boga, y teosofías varias que responden más a una banalización de la teología. «Cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa». Se atribuye a Chesterton esta afirmación

Parecen contener, en definitiva, los textos de Maupassant las pesadillas venideras, las de un siglo XX que ve destrozadas definitivamente las utopías, convertidas en tiranías a golpe de represión y frustración, posibilismo lo llamará alguno, un infierno en la tierra en vez del paraíso esperado, el progreso acaba diluido en una vana esperanza, como mínimo, de mantener el mundo conocido, o mejor dicho de conservar los privilegios alcanzados por unos pocos frente a las masas de los desposeídos.

El siglo XXI no es mucho mejor. La crueldad del mundo y de la guerra sigue latente, como si de nada hubiera servido lo ocurrido en el siglo pasado. Los cuentos de Maupassant nos vuelven a perturbar, nos recuerdan el vacío latente y cotidiano.

Guy de Maupassant morirá año y medio después de su intento de suicidio. Desde entonces está internado en la casa de salud del doctor Blanche. Qué simbólico el apellido del doctor, como si se refiriera a la luz blanquecina y malsana del mundo, la que hay en los hospitales y las residencias sanitarias. Sigue sintiendo el escritor que la razón se le escapa, que se resquebraja su estado de ánimo y la conciencia es fuente de pesadumbre y dolor.

Sería bonito pensar que tal vez se acordase entonces de aquel inglés algo enclenque al que salvó de morir ahogado en las aguas normandas y que resultó ser el poeta decadente Allgernon Swinburne, uno de esos autores que en público tanto escandalizó a los bienpensantes, aunque muchos lo leyeran con deleite en privado.