domingo, 25 de abril de 2021

Exilios

 


Tras treinta y seis años fuera del País Vasco con la correspondiente lejanía física por este largo exilio que le llevó a Cuba, tras un tiempo desaparecido, el escritor Joseba Sarraionandia ha regresado a su Iureta natal. A principios de verano de 1985 protagonizó una fuga bastante sonada de la prisión de Martutene que tuvo mucho de novelesco y que contribuyó a envolverle de cierto romanticismo en algunos ambientes: escondido en uno de los altavoces que el cantante Imanol Larzabal había utilizado en su concierto en la cárcel, sin que el músico ni sus colaboradores lo supieran, no tuvo más que esperar a que el camión con la carga saliera del establecimiento penitenciario para lograr su objetivo. Fue enorme la repercusión de la fuga e incluso sonó mucho una canción de Kortatu, «Sarri, Sarri» que contribuyó a forjar el mito.

Llevaba el escritor cumplidos casi cinco de los dieciocho años de su condena por militancia en ETA, en un año, recuérdese, especialmente crudo en la actividad del grupo armado, con lo que sin duda ese romanticismo que rodea el activismo de entonces debería revisarse por mor de unos efectos a todas luces desgraciados de una actividad armada que acabó siendo, para el conjunto de la sociedad, un peso enorme, incluso perjudicando los propios objetivos políticos y sociales que decían defender.  

No obstante, hablamos también de un escritor que formó parte del grupo literario Pott Banda, junto a Bernardo Atxaga, Jon Juaristi o Ruper Ordorika, entre otros, y que había comenzado a publicar antes de su entrada en prisión y también luego, durante su exilio. El mismo año de su detención, a finales de 1980, había obtenido un premio por su primer poemario, Izuen gordelekuetan barrena, y otros dos premios por sendos relatos breves. Recibió otros galardones, en ocasiones con polémica incorporada: en 2011 se le concedió el Premio Euskadi en su modalidad de ensayo, reteniéndose la cuantía del premio durante un tiempo por si hubiera responsabilidades civiles o penales pendientes; varias fueron además las veces que obtuvo el Premio de la Crítica Narrativa, exigiéndose en algún que otra ocasión explicaciones por tales premios debido a la militancia del escritor. El que se trate de alguien dedicado a la actividad literaria, con cierta calidad además, en una lengua minoritaria, no mengua desde luego la responsabilidad de sus decisiones y menos aún de sus acciones, ojalá pueda aportar una reflexión profunda para entender en la medida de lo posible el porqué de sus opciones.

En todo caso, treinta y seis años son muchos años, más en unos tiempos que cambian con tanta rapidez. Él mismo lo reconoce en una entrevista a un medio local (https://anboto.org/iurreta/1619112033308-joseba-sarrionandia-iurretara-bueltatu-da-lau-hamarkadaren-ostean), cuando el País Vasco entraba además en una nueva fase que, sin embargo, no redujo por desgracia la violencia que arrastraba desde hacía lustros. El autor se refiere a la presencia de la Ertzaintza en las calles de la Comunidad Autónoma Vasca y que él no ha conocido hasta ahora o a la posibilidad de ver en directo ETB, y reconoce sorprenderse ante las muchas rotondas que abundan en las carreteras del país, sin duda un símbolo de la modernización estética de estos últimos lustros, frente al tono gris, fabril, que ha dominado el paisaje durante tantas décadas.



No hay duda que volver al país tras treinta y seis años supone darse de bruces también con una sociedad distinta. Recuerda en cierto modo, salvando las enormes distancias pues hablamos de personas y circunstancias distintas, el caso de Max Aub, quien marchó al exilio en enero de 1939 y no regresó hasta 1969, en un primer viaje, y 1971, una segunda vez, enfrentándose a un país totalmente distinto que nada tenía que ver con el que este escritor valenciano afincado en México había dejado atrás y que le produjo no poca frustración y zozobra.  Pero en el caso de Joseba Sarrionandia puede que el regreso le haya supuesto también replantearse sus propias opciones y el papel jugado por su militancia en una organización armada cuyo balance deja bastantes zonas obscuras.

Claro que es difícil entender todos los mecanismos emocionales que se dieron en aquellos años tan diferentes a los actuales y que llevaron a mucha gente a tomar compromisos que implicaban el uso de la fuerza o por lo menos a compartir un espacio con quienes emplearon la violencia como respuesta y modo de actuación política. Aitor Merino lo plantea en un documental impactante, Asier eta biok, y hoy desde la literatura se rememoran cada vez más situaciones de un momento que no fue fácil, que dividió la sociedad y muchas de cuyas consecuencias nunca debieron de haberse producido.

En todo caso, no todo el nacionalismo vasco ni la izquierda transformadora vasca en su conjunto compartieron el uso de la lucha armada como método político, del mismo modo que en otros países y continentes no toda la izquierda revolucionaria estuvo de acuerdo con la táctica del guerrillerismo, al que se acusó de sustituir la actuación de los pueblos y del proletariado, y de acabar actuando con una mentalidad militar(ista). No hay duda de que en el País Vasco hubo algo de esto último, pura sustitución de las responsabilidades y de los compromisos, y que produjo a la larga desmovilización social. Nahuel Moreno, desde el activismo político, o Juan Gelman y Eduardo Galeano, desde la literatura, lo rechazaron en América Latina y no poca ni marginal fue en el País Vasco la crítica abierta a la lucha armada.  

Pero si la visión de un País Vasco distinto impacta a quien vivió fuera mucho tiempo, un impacto análogo produce la España del final del franquismo y de la transición. He hablado de Max Aub, que no llegó a ver el proceso de cambio político, murió en 1972, pero que no pudo evitar un profundo malestar ante la visión de ese país que ya no podía considerar como propio, concluyó incluso que él pertenecía a un país que ya no existía, había mantenido viva en la memoria la España republicana. Algo parecido le ocurrió a José Bergamín. Escritor, poeta, editor, activista cultural y político durante aquella República tan esperanzadora para muchos. Salió de España tras la guerra civil. Sintió una profunda nostalgia por España y tal vez por ello aprovechó el resquicio legal que permitía la vuelta de parte de los exiliados para regresar en 1958. No pudo evitar volver al compromiso, a reclamar unas libertades y una justicia social que a todas luces faltaban en España. Se solidarizó con la huelga de los mineros asturianos en aquel momento y firmó un manifiesto junto a otros escritores y pensadores. Manuel Fraga instó a que se marchara de nuevo de España, polémica y recriminaciones mediante, y se exilió de nuevo en 1963, regresando en 1970, incapaz de vivir fuera de España, aunque fuese una España distinta a la recordada y a la ansiada.



Él sí vivió esa transición, la siguió con atención, consideró sin duda que las cosas sucederían de otra forma y fue imposible que no le decepcionara profundamente la realidad tal cual transcurría. No fue el único, sin duda, que se sintió traicionado por un PCE que asumía los pilares de la transición, que aceptaba la monarquía, hablaba de reconciliación de dos modelos de España que en su fuero interno se confrontaban de manera inapelable, también le debió de crear no poco malestar la falta de un pensamiento firme cada vez menos presente en el debate público. «Mi mundo no es de este reino», acabaría afirmando y se marcharía al País Vasco, invitado por Alfonso Sastre y Eva Forest, que llevaban años en Guipúzcoa, quién sabe si idealizando en demasía las luchas sociales, políticas y nacionales que se daban en tierras vascas. Murió Bergamín en 1983 y fue enterrado en Hondarribia, fuera según él de esa España que tanto le decepcionó. Hace unos días el cantante Josean Larrañaga, Urko, lo rememoraba en una entrevista en Radio Euskadi, lo había visto en aquellos primeros años de los ochenta cruzarse con él por las calles, sumido en sus propios pensamientos, como un fantasma de otra época no tan lejana en cuanto a tiempo cronológico, pero sí emocional. Nunca lo paró para hablar con él, no se atrevió a turbar los pensamientos del otrora hombre clave de la cultura española, dirigió la revista Cruz y Raya, fue editor de Lorca, guardó el Romancero Gitano para publicarlo ya en el exilio, en México y en los Estados Unidos, un nombre el suyo que cada vez ha ido desapareciendo del recuerdo colectivo, quizá por ello Urko cantase tiempo después poemas de Bergamín, para recordarlo, para que no se sumiera en el olvido, para que siguiera presente, con sus aciertos y sus dudas, con su aportación única y personal a la cultura española.

miércoles, 14 de abril de 2021

Eibar, 14 de abril de 1931

 


Eibar sigue siendo hoy una pequeña ciudad situada en Guipúzcoa, justo a un lado de esa línea tan fina que divide esta provincia de su vecina Vizcaya. Limita con Ermua, de hecho sus cascos urbanos se tocan y podrían ser una única ciudad, pero pertenecen a dos provincias distintas. Ambas ciudades son principalmente fabriles, con un proletariado muy activo y militante desde que se iniciara la industrialización de la zona. Se la reconoce hoy como uno de los pilares del socialismo vasco, de un socialismo combativo y muy diferente al de otros lugares del Estado. Durante mucho tiempo Eibar fue la sede de la Sociedad Cooperativa Alfa, que fabricaba máquinas de coser y cuya gestión estaba en manos de los propios trabajadores; no fue la única experiencia cooperativa de la ciudad y promovido desde la UGT, aunque sí la más importante. También se desarrolló, es verdad, la fabricación de armas, de hecho se conoce Eibar también como la ciudad armera, lo que no quita a que su proletariado sea uno de los más comprometidos del país con su propia emancipación.

Sin duda ese carácter reivindicativo y socialista resultó esencial para que el de Eibar fuese uno de los primeros ayuntamientos en proclamar la IIª República, hace de ello noventa años. De las elecciones municipales que se celebraron el 12 de abril resultó un pleno compuesto por 10 concejales del PSOE, 8 republicanos y uno del Partido Nacionalista Vasco. Los 14.000 habitantes que tenía entonces la ciudad, justo la mitad de los que tiene hoy, participaron activamente en aquellas elecciones y buena parte de la vecindad acudió la madrugada del 14 de abril a la plaza frente al Consistorio, hasta ese día llamada Plaza de Alfonso XIII, para apoyar la constitución del nuevo Ayuntamiento. Fue a las seis de la mañana, bien temprano, cuando se constituyó en la Casa Consistorial la Sesión Pública presidida por el candidato a alcalde, Alejandro Tellería, y a la media hora el nuevo consistorio proclamó la República y el Teniente de Alcalde, Juan de los Toyos, de filiación socialista, izó la bandera republicana en la fachada, mientras en la plaza, que pasó a llamarse Plaza de la República –hoy se denomina Plaza Untzaga–, se escuchaba el Himno de Riego, el Gernikako Arbola e incluso La Internacional.



Hay que decir no obstante que a esa hora las cosas todavía no estaban claras, ni en Eibar ni en toda España. Los resultados electorales habían dejado claro el deseo de cambio, sobre todo en las capitales principales, y faltaba poco más o menos dos horas para que el General Sanjurjo, director por entonces de la Guardia Civil, se presentara en Madrid en la casa de Miguel Maura, donde se hallaba reunido desde bien temprano parte del denominado Comité Revolucionario, formado por varios de los prohombres progresistas del país –sí, todos eran hombres, en un momento en que las mujeres estaban a punto de ganar mayores cuotas de intervención social–, y se pusiera a las órdenes de tal institución. La Comisión proclamó la República y pasado el mediodía se izaron sendas banderas tricolores en los Ayuntamientos de Barcelona y de Madrid, también en muchos otros municipios. Alfonso XIII abdicó y salió al anochecer del Palacio Real por una puerta secreta que daba al Campo del Moro, camino al exilio.

¿Por qué entonces se adelantó el ayuntamiento de una pequeñísima ciudad vasca en tan solemne proclamación?

Se cuenta que en la Casa Consistorial eibarresa se presentó un emisario de los círculos políticos centrales para comentar algo que estaba a esa altura en boca de todos: «Se está preparando la República». La hora tan temprana, sin duda intempestiva, el deseo de cambio o cualquier otro motivo llevó a que el Alcalde y el resto de los concejales entendieran otra cosa: «Se está proclamando la República». Nadie fue consciente del cambio de sentido o no se quiso aclarar el mismo, el hecho es que el pleno municipal proclamó la República para entusiasmo de sus protagonistas directos y de la población que atendía en la plaza.



Se redactó y aprobó un Acta de Proclamación de la República, que reunía medidas simbólicas, por ejemplo el citado cambio de nombre de la plaza, pero también hubo medidas prácticas que reflejaban la tensión enorme con que se vivía en aquel momento, como la orden de que la Guardia Civil permaneciese en el cuartel de Eibar o el desarme del Somatén local.

Hubo además otras localidades que se adelantaron en la proclamación republicana, ciudades a su vez pequeñas, como Jaca o Sahagún, también alguna capital de provincia, como Vigo, donde hay quien sostiene que incluso su proclamación fue anterior a la de Eibar. Sea lo que fuere, Eibar ha quedado en el imaginario colectivo como el inicio de una oleada de proclamaciones municipales. Tal vez contribuyera a ello el acto oficial del 3 de mayo de 1931 que llevó a Eibar a Largo Caballero, al socialista vasco Indalecio Prieto, Ministro de Hacienda, al bilbaíno Miguel de Unamuno, Presidente del Consejo de Instrucción Pública, y a Queipo de Llanos, que en aquel momento se había mostrado fiel a la República, conspirando cinco años después contra ella. Acudieron a Eibar para rendirle un homenaje por su actitud cívica.

En todo caso, el que tanto ayuntamiento se uniese a tales proclamas enlazaba en cierto modo con el cantonalismo de la Primera República Española, una experiencia de poder local que acabó en un verdadero barullo, pero que debamos recordar cuando hoy se habla tanto de municipalismo y le damos además importancia a la España Vaciada, que adopta formas nuevo de intervención pública.



En cuanto a la IIª República Española, sabemos que acabó mal. Tuvo claroscuros, decepcionó no poco a parte de la población, pero también hubo aspectos que debemos recordar, como el empeño por la instrucción pública y la extensión de la cultura, o los primeros pasos de la emancipación de la mujer y de la igualdad de los ciudadanos. Cuarenta años después del inicio de la guerra (in)civil, se restauró la monarquía, el nieto de Alfonso XIII fue proclamado rey, durante una transición hoy muy cuestionada, como lo está la propia monarquía que ha acabado decepcionando y que ha puesto otra vez sobre la mesa la cuestión de monarquía o república. No es que el tema sea hoy central en el panorama patrio, ante el listado de problemas graves, ni el ser una república o una monarquía cambie mucho la política de un país, pero sí resulta algo fuera de lugar en estos tiempos que corren que la jefatura del Estado se herede y que los habitantes del país seamos súbditos, suena cuanto menos añejo. Pero puestos a cuestionar, yo iría tal vez más lejos, a los cimientos de un modelo social que no parece muy justo. Pero esto es otra historia, quizá.

 

 

 

domingo, 11 de abril de 2021

Ciudades Disney

 


Hace unos días la escritora Edurne Portela hablaba sobre Bilbao y la Margen Izquierda en un espacio radiofónico en el que participa regularmente y, a partir de la rememoración de ese territorio suyo natal, se refirió con evidente tono crítico a la transformación de muchas ciudades en los últimos años.  Ciudades Disney las denominó. La expresión me gustó. Va más allá incluso que la calificación más clásica de parques temáticos, tal vez porque realza el sentido juerguístico al que han tendido estas ciudades en los últimos años, abandonando ya muchas de ellas su poderío industrial o comercial para convertirse en meros destinos turísticos, sin que ni siquiera haya un fin serio para ir a ellas, importa bien poco lo temático, cualquier atractivo histórico o arquitectónico que pudieran poseer, el carácter renacentista de Venecia, por ejemplo, sino que se va a las ciudades Disney simple y llanamente a divertirse, a pasar veladas de fiesta desenfadada y repleta de excesos alcohólicos, entre otros.

Imposible resulta no pensar estos días en Madrid y las escenas penosas de cientos de jóvenes europeos, franceses sobre todo, dedicados a faire la fête en sus calles, mientras que el Alcalde y la Presidenta de la Comunidad, en un intento hasta ridículo de irse por la tangente, recordaban el atractivo cultural de la capital española, en busca de una justificación más bien bobalicona ante tanto despropósito, lo que además resulta patético cuando la población española sufre las limitaciones de movimiento como consecuencia de la pandemia.

Claro que no es algo actual esto de las grandes ciudades transformadas en centros turísticos, más bien al contrario: la pandemia paró en seco un proceso en el que no pocas ciudades estaban ya muy adelantadas. Barcelona nos llevaba a todos la delantera en esto de ser una Ciudad Disney, un lugar de asueto para miles de turistas que habían ocupado muchos de sus barrios hasta vaciarlos de su vecindad de toda la vida o, cuando todavía seguían en ellos, debían convivir los vecinos con noches de farra, pura juerga atronadora que duraba muchas veces hasta bien iniciada la mañana, esto además a lo largo de todo el año. Incluso el barullo político del último decenio pareció incorporarse al parque temático como un atractivo turístico más, para los turistas mejor informados, sin molestar mucho a la Ciudad Disney en que se habían convertido barrios enteros como los de La Barceloneta o Gracia.



En este sentido, coincidí un primero de mayo a la mitad de la pasada década con una manifestación por la tarde de grupos de izquierda más o menos radical que acabó en disturbios, cuando avanzaba la misma por una amplia avenida que circunda el barrio del Born, una de las joyas arquitectónicas de la ciudad. Los turistas contemplaban desde algunas esquinas apartadas las carreras de los manifestantes perseguidos por furgonas policiales y los destrozos en las cristaleras de varias entidades bancarias, mientras ascendía el humo de una barricada ardiendo y se escuchaba de  vez en cuando el sonido seco de las armas de proyectiles foam. A mi lado un turista francés junto a dos niños, sus hijos deduje, contemplaba el espectáculo, maravillado a todas luces. C´est la Barcelonne libertaire, me dijo emocionado, sin tener muy claro yo si él era consciente de que aquello no se trataba de una representación de cuando la ciudad era conocida como la Rosa de Fuego en los ambientes anarquistas, sino que estaba ocurriendo de verdad.

En el País Vasco no somos ajenos a estos procesos. Pamplona durante los sanfermines y San Sebastián por ser la joya urbanística en la Comunidad Autónoma Vasca, al mismo nivel si cabe que Biarritz, en el País Vasco Francés, son ya destinos turísticos, Ciudades Disney aunque tal vez en menor medida que otras ciudades europeas. Pero iban en camino cuando comenzó la pandemia, como ya lo había empezado a andar Bilbao, que dejaba atrás en gran medida su carácter mercantil e industrial para dejarse seducir por los cantos de sirena del turismo masivo, de momento más concentrado en las inversiones culturales realizadas en la ciudad.

El parón ha sido enorme y a las consecuencias más graves, la de los fallecidos y afectados por la enfermedad, con efectos para estos últimos desconocidos de momento, hay que sumar una crisis económica que está produciendo no pocos sinsabores e incertidumbres a una parte importante de la población. Sin embargo, nadie parece dudar que cuando esto pase se vaya a retomar los proyectos de antaño. En Bilbao son sobre todo dos a corto plazo: el plan de reforma de Zorrozaurre que transformará esta isla en la parte norte de la ciudad, en medio de la Ría, antaño zona de fábricas y talleres, además de casas humildes; y el cubrimiento de las vías de tren entre el apeadero de Zabalburu y la Estación de Abando, con ocasión de la llegada del AVE, que parece que se va a retrasar de nuevo. Se aprovechará esta obra para llevar a cabo una transformación urbanística en toda regla y que afectará sobre todo al distrito de San Francisco, donde vive una población anciana, antiguos trabajadores de las empresas y minas de la zona, y emigrante, que conviven ahora mismo con nuevos locales modernos y pretendidamente alternativos.



No obstante, no parece que Bilbao vaya a convertirse en una Ciudad Disney toda ella, aunque sólo sea porque todavía existen otras actividades económicas bien presentes en la zona y porque buena parte de los barrios de la ciudad conservan ese carácter obrero de antaño, como Santutxu, Atxuri, Bolueta, La Peña, San Adrían, Zorroza, Otxargoaga, Txurdinaga, Rekalde o Urribari, sin ese pedigrí de la parte llana de la ciudad. Lo cual no quita a que uno pueda encontrar lugares atractivos en ellos, amplios y ecológicos, pero sin que de momento las empresas del turismo y del ocio masivo se hayan planteado trastocar tales barrios. Aunque eso sí, se proyecta una ampliación de la autovía sur que puede afectar la zona verde cercana a La Peña, Bolintxu, con un enorme valor ecológico, plan que ya ha provocado las quejas de parte de la ciudadanía (http://www.supersurez.info/).

La Margen Izquierda forma parte del Gran Bilbao, cuatro ciudades pegadas entre sí y de enorme concentración urbana. Sufrieron especialmente la reconversión industrial de los años ochenta y ahora parece mejorar ese aspecto caliginoso de antaño, aunque una mera ojeada a su aspecto indica bien a las claras sus orígenes proletarios. Es de todo ello de lo que hablaba Edurne Portela, sin duda con algo de añoranza por el tiempo que se fue, pero también con la esperanza de que mejore, sin por ello convertirse en una Ciudad Disney. Esperémoslo al menos.

viernes, 2 de abril de 2021

Fútbol y Patria

 


Sin duda resulta injusto o desfasado, pero no puedo evitar sentir un tedio profundo cuando escucho juntas las palabras fútbol y patria. Me retrotraen a otra época, a unos tiempos rancios, a una realidad tejida a golpe de pasiones que no acabo de entender, al fin y al cabo el espectáculo del fútbol me aburre apenas iniciadas las primeras carreras detrás del balón y en cuanto a la patria, me parece que su mero enunciado sólo sirve para llamar a la guerra contra otras patrias y en las que mueren personas, la mayoría trabajadoras, estudiantes, personas sencillas que no puedo ni quiero tener por enemigas.

Claro que no debiera ser así, lo sé. Hace poco más de dos lustros, comienzo a datar mi vida en lustros, incluso en decenios, vi enteros varios partidos de la Copa Mundial de Sudáfrica gracias a la insistencia de un amigo, Mahmoud, aficionado a este deporte y con quien gocé de varios encuentros en la terraza veraniega de un bar mientras me explicaba él con gracia los detalles de los movimientos que los jugadores realizaban para lograr el deseado gol y la victoria de uno de los dos equipos. Resultó apasionante el partido entre España y Portugal para el cual Mahmoud reunió a la mesa a españoles y portugueses. No quise ver, sin embargo, el partido final de la competición en la que ya entraban en juego no pocas arengas patrióticas que me producían dentera. En todo caso, creo que fue la única vez que vi tantos partidos seguidos y además enteros sin sentir ningún sopor. Llegué incluso a entender la filosofía de este deporte, la de once jugadores que actúan en común, cada uno con sus funciones asignadas y en completa igualdad e importancia todas ellas, un ejercicio de solidaridad grupal que millones de personas ejecutan todos los días, aun cuando el balompié profesional tenga ese sesgo millonario y elitista que no elimina, sin embargo, ese carácter grupal tan constructivo.

Puedo incluso llegar a reconocer la importancia del deporte como elemento vital de y en la sociedad, un ejercicio sano y con ese componente solidario en los deportes colectivos. En Bilbao, por ejemplo, se fomentó la práctica del deporte en general ya a finales del siglo XIX, Manuel Aranaz Castellanos fue uno de sus impulsores principales, y con el salto al siglo XX nacía el Athletic Club de Bilbao en pleno centro de la Villa, en el Café García, sito en el número 8 de la Gran Vía Lope de Haro, justo delante del Café Lyon d´Or, reflejando ambos lugares el inicio de una época gloriosa tanto deportiva como literaria en una ciudad en plena expansión. Nada que haya nacido en un Café puede ser malo.

Sin embargo, el fútbol ha servido y sirve a finalidades políticas ajenas a la actividad en sí misma, aparte de la componente económica ya mencionada, con la correspondiente creación de una élite profesional que actúa más con fines individuales y de enorme especulación añadida, con jugadores estrellas que mueven millones ellos solos. Pero sobre todo con fines políticos y de defensa del Estado que me chirrían enormemente. Más ahora, cuando cada vez le deseo menos un Estado a nadie. No en vano, el fútbol muchas veces emula la guerra, refleja un choque entre territorios, eso sí, de otro modo, mucho más pacífico y desde luego sería mejor dirimir los conflictos en estadios de fútbol que en campos de batalla.

Si el fútbol me aburre al poco de iniciarse, la patria da un paso adelante y me deja por completo frío. No porque yo adquiera, ni lo pretenda, la condición de ciudadano del mundo, fórmula hueca que nada significa, sino porque considero que los lazos identitarios no pueden ni deben circunscribirse a un ordenamiento jurídico soberano, en un mundo además en el que la sociedad y su organización política son más y más complejos, hasta el punto de arrinconarme en un rincón desde el cual resulta cada vez más difícil entender los mecanismos sociales y sobre todo las relaciones de poder.



Estamos inmersos en la Final de la Copa del Rey que se pospuso el año pasado por el tema de la pandemia y en el que participan dos equipos vascos, el Athletic de Bilbao y la Real Sociedad. El partido se celebra la víspera del Aberri Eguna (el Día de la Patria Vasca), las calles por las que me muevo se han llenado de banderas rojiblancas, algunas pocas son de la Real, pero no se prevén rivalidades violentas, esta vez ganamos todos, Bai edo Bai (sí o sí). La afición lo invade todo, las fachadas y los balcones, las vitrinas de las tiendas, la de los bares, las portadas de los diarios, las conversaciones en la calle y en los programas de radio. Se anuncian programas especiales tanto en radios como en televisión. Es casi una cuestión de país, todo un país entero pendiente del partido. Se ha llegado a decir incluso que es la antesala perfecta para la celebración patriótica al día siguiente.

Se vuelve entonces imposible que no sienta todo ese tedio que me producen ambas palabras juntas, fútbol y patria. Sé que es injusto, no estamos en aquellos tiempos rancios de proclamas y fidelidades únicas. Cabe la indiferencia y vivir ajeno al espectáculo, lo que sin duda haré, cuando ni siquiera me queda la opción de que Mahmoud, que vive lejos, me acompañe a ver el partido y me lo explicara como el aficionado brillante e irónico que es él.