Que al alba hubiese
techo, que la chabola estuviera cubierta a la alborada, de lo contrario se
derribaría sin remedio. La policía estaba sobre aviso. Era cosa sabida en todas
las grandes ciudades, allí donde se establecían los poblados chabolistas, a sus
afueras y a veces incluso en la propia urbe. En realidad no existía una ley que
así lo estableciera. En ningún sitio estaba dicho que las chabolas sin tejado
al amanecer se demoliesen y se respetaran las que lo tuvieran. Si había algo en
concreto, era la prohibición de edificar fuera de la ley, no se permitía la
construcción de edificaciones de cualquier tipo que no estuvieran previstas por
las normativas urbanísticas o de vivienda. Por tanto, ninguna chabola o grupo
de chamizos era legal.
Sin embargo, miles de
personas acudían a las ciudades principales de España, desde inicios de los
cincuenta salían del campo para ir a las mismas. Eran los desertores del arado,
los que no encontraban acomodo en los trabajos agrícolas en los que abundaban
las condiciones paupérrimas, en regiones sujetas a unas relaciones de poder opresivas,
despóticas, apenas habían pasado poco más de diez años desde que acabara la
guerra que había dejado señalado bien a las claras, una vez más, quién mandaba en
el país, cómo se organizaban las cosas en Andalucía o Extremadura, en las dos
Castillas. Se impuso de nuevo el orden de este mundo, quedaba claro quiénes
eran los de arriba y quiénes los de abajo. Siempre había sido así y siempre lo
sería, no cabían veleidades reformistas, mucho menos revolucionarias. En sus
primeros escritos, en algunos relatos, Miguel Delibes describe las cuadrillas
de campesinos sin tierra que recorrían Castilla para ponerse al servicio de los
propietarios, de los latifundistas. Luego escribiría Los santos inocentes, adaptada al cine por Mario Camus, donde se
narra con crudeza la vida de una familia al servicio de un cortijo. Dos de los
hijos de Paco “el bajo” acaban marchándose a Madrid, una hija a servir y un
hijo a trabajar en un taller.
Muchos de quienes
llegaban no encontraron vivienda. Era un problema al acabar la guerra, durante
la década de los cuarenta, hallar un lugar donde vivir. Lo seguiría siendo durante
todo el franquismo, a pesar de los planes urbanísticos y desarrollistas sobre
todo en los sesenta, que pudieron facilitar vivienda, aunque no resolvió la
precariedad cotidiana. Hay dos novelas que reflejan muchos de los problemas: El pisito, de Rafael Azcona, llevado
también al cine, y Los enanos, de
Concha Alós. Hay que señalar que muchos de los recién llegados se lanzaban a la
aventura, sin trabajo previo, muchas veces acudían a la llamada de algún
pariente o sabían de vecinos de sus lugares de origen que les pudieran ayudar a
establecerse. Se sabía que había trabajo, las regiones industriales se
recuperaban y había necesidad de mano de obra. Pero llegaban del campo con lo
puesto, sin dinero ni lugar para alquilar, ni siquiera tenían muchos de ellos
para pagar una habitación. Era además mucha gente. Entre 1950 y 1975 llegaron a
Bilbao y a su área metropolitana casi medio millón de personas, a una zona que
tenía en 1950 poco más de trescientos mil habitantes.
De allí que aparecieran las
chabolas. El régimen era consciente del problema de la vivienda a la par que de
lo urgente que era disponer de mano de obra en Bilbao, Barcelona o Madrid,
principalmente. Era imposible armonizar ambas cuestiones, así que se optó por
hacer en cierto modo la vista gorda y permitir que se levantaran las chozas de
madera o de hojalata. No eran legales, pero derribarlas a buenas y primeras
podía desmotivar la llegada de nuevas hornadas de gente, y esto afectaría a la
industria. Con el tiempo, serviría para aparentar los buenos sentimientos del
régimen al construir barrios enteros que sustituyeran los poblados. Dice la
leyenda que en un viaje del Caudillo a Bilbao, una ciudad donde desde cualquier
punto se ven las montañas que la circundan, el dictador contempló desde el
coche las construcciones y preguntó por ellas. Le dijeron que eran chabolas,
casi todas las montañas contenían un poblado, y entonces ordenó resolver de
inmediato aquella situación. En 1961 Jorge Grau realizó un documental, Ocharcoaga, en el que se cuenta el
nacimiento de este barrio donde se alojarían los chabolistas. Llama la atención
el tono comprensivo del problema chabolista y el paternalismo con que se actuó
con los pobladores, aunque en algún caso se acudió a la policía para obligar el
desmontaje de estos suburbios. Aquí sí que se echó a la ley frente a la
permisibilidad en la construcción de las chabolas.
Al principio de la
película El 47, de Marcel Barrena, se
menciona lo de no derribar los chamizos que tuvieran techo en la amanecida. De
este modo se establecieron los poblados, el de Torre Barró en Barcelona y muchos
otros a lo largo de todo el país. Poco a poco se establecieron casas más
estables, modestas aunque mejor que las de madera y hojalata, de piedra o de
ladrillo, y se comenzaron a recibir algunos servicios, aunque no todos.
Surgieron las primeras movilizaciones para reclamar mejoras en los que ya se
consideraban barriadas o primeros núcleos de futuros barrios. Aparecieron las
primeras asociaciones vecinales. Una de las primeras fue la de José Obrero, en
el poblado chabolista de Uretamendi, en Bilbao. Lo cuenta Iñigo López Simón en Este barrio de barrio. Una historia del
chabolismo en Bilbao (editorial Txalaparta, 2023).
Luego llegaría el llamado
chabolismo vertical, los barrios como el citado de Otxarkoaga, Puente de
Vallecas o Villaverde en Madrid, La Mina en Barcelona o las Tres Mil Viviendas
en Sevilla. Con el tiempo, el país mejoraría en lo económico, se asentaría una
mentalidad de clase media, más ideal que real, al igual que bajo el franquismo
se fomentaría la propiedad de la vivienda, una forma de atajar veleidades
revolucionarias, quien tiene propiedades que perder no se lanza a aventurismos
sociales, aunque la colleja de la crisis del 2008 dejó bien a las claras lo
peligroso de las burbujas inmobiliarias. El absurdo de la situación se reflejó
en la película Os fenómenos (2014),
de Alfonso Zarauza, donde la protagonista, hipotecada a niveles astronómicos,
le recrimina a su pareja que siga viviendo en una furgoneta, que está fuera de
la realidad, le dice, cuando ella asume, como gran parte del país, vivir por
encima de sus posibilidades, endeudarse hasta niveles irreales, algo fomentado
por las administraciones, la industria inmobiliaria y la mentalidad dominante,
cualquier cosa que sea esto.
Ahora volvemos a
encontrarnos con lo mismo, con precios inasumibles, la necesidad cada vez mayor
de compartir vivienda, Coliving lo
llaman los posmodernos, haciendo de la necesidad virtud, problema sistémico
este de la vivienda al parecer irresoluble en el paraíso español.