domingo, 27 de diciembre de 2020

El Puente transbordador de Vizcaya

 


Cuando Teresita Zazá actuó en Bilbao, a finales de 1913, y puso en circulación la palabra Alirón, que los adeptos al Athletic hicieron suya, ya esta ciudad comenzó a tener un aire nuevo, renovado, industrial, burgués pero también proletario; hubo no obstante cierta añoranza del mundo tradicional y campesino, añoranza que se desataba por Santo Tomás, cuando los caseros bajaban al Arenal para pagar sus rentas a los propietarios de las tierras y colocar de paso sus productos, en un improvisado mercado popular. Bilbao empezaba a ser la ciudad que sería durante el siglo XX, ya estaban además levantados muchos de sus edificios emblemáticos.

Se construyeron sobre todo en el último tercio del XIX, cuando el enclave mercantil incorporó la industria como su segundo eje económico. Los cambios fueron enormes y la transición indujo a ciertos desajustes, muchos miedos, algún que otro intento de probar que todo aquello lo único que provocaba era caos, inmoralidad y no poco desorden en la vida tradicional del país. Hubo quien presagió un fin de los tiempos local, se temió que se perdieran las costumbres sanas, la apacibilidad de la vida campestre, el idioma antiquísimo, un tanto legendario. Otros, contrariando sus propios orígenes familiares, recelaron de la burguesía y el proletariado, abogaron por un clasicismo esteticista y algo reaccionario.

Sin embargo, se impuso esa idea de progreso imparable, tan propia de la época, y la ciudad se agrandó, surgieron cenáculos culturales y también lúdicos, como aquel Salón Vizcaya donde actuó Teresita Zazá años después, y quiso la burguesía bilbaína que la ciudad adoptara esa grandeza que creyeron merecida. Tal vez la cupletista contemplara el Teatro Arriaga de entonces, el que había construido Joaquín de Rucoba en 1883 sobre el solar del antiguo teatro, dañado éste por la última guerra carlista, y mientras lo observaba, quiero pensar que encandilada, no podía intuir, nadie podía, que justo un año después el teatro ardería y habría que reconstruirlo. Lo que sin duda también observase fue la Estación de la Concordia, la que unía Bilbao con Santander, con Valmaseda y con León, y su fachada modernista que poco ha cambiado desde entonces. Fue Severino Achúcaro quien la planeó, el mismo arquitecto que colaboró en el Plan Ensanche, en 1876, cuando la anteiglesia de Abando devino parte de Bilbao.



Las grandes familias burguesas sufragaron los cambios, miles de obreros aportaron su trabajo, muchas veces en condiciones abusivas y afrentosas que una enorme lucha sindical pudo paliar en parte. También entró capital de los denominados indianos, aquellos hombres y mujeres que emigraron a América, algunos de los cuales hicieron fortuna allí, sin que podamos decir que la mayoría lo consiguiera. Uno de los que volvió con capital y espíritu empresarial fue Alberto Palacio Montemayor, nacido en Gordejuela, en la comarca de Las Encartaciones, que regresó de México, tras triunfar en sus negocios y donde se casó con la vascofrancesa Estefanía Elissague. Tuvieron a su vuelta dos hijos, Silvestre y Martín Alberto, el primero estudió ingeniería y el segundo, arquitectura. Contagiados por la idea de progreso, ambos trabajaron juntos en la construcción del Puente Transbordador, conocido como Puente Colgante u hoy Puente de Vizcaya, que une ambos márgenes de la ría, Portugalete a la izquierda y Las Arenas de Getxo a la derecha, siguiendo la nomenclatura tradicional de ambos lados. Colaboró con ellos el ingeniero francés Ferdinand Arnodin, uno de los mayores expertos en este tipo de puentes y que Martin Alberto Palacio Elissague había conocido en París, donde también se relacionó con Gustave Eiffel.  

Quienes vivimos en el entorno del Puente nos hemos acostumbrado a su presencia, lo usamos con frecuencia, lo vislumbramos de pronto sobresaliendo por entre lo alto de los edificios o lo vemos en su amplitud desde miradores o a lo largo de los respectivos paseos junto a la ría, pero en aquel momento esta construcción de hierro debió de impresionar no poco. En gran medida, simbolizó esa idea de progreso imparable y el poderío económico de Vizcaya. No sé si Teresita Zazá pudo contemplarlo cuando pasó por Bilbao, está a poco más de diez kilómetros de la capital vizcaína y tal vez no tuviera ni tiempo ni ganas de ver los avances de su tiempo, aunque era una mujer sin duda curiosa e interesada por los aportes del progreso. En todo caso, mucha gente se acercó a observarlo, en aquel momento impresionada por esa construcción.

Hoy mantiene la utilidad para la que se construyó, pero además es una atracción sobre todo turística. No es que hayamos perdido la sorpresa ante los avances arquitectónicos y los logros de la ingeniería, pero ya no poseemos, me temo, esa fe ciega en el progreso colectivo. Ahora sorprenden esos inventos que tienen que ver con la cotidianidad más directa y más individual. El concepto de sociedad, parece ser, ya no tiene tampoco el mismo significado que antaño. Este año a punto de terminar ha añadido además no poco pavor a las aventuras colectivas.  

domingo, 20 de diciembre de 2020

El alirón de Teresita Zazá

 


A finales de 1913 el balompié causaba furor en Bilbao. No hacía ni siquiera veinte años que se inició la afición por este deporte, que entró de la mano –o de los pies, habría que decir– de los marineros ingleses que ocupaban sus horas muertas en el puerto jugando al football. Pronto se incorporarían algunos trabajadores locales que lo dieron a conocer a otros vizcaínos, en un momento en el que la actividad deportiva comenzaba a difundirse tanto en la capital como en la provincia, coincidiendo con un interés intenso por la salud y la higiene, que en buena medida fomentaron algunas organizaciones populares así como también algunos benefactores de cierta alcurnia, tal fue el caso de Manuel Aranaz Castellanos.

En 1898 surgió de entre algunos miembros de la Sociedad Gimnástica Zamacois la iniciativa de juntarse para jugar a este deporte. Le dieron incluso nombre al equipo, Athletic Club de Bilbao, al que se otorgó forma legal el 5 de abril de 1901 en una asamblea realizada en el céntrico Café García, sito en el número 8 de la Gran Vía de Bilbao.

Tal fue el arrebato causado por el fútbol en la ciudad que eran frecuentes las algaradas lúdico-festivas y aquel año apoteósico, 1913, no sólo el equipo ganó partidos y copas, sino que inauguró el campo de San Mamés. Tales celebraciones solían acabar en el barrio de San Francisco, zona por entonces de regocijo y diversión, en la que alternaban los señoritos bilbaínos, los hijos de las familias patricias de la ciudad y los mineros que bajaban al barrio los días de cobro a olvidarse de las duras jornadas de trabajo y de la vida precaria que llevaban.

Por aquel entonces el Barrio de San Francisco era conocido como la zona alegre y un tanto libertina de una ciudad liberal en muchos aspectos, pero también conservadora en sus costumbres. Parece que la fama de la zona, con sus garitos variados y sus querencias licenciosas, traspasó fronteras y llegó a oídos del mismísimo Bertolt Brecht, quien escribió La canción de Bilbao. Aunque puede que eligiera esta ciudad por la sonoridad de su nombre.

Sea lo que fuere, la noche del 29 de diciembre del año en cuestión cantaba en el afamado Salón Vizcaya, sito en el número 40 de la calle San Francisco, uno de los más frecuentados por señoritos y patricios bilbaínos, Teresita Zazá, una jovencísima cupletista extremeña, de nombre real Teresa Maraval Torres, que el año anterior había iniciado su carrera en el Triano Palace de Madrid y que empezaba a ser conocida entre los aficionados a ese género.



Entre los diferentes cuplés cantó uno que no pasó desapercibido por el público de aquella noche, compuesto mayoritariamente por aficionados del Athletic que celebraban uno de los triunfos del equipo, y en cuya letra se repetía:

En Madrid se ha puesto en moda la canción del 'Alirón,

y no hay nadie en los madriles que no sepa esta canción,

y las niñas ya no entregan a un galán su corazón,

si no sabe enamorarlas al compás del alirón.

Alirón, alirón, alirón pom, pom, pom...

 

Teresita Zazá ni imaginó que ese cuplé iba a tener una repercusión sin igual. Nadie conoce su destino ni el futuro de sus actos. Cuando llevaba poco más de un año de actuaciones por toda España, ni siquiera intuía que dos años después viviría en Argentina, donde obtuvo un éxito inmenso, que tendría una gira por varias ciudades latinoamericanas y que cantaría con Gardel.

Aquella noche sólo supo que un público enfervorizado cantó con ella la canción del alirón y a un donairoso se le ocurrió emplear el final del estribillo para ensalzar a su equipo y soltó, al terminar ella su cuplé, entre aplausos y vítores:

Alirón, alirón, ¡el Athletic campeón!

Corrió como la pólvora por las calles del Barrio. Puede que Teresita Zazá, habituada a esas zumbas, olvidase la ocurrencia del garboso, pero el bordón volvió a repetirse unos meses después, el 10 de mayo, cuando el equipo bilbaíno le ganó al equipo España de Barcelona y obtuvo gracias a ese triunfo el mayor galardón aquel año.

Ni qué decir tiene que resultaba pegadizo, aunque nadie sabía a ciencia cierta qué significaba aquello del alirón. Por ser Vizcaya en gran medida tierra minera, se dijo que la expresión derivaba de una locución del sector, all iron, que los capataces ingleses que gestionaban algunas empresas británicas, explotadoras de varias minas vizcaínas, sobre todo en Gallarta, colocaban en las carretillas cuando el hierro que portaban era de especial calidad y por el que los mineros recibían un complemento a su salario.

Otra versión indica que Alirón proviene de una palabra árabe, all´il´lán, que significa proclamación y durante un tiempo así lo indicó el diccionario de la RAE, aunque se eliminó a principios de este siglo.

Cuando Teresita Zazá regresó de América en 1927 para retirarse del espectáculo tras algunas actuaciones en Madrid y Barcelona, sólo intervino dos años después en la película La del soto del Parral, el alirón del Athletic ya estaba popularizado, sin que sepamos si la cupletista recordaba su actuación en el afamado Salón Vizcaya de San Francisco.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Sobre el vasco

 


En 1888 la Diputación de Vizcaya creó una cátedra de vasco por la que compitió Miguel de Unamuno, en concurrencia por cierto con Sabino Arana, fundador del PNV. Ninguno de los dos la obtuvo, sino que fue Resurrección María de Azkue quien consiguió la plaza. No sé si esta derrota supuso el inicio de un distanciamiento emocional e intelectual que poco a poco fue adoptando el insigne profesor bilbaíno y que pasó incluso por recomendar a sus conciudadanos vascos que se distanciaran del idioma, que asumieran incluso que lo mejor era «enterrar santamente el vascuence», como propuso en una conferencia en el teatro Arriaga de Bilbao, puro centro cultural y social de la capital vizcaína, en 1901.

Lo cierto es que la posición de Unamuno hacia el idioma local fue cuanto menos contradictoria, como no podía ser menos, a veces uno tiene la sensación de que el modo de pensar del filósofo era claramente dialéctico, pero una dialéctica llevada al extremo, llena de contradicciones y de dudas, un constante sí pero no. Hablaba de un idioma euskérico incapaz de trasladar el espíritu de los vascos a la modernidad debido a su dificultad y arcaísmo, pero al mismo tiempo lo había estudiado desde joven, había observado sus variantes locales, su variedad interna, y también afirmaba que un español medianamente cultivado debía conocer además el portugués –Unamuno era un iberista convencido– y cualquiera de las otras lenguas españolas.

Hay que tener en cuenta que el vasco, a diferencia del catalán en Cataluña, vivía una realidad muy territorial, no se hablaba, ni se habla hoy, en todos lados por igual, y era en las grandes ciudades, al igual que ocurría y ocurre con el gallego o el catalán de Valencia, donde se hablaba y se habla menos. Incluso hoy ocurre, cuando los ciudadanos menores de cuarenta años de la Comunidad Autónoma Vasca han estudiado en vasco, al menos una parte de sus asignaturas escolares, y gracias a ello en parte el idioma vive una evidente eclosión. Ocurre otro tanto en la zona media y norte de Navarra. En el Bilbao de Unamuno, durante su infancia y juventud, el vasco no era una lengua local, la escuchaban en boca de los baserritaras que bajaban a la villa por Santo Tomás a pagar sus rentas y a vender sus productos de la tierra. Pero la vida transcurría en castellano.



Claro que Unamuno asistió a la aparición de un nacionalismo que halló en la lengua uno de sus pilares. Sin duda, el debate identitario puso el idioma en el centro de la discusión de lo que somos como sociedad, y eso fue importante cuando había amenazas reales de desaparición o por lo menos de marginación extrema, pero casi nunca politizar un idioma es la mejor manera de extenderlo, al menos de extenderlo para que se hable y sea una lengua viva, más en un contexto que se fue radicalizando y dividió el país en bloques a veces antagónicos.

Sea lo que fuere, a finales del siglo XIX hubo un despertar del idioma, promovido en parte por ese nacionalismo que en su origen tuvo mucho de rancio, pero que también acabó teniendo una vertiente modernizadora, como la que representó Ramón de la Sota, que fue en realidad el artífice del actual PNV, más que la referencia mítica de Sabino Arana, nacionalismo que es hoy, además, mucho más amplio. Pero también hubo un interés cultural y social por el idioma, no tan determinado por las reivindicaciones nacionales, más cultural.

Es curioso que el vasco despertara también no poco interés entre los extranjeros que llegaron a los territorios vascos con la industrialización. Desde finales del siglo XIX sobre todo Vizcaya y Guipúzcoa atrajeron capital extranjero y con las inversiones arribaron también asesores británicos, franceses, belgas y alemanes. Menos politizados en los conflictos locales que los nativos, por tanto con menos prejuicios, algunos de ellos se sintieron atraídos por esa lengua extraña, complicada y un tanto legendaria. Fue el caso de Gerhard Bähr, nacido en Legazpi en 1900, hijo de un ingeniero alemán afincado en Guipúzcoa, y que se convirtió en un estudioso del idioma, aun cuando se dedicó profesionalmente a la química. Pero se interesó por el vasco y analizó el complicado sistema verbal en las variantes idiomáticas guipuzcoanas. En Alemania se formó un núcleo de estudiosos del euskera, herederos sin duda de Wilhem von Humboldt que en el salto del siglo XVIII al XIX viajó por el País Vasco y escribió sobre su idioma. Entre los estudiosos están Hugo Schuchardt o Karl Bouda.

Por cierto, en la misma época de Wilhem von Humbolt el hermano de Napoleón Bonaparte, Joseph, que se vio envuelto en la política española y elevado a Rey de España, ganando una mala fama que desde luego fue injusta, se interesó también por el idioma de los vascos.

Cuando en la actualidad se vuelve a discutir, y otra vez en forma de conflicto, de los idiomas del Estado, los idiomas oficiales, entiéndase, que de los otros ni se habla, por ejemplo del caló, que ni se plantea dársele un mínimo reconocimiento, uno no puede menos que recordar a Unamuno y a su sí pero no con el vasco y contemplar que nada hay nuevo en el debate, que se tiende a un maximalismo que no ayuda mucho a plantear la cuestión, olvidando que los idiomas sirven para comunicar y no para encerrarse en viejas atalayas.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Un lugar donde vivir

 


Es difícil comparar el estado de ánimo en los tres primeros decenios del siglo XX con el estado de ánimo actual, cuando estamos a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI. Uno tiene la impresión de que en aquel momento hubo un optimismo de época que no tenemos ahora, aun cuando las amenazas de entonces fueran también tremendas y la repercusión de las guerras no estuvieron exentas de crueldad y dramatismo, como tampoco lo estuvieron ciertas políticas que alcanzaron niveles de brutalidad y barbarie sin igual.  

Sin duda, la guerra civil española y la segunda guerra mundial, que forman parte de un mismo conflicto, aquella fue en cierto modo el inicio de ésta, marcan de pronto el final de una etapa de cierta fe ciega en el progreso. Que el mundo haya estado durante los últimos setenta y cinco años al borde del colapso nuclear y que la política se decantase por el posibilismo más que por la confianza absoluta en un futuro mejor, circunscrito ya a lo más inmediato, que no es poco, salir de la miseria, dignificar la vida cotidiana, pero que se quedó en ello, sin vislumbrar otros derroteros, y con algún que otro retroceso en los últimos lustros, indica bien a las claras un panorama emocional bien distinto. Para colmo hay que añadir una crisis ecológica consecuencia de nuestro modelo de vida y de organización social.

Ni qué decir tiene que el Bilbao de finales del XIX y de las primeras tres décadas del XX estuvo contagiada por esa esperanza y ese ideal de progreso que las clases pudientes de la villa, la de las familias burguesas y mercantiles, pudieron imbuirle a la sociedad entera. Claro que aparecieron no pocos reparos y temores ante los cambios, siempre ocurre, y el tradicionalismo, ciertas tendencias del nacionalismo bizkaitarra más aranista y un neoclasicismo intelectual que miraba más hacia atrás, a épocas de gloriosos imperios, fueron manifestaciones a veces más que evidentes de los mismos. Nada que no estuviera pasando en otros lugares.

La guerra civil y la toma de Bilbao, último bastión vasco afín a la República, a inicios del verano del 37, zanjó por completo el optimismo de época. El ideal burgués se diluía en lo más inmediato, reconstruir las fábricas, volver al trabajo, hacer caja otra vez bajo las nuevas circunstancias mientras que los ideales democráticos y los de la izquierda quedaron soterrados bajo capas de miedo y represión. Aunque las circunstancias del resto de Europa fueron bien diferentes, el aspecto emocional y la mirada ante el futuro no resultaron muy distintos. Lo apreciamos en la película de Florian Henckel von Donnersmarck Werk ohne Auter, titulada en España La Sombra del pasado, y en cómo vive el artista protagonista, Kurt Barnert, su proceso de aprendizaje artístico tras la guerra y la experiencia nazi. 

Es verdad que hubo ese paréntesis sesentayochista con el regreso a los ideales de ruptura y la recuperación de las experiencias de los ismos a través de la Internacional Situacionista, pero uno no deja de pensar que tuvo más de juego fingido, de pura tramoya en el gran teatro del mundo que de intento serio de darle la vuelta a la realidad. Claro que uno habla cuando todo aquello apenas es un mero recuerdo, a toro pasado…

En el País Vasco también vivió sus años de sesentayochismo ilusionante, con efectos, algunos, emancipadores, como los relativos a ciertas costumbres, pero también trágicos, funestos y lamentables a tenor de los resultados, que cada cual cave en su propia experiencia o en su mirar sobre lo que le rodea. Sirvió la década para comenzar una recuperación cultural que, como ocurrió en el cambio de siglo, sesenta años atrás, vino después de los cambios económicos y sociales. Ni qué decir tiene que para la cultura en vasco tal recuperación fue sobre todo vital, cuando la guerra y la dictadura pusieron cualquier expresión en esta lengua e incluso al propio idioma a las puertas de su extinción.



Que surgiera una figura como la de Gabriel Aresti, con su poesía en vasco aparecida en los sesenta, tuvo una influencia enorme en el surgimiento de grupos literarios posteriores, como el de Pott, en Bilbao, al poco del cambio de régimen, con una vocación más vanguardista, sin duda, pero sin la presencia del poeta bilbaíno la historia literaria hubiera sido bien diferente. Gabriel Aresti también influyó en un grupo de cantautores de su misma época, algunos de los cuales se agruparon en torno a un nombre otorgado por Jorge Oteiza, ez dok amairu, del que formaron parte Xabier Lete, Mikel Laboa, Lourdes Iriondo, Benito Lertxundi o Antton Valverde, entre otros.

Puede que Xabier Lete fuera el que mejor recogiera el estado de ánimo del momento. Bernardo Atxaga dijo de él que «vivió en tierra de nadie, siempre en tensión, en crisis perpetua por buscar el eje de las cosas». Hay que tener en cuenta que Xabier Lete fue poeta, él mismo se veía a veces más poeta que cantante, aun cuando fuera el autor de Xalbadorren heriotzean, convertida en una canción símbolo de la cultura vasca. Y un poeta que estuvo influido por cierto pesimismo, un nihilismo que bebió mucho del existencialismo tan presente en la canción francesa, que conoció bastante bien.

Al igual que Gabriel Aresti o del otro poeta esencial, aunque me temo que en proceso de que se le olvide, Gabriel Celaya, Xabier Lete no se alejó, pese a todo, de la realidad del país, aunque no pocas veces le incomodaba lo que estaba ocurriendo en él, escribió en un poema que le costaba querer a su pueblo, pero era incapaz de encontrar un lugar distinto donde vivir.

Murió hace diez años, a finales de 2010, cuando quedaba apenas tres semanas para que acabara el primer decenio del siglo XXI.