miércoles, 25 de abril de 2018

Mayo del 68 (II)


En efecto, uno mira hoy, cincuenta años después, aquel Mayo del 68, aquel Mayo francés, el de Berkeley, aquellos flecos en otros países prósperos europeos, y uno no puede menos que sentir una cierta ansiedad o un poso de culpa por considerar aquellas revueltas como parte del movimiento revolucionario nacido cien años atrás. Al fin y al cabo, no se puede dejar de olvidar que las revoluciones, las de verdad, la Comuna de París, la Revolución Soviética, los procesos latinoamericanos, los africanos, los asiáticos, no dejan de ser fruto de la necesidad, la pura y dura necesidad, nada queda ya por perder, tal vez la vida, la no-vida, que es lo que tienen aquellas masas de hombres y mujeres empobrecidas hasta el límite.

Otra cosa es que los resultados dejen, en buena medida, mucho que desear, pero es innegable que nacen esos procesos de que nada queda por perder, por mucho que se quiera ocultar a través de los resultados el origen de las cosas. No obstante, aquellos estudiantes franceses que creen tejer alianzas con la clase trabajadora es contra el tedio contra lo que se levantan, contra unas vidas que la prosperidad europea embrutece entre algodones. También, cierto, hay una revuelta contra unas costumbres encorsetadas y patriarcales que los manifestantes logran atarazar y que empiezan entonces a cambiar: esta es la gran victoria de ese Mayo del 68, no menos importante, puede que más efectiva.  

Por cierto, es la clase obrera la que al final da la espalda a la revolución, por medio de los sindicatos y de algunos partidos de clase que están integrados en el sistema, un sistema que desde el final de la IIº Guerra Mundial, veinte años atrás, se ha expandido y enriquecido (por el imperialismo o por la acumulación de fuerzas y beneficios fruto de la explotación histórica), pero esta vez, sí, una gran parte de los trabajadores tienen que perder, perder unos salarios aceptables, unos derechos laborales, un nivel de vida muy superior al de sus padres, al de sus abuelos. Puede que todos esos beneficios no sean la panacea. No van a ponerlos, sin embargo, en peligro por una aventura contra el tedio, ni siquiera ante los síntomas de una crisis económica que empieza a asomar.

Cosa distinta es lo que ocurre en las periferias de Europa. En Portugal –estamos en abril, ese mayo adelantado en 1974, el 25 de Abril-, en Grecia, en España, en Checoslovaquia, en todos estos países, aun cuando sus correspondientes clases trabajadoras gozan también de mejoras, no las del resto de Europa, pero mejoras al fin y al cabo, pero también sufren las respectivas dictaduras. En Portugal el Imperio se lanza a una guerra brutal en las colonias, cuyos habitantes comienzan sus procesos de liberación, se enfrentan a la desposesión de sus vidas, al control desde la metrópoli, a la negación de su existencia propia por quienes deciden por ellos a miles de kilómetros. Muchos jóvenes portugueses son encauzados a esas guerras que rompen sus vidas, cuando además lo comprenden a la perfección, una buena parte de ellos entiende las ansias de libertad de sus compatriotas de las colonias: ellos mismas las tienen. Aquí el PCP y la izquierda revolucionaria asumen a la perfección su papel, se creen el guion que les otorga su condición vanguardista, pero una vez el cambio hecho se trajinan los pactos, los acuerdos, las representaciones parlamentarias, la institucionalización del proceso emancipatorio.

España, por su parte, se encamina hacia el pactismo entre aparatos políticos y las diversas fracciones o familias estatales. No habrá ruptura, se genera una transición que se pretende modélica. Hoy hay quien cuestiona todo aquello, el discurso heroico se ha dejado de lado, todo lo más, se dice ante las acusaciones de traición, se hizo lo que se tuvo que hacer, como si la historia fuera seguir por caminos inevitables y no cupieran otras posibilidades a lo que fue, a lo que hubo. Otra cosa es que se pudiera hacer otra cosa. Que los de abajo quisieran el esfuerzo de hacer otra cosa. Había agitación, sí, pero tampoco parece que la clase obrera o las capas populares estuvieran por seguir determinadas aventuras rupturistas, había mucho que perder y un miedo bien insertado, el miedo como instrumento político de control, mucho más eficaz que la represión pura y dura. Francisco Umbral es un cronista excepcional de lo que pasó en esos años de transición. En 1973 publica Retrato de un joven malvado, que es una visión muy fina y sin duda veraz de esa infrahistoria de una sociedad que está a punto de dar el salto al vacío de cambiarlo todo para no cambiar nada, salvo quizá la fachada democrática, que no es moco de pavo. Sin embargo, entre las muchas herencias de aquel salto histórico está el malestar, un profundo, hiriente y tedioso malestar.

Cincuenta años después el tedio es muchísimo mayor, por mucho que el consumismo, la individualización de los conflictos sociales, la inexistencia de utopías o alternativas a lo que hay pretendan ciertos oasis. O tal vez por ello, porque no consiguen disipar el tedio, lo ocultan, nada más. La sociedad ha cambiado mucho, desde luego, pero no ha variada ni un ápice ese tedio tan insertado en las vidas cotidianas. Además, se ha aumentado la fachada que impide ver el interior. Ocurre en lo colectivo y en lo individual. Hoy, mientras la prensa se centra en el máster irreal por fabulado de una destacada política, presidente de una comunidad autónoma, hay un nuevo repunte de los desahucios de los que ahora mismo ya no se habla, por mucho que la televisión pública haya emitido este mismo mes la película de Eduard Cortés Cerca de tu casa, y no descienden tampoco ni la precariedad ni los índices de pobreza extrema. Tal vez se ha asumido definitivamente que el conflicto social es un conflicto individual, vergonzante además. A todas luces, mostrar una realidad u otra, hablar hasta la saciedad del máster o de los conflictos sociales es una opción, una opción política real ante la que no basta repetir como loros que lo que preocupa a la gente es otra cosa para luego seguir hablando del máster de marras o de la noticia de portada, pero es una opción en la que se mantienen incluso quienes se sienten herederos de los indignados del 2011.

sábado, 21 de abril de 2018

Mayo del 68


No parece que vaya a conmemorarse por todo lo alto el quincuagésimo aniversario del Mayo del sesenta y ocho, y eso que tenemos verdadera afición por los números redondos. Quizá el que vaya a pasar la fecha de un modo tan desapercibido responda al conservadurismo reinante en toda Europa, un conjunto de sociedades que ya no contempla siquiera la viabilidad de las utopías y todas las opciones a la izquierda –incluida la izquierda de la izquierda, según vieja proclama de parte de esa izquierda revolucionaria- parecen pasar por lo institucional, como si de repente la acción colectiva de ruptura ya estuviera por completo diluida y nadie creyera en absoluto que bajo los adoquines hubiera playas por descubrir, sino cloacas (reales y metafóricas). Nadie reclama hoy perseguir lo imposible y ni siquiera está vigente ese lema reciente de «otro mundo es posible», lema este del movimiento antiglobalización que adornó en el último cambio de siglo las movilizaciones en el viejo continente y hoy nos parece ya tan añejo, cuando es de hace unos pocos años, de ayer mismo.

Las cosas envejecen mal o tal vez sea la avidez con que pasa hoy el tiempo.

Es cierto, ni siquiera el paisaje es el mismo. Uno pasea por Bilbao, la ciudad que tengo más cerca, y de aquella ciudad obrera, tan luchadora y movilizada, queda apenas el vago recuerdo de los astilleros de la Ría con el Guggenheim en forma de barco, las grúas que aún funcionan en los muelles de Sestao o de Santurce, el aspecto de algunos barrios. Nada rememora hoy las duras batallas obreras, las cuales los más jóvenes del lugar desconocen por completo e incluso puede ser que ignoren que existieron. Bilbao tiende hoy a convertirse en una ciudad burguesa no muy diferente a su competidora, San Sebastián.

Tampoco es cuestión de lanzarse a la nostalgia de lo que fue. Aunque hay mecanismos que sin duda vuelven ciertos algunos viejos lemas, como aquel que dice que «cuánto más lejana la revolución, más seductora es». Claro que una mirada al tedio del presente justifica cierta añoranza de tiempos que, si no mejores, sí fueron al menos algo más creativos. Sin embargo, hay que tener en cuenta lo grotesco que puede llegar a ser que los modelos a seguir fueran en algunos casos sistemas horrendos que nadie, realmente, quisiera para sí, como los de la revolución cultural de Mao o el de Enver Hoxha, más cerca éste, en la misma Europa, o que se defendiera instrumentos como el de la lucha armada que en este apacible Bilbao de hoy acabó siendo una verdadera pesadilla.

No obstante, el que muchas alternativas sociales de antaño resulten hoy cuanto menos ridículas no convierte el actual modelo social, económico y político en un ejemplo a defender o cuanto menos a justificar. El puerto de este Bilbao tan idílico y burgués es la puerta de salida de un mercado del armamento con el que se masacra a poblaciones civiles, armas que acaban en manos de regímenes que no pasan el más mínimo examen de los derechos humanos. Tampoco la precariedad en el empleo parece ser el mejor sistema para el desarrollo humano, muy al contrario, nos retorna en gran medida a épocas decimonónicas tan bien descritas por Dickens, Balzac o Gorki, ya en el siglo XX, entre otros. Puede que ciertas alternativas sociales hayan fracasado rotundamente, pero seguimos necesitados de alternativas a este (des)orden del mundo.

Sea lo que fuere y aun cuando a cincuenta años vista de aquella década de los sesenta tan combativos puedan resultar algunas de sus expresiones un tanto ñoñas y estrambóticas, no podemos obviar que hay siempre una medición de los intentos por sus resultados, y si a estos nos atenemos, son innegables también los triunfos sociales logrados entonces, como el de la libertad en las costumbres individuales, la moda, el librarnos de no poco rigorismo en el trato social o, el más evidente, el de la emancipación de la mujer aún en proceso de ser completo, pero en esa década el esfuerzo acumulado por las sufragistas del pasado pudo transformarse en un plural y dinámico movimiento feminista que ha desembocado en el actual.

Sea lo que fuere, algo se está escribiendo al respecto, pero parece que no va a haber una gran conmemoración por todo lo alto. Tal vez sea mejor: suele haber a veces tendencia a edulcorar demasiado los tiempos heroicos y que a menudo se conviertan en insoportables ejercicios narcisistas y en comparaciones siempre injustas con no poco exhibicionismo algo ególatra. Aunque no estaría de más intentar aprehender y trasladar algunas componentes de ese mayo a este tedioso, y a veces funesto, presente.  

viernes, 13 de abril de 2018

Olivenza


Siento cada vez menos simpatía por conceptos como los de patria, de nación, de pertenencia a un país o a otro, conceptos que, aun cuando se les quiera forzar el significado, van a ser siempre excluyentes porque lo que refuerzan es la identidad más inmutable. Cuánta razón tiene Amín Maalouf al hablar en un ensayo suyo de las identidades asesinas, no sólo de un modo evidente, cuántos muertos ha habido para construir las patrias, también metafórico: se matan culturas, lenguas, formas de expresión culturales, todo ello en nombre de la uniformidad nacional. Son conceptos que requieren de la frontera como evidencia de la separación incluso física de los seres humanos. Lo que pasa en el Mediterráneo, ese gran cementerio marino, marca sin duda, con toda su crudeza, la irracionalidad de las lógicas fronterizas.

Una frontera es una construcción política, social y económica. Lo crean los poderes políticos para indicar lo que es propio y lo que es ajeno en lo que a territorio se refiere, pero también en lo que respecta a conceptos inmateriales como la soberanía, y que a la larga afecta a las personas que, dependiendo del lado de la frontera donde hayan nacido, son de un país o son de otro con todas sus consecuencias. La frontera como barrera es, además, una construcción europea, pensada para los Estados que evolucionaron a partir del Renacimiento, y cuyo modelo, al final, se exportó al mundo entero por vía del colonialismo, los imperios y, en última instancia, de las independencias con arreglo a tales modelos fronterizos, que en realidad lo son de Estado.

Objeto de discusión, guerras, pactos, acuerdos y tratados, la cuestión de las fronteras ha centrado en gran medida los debates de política y de derecho internacionales, aún hoy, cuando creemos que se da cierta estabilidad en tal ámbito. Allí está el ejemplo de Ucrania, pero también, tras el Brexit, la reaparición del conflicto de Irlanda, que puede tener como consecuencia que se refuerce de nuevo la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda cuando Gran Bretaña salga formalmente de la UE.

Las grandes conferencias internacionales han tenido, en este sentido, las fronteras como gran tema central, del mismo modo que las actuales organizaciones internacionales, la ONU en la actualidad, por ejemplo, han tenido que centrarse en gran medida en las fronteras como tema fundamental, entre otros motivos porque las guerras han sido en buena medida las consecuencias de las muchas desavenencias.

Sin duda, el Congreso de Viena de 1815 marcó un modelo de discusión internacional y de confección de fronteras. Sin embargo, pese a la voluntad de estabilizar la cuestión de los límites entre Estados, el mapa de Europa ha cambiado de un modo radical y no hay que remontarse a muchos lustros atrás para darse cuenta de ello. La Europa que cosió el Congreso de Viena se parece poco a la Europa actual en lo que a fronteras se refiere, sobre todo en la Europa central y del Este. Pero tampoco la parte central y sur del continente ha quedado excluida de no pocos cambios.

Tal vez podamos pensar que la península ibérica ha mantenida la estabilidad en tal ámbito. Puede, si lo comparamos al resto de Europa, que haya gozado de una mayor estabilidad, o al menos las fronteras se han mantenido más estables, pero eso no significa que no haya pocos bretes y complicaciones.  Ya en este sentido España tiene dentro de sus fronteras no pocos conflictos de tipo nacionalista, centrados sobre todo en dos, con reclamaciones de Estado propio en Cataluña y en el País Vasco y, por tanto, de creación de fronteras, a pesar de que en ciertos discursos soberanistas se dice defender que en realidad no se quiere crear fronteras, lo que no parece posible si creas un Estado. Puede que estén más o menos diluidas, pero fronteras, evidente, las habrá. Hay que tener en cuenta además, en este último caso, que el País Vasco quedó dividido en dos, una parte quedó bajo jurisdicción española y la otra parte, más pequeña, bajo la francesa.

 La frontera con Portugal, por su parte, no está exenta de problemas. En 1868 desaparecía el Couto Mixto, un embrión de Estado entre Portugal y Galicia, sin consultarle a su población, por cierto, aunque plantear una consulta en el siglo XIX puede resultar cuanto menos ucrónico. Pero donde se ha mantenido el follón es más al sur, en Olivenza, una comarca que España considera parte de Extremadura y que Portugal reclama como parte del Alto Alentejo. La expresión actual que mejor muestra tal cuestión es ese puente sobre el Guadiana en el que hay un cartel en su lado este que indica que se entra en España sin que al otro lado, al oeste del puente, haya el correspondiente cartel de entrada en Portugal, porque este país considera que la frontera no está sobre el Guadiana, sino varios kilómetros hacia el este, en la raya que separaría Olivenza de España.

La cuestión puede resultar ahora mismo baladí: las fronteras han quedado diluida en el marco de la UE, lo que no significa que hayan desaparecido. En todo caso, las poblaciones de los dos lados de la frontera, sea donde fuere que se establezca su límite, se relacionan con normalidad, se compra a un lado u otro, se crean lazos familiares y de amistad sin tener en cuenta en qué lado se está, incluso la población de Olivenza, por una decisión de Portugal de 2015, puede optar a la doble nacionalidad. Desde luego no hay en la actualidad un conflicto entre España y Portugal que pudiera degenerar en enfrentamiento abierto, como insinuaba hace poco un informe semisecreto del espionaje norteamericano, uno de esos informes que pareciera salido de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón, pero sin duda hay una cuestión de Olivenza, como se vio la última vez que España puso el grito en el cielo por el tema de Gibraltar y en Portugal se resaltó el tema como muestra de la doble barra de medir de las autoridades españolas.

A tenor de todo ello, ¿quién entonces tendría razón, Portugal o España?

Si nos atenemos a los tratados, pactos y conferencias internacionales, desde el Tratado de Alcañizares de 1296, que estableció los límites entre los Reinos de Portugal y de Castilla, hasta el mencionado Congreso de Viena de 1815 en cuyo artículo 105 reconoce que Olivenza queda dentro de los límites de Portugal, Congreso que España ratificó en 1817, la cuestión está clara. De hecho, aunque una frontera siempre conlleva altercados y riñas entre los Estados, la cuestión de Olivenza no planteaba un gran problema, formaba parte de Portugal y así aparece desde el Livro das Fortalezas de Duarte de Armas de 1306, y no fue hasta 1801 cuando el primer ministro español, Manuel Godoy, conminado por Napoleón, le declaró la guerra a Portugal, la Guerra de las Naranjas que apenas duró poco más de dos semanas y, tras la cual, España retornó los territorios ocupados, salvo el de Olivenza. El referido Congreso de Viena vino a resolver la polémica. Sin embargo, pese a la ratificación del mismo, España se mantuvo en el territorio, ajeno a las reclamaciones portuguesas incluso ante organismos internacionales. Ni siquiera la aparente buena relación entre las dos dictaduras a ambos lados de la raya durante bastantes años vino a solucionar el tema.

Si nos atenemos a lo cultural, al patrimonio cultural más en concreto, la cuestión resulta mucho más evidente: no hay más que darse una vuelta por la zona y contemplar muchos de sus edificios para darnos cuenta de que esa pequeña comarca tiene vínculos estrechos con Portugal. No en vano, el primer portal plenamente renacentista que hubo en Portugal se construyó en Olivenza, en la Iglesia de Santa María Magdalena –a Igreja de Santa Maria Madalena-, en Olivenza también estuvo muy presente el estilo manuelino, tan importante en Portugal, y existe también una Capilla de la Misericordia, como en tantos otros rincones del Imperio portugués. En un reciente capítulo del programa Visita Guiada de la Televisión pública portuguesa – https://www.rtp.pt/play/p4530/e338033/visita-guiada – se habla de tal herencia cultural.

En estos momentos no parece que convenga plantear el asunto y sobre todo no hay lugar a grandes aspavientos al respecto. Incluso, aun cuando en algún momento el portugués pareció relegarse al uso interno de algunas familias, y casi ni a eso, se vuelve a usar este idioma con normalidad y se aprende en las escuelas e institutos del lugar. No sé si ahora mismo se debiera plantear una devolución formal a Portugal, dejar las cosas tal como están o buscar otras fórmulas. Quizá, de cumplirse el sueño de los iberistas de unir los dos Estados ibéricos, la capitalidad se podría ubicar en este enclave. En todo caso, por su situación, Olivenza tiene una entonación  sugestiva y sibilina. El escritor Ascênio de Freitas publicó en 2001 una novela, A reconquesta de Olivença, una reflexión sobre la identidad colectiva y personal, y puso en boca de uno de los personajes del relato una bella descripción del lugar, como si Olivenza se transformara en el símbolo de lo que buscamos, como si en realidad ese enclave fuese una arcadia donde tal vez muchos de nosotros preferiríamos estar de un modo u otro: «Nunca se sabe se Olivença é perto ou se é longe. Porque não há ponte para se chegar até lá. Dizem que é uma terra onde não se pode chegar a não ser em sonhos. Onde não há noites nem manhãs. Só há as névoas do rio».

viernes, 6 de abril de 2018

Cecilio Olivero Muñoz y el proceloso mar


Tal vez lo más parecido a las añejas botellas que se lanzaban al proceloso mar con un mensaje en su interior sean los blogs, webs y otros artificios tecnológicos de hogaño que se lanzan a la red infinita para deambular y quizá alcanzar algún puerto, esto es, algún hipotético lector.

Aquellos manuscritos de las botellas con sus mensajes en busca de lector, como los mensajes de hoy, corren el peligro de que apenas los lea casi nadie. Claro que si acudimos a lo tradicional, a lo de toda la vida, los libros publicados en papel, es posible que los mensajes de cualquier autor contenidos en ellos pasen también desapercibido, tal es la enorme cantidad de lo que se publica, dicen que demasiado, además de que no hay suficiente tiempo en la vida de una persona para asumir una ínfima parte de lo que se escribe y se publica, en un formato u otro, teniendo en cuenta también que hay lecturas que poseen preferencia, la de los escritores consagrados, la de las excelentísimas autoras y la de los encomiables autores que dejan, todos ellos, una inefable huella. En definitiva, muchos de los nombres no tan consagrados ni tan conocidos que acompañan los títulos de cabecera se pueden dar por satisfechos si alcanzan un puñado de lectores en su caminar por entre las olas del proceloso mar de la vida.

En todo caso, buena parte de esos autores permiten por medio de la lectura una reescritura de lo que previamente se ha escrito. Digo buena parte porque, con tanto material escrito, hay que tener mucho espíritu crítico porque no todo lo que se publica y se envía de un modo u otro alcanza siempre una mínima calidad: hay que saber seleccionar. Mejor dicho, hay que saber leer.

Respecto a los mensajes de las botellas, de los artificios tecnológicos o de los libros, los hay de todos los tipos: de ayuda, de intercambio, de aprendizaje, de reflexión, de amistad, de erudición, de muestra, de picoteo, de exhibición (no confundir con los autores exhibicionistas, a muchos de los cuales les vence un ego inabordable). Hay que tener en cuenta también otras actividades, como la música, la pintura, la escultura, en las que es muy importante, básico, la necesidad de comunicar.

Porque ni qué decir tiene que detrás de toda escritura hay una necesidad de comunicar. A la tonta pregunta a un escritor de por qué escribe habría que responder siempre que para contar cosas, para comunicar, en última instancia para que se le lea, es obvio, y a veces incluso, como dicen que respondió una vez Gabriel García Márquez, para que a uno se le quiera, que es la mejor forma de que se le reconozca, lo cual no es fácil de lograr, no siempre por culpa de los demás, hay que reconocer. Necesidad de comunicar, al fin, porque «se morirá tu tercer perro y seguirás en habitaciones huecas, donde solamente se amontona el eco partido de tu vacío», que es lo que tal vez respondería, espero que no se moleste por la apropiación de sus propias palabras, Cecilio Olivero Muñoz.

 ¿Y quién es Cecilio Olivero Muñoz?

A buenas y primeras podría decir que un tipo curioso, singular, excéntrico, encantador, a veces un tanto tiquismiquis con altas dosis de refunfuñón, muchas veces cascarrabias, pero siempre curioso, atento, bien humorado, crítico y burlón.  

No sé si es bueno hablar de un poeta a buenas y primeras comenzando por las características personales. Los poetas son gentes que con frecuencia, tal vez por sensibilidad o por inseguridad, puede que por exagerada susceptibilidad, lo entienden todo a partir del entrelineado y, claro, cabe que se molesten porque si empiezas por sus rasgos personales es porque, piensan, estás dejando en segundo lugar su obra y eso es porque la cuestionas, y no es así, al menos no lo es siempre. Bueno, tal vez se trate de un prejuicio que yo tengo sobre los poetas (no contra los poetas). Sea lo que fuere, una vez le envié un relato en el que me metía con ellos, con los poetas, no recuerdo los detalles del mismo, y me llamó por teléfono para pedirme explicaciones y acusarme de insensato (o algo parecido).

Cecilio Olivero es poeta, aunque no deberíamos utilizar el verbo ser para definirnos por lo que hacemos y mucho menos por nuestras maneras de ganarnos la vida, que son las más de las veces circunstanciales. Se dedica a escribir, a colmar su necesidad de comunicar, a contarle a los demás cosas de sí mismo y del mundo en que vive y le rodea, y de paso a hacer curiosos collages que ha expuesto en más de una ocasión.

Es posible conocerle a él y lo que hace en su web: https://capplannetta.com/

Yo tuve la oportunidad de frecuentarle en dos ocasiones. La primera en la casa barcelonesa de Manuel Molina, poeta, editor, tertuliano a la vieja usanza, de las tertulias de verdad, las de los salones y los cafés, copa y puro en ocasiones, nada que ver con la batahola de las pretendidas tertulias televisivas y radiofónicas. Manuel Molina es uno de esos personajes al que me hubiese encantado conocer más y lamento no haberlo conseguido. Como Cecilio Olivero, era un burlón cuasi profesional, si hubiese un oficio de burlón. Producto de aquellas reuniones, caóticas, a veces pretensiosas, salía una revista, Catarsis, que duró un tiempo y murió quizá por sus excesos. Aunque el motivo formal de desaparecer fue una repentina enfermedad que mantuvo a Manuel Molina apartado mucho tiempo y conllevó también el final de aquellas reuniones de los jueves por la tarde.

Tiempo después me llamó Cecilio Olivero y nos encontramos de nuevo. Volvimos a vernos y a hablar de libros y de la vida. Se había comprado un piso en una pedanía de Sabadell, Torre Romeu, un lugar maravilloso surgido de la marginación de los años cincuenta, destino de emigrantes y muy activa en los setenta, hasta que el sistema pegó un profundo zarpazo que nos trajo a esta amorfa normalidad de hoy. En todo caso, estando como estamos en tiempos de proclamas republicanas, no estaría mal que Torre Romeu se proclamara ella misma República. De hecho, se lo propuse a Cecilio en aquel momento, en un arranque de confusión entre lo fantasioso y lo real, algo muy propio de esta época actual, por cierto. De tal confusión de lo fantasioso con lo real, surgió Nevando en la Guinea, un proyecto que duró un tiempo y se acabó entre malentendidos, crisis personales y, después, cambios de aire y nuevos proyectos.

Atraído por lo tecnológico y la red, en esta segunda etapa de nuestra amistad se desarrolló mucho más esta faceta suya de ilustrador, esos collages que tienen mucho de modernismo, de surrealismo y una pizca de hippismo new age, pero que es además un juego, un juego cordial y efusivo, porque el arte ha de tener también mucho de juego para ganar en sinceridad.

Que no se entienda que hago gala de una repentina nostalgia del tiempo que pasó. El pasado lo es por eso mismo, porque ya pasó, y hay que estar para bien o para mal en el presente y recordar, sí, pero asumir que uno vive en el tiempo en que está. En todo caso, he vuelto a estar en contacto con Cecilio estos días y los recuerdos son, al fin, inevitables.

Lo que de verdad vale la pena, en todo caso, es darse una vuelta por sus mensajes que un día se puso a lanzar en botellas al mar y los sigue lanzando. Ojeándola, me doy cuenta de que Cecilio ha ganado en sentido del humor: se burla de sí mismo, se ríe incluso con lo que es. Puede incluso que se ría de su propia poesía, que es su sombra, aunque viniendo de un poeta…