Francisco Umbral vuelve
una y otra vez en su obra a esa España en blanco y negro, esa España que va saliendo de la posguerra inmediata, desconcertada, sin querer mirar atrás, temerosa de una
realidad poco grata, pero que da paso a una cierta ilusión, una España en
apariencia menos violenta ya, aunque sin duda no menos pesarosa, desencantada,
pero que empieza a reconstruirse mal que bien. Entre los ganadores de la guerra
comienza también a sentirse no poca decepción. En las filas falangistas y
carlistas surgen discrepancias, algunas sonoras: las de Hedilla, las de
Ridruejo, las del propio pretendiente Carlos Hugo, algo más tarde. Cuando
Umbral se traslada a Madrid, cuando llega al Café Gijón, escritor en ciernes,
ilusionado, parecen quedar atrás esos años turbios y las cosas se miran de otra
forma, con algo más de ansia, de cordura y naturalidad, con la idea de que todo
puede ser diferente, que todo pueda ser normal, que es lo que desea la clase
media, sea lo que sea esta entelequia de la clase media.
Francisco Umbral alcanza
su deseo de ser escritor, publica libros y publica crónicas en la prensa, y hay
una palabra que se impone en su obra, una palabra muy usada en aquellos años
del cambio: desencanto. No en vano en la década de los ochenta, cuando gobierna
ya el PSOE por primera vez en más de cuarenta años, y gana las elecciones con
el lema del cambio, cuando la euforia comienza a menguar y sí, vale, se ve que
la transición ha traído la normalidad de la democracia liberal a España, se
habla también de desencanto, de pasotismo entre la juventud que ya no parece
tener más sueños que la de emular a un por entonces triunfador Mario Conde mientras
que el honorable Jordi Pujol calificaba de ataque a Cataluña las primeras
acusaciones de malversación por el tema Banca Catalana y con ello movilizó el
patriotismo propio frente a un Estado que a veces era aliado, a veces era opresor.
Ambos personajes, por cierto, tuvieron los pies de barro. Hubo protestas, en
efecto, las de los universitarios, las de las primeras huelgas generales ante
las reformas laborales (apenas una broma comparadas con las de hoy, cuando no
está claro que vayan a ser subsanadas, ni siquiera si al final va a haber gobierno
y si este va a poder retocar las consecuencias de tanto desaguisado) y se quiso
creer que el derrumbe de la izquierda no era absoluto (no lo fue entonces, en
comparación con lo que llegaría a final de la década), pero el símbolo de
aquellas protestas fue la imagen de Jon Manteca, el cojomanteca, destrozando a muletazos mobiliario urbano.
También fue testigo
Francisco Umbral de aquellos años, escribió sobre ellos, ironizó y los describió
con esa forma suya de darle vueltas una y mil veces a la realidad para
contemplar una y otra vez sus aristas, distintas e iguales a la vez, y supo
transmitir el desencanto que se mantenía como hilo conductor de la historia contemporánea
de España, el mismo desencanto que se aprecia en la primera parte de la novela
de Vázquez Montalbán El Pianista,
cuando se respira ya ese ambiente olímpico barcelonés, que fue una forma de
vivir a lo grande el desencanto que ha desembocado en el actual caos.
Me pregunto si habrá hoy
alguien que recoja el desencanto actual, el desencanto del siglo XXI. Tal vez
lo haga Javier Pérez Andújar, que asume el reto con sus crónicas y sus miradas
entre nostálgicas y críticas a partir del final del franquismo y los años de la
transición, y llega hasta el presente, con una mirada irónica ante tanta
grandeza de cartón piedra. O tal vez Ignacio Martínez de Pisón, que aprehende
el ambiente de la transición hasta el presente. O en una ciudad de provincias
como es Bilbao, aun cuando con muchas ínfulas de gran capital, lo consiga Jon
Arretxe, consiguiendo además que el ojo que desentrañe tanto absurdo
posmoderno, tanta pachanga hipermoderna, sea la de un emigrante africano, un sin
papeles que se busca la vida como sea. En ellos hay algo de la mirada de
Francisco Umbral, que acude a la afirmación de Antonio Machado «la realidad hay que inventarla» quién
sabe si para burlarse de sus propias crónicas realistas o para reflexionar
sobre la falta de lirismo y de épica en el panorama patrio (o patrios), lo cual
explicaría muchas de las cosas que están ocurriendo hoy y de cómo se describen
y de cómo se interpretan. «Se tarda mucho en
comprender –escribe Umbral– que el
Quijote no es el libro de la gran epopeya nacional, sino, muy al contrario, la
mayor burla de España, el libro de la ironía, la Biblia del escepticismo, el
desengaño y la sonrisa». Nada más cierto y evidente.
Desencanto y frenesí es
lo que compone, afirma Umbral, la obra literaria. Hemos visto en el cambio de
siglo y sobre todo en este decenio al que le falta un año para desaparecer
demasiado desencanto y demasiado frenesí. Puede que sea el anuncio de nuevas
obras excepcionales, en este mundo donde se publica tanto y se lee tan poco, en
el que todo ha de ser inmediato y hay poco lugar, me temo, para pensar y
escribir, a nadie le importa ya, por lo demás, que se piense y se escriba. Quién
sabe.