viernes, 20 de diciembre de 2019

Desencanto y frenesí


Francisco Umbral vuelve una y otra vez en su obra a esa España en blanco y negro, esa España que va saliendo de la posguerra inmediata, desconcertada, sin querer mirar atrás, temerosa de una realidad poco grata, pero que da paso a una cierta ilusión, una España en apariencia menos violenta ya, aunque sin duda no menos pesarosa, desencantada, pero que empieza a reconstruirse mal que bien. Entre los ganadores de la guerra comienza también a sentirse no poca decepción. En las filas falangistas y carlistas surgen discrepancias, algunas sonoras: las de Hedilla, las de Ridruejo, las del propio pretendiente Carlos Hugo, algo más tarde. Cuando Umbral se traslada a Madrid, cuando llega al Café Gijón, escritor en ciernes, ilusionado, parecen quedar atrás esos años turbios y las cosas se miran de otra forma, con algo más de ansia, de cordura y naturalidad, con la idea de que todo puede ser diferente, que todo pueda ser normal, que es lo que desea la clase media, sea lo que sea esta entelequia de la clase media.

Francisco Umbral alcanza su deseo de ser escritor, publica libros y publica crónicas en la prensa, y hay una palabra que se impone en su obra, una palabra muy usada en aquellos años del cambio: desencanto. No en vano en la década de los ochenta, cuando gobierna ya el PSOE por primera vez en más de cuarenta años, y gana las elecciones con el lema del cambio, cuando la euforia comienza a menguar y sí, vale, se ve que la transición ha traído la normalidad de la democracia liberal a España, se habla también de desencanto, de pasotismo entre la juventud que ya no parece tener más sueños que la de emular a un por entonces triunfador Mario Conde mientras que el honorable Jordi Pujol calificaba de ataque a Cataluña las primeras acusaciones de malversación por el tema Banca Catalana y con ello movilizó el patriotismo propio frente a un Estado que a veces era aliado, a veces era opresor. Ambos personajes, por cierto, tuvieron los pies de barro. Hubo protestas, en efecto, las de los universitarios, las de las primeras huelgas generales ante las reformas laborales (apenas una broma comparadas con las de hoy, cuando no está claro que vayan a ser subsanadas, ni siquiera si al final va a haber gobierno y si este va a poder retocar las consecuencias de tanto desaguisado) y se quiso creer que el derrumbe de la izquierda no era absoluto (no lo fue entonces, en comparación con lo que llegaría a final de la década), pero el símbolo de aquellas protestas fue la imagen de Jon Manteca, el cojomanteca, destrozando a muletazos mobiliario urbano.

También fue testigo Francisco Umbral de aquellos años, escribió sobre ellos, ironizó y los describió con esa forma suya de darle vueltas una y mil veces a la realidad para contemplar una y otra vez sus aristas, distintas e iguales a la vez, y supo transmitir el desencanto que se mantenía como hilo conductor de la historia contemporánea de España, el mismo desencanto que se aprecia en la primera parte de la novela de Vázquez Montalbán El Pianista, cuando se respira ya ese ambiente olímpico barcelonés, que fue una forma de vivir a lo grande el desencanto que ha desembocado en el actual caos.

Me pregunto si habrá hoy alguien que recoja el desencanto actual, el desencanto del siglo XXI. Tal vez lo haga Javier Pérez Andújar, que asume el reto con sus crónicas y sus miradas entre nostálgicas y críticas a partir del final del franquismo y los años de la transición, y llega hasta el presente, con una mirada irónica ante tanta grandeza de cartón piedra. O tal vez Ignacio Martínez de Pisón, que aprehende el ambiente de la transición hasta el presente. O en una ciudad de provincias como es Bilbao, aun cuando con muchas ínfulas de gran capital, lo consiga Jon Arretxe, consiguiendo además que el ojo que desentrañe tanto absurdo posmoderno, tanta pachanga hipermoderna, sea la de un emigrante africano, un sin papeles que se busca la vida como sea. En ellos hay algo de la mirada de Francisco Umbral, que acude a la afirmación de Antonio Machado «la realidad hay que inventarla» quién sabe si para burlarse de sus propias crónicas realistas o para reflexionar sobre la falta de lirismo y de épica en el panorama patrio (o patrios), lo cual explicaría muchas de las cosas que están ocurriendo hoy y de cómo se describen y  de cómo se interpretan. «Se tarda mucho en comprender –escribe Umbral– que el Quijote no es el libro de la gran epopeya nacional, sino, muy al contrario, la mayor burla de España, el libro de la ironía, la Biblia del escepticismo, el desengaño y la sonrisa». Nada más cierto y evidente.

Desencanto y frenesí es lo que compone, afirma Umbral, la obra literaria. Hemos visto en el cambio de siglo y sobre todo en este decenio al que le falta un año para desaparecer demasiado desencanto y demasiado frenesí. Puede que sea el anuncio de nuevas obras excepcionales, en este mundo donde se publica tanto y se lee tan poco, en el que todo ha de ser inmediato y hay poco lugar, me temo, para pensar y escribir, a nadie le importa ya, por lo demás, que se piense y se escriba. Quién sabe.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Francisco Umbral


Hace tres meses el escritor Manuel Vilas publicaba un artículo (El País, edición del 9 de septiembre) en el que destacaba la actitud arisca, como enfadada y amarga, de Manuel Umbral ante la vida, ante la realidad. Cómo no, recordaba aquella entrevista en televisión que se convirtió en un tópico, viral se diría hoy, cuando lanzó su ya famoso y repetido hasta la saciedad «yo he venido a hablar de mi libro» al sentirse ninguneado por la presentadora, Mercedes Milá, en una conversación inane, intrascendente, puede incluso que la considerase una charla bobalicona.

Esta entrevista, con el correspondiente enfado, se realizó en 1993, ya era Francisco Umbral un escritor y un periodista renombrado, un tanto cínico, ceñudo y áspero con la realidad. Se había dejado atrás la década de los setenta, la de los primeros cambios políticos y sociales, y la de los ochenta, la que dicen que fue una época alegre, desenfadada, esperanzadora, pero también para muchos un tanto decepcionante, se podría escuchar el retintín de un no es esto, no es esto orteguiano en pleno inicio de la posmodernidad y que repetirían no pocos de los testigos de aquel tiempo.

Para Umbral esa última actitud responde a un sentimiento, el de desencanto, lo emplea en 1977 al acaba su libro El año que llegué al Café Gijón, al reflexionar sobre el sempiterno tema de la literatura y la vida, «¿Para qué insistir en la literatura, entonces –escribió como párrafo final–, me preguntaba yo, sin esperanza ya de que la literatura fuese la salvación de nada, sino el más mediocre compromiso con la historia? Había que empezar donde él –este él era Ramón Gómez de la Serna– había terminado. En el desencanto». No es casualidad que Jaime Chavarri, en el mismo momento en que Umbral escribía seguramente este libro memorístico, presentase su documental sobre los Panero –los tres hijos y la viuda del poeta Leopoldo Panero– y emplease para titularlo esa misma palabra, ese sentimiento, El desencanto.

Para muchos, los más jóvenes o los más interesados, se abría una nueva época, pronto llegaría el desengaño, debía causar no poca desazón el paso del tiempo y comprender que la normalidad es otra cosa, no lo que esperaban, claro que ahora vivimos imbuidos en él, en un desencanto permanente, cuando los momentos de esperanza, además, duran bien poco, no llegan ni al lustro, tal vez por esto no lleguemos a comprender la dimensión de ese sentimiento de desencanto o lo sintamos de otro modo, cuando comprendemos que nada es lo que esperamos, pero lo percibimos bien pronto, apenas iniciada la esperanza.

El año de ilusión para Francisco Umbral tal vez fuese 1961, cuando se trasladó a Madrid desde Valladolid, donde tres años antes había comenzado su carrera periodística, también la de escritor ya público, o sea, leído, y es en Madrid donde podría emprender su labor literaria con fuerza, con esperanza de destacar, de ser alguien, pero no destacar por destacar, sino para que se le leyera y aportar lo propio a esa sociedad con la que todo escritor está al fin y al cabo entretejido.

Es un Madrid que ya empieza a despegarse de esa capa amarga de la posguerra de la que nadie habla o se hablará poco durante mucho tiempo, casi a escondidas, y aun cuando la dictadura mantiene un ambiente asfixiante y rancio, comienzan a ganarse pequeños ámbitos de intimidad libre. Es el Madrid de los cafés –el Gijón, el Teide, el Lyon, el Comercial–, donde ya se han recuperado la tradición capitalina de las tertulias de escritores y aspirantes, donde se leen revistas literarias que surgen por doquier, en Madrid y en toda España –la revista Garcilaso de José García Nieto, Ramón de Garciasol y Jesús Juan Garcés, La estafeta literaria, de Rafael Morales y Luis Ponce de León, la revista Punta Europa, de Vicente Marrero y Domingo Paniagua, la revista ínsula de José Luis Cano y Enrique Caneto, la revista Ágora, de Concha Lagos y Medardo Fraile–, es también el Madrid del Ateneo revitalizado por Florentino Pérez Embid, parece recuperarse el dinamismo literario y artístico, aunque el propio Umbral reconocerá que «se había perdido la frescura intelectual de antes de la guerra», esa edad de plata de la cultura española ya no se recuperará, pese a que es casualmente (o no tan casualmente) el ámbito de la cultura el que mantiene el contacto entre las dos Españas, la del interior y la del exilio.

En El año que llegué al Café Gijón Umbral retrata ese Madrid literario y artístico. Es un maravilloso manual de literatura, así podría leerse, mucho mejor que no pocos vetustos manuales escolares que desalientan más que animan la lectura. Francisco Umbral no sólo realiza un recorrido por los espacios físicos y mentales de la cultura del momento, también reflexiona sobre la cultura y el papel de la literatura. No en vano hay un intenso debate sobre el arte social o el grado de compromiso con la realidad o con los idearios al uso en aquel momento. Y sin desmerecer el carácter subversivo, Umbral parece decantarse: «Por eso –escribe– lo más subversivo es hacer arte puro, poesía pura, escritura pura, música, ya que el arte nace glorioso de la grieta inmensa, de la brecha».

Este libro y en general toda la obra de Francisco Umbral es pura vida, pura literatura, es una escritura de quien decide que la literatura es un modo de vida, no un mero entretenimiento, un parte del ocio para el fin de semana o para alguna tarde libre, mero postureo diríamos hoy, una actitud la suya de quien asume también el desaliento de la realidad, lo cual no quita un ápice a la fuerza de la literatura, al contrario, refuerza su presencia, aun cuando acabe siendo refugio de desengañados.

Manuel Vilas, en el artículo mencionado al inicio, acaba añorando la incorrección literaria –y por tanto vital– de Francisco Umbral, en estos tiempos de actitud siempre correcta y comedida, en el que el periodista y escritor se hubiese sentido a todas luces fuera de lugar, aunque no creo que aceptase estar fuera de juego, en este mundo de libertad teórica. Leerlo, por tanto, se convierte casi en una necesidad, en un modo de contrarrestar tanta memez y tanto simplismo de los tiempos actuales.


jueves, 5 de diciembre de 2019

Cuestión de carácter


Manuel Chaves Nogales nos habla de las víctimas de la historia, de las personas que sufren los desaguisados de la guerra, que es la política por otros medios, según Clausewitz, aunque Foucault le dio la vuelta al enunciado, la política como  la guerra por otros medios. Sea lo que fuere, el periodista sevillano nos describe cómo la violencia, ya sea la de la revolución, la de la guerra civil o la de la guerra en general, saca lo peor de cada ser humano, revuelve el carácter de cada persona que afronta una situación extrema y lo desvirtúa, muchas veces hacia lo más vil, aunque no siempre, hay también actos heroicos, que no son nunca los bélicos, en absoluto, estos se encuadran siempre en lo peor, sino los actos de solidaridad, de rechazo a la violencia, a la guerra. Pero esa violencia no deja de ser también un modo de relacionarse, una relación política, por tanto es la política, la entendamos como preámbulo de la guerra o como consecuencia de ella, la que determina el carácter. Por lo demás, mucho me  temo que esa violencia desatada saca casi siempre lo más nocivo, el lado más abyecto, es imposible al fin huir del fatalismo, de una mala impresión del ser humano que la historia insiste en confirmar con toda su crudeza.

Puede que que la violencia –la de la revolución o la de la guerra, da igual– sea la experiencia más extrema y hay otras situaciones sociales y políticas que van conformando el carácter individual al exponer al individuo a experiencias complicadas. De ahí que veamos a los esclavos de otras épocas –por desgracia los de hoy en muchas zonas del planeta– como seres dóciles, amansados, obedientes y fieles a sus amos, asumiendo la imposibilidad de otra realidad, de otro mundo, de otro tipo de relaciones. Lo hemos visto en un sinfín de películas sobre el sur norteamericano e incluso en la película Guess Who´s Coming to Dinner (Adivina quién viene a cenar), de 1967, es la criada negra quien más reparos pone, incluso más que el propio padre, a ese noviazgo de la hija blanca de clase media alta con el novio negro, aun cuando éste sea también de un nivel profesional similar al de la familia.

Lo vemos también entre los nuevos trabajadores precarios que acaban aceptando las condiciones laborales que se han ido degradando en los últimos años, los asumen con normalidad pasmosa, forma parte de sus caracteres, y hay casos como el español, ante el cual no pocos se sorprenden del alto grado de sometimiento y de soportabilidad. Es la política del es lo que hay. Claro que frente a ello encontramos un Espartaco o revueltas en muchos países, como en Francia, donde existe una tradición asociativa y sindical sin duda más asentada y que incide en la actitud individual. Lo cual nos lleva a plantearnos más la cuestión de hasta qué punto lo colectivo –y sobre todo lo institucionalizado– afecta al individuo, a su carácter.

Es cierto que el neoliberalismo actual pone todo el peso de la vida en el individuo, el éxito o el fracaso es cuestión de entereza y carácter, se impone el planteamiento del hombre o la mujer hechos a sí mismos, se habla ya abiertamente del emprendedor que sabe afrontar la economía sin contar con el Estado o incluso con la comunidad y forja su propio destino, se le concede un papel fundamental. También los peligros del mundo dependen de cada cual, se pone el acento en lo que cada uno haga, por ejemplo la crisis ecológica se afronta como responsabilidad individual, que cambiemos nuestros hábitos, se nos dice, que seleccionemos la basura de forma adecuada, y sin duda es importante, lo asumimos, yo coloco mi basura en los contenedores correspondientes en mi propia calle mientras veo, al otro lado del estuario del Nervión, en los muelles de Getxo, los grandes cruceros turísticos que tanto contaminan, y se potencia este sector sin atender a razones ecológicas, sólo a la lógica del beneficio empresarial y de oportunidad a nuevos emprendedores. Pero soy yo quien debe asumir en la forma de vivir la responsabilidad ante el planeta.

No es de extrañar que se tienda a un mayor individualismo. Cada cual que vaya a lo suyo y las responsabilidades colectivas quedan como un discurso más o menos decorativo para las declaraciones políticas y las grandes cumbres.  De nuevo el carácter forjado a golpe de historia y de institución.

Claro que hay también procesos que nacen de bien dentro y que forjan lo que uno es, lo que uno es capaz de llegar a ser. Paolo Giordano nos lo plantea en su primera novela, La soledad de los números primos, publicada en 2008 y que nos muestra la vida de Alice y de Mattia, afectaba en plena niñez por traumas que se fijan en su interior hasta el punto de determinar por completo lo que son, lo que serán. Los vemos crecer, afrontar la juventud y eso que llaman madurez, la que conformará sus caracteres de adultos y que encuentran los mismos desajustes, las mismas vacilaciones e incertidumbres, reproduciéndose una y otra vez a lo largo de sus vidas. Alice y Mattia están afectados cada cual por sus traumas, pero tampoco a los otros personajes que van apareciendo en la novela no parece que les vaya mejor en sus conflictos interiores.

Conflictos interiores que tampoco devienen colectivos, ni siquiera se comunican, salvo en arranques de sinceridad que se dan en pocas ocasiones. Mattia logra contarle a Alice la tragedia de la desaparición de su hermana más como acto de un triunfo personal, por una mera circunstancia casi ajena a la amistad que les une (aunque se mantengan separados, como números primos que casi se tocan, pero no son consecutivos). Alice ni siquiera verbaliza lo que le ocurrió de niña, aun cuando sus consecuencias sean más palpables.

Es cierto: la literatura o el cine, como espejos, nos van mostrando modelos individuales que la realidad va forjando. Reconocerse en unos u otros conlleva una enorme valentía y sin duda grandes dosis de sinceridad con uno mismo. Nadie querría verse reflejado, en todo caso, en el Travis Bickle de Taxi Driver, interpretado por Robert de Niro, un ser aciago e incisivo, machista y reaccionario, aunque creyéndose un héroe de nuestra sociedad. Nadie querría verse reflejado en él, aun cuando todos tengamos, al final, algo de él.

jueves, 28 de noviembre de 2019

La revolución no huele a rosas


La revolución no huele a rosas. Se le atribuye a Lenin tal afirmación. Cualquier ruptura del orden conlleva tensión, excesos, crueldades, abusos, violencias, desmesura, arbitrariedades, despotismos e injusticias. Sobre todo cuando se parte de situaciones de opresión y de miseria. Rusia sufrió todo eso, sin duda, y así lo cuenta Manuel Chaves Nogales en su novela El maestro Juan Martínez que estaba allí y que narra lo que el periodista recogió del propio protagonista, un artista real que conoció en París, y su compañera Sole, cuando por circunstancias recayeron en tierras rusas y ucranianas a punto de estallar la revolución soviética. Vivieron el ascenso de los soviets y la posterior guerra civil, asistieron a la locura de un enfrentamiento que tuvo, sí, mucho de venganzas y arbitrariedades. Sin duda no fueron éstas muy diferentes a lo que viera el propio autor durante la guerra civil española y que recogió a su vez en A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. El periodista apuntó los desmanes de ambas partes, aunque no se le puede acusar de equidistante en el mal sentido que se le da hoy a la equidistancia, no lo fue en absoluto, era republicano, próximo a Manuel Azaña, por tanto no era comunista ni anarquista, es cierto, pero tampoco simpatizó ni lo más mínimo con los levantados en armas, y sufrió el exilio. Murió en Londres en 1944.

En su relato sobre lo sucedido en Rusia se habla del hambre, de los excesos criminales de blancos y rojos, del ambiente de duda y recelo que podía llevar a cualquiera a la muerte, describe el terror de las chekas o la actitud vengativa y cruel de los zaristas o de las tropas polacas cuando invaden Ucrania, con vistas a ocupar Rusia entera y resarcirse de la historia. Porque la historia está llena de motivos para la venganza en quien sólo ve las razones propias y rechaza las contrarias. O las disidencias internas, muchas veces peor consideradas porque entrañan, para los puristas, que son siempre quienes ostentan el poder, las semillas de la traición. Que se lo digan a los trotskistas rusos y a tantos otros militantes comunistas que fueron juzgados, reprimidos, encarcelados, torturados, desaparecidos y fusilados. El historiador marxista Pierre Broué lo cuenta en su libro Comunistas contra Stalin (hay edición en castellano en la editorial Sepha).

Chaves Nogales describe ese ambiente de tensión constante, de miedo, de pánico cada vez que uno de los bandos en liza se impone. Desde luego, no debió de ser muy diferente el ambiente en la calle durante la revolución francesa, por ejemplo, o durante la guerra de la independencia en España, con el levantamiento del pueblo contra el ocupante francés y las sospechas de todo aquel que no fuera afín a la causa española, sin brecha alguna. El mundo de las ideas es siempre el primero en caer, las ideas son siempre sospechosas de poca firmeza, de debilidad y de segura traición. Los afrancesados lo supieron bien. José Antonio Gabriel y Galán lo expuso a la perfección en su novela El bobo ilustrado.

Del terror de la revolución francesa o de esa guerra en España –habría tres más durante el siglo XIX, éstas civiles– no se suele hablar mucho. Tal vez porque haya pasado bastante tiempo, no tenemos siquiera testimonios directos y los efectos se disipan, pero quizá sea también porque cambia la actitud según los resultados, y qué duda cabe que nuestro modelo político actual le debe mucho a aquella revolución francesa, la de los derechos y la ciudadanía, la de los principios liberales que proclamó y el acceso de la burguesía al poder, mientras la revuelta española supuso una vuelta a la legitimidad española. Pero no estuvieron exentas de barbaries. Se mira hacia otro lado, cada cual ve las cosas según le vaya en la fiesta y no se quiere reconocer esa parte negativa, sangrienta y opresiva de quienes sufrieron el sometimiento a los procesos colectivos y a las razones de tales procesos.

Porque ésta es otra, la cuestión de lo colectivo y lo individual, pero sobre todo la fuerza de la razón cuando se plantean procesos colectivos. Lo afirmaba hace unos días una dirigente política catalana al ser interpelada sobre algunos enfrentamientos en Cataluña a raíz de la huelga en las universidades, los derechos colectivos están por encima de los derechos individuales, dijo, pero esto no fue lo peor –hasta cierto punto es válido que se anteponga lo colectivo a lo individual, siempre y cuando se reconozca a lo individual sus compensaciones y derechos–, sino que añadiera además que estaba la fuerza de la razón que debía guiar el proceso, el de ellos o cualquiera que estuviera legitimado por la Razón (léase nuestras verdades). No sé si era plenamente consciente de lo que estaba diciendo, que una de las razones en liza legitimaba la negación de los derechos a quienes no la compartían, o lo que es lo mismo, una determinada posición política que se imponía por ser la causa verdadera y única. Casi le faltó acudir a la gracia divina.

Al final la historia de la humanidad es la historia de sus crímenes. Es la naturaleza humana, podría decirse, por desgracia. Y ante los crímenes las ideas tienen poco espacio. En el libro de Chaves Nogales aparece un solo momento en que los problemas se plantean de un modo político, lo hace Trotsky que acude a Kiev para enfrentarse a las protestas de un pueblo pauperizado. Claro que quita responsabilidad en la situación al aparato del Estado Soviético para otorgársela a ese pueblo que debe incidir en la realidad política. No sabemos si hay ironía en el autor –¿cómo va a incidir un pueblo que no tiene ni para comer?– o si ve la grandeza del orador que acabará, no obstante, siendo castigado y finalmente asesinado por ese sistema que ayudó a levantar.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Ícaro moderno


La Grecia clásica ensalzaba el intelecto. Era fundamental para apreciar lo consciente, tanto lo consciente íntimo de la persona, su esencia y su carácter, como la realidad que lo envolvía. El intelecto se movía siempre entre el espíritu humano y la afectividad, se constituía mediante la unión de ambos y fallaba cuando faltaba cualquiera de los dos elementos. Resultaba además imprescindible para alcanzar el ideal de la armonía, fin primordial en aquella época y objetivo, entre otros, de toda razón. El intelecto era esencial también para que se actuase siempre en el justo medio, en el equilibrio, en la prudencia. Esta última no estaba reñida con la osadía, al contrario, se requería para enfrentarse a los obstáculos y de este modo poder avanzar, como lo demostraban los héroes, pero toda osadía debía guiarse por ese mismo ideal, el de la armonía, fin de toda obra humana, y debía huir siempre de la exaltación y de esos males que escaparon cuando Pandora abrió la tinaja regalada por Zeus. Sin embargo, no siempre resultaba posible actuar de ese modo, con la prudencia y la audacia que brotan del intelecto. Incluso quienes eran más hábiles en las artes y el pensamiento podían sucumbir a los celos, a las envidias, a los rencores.

Dédalo, por ejemplo, sucumbió, aun cuando era un arquitecto y artesano reconocido por su buen hacer. Sin duda, tuvo siempre la cabeza bien amueblada, pero era humano y por tanto no siempre capaz de escapar a la exaltación y las malas pasiones. Sobre todo de joven, cuando se carece de esa experiencia vital que afina el espíritu y siempre atempera. Fue la envidia ante la brillantez de Pérdix lo que le llevó a matarlo cuando éste aún era un niño, pero un niño genial que deslumbró al agudo Dédalo con sus descubrimientos nacidos de la mera observación de la naturaleza. Dicen que lo mató cuando ambos estaban sobre la Acrópolis de Atenas.

Hay quien cuenta que fue castigado con el destierro y quien sostiene por el contrario que huyó para evitar el juicio de los atenienses. Sea lo que fuere marchó a Creta, donde reinaba Minos, y allí destacó por sus artes y por su arquitectura. Le acompañaba Ícaro, su hijo, a quien intentó impregnarle de los ideales correctos –armonía, justo medio– y que avanzara por las sendas adecuadas.

Tiempo después, Minos tomó una decisión respecto a Dédalo que nos puede parecer cruel, incomprensible, aunque puede que tuviera que ver de algún modo con la deslealtad de Pasifae, la esposa de Minos, que a instancia de Poseidón se enamoró de un toro, o con la huida de Teseo del laberinto diseñado y construido por Dédalo. El rey de Creta sospechaba que el arquitecto estaba de un modo u otro implicado en alguno de los dos hechos, o en los dos, hay quien quiso entenderlo así. Pero lo más probable es que Minos lo encerrara junto a Ícaro en el laberinto en que había introducido al minotauro para que no pudiera desvelar el secreto de aquella construcción.

En todo caso, era difícil que a Dédalo no se le ocurriera algo para escapar del laberinto. Estaba tan bien diseñado y construido que ni siquiera él, su autor, podía encontrar la salida. Pero ya poseía la madurez y experiencia suficientes como para saber el modo de escapar al encierro: unas alas elaboradas con plumas de ave y cera que le permitirían lograr lo que el ser humano aún no había conseguido, volar.

Iba a ser además una buena oportunidad para que Ícaro aprendiera a ser prudente y osado a la vez, para que supiera sortear los elementos y avanzar en sus objetivos, para que asumiera el justo medio como vía de crecimiento propio y elevación personal. Dédalo le aconsejó y le enseñó a distanciarse tanto del sol como del ras de suelo. Si se acercaba al sol, la cera se derretiría y las plumas se desprenderían de las alas, caería inevitablemente. Si se acercaba a ras de la tierra y el mar, las alas se mojarían y pesarían tanto que no le permitirían ascender lo que debía.

Puede que fuera la juventud, ese mal que se cura con tiempo, pero Ícaro no hizo caso a las advertencias de prudencia y osadía, de justo medio y astucia que han de guiar toda acción, quiso ascender hasta el sol y ocurrió lo que Dédalo presagió si lo hacía, se derritió la cera de las alas y se desprendieron las plumas, Ícaro cayó a los fondos marinos y ahí desapareció, en aquellas tinieblas bajo el mar. Paul Diel ve en el gesto de Ícaro la insensatez fruto de la vanidad, la ambición desmesurada, la mera exaltación del instinto, la megalomanía.

He recordado este mito a raíz de una conversación reciente con Cecilio Olivero Muñoz acerca de la política actual, en la que comentamos el derrumbe de Ciudadanos y la caída de Albert Rivera, un verdadero descalabro que me atrajo de pronto no por simpatías políticas hacia él, nunca las tuve, sino por lo que refleja su caída. Una vez más, se me ocurrió al recordar a Ícaro, un mito clásico nos permite comprender una realidad de nuestro tiempo y dilucidar el comportamiento humano, tan previsible en tantas ocasiones.

Fue evidente la astucia de Albert Rivera al detectar no poco cansancio del sistema de partidos establecido en España, que entró en crisis en la segunda década del siglo. Antes había visto cómo aumentaba el distanciamiento de parte de la población catalana, sobre todo en la izquierda, de un catalanismo imperante en Cataluña. Hacía décadas que ya no existía el PSUC, que hizo una labor intensa de incorporación de la población emigrada desde el resto del Estado en las demandas propias del catalanismo social, el Partido se había diluido y dividido hasta desaparecer en la práctica, y cuando el catalanismo político subió un escalón en sus exigencias, ya entrado el siglo, una parte de la población se sintió fuera del juego político. Al mismo tiempo, el PP estaba sumergido en un verdadero bloqueo debido a los sucesivos casos de corrupción que se iban destapando, aun cuando su dirigente máximo, Mariano Rajoy, no fuese especialmente radical en sus planteamientos y actuara en lo político con no poca circunspección, pese a la crisis y a las exigencias desde ciertos foros y estamentos de la UE.

Albert Rivera, abogado en ejercicio y actuando como un arquitecto de lo político, sin duda con la cabeza bien amueblada, como un Dédalo ya experimentado, quiso basarse en dos mitos de la política española: el reformismo de la UCD y de Suárez durante la transición, reciente, con lo que intentó acercar al sector de derechas que estaban apesadumbrado con un PP al que cada día le estallaba un nuevo escándalo, y el regeneracionismo de principios del siglo XX, con lo que se intentó ganar a sectores liberales y progresistas del país. Esta combinación, junto a la crítica del catalanismo y a la crisis del sistema político y social, le dieron cuerda para que de pronto su proyecto político cuajara en el país entero.

Supo aprovechar su fuerza real, una vez entró en escena en todas las instituciones políticas del Estado, para permitir la gobernabilidad al tiempo que reafirmaba sus principios liberales, moderados y progresistas, pactó con la derecha y la izquierda allí donde podía intervenir. Dicho de un modo llano, supo jugar sus cartas en una sociedad que nunca se destacó por su radicalidad y que tiende a ser liberal en las costumbres, pero conservador en la mentalidad. Llegó a ser el partido más votado en Cataluña, el que parecía que iba a oponerse frontalmente al independentismo creciente. En otras comunidades se volvió clave para la gobernabilidad y en las elecciones de abril de este año hubiera podido aportar estabilidad al sistema –al régimen del 78, lo llaman– porque un hipotético acuerdo con el PSOE garantizaba una cómoda mayoría, sin duda muy deseada por algunos sectores económicos y políticos.

Pero llegado a este punto Albert Rivera había dejado de ser Dédalo para convertirse en Ícaro. Llevado por no poco prurito de grandeza, por una exaltación en un discurso de pronto grandilocuente, quién sabe si por la vanidad y la insensatez que da querer pretenderlo todo ya, comenzó a dar unos virajes que resultaban incomprensibles, tuvo unos errores garrafales, aun cuando no pocos asesores internos de su propio partido y aliados fuera de él le llamaron la atención sobre ellos. Dejó esa equidistancia de la moderación y comenzó a aparecer junto a personajes y partidos cuya compañía resultaba incómoda para quien se pretende liberal, al tiempo que clamaba contra el dirigente de una de las dos opciones políticas del país de un modo exagerado.

Se acercó en exceso al sol y se le derritió la cera de las alas, la caída fue tremenda y acabó golpeado por completo, con su proyecto político menguado y dimitido él ante el desastre. Le falló lo que aconsejaban los griegos clásicos, la prudencia y el justo medio, la búsqueda de una armonía que se reflejara en lo general y en cada uno de sus actos, y la huida de la exaltación como modo de actuación. Para que luego nos digan que conocer cultura clásica no sirve de nada, que como mucho es un mero barniz decorativo.

jueves, 14 de noviembre de 2019

«El Palacio de los Sueños»


El asesinato de Trotski, apenas una anécdota en la trágica historia del siglo XX, lo escribía al rememorar la figura de Ramón Mercader, se preparó y ordenó desde una maquinaria estatal represiva, implacable, arbitraria y asfixiante. Es difícil imaginar el ambiente que se respiraba bajo el régimen de terror que impuso Stalin. Poco importa además que en apenas veinte años el hombre de acero se aupara en el poder de un país que salía de la revolución y la guerra civil, y lo dejara triunfante tras las IIª guerra mundial, industrializado y presto a ser la potencia antagónica a los Estados Unidos, lo central es que heredó la fuerza liberalizadora de la revolución –revolución que se llevó a cabo, no se olvide, para liberar a las clases desposeídas y dotarlas de las herramientas del poder para su propia emancipación– y lo convirtió en un horror, en una tiranía que varios lustros después la imitaron y superaron otros sátrapas que en nombre de esa misma libertad y emancipación ejercieron una opresión tremenda, más sanguinaria y asfixiante si cabe. Sólo quienes han vivido bajo esa maquinaria o alguna similar sabe lo que significa en la vida cotidiana vivir bajo esa tensión y esa desconfianza permanentes.

A todas luces, aquel crimen y aquel aparato despótico ratificó lo afirmado por Lord Acton cuando escribió en una carta dirigida al obispo Mandell Creigthon que «el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente», afirmación ésta que se convirtió en una máxima asumida ampliamente. En dicha carta, el historiador católico británico polemizaba con el referido obispo acerca del carácter cruento del Papado en los periodos más siniestros de la institución y no estaba de acuerdo con rebajar, como pretendía el jerarca, la crueldad y la tiranía de la misma en el momento de mayor corrupción institucional, sin importarle además que hablasen de la cabeza de una Iglesia en la que creía y se apoyaba, y de una religión que también en su momento significó para millones de personas la emancipación, la dignificación y la esperanza.

El poder corrompe y lleva muchas veces, si no se le pone remedio, a sufrir la tiranía. Incluso la prudente democracia liberal, en teoría basada en un equilibrio de poderes y en la asunción y aceptación de unas reglas de juego que reparte la soberanía entre la ciudadanía corre el peligro de degradarse y convertirse en un aparato engorroso e inamovible, una mera fachada tras la que se esconde una fuerza corrupta y contraria a los propios valores que se dice defender. Ni siquiera importa que las opciones que se lanzan a la arena política, incluidas las emancipatorias, estén defendidas por millones de personas en las calles o en las urnas, ya sabemos a estas alturas que otras movilizaciones y otras urnas sirvieron también para corromper absolutamente la realidad y convertirla en un infierno.

Tal vez tenga razón William Golding al situar en el ser humano las semillas del mal y su tendencia a la tiranía, tal como parece defender en su novela El Señor de las moscas. Ese grupo de muchachos que acaban en una isla desierta no reproducen una sociedad ordenada y libre, no se constituyen en un Robinson Crusoe colectivo, portador de los valores de la civilización precisa e ilustrada, sino que establecen unas relaciones de poder abusivas. Habrá quien crea, entonces, que para eso la sociedad se dota de instrumentos de convivencia, el Estado por ejemplo, aunque a veces uno no puede menos que darle la razón a Bakunin y contemplar el Estado como «nada más que esta dominación y explotación regularizada y sistematizada».

Sea lo que fuere, nos encontramos con la organización política establecida, con sus legitimidades y sus legalidades, ninguno formamos parte del contrato social primigenio, nos lo encontramos todo hecho, a veces las tiranías construidas como una verdadera cárcel institucional, a veces democracias liberales que saben muy bien esconder sus despojos bajo la alfombra. De un modo u otro, y desde luego salvando las distancias, nos encontramos dentro de un sistema que tiende a corromperse.

Lo muestra bien a las claras Ismaíl Kadaré en su novela El Palacio de los Sueños, explica en la persona de su protagonista el modo en que ese ambiente turbio, asfixiante, tenebroso del poder se va apoderando de cada uno de nosotros, aun cuando intentemos asistir a esa atmósfera envolvente con cierta distancia, pretendamos cumplir nuestra misión en la vida de la mejor forma posible, a veces incluso nos dejemos llevar sin grandes pretensiones y comprendamos la inutilidad de todo esfuerzo.

Mark-Alem, joven de un clan importante en un vasto imperio, una familia poderosa y culta, entra como funcionario en una institución que se nos aparece fundamental para el manejo de las cosas públicas, un pilar del Estado, el Tabir Saray, un ente cuyo objetivo es recopilar, seleccionar e interpretar los sueños de los súbditos, controlar de este modo hasta lo más íntimo de todos los individuos. Ascenderá en su carrera de funcionario, siempre bajo una atmósfera de sospecha constante, de enigma y conspiración, entre secretos aterradores y normalidad siempre normativizada.

Ismaíl Kadaré escribe esta novela a final de los setenta, la termina el primer año de la década de los ochenta, cuando falta apenas un decenio para que los países del Este vean caer su organización social y política. Albania, que no forma parte del Pacto de Varsovia ni del COMECON, que había roto con el bloque del Este acusándolo de revisionista y socialimperialista, que mantiene un estricto sistema estalinista, aguanta apenas unos meses hasta que la crisis social, con una salida masiva de ciudadanos albaneses en barcos hacia Italia, hunde definitivamente aquel sistema que era cerrado e inmovilista, opresor y controla hasta el más nimio detalle de la vida cotidiana.

Es en aquel contexto que Ismaíl Kadaré aparece en la Albania comunista como un modelo del triunfo del sistema. Es uno de los mejores escritores europeos. Goza de prebendas que no poseen sus conciudadanos, puede salir del país con cierta frecuencia, presenta sus novelas en el extranjero, sobre todo en Francia. Es culto, conoce muy bien la literatura europea, sus novelas son encomiables. No obstante, ello no es óbice para que sufra cierta censura de tanto en tanto y que el propio líder del Estado, Enver Hoxha, con quien se codea, le recuerde que «el Partido te eleva al Olimpo, el Partido te arroja al barro». Convive con esa situación durante lustros y sólo al final, cuando la tensión aumenta en el país y es evidente que se acaba una etapa, sale del país y habla con claridad de lo que ha sido vivir bajo la dictadura. Se podría ver un cierto oportunismo en ese gesto tardío, pero es difícil juzgar cuando no se conoce todo el contexto y no siempre es fácil entender la realidad en su momento.

Tal vez de este mismo modo Mark-Alem asistirá a unos hechos que no acaba de comprender, apenas es un mero testigo que asiste con no poca lasitud a la sucesión de acontecimientos. Teme siempre lo peor, pero se moverá en todo momento de forma lineal entre los pasillos y las sombras de la institución en la que asciende poco a poco, a fuerza de renunciar sin duda a sí mismo y mantenerse en el ámbito de la dejación y la resignación. Podemos hablar incluso de despersonalización ante el gigantismo de los aparatos del Estado. No en vano también cuando el poder es más absoluto más enormes son sus obras y palacios, más disciplinadas y lineales sus formas, y desde luego más pequeños sus habitantes, apenas hormigas irreconocibles, idénticas unas a otras, más nos movemos entre tinieblas, dejamos que los hechos pasen, que la vida transcurra a pesar de nosotros mismos.


miércoles, 6 de noviembre de 2019

Ramón Mercader


Apenas fue una anécdota en la historia. El asesinato quedó en su momento ensombrecido por la guerra mundial. En aquel año, 1940, tuvo  desde luego repercusión no sólo en los medios muy politizados, pero poco a poco quedó más y más relegado a un rincón marginal de la memoria, recordado apenas por las filas de los acólitos, de los trotskistas muy minoritarios en el seno del movimiento comunista mundial. Sin embargo, el asesinato de Trotski poseía un simbolismo enorme y no sé hasta qué punto significó el final de una etapa, la del auge de las posiciones revolucionarias que se inició en el siglo XIX, con la construcción de grandes organizaciones en muchos países –sindicatos y partidos, sobre todo– y de las internacionales obreras. Al menos fue el final de ese auge en Europa y en Estados Unidos, donde por cierto Trotski tuvo bastantes simpatizantes.

No sólo se asentaron tales organizaciones, sino que dieron un paso enorme con la Revolución Bolchevique de 1917, la primera vez que el movimiento obrero rompía la lógica del sistema, que los defensores de un sistema económico y social distinto al capitalista, imperante en aquel momento, en esa fase que Lenin denominó del imperialismo, tomaban el poder y con ello se creó una perspectiva de futuro.

Trotsky participó muy activamente en aquel proceso revolucionario. Pronto se iniciarían las desavenencias, a la muerte de Lenin se abrió una fuerte lucha por el poder soviético y venció la fracción más posibilista, los defensores de mantener lo obtenido y afianzar lo ganado –o los privilegios de una burocracia en el país de los soviets, según se mire– frente a la posición de Trotski, que defendía como prioritario la expansión de la revolución a otros países, tras la primera guerra mundial a Alemania y Europa Central sobre todo, sin lo cual, pronosticó, la revolución rusa se ahogaría sin remedio.

En aquel momento el movimiento obrero se fue dividiendo no sólo entre los partidarios de la política de Stalin en la URSS y los de Trotski, también surgieron otras tendencias, la de la socialdemocracia que buscó aprovechar los mecanismos de la democracia burguesa o liberal para adoptar las reformas necesarias en favor de los trabajadores, aunque al final acabó defendiendo un capitalismo más o menos social, la de los partidarios de Amadeo Bordiga –apenas un puñado de militantes aislados– o de Rosa Luxemburgo, la de los anarquistas, que recelaron siempre de cualquier tipo de poder estatal.

Pero aquella tarde del 20 de agosto de 1940 en que Ramón Mercader asesinó a Lev D. Bronstein significó sobre todo el final de una etapa política y mostró algo que se barruntaba ya desde unos años atrás, la degradación de unas posiciones políticas que buscaban la emancipación humana, pero que mostraron toda su crueldad y una capacidad enorme de oprimir y aplastar cualquier disidencia. Es verdad que después de aquel asesinato se siguió luchando por una sociedad sin clases y muchos de los combatientes revolucionarios se definieron partidarios del marxismo, sea el de Stalin, sea el de Trotski, ya fuesen sobre todo otras corrientes, hubo los procesos de descolonización africana, con algunas experiencias transformadoras que no acabaron de cuajar, hubo también en América experiencias del mismo tipo, en China se produjo una revolución socialista de carácter popular, hubo el mayo del 68 europeo y norteamericano, con nuevas posiciones revolucionarias, pero nada fue como antes de la segundo guerra mundial o del asesinato de Trotski.

Porque posee, en efecto, un enorme simbolismo, un significado absoluto y tal vez aquel crimen denotaba al final la imposibilidad por incapacidad humana o social de generar sociedades más justas, sociedades emancipadas, cualquier intento en tal sentido portaba en su seno la semilla de su propia degeneración, los monstruos de la revolución. Tres años antes de que Ramón Mercader asesinara a Trotski se produjo en España el aplastamiento de otro proceso, el de la revolución que provocó el levantamiento militar del 36. La URSS impidió al movimiento anarquista español que llevara a cabo sus experiencias comunitarias, lo aplastó por completo, pero sobre todo dirigió su represión hacia el POUM, no debía quedar el más mínimo recuerdo de este partido ni de su dirigente, Andreu Nin, que fue, no es casualidad, aliado de Trotski durante los años posteriores a la revolución rusa. Cuando fue evidente que asesinaron a Nin, Albert Camus escribió: «El asesinato de Andreu Nin marca un viraje en la tragedia del siglo XX. Un siglo que fue, cabe recordarlo, el de la revolución traicionada».  No tengo dudas de que algo parecido se podría decir del asesinato de Trotski.

Desde hace unos años ha habido un interés mayor por el asesinato de Trotski, más allá de los cenáculos trotskistas, pero también por su asesino, ese Ramón Mercador que bajo el nombre de Jacques Mornard llevó a cabo el encargo del GPU y por ende de Stalin de acabar con la vida del más peligroso enemigo de la URSS estalinista. De hecho, en los últimos lustros, se ha despertado un interés enorme por Ramón Mercader y, podríamos decir, por su familia, por su madre, Caridad del Río, cuyo papel en toda esta historia fue a todas luces determinante.

Porque la historia de la familia Mercader estuvo muy marcada por esa historia política de principios del siglo XX, refleja perfectamente todas las contradicciones de ese periodo, no sólo por el sacrificio en defensa de la causa –una causa que buscaba la emancipación, es importante recordarlo en un momento como el actual, de relecturas e interpretaciones malintencionadas–, también por la vileza y el dolor que supuso defenderla.

En 1996 Juan José López-Linares y Javier Rioyo realizaron el documental Asaltar los cielos, un documento apasionante que intenta reconstruir la personalidad de Ramón Mercader y los motivos que le llevaron a ese asesinato por medio de algunos documentos inéditos –hay que tener en cuenta que se estaban abriendo en ese momento los archivos de Moscú– y sobre todo de entrevistas tanto de personas que conocieron a los Mercader como de quienes, pasados los años, reflexionaron sobre aquel asesinato. Resulta interesante resaltar el cambio en el punto de vista de muchos militantes comunistas, cuyo partido amparó a Ramón Mercader y justificó el crimen, a la luz de los acontecimientos posteriores y sobre todo de la evolución de la URSS.

En 2009 el escritor cubano Leopoldo Padura publicó la novela El hombre que amaba a los perros, un acercamiento desde la literatura a Ramón Mercader, al hombre que acabó sus días en La Habana tras los años de cárcel en México y un retorno discreto a la Unión Soviética donde fue galardonado con la Orden de Lenin, casi en secreto, como si no se quisiera airear lo que ya se sabía, que fue la URSS quien organizó el crimen. Esta novela muestra bien a las claras que ya no cabe una lectura dogmática de aquellos hechos, que la verdad y la razón son tal vez construcciones no siempre estáticas, se desdibujan muchas veces y sólo cabe entonces acercarse a los hechos desde una perspectiva humana y tal vez incluso humanitaria.

El historiador Eduard Puigventós López publicó una biografía del personaje, Ramón Mercader, el hombre del piolet (2015), donde se cuenta con detalle tanto su vida como el complicado enredo conspirativo que rodeó el asesinato, con tantas implicaciones políticas, policiales, de espionaje y diplomáticas.

En 2016 el director de cine Antonio Chavarrías ofrece un nuevo acercamiento a través de la película El Elegido, en el que apunta una cierta duda de Ramón Mercader sobre la conveniencia de su misión, cumple cada paso que se le asigna para ganarse la confianza de los círculos que rodean a Trotsky, todo ello bajo el estricto control de su madre, pero al final, cuando ha de entrar en acción, le corroe no pocas vacilaciones y titubeos, quién sabe si por la atracción que acaba sintiendo por el líder comunista al que la propaganda estalinista tachó de contrarrevolucionario. Sin embargo, se sabe, no escapó a su destino, cumplió su misión, digna de una tragedia clásica.

Para entender mejor toda esta época y las consecuencias del poder soviético, sin duda conviene leer el ensayo de Ignacio Martínez de Pisón, Enterrar a los muertos, que trata sobre la desaparición de José Robles Pazos, filólogo y traductor que fue asesinado durante la guerra civil española a instancias de la URSS. Recoge de paso la desaparición de Andreu Nin y el ambiente que se desencadenó en aquellos años.

Hoy todo aquello apenas es un trozo de la historia del siglo XX. Ni siquiera existe la URSS y los partidos comunistas, los que antaño fueron prosoviéticos como los partidarios de Trotsky, apenas existen ya, se diluyen en formas más amplias de actuación política, con mayor o menor éxito éstas. No han desaparecido, no obstante, las causas que motivaron la disidencia comunista, la miseria en forma de precariedad, la distancia entre clases –aun cuando no se planteen las cuestiones sociales en claves clasistas–, un neocolonialismo causante de las nuevas guerras de nuestro siglo, el racismo, incluso la presencia de una extrema derecha con incidencia en muchos países. A pesar de todo, no parece haber hoy alternativas al (des)orden del mundo. Quizá nos ahorremos los monstruos creados por la razón revolucionaria, pero tampoco sosiega mucho quedarse con lo que hay.

miércoles, 30 de octubre de 2019

Los zincali


De no ser el tiempo tan lineal y ordenado, cabría pensar que Miguel de Cervantes se refiriera a George Borrow cuando escribió en La gitanilla que «también hay poetas que se acomodan con gitanos». Sea lo que fuere, justo doscientos años después de que apareciera el tomo de Las Novelas ejemplares, el escritor, misionero y viajero inglés comienza a empaparse de la vida, las costumbres y la lengua (o las lenguas) de los zíngaros, se acomoda a ellos por completo, incluso se vuelve en ocasiones uno de ellos, tal como le pasa en España, que los propios gitanos le tienen por uno más y lo acogen sin reparos y Don Jorgito, el inglés, como era ya conocido, se lo agradece traduciendo el Evangelio de Lucas al caló.

En 1810, cuando tiene siete años, conoce a Ambrosio Smith y queda fascinado por la figura de este gitano que le introduce en el mundo de su etnia nómada y expandida, ya a esas alturas, por medio mundo. Estamos en pleno romanticismo y la vida de esta gente nómada, aparentemente alegre y despreocupada, atrae no poco a los artistas y a los primeros estudiosos de las etnias y los pueblos.

Su origen no está claro. En el siglo XIX la teoría más extendida era que provenían de Egipto. No en vano, la propia palabra gitano, como su equivalente en inglés, gipsy, es una derivación de egipciaco. Pero se habla de ellos también como los descendientes perdidos de una de las tribus de Israel, la que se cree que ha viajado hacia el sur, hacia lo que hoy es Egipto y Etiopía. Otra teoría de entonces les atribuye orígenes entre los magos caldeos. Ahora sabemos, lo sabía George Borrow, que provienen del subcontinente indio y que la lengua romaní está emparentada con el sánscrito, es una más de las lenguas indoeuropeas.

Por lo demás, en época de Georges Borrow continúan sufriendo el mismo estereotipo y los mismos prejuicios que en la época de Miguel de Cervantes. «Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones (…)», no es muy políticamente correcto este inicio de La Gitanilla, no les deja en buen lugar, nos pone en alerta sobre la historia que el escritor nos va a contar, los lectores conocen por otro lado las correspondencias y alusiones de su época, lo que se sabe de esas gentes que no son trigo limpio, no en vano durante el reinado de los Reyes Católicos se les dio un plazo de dos meses para que tuvieran domicilio fijo y abandonaran sus costumbres, y en 1594 se buscó separar a los gitanos de las gitanas para lograr el fin de la etnia.

Claro que un pueblo nómada y perseguido ha de acudir a artimañas, astucias e intrigas varias para sobrevivir. En época de Cervantes la picaresca sigue en boga, tanto en la literatura como en la vida misma, por tanto no es descabellado pensar que el que más y el que menos trapichea y embauca para salir del paso. La mala fama ha continuado hasta hoy mismo, claro que también sigue imperando otro de los tópicos atribuidos a la etnia también desde tiempos de Cervantes, su arte musical y su buen baile, y se ha querido ver en su buen hacer en tales artes una cierta compensación histórica o un modo de mostrar una igualdad que no existe. En medio hay, como siempre, un montón de personas que trabajan, estudian, se asocian, viven al fin como cualquier otra persona y que busca, como otros grupos sociales, étnicos o humanos, no perder demasiadas cosas en el camino mientras se avanza mal que bien hacia no sabemos muy bien qué.

No perder, por ejemplo, una cultura y unas referencias. O una lengua. El caló es la variante del romaní que se habla en España, Portugal y en Francia. El erromintxela es una variante del caló que se habla en el País Vasco. Ninguna de las dos está presente en la Carta Europea de las Lenguas Minoritarias o Regionales, aprobada en 1992, porque ninguno de los tres Estados reconoce el caló (ni Francia o España el erromintxela) y en el caso de España ninguna de sus Comunidades Autónomas ha tenido en consideración este idioma, todo lo más se ha fomentado algún que otro estudio, del mismo modo que se procura un reconocimiento de la cultura gitana y su aporte a la sociedad en su conjunto. Claro que la igualdad plena es difícil de lograr cuando ni siquiera hay un reconocimiento legal que ponga al mismo nivel la cultura gitana con otras culturas, lenguas y expresiones sociales existentes en España y sólo en 2016 se logró que Castilla y León incluyera en su sistema educativo el estudio de la historia y la cultura del pueblo gitano.

Entre 1835 y 1840 George Borrow recorre España y Portugal. Su objetivo es sobre todo la de evangelizar, es para ello que la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera le envía a la Península, unos fines proselitistas que provocan no pocos problemas porque el escritor se da de bruces con el talante de la Iglesia Católica local, absolutista y poco respetuoso hacia otras doctrinas, no ve con simpatías la entrada del protestantismo, pero además en España, no ocurre igual en Portugal, hay una administración pública que, de la mano con la Iglesia Romana, le pondrá al misionero uno y mil obstáculos a sus fines. De esta experiencia surge un libro The Bible in Spain (La Biblia en España), que es una crónica maravillosa de su recorrido por España y Portugal y servirá de modelo en gran medida para los libros de viaje decimonónicos, pero además, cómo no podía ser de otra manera en alguien que se siente tan identificado con los gitanos, va tomando notas sobre los zíngaros españoles, no le cuesta aprender caló, como tampoco le cuesta aprender portugués, castellano y vasco, y de esta experiencia sale un libro, The Zincali (Los Zincali, los gitanos de España).

Los dos libros los tradujo Manuel Azaña un siglo después de haber sido escritos y publicados en Inglaterra, aunque no fue hasta después de la dictadura que se pudieron publicar en España en castellano, aunque lo fue en México antes. Los Zincali es además una de las primeras relaciones de las costumbres del pueblo gitano. En poco más de doscientas páginas describe su realidad de un modo como nunca hasta entonces se había realizado, una de esas obras sin duda que habría recuperar para dar carta de naturaleza a una parte importante de la cultura española, aún no reconocida ni asumida como tal.

domingo, 20 de octubre de 2019

Suburra


La Suburra era un barrio de la antigua Roma situado en las colinas del Quirinal y del Virminal en cuya parte alta vivían los patricios, los senadores y los caballeros de la urbe, mientras que en la parte baja, más populosa, se hallaba un subproletariado urbano con amplias zonas marginales, de mala fama y a todas luces violenta. La propia palabra Suburra en italiano, incluso hoy, se refiere más a este significado, una zona con actividades un tanto obscuras y peligrosas.

Nos imaginamos esos barrios de calles estrechas y gente fosca, siempre bajo una atmósfera tenebrosa. La literatura y el cine nos ha creado en gran medida un estereotipo de la marginación urbana y nuestra propia memoria nos retrotrae a los años setenta y ochenta, cuando en las ciudades campaban a sus anchas la delincuencia y la droga. En España tenemos todo un subgénero, el cine quinqui, que reflejaba el día a día de algunos barrios de Madrid –lo era entonces Chueca, en el centro, Vallecas o Vicálvaro, hoy lo sería la Cañada– o Barcelona –con La Mina o Belvitge, y el denominado Barrio Chino, en la parte baja de la zona conocida hoy como Raval, por donde se movía a sus anchas Jean Genet–, pero los había en muchas otras ciudades, como lo fue la zona de la palanca de Bilbao, hoy apenas una brizna de lo que ha sido, donde por cierto confluía el proletariado minero con los señoritos bilbaínos de parranda.

En plenos años ochenta se volvió muy popular una serie norteamericana que describía ese mundo de la marginación y la violencia, Hill Street Blues, que en España se emitió como Canción Triste de Hill Street, en la que la cotidianidad de una comisaría de policía nos daba una idea de la vida de una suburra de nuestros tiempos.

La violencia y la marginación de esta serie o las del cine quinqui son evidentes y visibles, conocidas y reconocidas por todos, pero había también un submundo más escondido pero no por ello menos violento, aunque más implicado en los aparatos del poder. Ni que decir tiene que la mafia –la de las películas y series, pero sobre todo la real– se mueven con otros criterios no siempre tan palpables, sin estar por ello carentes de rasgos crueles o sanguinarios. La extorsión o la trata de blancas, por ejemplo, existen sin que seamos conscientes de su presencia en nuestras ciudades, apenas nos suena su existencia, a menudo de un modo vago e impreciso.

Hay otro peldaño más sutil, menos conocido, sospechado todo lo más, el de las conexiones con el poder, con el Estado, con los aparatos políticos y órganos de decisión, algo que en Europa y Estados Unidos puede parecernos imposible, apenas un argumento para la literatura y el cine, pero por completo irreal, al menos en democracias tan consolidadas y civilizadas como las nuestras, sólo propio de países sudamericanos o africanos, creemos, en los que lo que campa es la corrupción y la violencia, y a veces se afirma en un gesto de superioridad moral, sin darnos cuenta de lo que pasa por nuestros lares.

En 2015 Stefano Sollima realizó Suburra, una película que mostraba la implicación de esos bajos fondos y de la mafia con el poder político, cómo se asociaban las instituciones del Estado con el hampa para perseguir beneficios a partir de operaciones urbanísticas y empleando la violencia y la ocultación como métodos cotidianos. Se basa la película en una novela de Carlo Bonini y Giancarlo de Cataldo, situando los hechos en 2013, durante la renuncia del Papa Benedicto XVI, unos hechos ficticios, sin duda, aunque podríamos aplicar aquello de que la realidad supera la ficción, como afirmara Oscar Wilde.

La película es dura y directa, no nos da tregua alguna. Vemos un mundo político corrupto, inmoral, entrelazado con grupos y clanes, muchos de estos formados por nuevos ricos ansiosos por la ambición y para quienes todo es válido, no hay límites. No es ni de lejos una película políticamente correcta, desde luego, y verla desasosiega, sobre todo porque vemos incluso al lado más humano de quien maneja los hilos de todo el desaguisado sangriento que narra, ese personaje al que llaman el samuray, que no parece tener el más mínimo reparo en su actividad criminal, pero que vemos casi al final en un gesto sensible y emotivo por el que se nos iguala sin duda.

Es difícil saber qué ocurre en las tramoyas del poder, de los diversos poderes. Visto lo visto, no hay lugar para mucha confianza, el orden del mundo parece sostenerse en múltiples inmoralidades. El bienestar de algunos países se sustenta en la miseria de tantos otros, mientras que el día a día político se mantiene a golpe de corruptelas y crímenes que preferimos ignorar. Tal vez sea cierto lo que insinúa el Talmud, el ojo humano es incapaz de ver todos los demonios que pueblan la tierra.