jueves, 18 de julio de 2024

La vulnerabilidad de los alfabetizados

 


«La declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer» escribe Guy Debord como fundamento de la sociedad actual, la de la clase media más por mediocre que por mediana, la sociedad del espectáculo, en la que todo es divertimento y apariencia, una fiesta continua en la que la cultura pasa a ser parte del ocio, no un instrumento de comprensión del mundo y de la vida.

Paolo Sorrentino lo supo reflejar en su película La Grande Bellezza que reflejó el hastío de esa clase adinerada, culta y progresista de Roma que pasa sus días entre fiestas, tan ociosa su vida como desinteresada por todo, ni siquiera la estética consigue aportar un mínimo sentido a sus días, con un personaje como Jep Gambardella, interpretado por Toni Servillo, que vive de la vieja gloria de una obra de juventud, un libro que ya nadie lee apenas, aunque todos mencionan, y que recorre las noches romanas agobiado por el esplín y el paso del tiempo, inevitable.

Marina Garcés se pregunta: «¿Cómo puede ser que seamos cada vez más cultos y más obedientes?¿Cómo se ha forjado esta nueva docilidad de las clases educadas que, más que defender sus privilegios, se afanan en permanecer esclavizadas mediante su propia actividad productiva?¿De qué está hecha la vulnerabilidad de los alfabetizados?» (“Cómo nos va en la vida” en Malas Compañías).

El debate público brilla por su ausencia. Todo se reduce a gritos, filfas y gestos. El gobierno se deslegitima porque un futbolista de la selección saluda de una manera desairada al presidente, sin mayor explicación, sin argumentos, sin más base que una imagen retransmitida. La respuesta a los rebuznos racistas, a la falsa afirmación de que los inmigrantes o los menas son en su mayoría delincuentes, aunque sean en potencia, es la presencia en dicha selección de dos futbolistas, muy jóvenes los dos, uno incluso menor, ambos sobresalientes y encumbrados, que son hijos de inmigrantes afincados en España. Hay que destacar para que les reconozcan su valía, incluso para que se les otorgue la condición de seres humanos. Mientras, miles de inmigrantes se desloman en la recogida de la fresa, de la cereza o en los invernaderos.

Todo es así, en todos los ámbitos de discusión colectiva.

Todo ello cuando buena parte de la sociedad, más los ciudadanos de edad media y los jóvenes, está alfabetizada, y no sólo sabe leer y escribir, sino que cuentan con formación académica. Sin embargo, no parece que haya mucha comprensión lectora, no entienden los textos, muchos profesores, incluso los de la universidad, se quejan de que sus estudiantes apenas leen, acogen incluso con desagrado las listas de libros para el curso, listas muchas veces mínimas para entender las materias. Claro, siempre hay los estudiantes excepcionales, los que siguen poseyendo la curiosidad por lo que les rodea y la vida, los que leen como si la vida les fuera en ello. Es también cierto el tópico habitual que apunta a que quienes empiezan a tener una edad se quejan de las generaciones siguientes. Pero está ocurriendo.

En el último capítulo de la primera temporada de la serie HIT, cuando toca calificar los resultados académicos de los nueve alumnos descarriados, se reconoce que no han adquirido los conocimientos suficientes, pero han cambiado, han mejorado su comportamiento, son positivos (propositivo se dice ahora; ¿qué querrá decir?), han crecido en lo emocional, se han descubierto a sí mismos. Los aprueban. Después, una de las estudiantes afirma que quiere entrar en la universidad. Su ámbito referencial, sin embargo, es bastante reducido.

La cultura, incluso la inteligencia, es sobre todo la capacidad de poner en referencia datos, conocimientos. Si no los hay, algo falla en el proceso de comprensión de la realidad.

La escritora Nina Lykke nos ofrece en su novela No hemos venido a divertirnos (editorial Gatopardo, 2024) una sátira de la vida literaria noruega. El escritor Knutt logra que le inviten a un importante festival literario. Al igual que Jep Gambardella, es autor de una obra muy reconocida, pero la ha escrito tiempo atrás y lo que le ha seguido es más bien mediocre, apenas la escritura le da para vivir, lo compagina con un trabajo precario. Es además víctima de polémicas que nada tienen que ver con la literatura, sino con obras ajenas basadas en la autoficción y que le ridiculizan, cuando no le injurian. El resultado es puro espectáculo, una carencia absoluto de debate real. La vida misma: los gritos, las filfas y los gestos. Aunque puede que todo se reduzca a mera decepción, al esplín por los tiempos que corren.

sábado, 22 de junio de 2024

Futbolistas

 


Hace unos pocos días el jugador francés Marcus Thuram, a punto de comenzar la competición por la Copa de Europa, se pronunció de un modo claro contra el partido de Marine Le Pen, Rassemblement National, de evidentes tintes xenófobos y racistas. Al igual que hiciera en 2002 Zinedine Zidane respecto al padre de la candidata actual, Thuram apeló a la responsabilidad de los franceses para no votar a ese partido que, ahora sí, puede alcanzar la mayoría en las elecciones del día treinta de este mes, uniéndose Francia en tal caso, si se da tal victoria, a los países que ya cuentan con organizaciones similares en el gobierno.

El debate tomó mayor envergadura cuando otro jugador de la selección francesa, Kylian Mbappé, salió también a la palestra, aunque de un modo más moderado, llamando a no votar por el extremismo. Sus palabras tuvieron más repercusión, sobre todo en España, tanto por el hecho de haberlo fichado el Real Madrid a principios de mes como por la réplica de Unai Simón, jugador del Athletic de Bilbao y de la selección española. «No sé si deberíamos opinar sobre ciertos temas, nosotros somos futbolistas», afirmó el jugador vasco.

El debate está servido: deben los futbolistas de élite, y por ende las personalidades públicas (las de la cultura, el cine o el arte en general), pronunciarse sobre temas políticos o se han de circunscribir a lo suyo, al fútbol (o a las actividades de cada cual, aquellas que les han dado renombre). Estamos lejos de aquella época en que salían con cierta frecuencia listas de intelectuales, personalidades públicas y deportistas suscribiendo tal o cual manifiesto, por lo general de temas políticos o comunes. El referéndum de la OTAN, en los ochenta, fue un momento álgido de esta práctica. Desde entonces, hay que reconocerlo, se ha ido imponiendo la no participación en los debates públicos, el limitarse a la propia actividad, al fútbol como indica Unai Simón.

Claro que estrictamente no estamos hablando de política. Ni Thuram ni Mbappé han expuesto opiniones políticas ni se han decantado por una opción ideología concreta que, por lo demás, conocerlas no sería más importante que conocer las de cualquier otra persona, las de un albañil, un obrero, un funcionario o cualquier persona anónima, sino que detrás de las declaraciones de los dos franceses late la espinosa cuestión del racismo y la xenofobia. Y planteado así, la respuesta de Unai Simón se nos aparecería cuanto menos insensible, al fin y al cabo su compañero de filas en el Athletic de Bilbao, Iñaki Williams, ha sido más de una vez objeto de vejaciones racistas, al igual que otros muchos futbolistas. Incluso otros deportistas, lo vemos ahora mismo en redes sociales ante miembros de la delegación española que participará este verano en los Juegos Olímpicos y que tienen otros orígenes, otro color de piel.



En definitiva, Thuram y Mbappé, entre líneas, están llamando a no votar a un partido racista y xenófobo, tema este que está presente por desgracia en los campos de fútbol. El silencio a este hecho, no se olvide, es cómplice. No denunciar la vejación racial supone asumirlo, normalizarlo, convertirlo en una cuestión política: hablar sobre ello como hablamos de la necesidad o no de impuestos o de la gestión territorial o sanitaria de un territorio, y el racismo y la xenofobia no se pueden asumir, normalizar ni aceptar como una gestión más de la res publica. En consecuencia, da igual que Rassemblement National sea un partido de derechas, de centro o de izquierdas (sí, hay partidos que se pretenden de izquierdas que están incorporando posiciones identitarias, los hubo en las elecciones europeas), lo que le vuelve deplorable es su posición xenófoba.

Hace unos años, un barco de la organización Opens Arms esperaba en el puerto de Badalona, tras unos ajustes técnicos, a que las autoridades portuarias autorizaran su salida al mar para continuar su misión de salvamento de inmigrantes en el Mediterráneo. Un periodista le preguntó a Xavier García Albiol, alcalde de Badalona, su opinión sobre si se debía autorizar o no dicha salida, teniendo en cuenta la tarea de la organización, y uno esperó lo peor en la respuesta de este político que se ha caracterizado por sus proclamas poco pacíficas respecto a la inmigración no legal. Sin embargo, la respuesta fue bien distinta y sin duda muy honrosa: la misión era salvar vidas y esto estaba fuera de todo debate, no era la gestión de la vida lo que se debía discutir, resultaba obvio, y resulta hoy, que nadie puede negarse a salvar la vida de otra persona, cualquiera que sea su circunstancia.

Lo mismo debería ocurrir con este tema. Hablar sólo de fútbol mientras unos energúmenos lanzan sus improperios infames es normalizar lo inasumible. Más cuando se nos intenta decir que el fútbol es una enseñanza de vida, una forma saludable de mostrar el trabajo en equipo, y no el mero negocio que a menudo parece que es.

domingo, 26 de mayo de 2024

Hidalguía

 


Hay una mirada crítica, tal vez amarga, en el Capitán Alatriste sobre el país en que nació y al que sirvió. Puede que sea reflejo de la visión de su autor, Arturo Pérez-Reverte, un fino observador de los entresijos de España, pese a que no siempre estoy conforme con sus conclusiones, aunque le correspondería a él aclarar si los comentarios desabridos que aparecen en sus novelas son aplicables a la España actual, con los que, me temo, sí que estoy de acuerdo, o al menos me parecen aplicables, aunque es más bien opinión mía. O mejor dicho, impresión. La España de hogaño tiene mucho de la de antaño, persisten muchos de los males de entonces, como si fuera imposible romper con los mismos o al menos reformarlos, darles la vuelta, trasformar un país, una sociedad, enmendar desajustes, mejorar capacidades, perfeccionar instrucciones, como procuraron en no pocas ocasiones muchos ilustres a lo largo de la historia.

Pero al final se impone una realidad al referirse al país del Capitán Alatriste, la de «aquella tierra donde le había tocado vivir: cainita, cruel, deslumbradora en el gesto de grandeza estéril, pero indolente y ruin en lo cotidiano» (Pureza de sangre). En definitiva, «desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza», que es la idea que se impone, la sospecha de la invariabilidad de un rumbo colectivo, la de un país repleto de descomedimientos y corrupciones. No caben aquí, parece ser, hechos diferenciales, la imagen idílica que algunos han querido dar, por ejemplo, de la sociedad catalana no se corresponde con la realidad, no quedará al final más remedio que enfrentarse a las muchas tinieblas en la gestión de la cosa pública en Cataluña, aun cuando se acuda a la épica, la de los últimos años ha sido excesiva, para legitimar objetivos que de pronto quedan en entredicho por exceso de gestualidad. Y de poca veracidad en el caso de bastantes declaraciones.

A nadie se le escapa que el de España es un Estado que no ha podido, o tal vez no hayan querido algunos, afrontar las consecuencias de una corrupción desatada que afecta a todos los ámbitos, desde el de las obras públicas al fútbol, desde la vivienda a los festejos del rincón más recóndito, todo ello adicionado por pura vulgaridad, chulería digna de los jaques, en su acepción coloquial, que se cruzan con el famoso soldado de los Tercios de Flandes. Parece que cada etapa ha heredado lo más siniestro de la anterior. Tampoco es posible escaparse a los juegos de artificio con que se intenta encumbrar los discursos y tapar las vergüenzas, algo que se acentúa en periodo electoral, pero de la que también hemos sido testigos estos días en el choque con el presidente Milei, quien no dista mucho, por cierto, de las formas españolas más broncas.

Quizá sea mero hablar por hablar, incapaces de atravesar el zaguán y entrar en el edificio colectivo del Estado porque intuimos que detrás de la fachada no hay nada, es mero decorado, pura apariencia, como de la que hace gala al hidalgo que aparece en El Lazarillo y que vive de mostrarse decoroso cuando lo que hay es escurridizo por el vacío real. Los hidalgos de hogaño gritan y claman por una decencia que no sabemos muy bien en qué consiste, reclaman medidas tajantes, contra la inmigración, por ejemplo, algo común a otros países, se desgañitan algunos por expulsar a los ilegales a quienes asocian a la delincuencia, pero nada dicen de los que trabajan a destajo en la recogida de frutas y legumbres, que esto afectaría la buena marcha de algunos sectores. O miran tales hidalgos hacia otro lado cuando en las Baleares, en Canarias, en San Sebastián o en Barcelona se empieza a clamar contra las consecuencias de un turismo cuasi industrial que es mera fachada, detrás sólo hay precariedad y precios inasumibles, ni siquiera se han repartido las ganancias generadas.

Demasiadas ruedas de molino que no son gigantes, sino frágiles trapiches.

Qué hacer ante este panorama, nos preguntamos, sin que parezca que haya respuestas satisfactorias. Hubo no pocos reformistas, afrancesados, avanzados, renovadores, incluso en nuestra época algunos asaltadores de cielos que se han quedado en la práctica de parches que no resuelven apenas nada, lo que aumenta la sensación de impotencia, aun cuando late la impresión de que el gigante pudiera tener los pies de barro, sólo que nadie osa decir que el rey está desnudo.  

Al final, no parece posible desasirse del fatalismo de Diego Alatriste, pese al tiempo que nos separa, en su caso jugándose la vida por intereses ajenos por medio de una idea de fidelidad que ahora puede resultar desfasada, aunque no es mejor nuestra acomodo pasivo, nuestra mirada no menos altiva y engreída que sólo oculta nuestra misma impotencia.

domingo, 28 de abril de 2024

Abril

 


Joaquín Sabina nos pregunta en su canción, del mismo título que el primer verso aquí citado, «Quién me ha robado el mes de abril / Lo guardaba en el cajón / donde queda el corazón». La creó para la película Sinatra (1988), del director Francesc Betriu, con Alfredo Landa como protagonista, en la que la atmósfera general de la misma, al igual que la de la canción, era triste, melancólica, lo era al fin y al cabo el fracaso que se cuenta en la cinta, como lo fue en gran medida la década de los ochenta, una década triste y melancólica que acabó ya con la convicción de que la realidad de un país, hablamos de España, pero sin duda lo podríamos extrapolar a cualquier otro, era la que era, no la que se creía o se esperaba unos años antes. Desencanto lo llamaron.

Tal vez sea el mes de abril, tan alegórico, el que nos impregna de tristeza y melancolía. Comienza la primavera, pero hay algo en el renacer de la naturaleza, Deméter conviviendo de nuevo con Perséfone por unos meses, que sabemos repetitivo, nos angustia el final ya previsto, no hay sorpresa posible, lo que nos obliga a aprehender lo real con intensidad inusitada, intuimos que saldremos desencantados y volveremos a una rutina que carece de sentido.

Mucha melancolía ha rodeado el quincuagésimo aniversario de la Revolución de los Claveles, abarrotadas las calles de Lisboa, como no podía ser menos, y quién sabe si muchos de quienes vivieron la jornada en aquel ahora lejano 1974 esperaban recordar la efemérides en la atmósfera actual de desencanto. No era esto lo que entonces esperaban muchos de ellos. Es la misma sensación que sentirán hoy muchos nicaragüenses que albergaron cinco años después de la revolución portuguesa la esperanza de un nuevo país, esperanza truncada al final de los ochenta, desaliento absoluto hoy viendo los derroteros del sandinismo de hogaño.

También fue en abril cuando asesinaron a Martin Luther King, un cuatro de abril que resultó en gran medida un final brusco de un movimiento amplio, justo, sereno sin perder su radicalidad. Irrita que cincuenta y seis años después de su asesinato sigamos hablando de violencia racista en los Estados Unidos, y también en otros muchos países, y clama al cielo que volvamos a oír discursos malintencionados y mentirosos sobre inmigrantes, incluso en países como España, que tanto sabe de emigraciones y huidas.

Fue también en abril, a mediados, cuando se proclamó la República española que albergó, como lustros después la revolución de los claveles o el sandinismo, no pocas esperanzas en un país que pocos años de democracia hubo gozado en su historia más reciente. «¡No es esto, no es esto!», clamaría desde el conservadurismo Ortega y Gasset, aunque desde la izquierda también la decepción fue notable ante los acontecimientos en los breves años de existencia de la República, cuyo trágico final abortó de un modo tan trágico la necesidad de plasmar las ansiadas conquistas sociales. Lo que vino después fue a todas luces mucho peor.

Acaba abril, robado o no, y el ambiente bronco se intensifica de nuevo en España. Más bien, no hemos salido de él. Sobra sin duda mucha épica tan artificial como postiza, demasiada gestualidad sin contenido. Imposible no sentirse como Antonio Castro, el personaje interpretado por Alfredo Landa, que hoy recorrería el Raval barcelonés con el mismo desánimo, aun cuando el paisanaje nos parezca tan diferente a esos años ochenta.

domingo, 24 de marzo de 2024

Tambores de guerra

 


En su ensayo Homenaje a Cataluña, Georges Orwell escribió: «Una de las facetas más desagradables de la guerra es que los gritos, las mentiras y el odio provienen siempre de personas que no están combatiendo». El escritor sabía de lo que hablaba. El siglo en el que vivió fue el de las guerras ―¿y qué siglo no lo fue?―, el de los genocidios y la barbarie, pero también el de la propaganda con fines evidentes, salvo para quien no quisiera verlo, por desgracia una inmensa mayoría que sólo pudo darse cuenta de ello, cuando se daba, mucho tiempo después. Era la evidencia de una enorme manipulación vil e interesada.

El ensayo mencionado lo escribió tras su experiencia en España durante los primeros meses de guerra civil. Su objetivo era ejercer de reportero en el conflicto, pero acabó incorporándose a las milicias del POUM. Fue testigo de la persecución ejercida contra este partido y contra el anarquismo, dirigida en gran medida desde Moscú y llevada a cabo por el PCE y el PSUC. Stalin y su aparato político habían declarado a su vez la guerra a cualquier disidencia comunista que no defendiera la dictadura instaurada en la URSS, en especial a los partidarios de Trotsky. El POUM, recuérdese, era una de las organizaciones revolucionarias que denunciaba abiertamente los procesos de Moscú y la política estalinista de convivencia con las potencias capitalistas. No podemos olvidar que pocos años después la URSS firmaría el Pacto Molotov – Ribbentrop de no agresión con la Alemania nazi.

Orwell, compartiendo las colectivizaciones a pesar de todo y apoyando la construcción de una sociedad libre y alternativa que se estaba dando en parte de España, pudo asistir a las consecuencias terribles que la guerra española, como cualquier otra guerra, tuvo para la población civil. Mientras, quienes instigaron aquel conflicto y se beneficiaron de él, quienes realizaron grandes declaraciones de principios y llamaron a las armas, todos ellos, no fueron a morir por lo que clamaban, sólo pedían matar.

Imposible no olvidar esa escena de Senderos de Gloria, de Stanley Kubrick, en la que un general visita una trinchera y pregunta a cada soldado con que se cruza, soldado sin duda de origen humilde, un trabajador o un campesino antes de su alistamiento, si había matado a muchos alemanes, esto es, a muchos soldados enemigos, ellos también de origen humilde, trabajadores o campesinos antes de su alistamiento. Sin duda, un general alemán de visita en una trinchera opuesta estaría preguntando también a sus soldados si habían matado a muchos franceses, para luego, al igual que el general francés, volver a su cómodo despacho para organizar la guerra.



En otro de sus libros, en la novela 1984, Orwell lleva a uno de los personajes a escribir sobre la utilización de la guerra para crear unanimidades, prohibir las disidencias y legitimar las políticas restrictivas. También para imponer lo que hoy se denomina la economía de guerra.

De eso saben mucho, por desgracia, ucranianos y rusos, israelís y palestinos, al igual que muchas otras poblaciones que sufren los efectos de la guerra, unas guerras decididas en despachos y gestionadas en foros internacionales, bendecidas con discursos gloriosos y generadoras de pingües beneficios a la industria armamentística. Nada que no sepamos ya. Aunque muchos, aun sabiéndolo, muestran su furor patriótico, justifican las masacres, muchas veces como respuesta a otras masacres, y claman por un orden surgido de las puntas de las escopetas y el sonido de las bombas. Hay poca gloria en esta imagen.

Mientras tanto, a finales de febrero, Ursula von der Leyen, flamante Presidente de la Comisión Europea hablaba de la posibilidad de que la guerra se pudiera extender a territorio europeo, convertido en escenario bélico, para gloria de intereses particulares en la Unión Europea y en la Rusia de Putin, intereses de unos pocos. Emmanuel Macron también habló de un escenario parecido. Aumentan las partidas dedicadas a gastos militares en los presupuestos de los Estado europeos, también en los de Rusia, incluso se oyen voces reclamando mayor presencia en los ejércitos nacionales. Tambores de guerra en toda regla, una guerra a la que no irán ni Ursula von der Leyen, ni Emmanuel Macron, ni Putin, ni los Ministros de defensa correspondientes, ni mucho menos los propietarios, directivos y accionistas de las industrias armamentísticas.

Quienes van a la guerra, esto es, a morir y a matar, en vez de sus ardores guerreros, lo que tendrían que hacer es no ir a la batalla, como en aquel cuento de Émile Zola en el que los soldados de los dos bandos, tras soñar con campas bañadas en sangre, deciden no ir a matarse al despertar.

domingo, 25 de febrero de 2024

Peregrinación del Alpha

 


El novelista colombiano Juan Cárdenas recupera en su novela Peregrino Transparente la figura de Manuel Ancízar. En 1850 y 1851 formó parte de la Comisión Corográfica que recorrió algunos territorios de Colombia con el objeto de recopilar datos etnográficos y naturales con los que conocer la realidad del país y establecer las bases identitarias del mismo. Redactó un informe que recibió el nombre de Peregrinación del Alpha por las provincias del norte de la Nueva Granada.

No en vano, tal iniciativa se llevó a cabo en pleno siglo XIX, poco más de treinta años después de que los territorios del Virreinato de la Nueva Granada se independizaran de España y cuando en los países europeos se consolidaban los procesos de creación de sus Estados, procesos iniciados tres siglos antes. Se volvió imprescindible en Europa la necesidad de establecer valores comunes y unas señas de identidad que homogeneizaran las sociedades de cada uno de los países. Surgió así el concepto de Volkgeist o espíritu del pueblo, muy propio del nacionalismo romántico que procuró dar el espaldarazo final a los Estados por medio de un ideal nacional.

Si esto ocurría en Europa, parecía urgir más en países recién independizados y que no habían vivido los procesos internos de consolidación que hubo en Europa. Además, eran y en gran medida siguen siendo países en formación en los que existe una enorme pluralidad interior. Juan Cárdenas le hace decir a su personaje Manuel Ancízar que «Trescientos años de conquista y cuarenta de libertad política e industrial han pasado por allí sin dejar huella», por ello la necesidad del inventario de la Comisión Corográfica para poner las bases de una nación.

Claro que es difícil estableces incluso hoy cuáles son los límites de ese término, Nación, más cuando en su nombre, o en el de Patria, sinónima sin duda, se han cometido verdaderas barbaridades y hay quien sigue dispuesto a morir, y peor aún a matar, en defensa de esencias patrias. Incluso los países europeos, en principio más homogéneos, poseen hoy una pluralidad y diversidad interior que cuestiona las esencias del Volkgeist, pero por contra, en un momento de crisis o de incertidumbre, vuelven los discursos patrióticos o nacionalistas en la vieja Europa.

Hay algo bello en el recorrido que realizan los personajes de la novela de Juan Cárdenas, una visión de la realidad que sirve para confrontarse a la vida. No es casualidad que se produzca en la novela una reflexión sobre el arte y las tecnologías, reflejo de la realidad, pues es el siglo XIX un momento de auge pictórico, de consolidación del artefacto novelístico y de aparición de la industrialización en el mundo, con sus nuevos aparatos, técnicas y tecnologías, confrontación más intensa si cabe cuando convive con comunidades que están en otra fase cultural e histórica, más próxima a la tierra y al mito. Da miedo pensar hacia dónde va ese mundo. De hecho, hay un narrador en la novela que habla desde el presente, que conoce los más de cien cincuenta años posteriores al del viaje de Manuel Ancízar y sus colaboradores, y que denota no poca fatalidad.



Hay entre ese viaje de Manuel Ancízar y nosotros un siglo XX que no ha sido en absoluto modélico, que ha sido a todas luces el de la barbarie, el del nazismo y la exaltación racial, el de la guerra de los Balcanes, con la ruptura de Yugoslavia, el de la exaltación de la nación y la opresión del otro por vía del colonialismo. El conflicto de Palestina hoy no deja de ser una rémora del siglo pasado, con sus consecuencias sangrientas y unos protagonistas que, parece ser, no han sabido aprender de la historia propia y ajena.

Al fin y al cabo, no deja de ser cierto: «el patriotismo es el último recurso de un canalla», cita esta que se atribuye a Samuel Johnson, escritor del siglo XVIII, que no conoció por tanto lo que vino después, y que intuía que detrás de los discursos nacionalistas hay intereses económicos y sin duda una zona obscura que se pretende ocultar, aunque a nadie se le escapa que hay mucho de eso, de canallismo, de corrupción, de infamia, en los procesos en los que se exageran los gestos en busca de una épica fuera de toda realidad.

Es difícil saber si hubiera podido ser otra la historia del mundo. Como con las vidas individuales, no cabe volver atrás e intentar reformular los hechos, remendando lo que no ha salido bien. Es lo que hay, aquí viene de perlas esta expresión, la historia al fin y al cabo no se puede cambiar. Aprender de ella es una posibilidad que de momento no parece viable. Se cae en los mismos errores.

 

sábado, 20 de enero de 2024

Normalidad

 


Orwell nos muestra en 1984 un mundo atroz dominado por el control absoluto, la vacuidad, el empobrecimiento cultural y educativo, la manipulación del lenguaje, la imposibilidad de poseer herramientas críticas para entender la realidad, la violencia física contra quien discrepa y es disidente, el terror en definitiva.

Claro que a menudo ese terror parece inocuo. Se integra en la cotidianidad, se normaliza o se normativiza ―no hay diferencia― y nos convierte en dóciles habitantes de una realidad cuanto menos anómala y monstruosa. Hubo personas que vivieron bajo las dictaduras fascistas o estalinistas al margen de las persecuciones, las torturas, los procesos judiciales manipulados, el control férreo de la sociedad, llevaban incluso una vida feliz, ajenas al horror, bien porque no lo supieran ―sólo quien se mueve percibe las cadenas, que dijera Rosa Luxemburgo―, no lo quisieran saber o se mostraran indiferentes. Si no te metías en problemas, vivías tranquilo, hay quien lo afirma y lo cree. Pero no meterse en problemas era no tener ideas, ideas discrepantes, se entiende, ideas diferentes a las estipuladas, una religión distinta o ninguna, otro modo de asumir la producción o las jerarquías, cualquier pensamiento o creencia que no estuviera aceptada por el poder, y de este modo admitir como único remedio la desigualdad, los privilegios de unos pocos, fingir no ver la represión, aceptarlo por omisión, mirar en definitiva hacia otro lado. Era el equivalente al no te metas que tanto se extendió también entre otras dictaduras. También ocurría, y ocurre, en las situaciones de violencia social hegemónica, el silencio impuesto ante las acciones terroristas, por ejemplo, cuando los partidarios de quien ejercía, y ejercen, tal violencia dominan la calle.

Es la banalización del mal. El responsable de permitir el tráfico ferroviario alega que tal era su misión, la de autorizar el paso de los trenes, sin que fuera cosa suya que los vagones transportasen herramientas fabriles, alimentos o prisioneros destinados a los campos de concentración, ya fueran éstos judíos, comunistas, gitanos o discapacitados. Además, era todo esto legal. Como funcionario, cumplía con la legalidad y con su función. Claro que en sus circunstancias tampoco es fácil, ni siquiera exigible, ser un héroe, en el caso de ser consciente de las consecuencias de su trabajo, podría acabar siendo también víctima de tales procedimientos si se atreviera a ser consecuente.

 Se interioriza el pánico. El novelista albanés Ismaíl Kadaré consigue transmitir en algunas de sus libros este mecanismo perverso por el que cualquier ciudadano, incluido aquel que podría considerarse privilegiado, acaba inseguro, atemorizado, aterrado incluso por un desliz involuntario. En una de sus novelas se cuenta una anécdota ínfima, la de un funcionario de un ministerio que de modo fortuito da un pisotón a un miembro de la delegación china, en pleno periodo de cooperación y hermanamiento entre la China de Mao y la Albania que rompe con el Pacto de Varsovia, se declara radicalmente estalinista y por ende necesita salir de su repentino aislamiento económico. El funcionario pasa un buen tiempo pidiendo disculpas y explicando que no había ninguna intencionalidad en su traspiés, asustado además por las versiones que pudiera haber de su pisotón inintencionado. Son las versiones, murmuraciones, habladurías y chismes varios que se dan en su última novela, Tres minutos. Sobre el misterio de la llamada de Stalin a Pasternak, donde se narra la llamada de Stalin a Pasternak a raíz de la caída en desgracia del poeta Ósip Mandelstam, tres minutos de conversación telefónica que sirvió para crear una atmósfera turbia de sospecha y miedo, además de los muchos rumores que se extendieron por los círculos literarios rusos.  

La cuestión es si más allá de las dictaduras, si en los sistemas con procedimientos democráticos, podría darse mecanismos similares. De hecho, no pocos de los métodos descritos en 1984 se están dando en la actualidad en nuestras democracias, a la vez que sigue el poder acudiendo a las verdades y a los valores hegemónicos, de los que no se puede discrepar, hay una presión social enorme que acusa y menosprecia a los disidentes, a lo que se añade una sensación de impotencia que parte de la idea de imposibilidad de políticas distintas a las proclamadas como únicas, ya no digamos de transformar la sociedad. Hay que tragar con una realidad infame, genocidios incluidos ante nuestros ojos, la inevitabilidad de lo grotesco, cuando no de la política de la muerte. Los responsables del tráfico de trenes siguen alegando la legalidad vigente y la normalidad de sus consecuencias para seguir firmando los pases de los vagones. Da igual lo que transporten.