En efecto, uno mira hoy,
cincuenta años después, aquel Mayo del 68, aquel Mayo francés, el de Berkeley,
aquellos flecos en otros países prósperos europeos, y uno no puede menos que
sentir una cierta ansiedad o un poso de culpa por considerar aquellas revueltas
como parte del movimiento revolucionario nacido cien años atrás. Al fin y al
cabo, no se puede dejar de olvidar que las revoluciones, las de verdad, la Comuna de París, la Revolución Soviética, los
procesos latinoamericanos, los africanos, los asiáticos, no dejan de ser fruto
de la necesidad, la pura y dura necesidad, nada queda ya por perder, tal vez la
vida, la no-vida, que es lo que tienen aquellas masas de hombres y mujeres
empobrecidas hasta el límite.
Otra cosa es que los
resultados dejen, en buena medida, mucho que desear, pero es innegable que nacen
esos procesos de que nada queda por perder, por mucho que se quiera ocultar a
través de los resultados el origen de las cosas. No obstante, aquellos
estudiantes franceses que creen tejer alianzas con la clase trabajadora es
contra el tedio contra lo que se levantan, contra unas vidas que la prosperidad
europea embrutece entre algodones. También, cierto, hay una revuelta contra
unas costumbres encorsetadas y patriarcales que los manifestantes logran atarazar y que empiezan
entonces a cambiar: esta es la gran victoria de ese Mayo del 68, no menos importante,
puede que más efectiva.
Por cierto, es la clase
obrera la que al final da la espalda a la revolución, por medio de los
sindicatos y de algunos partidos de clase
que están integrados en el sistema, un sistema que desde el final de la IIº
Guerra Mundial, veinte años atrás, se ha expandido y enriquecido (por el
imperialismo o por la acumulación de fuerzas y beneficios fruto de la
explotación histórica), pero esta vez, sí, una gran parte de los trabajadores tienen
que perder, perder unos salarios aceptables, unos derechos laborales, un nivel
de vida muy superior al de sus padres, al de sus abuelos. Puede que todos esos
beneficios no sean la panacea. No van a ponerlos, sin embargo, en peligro por
una aventura contra el tedio, ni siquiera ante los síntomas de una crisis
económica que empieza a asomar.
Cosa distinta es lo que
ocurre en las periferias de Europa. En Portugal –estamos en abril, ese mayo
adelantado en 1974, el 25 de Abril-, en Grecia, en España, en Checoslovaquia,
en todos estos países, aun cuando sus correspondientes clases trabajadoras
gozan también de mejoras, no las del resto de Europa, pero mejoras al fin y al
cabo, pero también sufren las respectivas dictaduras. En Portugal el Imperio se
lanza a una guerra brutal en las colonias, cuyos habitantes comienzan sus
procesos de liberación, se enfrentan a la desposesión de sus vidas, al control
desde la metrópoli, a la negación de su existencia propia por quienes deciden
por ellos a miles de kilómetros. Muchos jóvenes portugueses son encauzados a esas
guerras que rompen sus vidas, cuando además lo comprenden a la perfección, una
buena parte de ellos entiende las ansias de libertad de sus compatriotas de las colonias: ellos
mismas las tienen. Aquí el PCP y la izquierda revolucionaria asumen a la
perfección su papel, se creen el guion que les otorga su condición
vanguardista, pero una vez el cambio hecho se trajinan los pactos, los
acuerdos, las representaciones parlamentarias, la institucionalización del
proceso emancipatorio.
España, por su parte, se
encamina hacia el pactismo entre aparatos políticos y las diversas fracciones o
familias estatales. No habrá ruptura, se genera una transición que se pretende
modélica. Hoy hay quien cuestiona todo aquello, el discurso heroico se ha
dejado de lado, todo lo más, se dice ante las acusaciones de traición, se hizo
lo que se tuvo que hacer, como si la historia fuera seguir por caminos inevitables y no
cupieran otras posibilidades a lo que fue, a lo que hubo. Otra cosa es que se
pudiera hacer otra cosa. Que los de abajo quisieran el esfuerzo de hacer otra
cosa. Había agitación, sí, pero tampoco parece que la clase obrera o las capas
populares estuvieran por seguir determinadas aventuras rupturistas, había mucho
que perder y un miedo bien insertado, el miedo como instrumento político de
control, mucho más eficaz que la represión pura y dura. Francisco Umbral es un
cronista excepcional de lo que pasó en esos años de transición. En 1973 publica
Retrato de un joven malvado, que es
una visión muy fina y sin duda veraz de esa infrahistoria
de una sociedad que está a punto de dar el salto al vacío de cambiarlo todo
para no cambiar nada, salvo quizá la fachada democrática, que no es moco de
pavo. Sin embargo, entre las muchas herencias de aquel salto histórico está el
malestar, un profundo, hiriente y tedioso malestar.
Cincuenta años después el
tedio es muchísimo mayor, por mucho que el consumismo, la individualización de
los conflictos sociales, la inexistencia de utopías o alternativas a lo que hay
pretendan ciertos oasis. O tal vez por ello, porque no consiguen disipar el
tedio, lo ocultan, nada más. La sociedad ha cambiado mucho, desde luego, pero
no ha variada ni un ápice ese tedio tan insertado en las vidas cotidianas.
Además, se ha aumentado la fachada que impide ver el interior. Ocurre en lo
colectivo y en lo individual. Hoy, mientras la prensa se centra en el máster
irreal por fabulado de una destacada política, presidente de una comunidad
autónoma, hay un nuevo repunte de los desahucios de los que ahora mismo ya no
se habla, por mucho que la televisión pública haya emitido este mismo mes la
película de Eduard Cortés Cerca de tu
casa, y no descienden tampoco ni la precariedad ni los índices de pobreza
extrema. Tal vez se ha asumido definitivamente que el conflicto social es un
conflicto individual, vergonzante además. A todas luces, mostrar una realidad u
otra, hablar hasta la saciedad del máster o de los conflictos sociales es una
opción, una opción política real ante la que no basta repetir como loros que lo que preocupa a la gente es otra cosa
para luego seguir hablando del máster de marras o de la noticia de portada,
pero es una opción en la que se mantienen incluso quienes se sienten herederos
de los indignados del 2011.