lunes, 26 de noviembre de 2018

Vivir y morir por encima de las posibilidades


Cuando Isaki Lacuesta estrenó su película Murieron por encima de sus posibilidades, en 2014, España llevaba seis años de una crisis que produjo unas repercusiones tremendas en términos humanos. No sólo hubo una angustia tremenda por el aumento voraz del desempleo, entre los más altos de Europa, sino que incluso entre quienes conservaron su puesto de trabajo se dio un empeoramiento notable en sus condiciones laborales. Mucha gente vio cómo sus salarios descendían y quienes por aquella fecha se incorporaron al mercado laboral –el empleo se había convertido también en una mercancía al regularizarse, años atrás, las empresas de trabajo temporal– lo hacían con una precariedad que traspasó el ámbito del trabajo y se instaló en la vida cotidiana. Muchos ciudadanos de distinta condición y nivel económico perdieron sus viviendas al no poder asumir sus hipotecas, unas hipotecas obtenidas antes de 2008, cuando España era una fiesta, parecía que el dinero corría a mansalva y se escuchaba aún el eco de las palabras de un ministro que unos pocos lustros antes declaró que «España es el país del mundo donde más rápido se puede hacer uno rico».

De pronto, tal aseveración se transformó en su contraria: España se volvió el país del mundo donde más rápido acababa uno siendo pobre. Esa clase media tan aparatosa y aparente que surgió con la bonanza económica y especulativa, que compraba pisos y casas con los precios liberalizados desde varios lustros atrás, gracias a otro ministro contemporáneo al de la mencionada declaración, se arruinaba tal como se había enriquecido, a manos llenas. Por cierto, esa Constitución tan defendida hoy, 40 años después de su aprobación –incluso se ha generado un nuevo concepto de patriotismo, el patriotismo constitucional–, habla del derecho a la vivienda digna y de los mecanismos a emplear para defenderla, algo de lo que nadie se acordó en su momento, en plena fiesta, ni se acuerda hoy, cuando los alquileres en muchas ciudades superan incluso el salario mínimo interprofesional que se pretende alcanzar con el proyecto de Presupuestos Generales del Estado. Eso sí, en septiembre de 2011 se reformaba la constitución para garantizar, dijeron, la estabilidad presupuestaria y que el Estado no se endeudara, porque «no se puede gastar lo que no se tiene», según declaró el Presidente de Gobierno del momento, algo que no sólo se contrapone al keynesianismo aplicado en Europa desde los años 30 y que fue la base del Estado del bienestar, sino que se contradice con la práctica anterior de endeudamiento de familias y empresas para adquirir vivienda, bienes de lujos y proyectos, cuando se asumía como normal que se gastara lo que no se tenía.

Tres años antes del estreno de Murieron por encima de sus posibilidades un movimiento amplio de protesta se extendió a lo largo y ancho del territorio español. Conocido como 15M, por la fecha en que se inició la ocupación de las plazas, venía precedido por movilizaciones amplísimas de protesta contra los recortes sociales que afectaban a la sanidad, a la enseñanza, a la política de protección social, a la cultura, a los salarios de funcionarios, a los trabajadores en general, recortes realizados por el Gobierno central y también por los autonómicos, siendo el de la Generalitat de Catalunya, presidido por Artur Mas, quien con más crudeza llevó a cabo tal política. La película de Isaki Lacuesta se inició como proyecto a la sombra de tales protestas y se fue gestando poco a poco, a veces cambiando el propio guion porque la realidad superaba con creces la ficción.

También el año de estreno de Murieron por encima de sus posibilidades se comenzaba a articular una nueva izquierda influida por los lemas de las plazas: No nos representan, Lo queremos todo, Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo, Nuestros sueños no caben en vuestras urnas, entre otros muchos. Se pretendía una nueva política y en 2014 ya se habían consolidado varios proyectos, algunos provenientes de articulaciones previas de carácter local, otros nacían de cero o se coordinaban con la izquierda clásica. Parecía que por fin se superaba la queja amarga del personaje que encarna José Sacristán –«Nos quejamos, nos quejamos, nos quejamos, y luego nos tomamos otra ronda»– y se pasaba a la acción real. Esa nueva política entraba en las instituciones, también una alternativa que se proclamaba liberal y democrática, todas ellas con muchas pretensiones y no sin cierta preocupación de quienes hasta ese momento habían gestionado el cotarro.

Cuatro años después del estreno de Murieron por encima de sus posibilidades no cabe menos que compartir el tono sardónico de la película, esa mirada tal vez desesperanzada ante unos personajes que vuelven al punto de partida, a la prisión psiquiátrica de la que salieron los cinco protagonistas para cambiar el país o, cuanto menos, devolverlo a una época más liberal y equitativa, y aun cuando se les reciba con aplausos, da la sensación de que todo ha sido en vano, que su esfuerzo, al igual que el de sus imitadores, ha servido de muy poco, como mínimo para ser algo consciente de la estafa globalizada. En apenas siete años la nueva política se ha diluido como un azucarillo en el café, aunque dudo mucho de que llegue a endulzarlo en absoluto. Apenas repunta la economía, aunque es más un espejismo, y se vuelven a los viejos defectos. En España se ha vuelta a la ronda tras la queja y el lamento, mientras algunos miran con envidia a Francia, donde crecen las protestas por la subida de los carburantes, mientras que aquí se observa el alza de los precios de la luz o de los alquileres como margaritas que crecen en la primavera o, a lo sumo, nos enzarzamos en batallas patrióticas, algunas lideradas por los recortadores de antaño.

 Los cinco protagonistas de Murieron por encima de sus posibilidades se asumen y se reconocen como locos, pero sin duda, como nos recuerda el dicho, la locura anida fuera de los manicomios, en la normativa normalizadora de la realidad política. Lo loco es sin duda aceptar el (des)orden del mundo tal como viene, aun cuando nada indique que se vaya a modificar a mejor.


lunes, 19 de noviembre de 2018

La familia y las Furias


Puede que no haya ninguna familia normal. Claro que antes tendríamos que aclarar qué entendemos por normal, más cuando estamos en una sociedad que en apariencia da hoy mayor permisibilidad a los hábitos y costumbres individuales, tal vez porque en nuestras sociedades complejas ha aumentado tanto el aparato legal y se han reforzado también tanto los mecanismos disciplinarios que ya no es necesario que las conductas se regulen por otras vías de organización social, en gran medida paralelas o autónomas al aparato político del poder, como el patriarcado, tan cuestionado hogaño, o la fuerza de las costumbres sociales o locales.

No obstante, no es fácil cambiar viejos esquemas, formas de actuar, valores hegemónicos que han estado presentes a lo largo de los siglos. También es cierto que, aun cuando tengamos la sensación de que somos más libres en lo individual y hemos superado visiones prejuiciosas o anatemas respecto a formas de vida diferentes, ese concepto antes señalado, el de normal, sigue conservando un peso enorme y ejerce una presión sobre los individuos que mantiene en cintura muchos comportamientos. En este sentido, Gramsci afirmaba que era más sencillo destruir Estados que crear valores nuevos, sobre todo valores sobre los que sustentar nuevos modelos de organización política y social. El siglo XX ha dado muchos ejemplos de ello. Y eso se aplica a la organización política, pero también a la familia, que por lo que dicen también está cambiando a medida que cambian las sociedades o se vuelven éstas más complejas.

Pero la batalla entre lo viejo y lo nuevo resulta a menudo abrupta, toma una apariencia virulenta en ocasiones, sobre todo por la naturaleza de quienes intervienen en los debates. No hay más que ver lo difícil que está resultando en muchas partes del mundo introducir ciertos cambios en el concepto familia, por ejemplo el divorcio –en España se volvió a introducir en el ordenamiento jurídico tras la aprobación de la constitución del 78, pero no fue hasta casi el cambio de siglo que se aplicó un sistema de divorcio más sencillo, fuera de los plazos de separación aplicados hasta entonces y que no parecían reconocer que los interesados fueran mayorcitos para saber lo que querían – o, más complicado aún, el matrimonio homosexual, tan presente hace unas pocas semanas en las elecciones de Brasil. En estas batallas sobre la familia muchas Iglesias cristianas se proclamaron defensoras de la familia tradicional, a veces de un modo cuando menos ordenancista y a menudo riguroso e intransigente, aunque es chocante: esa familia tradicional defendida con una firmeza cuasi teologal tenía más que ver con un modelo decimonónico de la familia que con el modelo que se pudiera derivar de algunos textos testamentales, más del antiguo que del nuevo, y de los tiempos bíblicos, mucho más patriarcales.

Por tanto, puede que hoy no haya ninguna familia normal, cualquier cosa que sea esto de familia normal. Sin embargo, aun cuando los modelos se vayan modificando o se incorporen nuevas maneras de fundar y establecer familias, incluso aunque se destruya el concepto imperante de familia y se tienda a organizar los lazos de sangre de otra forma, tal vez sustituyéndose por lazos de afinidad emocional, modelos más hipotéticos que reales a fecha de hoy, siempre se mantienen formas añejas, silencios en el seno del grupo, rencillas, prejuicios, sentimientos heridos que convierten las relaciones familiares en dramas, incluso también en tragedias.  

En el fondo es como si aún las Furias mantuvieran todavía hoy sus funciones de castigo de todos aquellos comportamientos que afectasen las relaciones familiares, comportamientos delictivos incluso a ojos de esos dioses ctónicos, protectores del ultramundo y anteriores a los dioses olímpicos, más comprensibles estos ante las debilidades propias y a veces ajenas. Y eso que las Furias nacieron de un acto de violencia paternofilial muy cruento y que Tisífone, sin duda, fingiría siempre ignorar.

De este modo, muy acertado estuvo Miguel del Arco cuando partió de estas figuras, las Furias, para enmarcar su relato cinematográfico y narrar los vínculos, las relaciones, los tejemanejes, los dramas, los silencios o incluso los hechos no descritos, pero tan presentes, en una familia concreta, la Ponte Alegre. Claro que la familia a la que nos enfrentamos en Las Furias (2016) no es una familia normal o formal, o por lo menos una familia tipo. Puede que a buenas y primeras uno se identifique poco o nada en absoluto con los personajes o con el conjunto. Marga (Mercedes Sampietro), psicóloga, vive separada de Leo (José Sacristán), antiguo autor de obras clásicas que padece un alzheimer agudo, ha olvidado todo, salvo los diálogos de muchas obras interpretadas durante su carrera profesional. Marga quiere dar un giro a su vida, pero sobre todo pretende sincerarse con sus tres hijos: Casandra (Carmen Machín), Héctor (Gonzalo de Castro) y Aquiles (Alberto San Juan). Sin embargo, hay demasiados silencios, muchas situaciones nunca aclaradas ni curadas, entre los dos cónyuges separados pero también en sus relaciones con los hijos y en las vidas de los hijos con sus respectivas parejas, los dos primeros, también hay una nieta (Macarena Sanz) afectada por una enfermedad mental que le provoca no pocas alucinaciones, todo lo cual llevará a que la convivencia durante el fin de semana en la casa de la costa cantábrica se vuelva una tragedia no exenta de rasgos dignos del teatro griego.  

Y es aquí, en la descripción y desarrollo de los acontecimientos, cuando resulta inevitable interesarse por lo que les ocurre y, en gran medida, identificarse con muchas de las cosas a las que asistimos o entendemos entre líneas. Porque al final todas las familias se parecen, todas guardan parecidas heridas, todas procuran actuar, salir adelante, afrontar la realidad que muchas veces sería mejor olvidar o pasar de puntillas. No hay varita mágica con la que salir del paso. Tampoco sabemos si la familia Ponte Alegre va a salir indemne del fin del semana. De momento, se hallan sobre ese banco de arena del tiempo, dando esos pequeños pasos que les lleve hasta la última sílaba del tiempo prescrito.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Las sombras de Ofelia


Hay un choque tremendo entre la percepción de la realidad y el reconocimiento de las emociones propias que tal percepción desencadena, ocurre en nuestra cotidianidad como ocurre también en la literatura, espejo en cierto modo de la vida. De este modo, en todos los personajes de la obra Hamlet hay una falla enorme entre realidad y emoción, lo que les conduce a la tragedia, a la locura, a la culpa, a un dolor profundo y desesperado, a alejarse más y más de lo real, cualquier cosa que sea esto de lo real. Porque ya ni siquiera podemos fiarnos de las percepciones, como demostró Galileo Galilei, sin que el científico lo pretendiese sin duda, pero confrontándonos de modo irreversible a que la verdad tenga múltiples rostros al contemplarla, los cuales nos enfrentan a su vez no sólo a la verdad exterior, sino a la verdad interior, no siempre grata. La verdad interior, por ejemplo, en el Rey Claudio, a quien Hamlet detesta y contra el que recae su ansia de venganza  por haber matado a su padre, el Rey, y hermano del propio Claudio, por haberse casado también con la Reina Gertrude, la madre de Hamlet, en un acto a los ojos del hijo por completo ignominioso, es una verdad repleta de culpa y remordimientos, lo que modifica a su vez nuestra propia visión del personaje. Sus sentimientos de culpa y sus remordimientos lo humanizan en gran medida, pero no ante el príncipe Hamlet, que decide retrasar su venganza para que las consecuencias resulten más graves al destinatario de la misma.

Pero es Ofelia a quien ese choque entre percepción de la realidad y organización de sus emociones produce una mayor falla, hasta el punto de conducirla a la muerte por la vía de la duda profunda, cada vez más imposible de dirimir, de la desesperación que obscurece su mirada sobre las cosas y por último de la locura. Ofelia no puede asumir lo que le ocurre, ese intento de seducción de Hamlet, esa sumisión a las normas sociales, su adaptación a una sociedad estamental –hoy sería una sociedad de clases, aun cuando las fronteras nos parezcan ahora más laxas–, su pertenencia a un clan patriarcal, su imposibilidad de entender o interpretar la realidad. Todo ello le enfrenta a lo que siente, pero también a lo que debería sentir por su posición en todo el entramado social. La sociedad con su normativismo y su aparato disciplinario penetra por todos los poros incluso en los sentimientos y emociones de los individuos, es más, resulta que en este ámbito es donde la batalla del poder se vuelve más intensa y vehemente.

Shakespeare indica algo que nos parece actual, pero que ocurrió sin duda siempre, que las emociones y sentimientos son un campo de batalla, como lo es el lenguaje que los expresa. Se trata ya no sólo de ocupar territorios por las armas, sino además de legitimar el dominio de la tierra y, sobre todo, de la población, y justificar así también los mecanismos del poder. Y nada más eficaz para tal dominio que invadir mediante la emoción y el sentimiento la opinión y la actuación de las personas. Pero no sólo empleando el sentimiento primario del miedo, muy eficaz siempre, miedo a la sangre, a la represión, a la muerte, sino más allá, miedo a sí mismo, a ser diferente, a disentir, a dudar en definitiva de la propia percepción de la realidad, a sentir además una culpa que no permite la más mínima actuación propia, porque el individuo, al final, se vuelve un ser atormentado, incapaz de la más mínima decisión por sí mismo.

Les ocurre a todos los personajes de la tragedia de Hamlet, pero es a Ofelia a quién más afecta todo este estado de cosas y para quien la disensión realidad-sentimiento resulta más costosa y sufriente, tanto que es ella misma quien llevará a cabo ese gesto absoluto de la propia destrucción. No necesita que el propio Hamlet levante contra ella su espada, tampoco será necesario que lo haga Laertes, su hermano, que también acudirá a la venganza para resarcirse tanto de la muerte de su propio padre a manos de Hamlet, errado en su acto homicida, como el encargado de lavar el honor de su hermana muerta. Todos toman la vía de la venganza, todos deciden la muerte del otro como forma de resolver el caos que produce la realidad en su interior, salvo Ofelia, quien revierte en su interior herido todo su frustración y ese magma de emoción incomprensible.

La mirada sobre lo real es clave para comprender esa dicotomía realidad-sentimiento. Porque estamos hablando, al final, de una interpretación sobre lo que nos rodea. Sentimos al final como forma de comprensión de lo que nos envuelve, hay también una dicotomía razón-emoción. De este modo, no es que existan realidades diferentes, sino que lo que varía son las interpretaciones. De las interpretaciones brotan al fin los sentimientos y las emociones. Por tanto, de lo que se trata es de manipular las interpretaciones para crear sentimientos y emociones. De esto sabe mucho el poder, no hay duda. Es más, ante un mundo que carece ya de alternativas posibles conformar sentimientos y emociones se ha vuelto la tarea fundamental del poder, conformar sentimientos y emociones para crear una épica que nos dé sentido a la vida comunitaria, aunque luego se reconozca sin vergüenza alguna que ciertos empeños épicos no tenían en realidad base alguna. Está pasando con verdadero descaro en muchas sociedades.

De aquí nace, sin duda, esa horrible expresión empleada hoy por políticos, y me temo que por sociólogos y otros estudiosos de lo real, de establecer relatos a partir de la realidad, como si lo real fuera materia para la ficción, que lo es, pero sólo para la literatura, no para el análisis de la realidad. Ante ciertos acontecimientos históricos o políticos no cabe establecer relatos, sino interpretar los mismos. Puede que no quieran afirmar que lo que llevan a cabo son interpretaciones porque hay una asociación de ideas con el concepto de manipulación, que pretenden rehuir. Pero con el establecimiento de los relatos van más allá de la mera manipulación, porque en la manipulación aún está presente la realidad, en cambio en el relato no lo está tanto, la ficción al fin y al cabo parte sobre todo de la verosimilitud, que nada tiene que ver con lo real.

Si Ofelia hubiera establecido un relato a partir de su situación, tal vez se hubiera salvado y no hubiese adoptado ese gesto absoluto final. Si hubiera establecido un relato, tendría sus propias reglas para la vida, aunque nada tuviesen que ver con lo real, por tanto con el sufrimiento que le generó todo ese cúmulo de emociones, sumisiones e incapacidades de asumir e incidir en lo real. Pero intentó interpretar y afrontar una realidad que la consumió en la más dura de las desesperaciones. La más pura realidad.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Manuel Vázquez Montalbán: a vuelta de los olvidos


Sé que es feo citarse a uno mismo, pero esta misma semana escuchaba una entrevista de Carles Mesa a Gemma Nierga en Radio Nacional y una anécdota que mencionó la periodista me recordó un texto de este mismo blog de hace tiempo, de marzo de 2016, en el que escribía sobre la condición de autor olvidado de Manuel Vázquez Montalbán.

En la entrevista comentaba Gemma Nierga que participó en una sesión de postgrado en la facultad de Comunicación y Periodismo de una universidad privada de Barcelona y grande fue su sorpresa tras citar a Vázquez Montalbán –recuérdese: estudiantes de periodismo en Barcelona– cuando uno de los presentes preguntó quién era Vázquez Montalbán. Atribuyó tal ignorancia y torpeza, por no hablar de laguna cultural cuasi oceánica, al estudiante, sin duda mal formado, y entonces acudió al resto de los estudiantes para que pudieran aclararle su duda ignominiosa. Silencio absoluto en la sala. Nadie parecía saber nada de este autor que murió hace quince años, en octubre de 2003, y que no sólo fue un escritor encomiable, sino que durante lustros, además, en lo que se refiere al periodismo, estuvo muy presente como fino articulista en muchos medios de comunicación. Vamos, que no sabían ni de lo suyo.  

En marzo de 2016 escribía en el blog sobre mi recomendación a un conocido brasileño, de visita en Barcelona, de adquirir aprovechando su estancia y sobre todo leer la novela El pianista, una novela que, además de interesantísima desde el punto de vista literario, se refería a un militante del POUM, organización por la que mi conocido tenía un enorme interés histórico y político, pero lo que motivó mi reflexión, en aquel momento, fue que no encontró en ninguna librería del centro de Barcelona, algunas de ellas importantes, ningún libro de Vázquez Montalbán e incluso le aconsejaron que acudiera a alguna librería de viejo por si tenían a la venta algún volumen de la novela.

Ni qué decir tiene que clamaba al cielo que en Barcelona, con sus editoriales y su vanidad de ciudad cultural, no se pudiera encontrar ningún libro de Vázquez Montalbán, quien por otro lado seguía siendo citado aquí y allá, se realizaban jornadas y homenajes en su recuerdo y uno tenía la sensación de que se seguía leyendo con interés. Pero si las editoriales no lo habían vuelto a publicar, son empresas al fin y al cabo que se mueven por la lógica de los balances y de los beneficios, era seguramente porque ya apenas se compraban sus libros, algo que cuesta aceptar y que sin duda sorprende y crea un cierto sinsabor. Pero la anécdota de Gemma Nierga muestra que la cosa es incluso peor.

En defensa del sector editorial hay que señalar que en estos dos años la editorial madrileña Cátedra ha vuelto a publicar El pianista, en una edición de José Colmeiro. Hace unos años el diario Público, cuando salía en papel, sacó a la venta junto al diario algún título del autor barcelonés. Esto al menos tiene arreglo. Pero asusta el olvido de un escritor que ha estado tan presente en la vida social, política y cultural de España y si unos estudiantes de periodismo, de postgrado además, ya no saben quién fue Vázquez Montalbán, significa que se está olvidando a pasos agigantados bloques enteros de la historia reciente del país. Todo esto, además, cuando el tema de la memoria común está en pleno candelero y se pretende que lo ocurrido hace ochenta horas no se diluya en el olvido. ¿Habrá que esperar a que en 2060 y en adelante se clame por la memoria de lo ocurrido durante la transición y en los años posteriores, habiéndose olvidado a quienes protagonizaron tal etapa? Uno puede llegar a entender la voluntad de olvido en la posguerra, no fueron años fáciles, hubo represión y miedo. Pero, ¿se puede entender el actual olvido?

Están cambiando los paradigmas culturales, las nuevas tecnologías ocupan un espacio enorme en las artes y la cultura, en las relaciones sociales. Se tiende sin duda a otro modelo de relaciones sociales. Pero la cultura, cualquiera que sea el modo de transmitirse, es acumulativa, ese es al fin y al cabo el significado de enanos a hombros de gigantes, lema de Bernardo de Chartes, cada generación se sube a espaldas de sus antecesores para atisbar más lejos. Parece evidente, pero no lo es cuando en apenas quince años se olvida a un autor hasta borrarlo de la memoria colectiva. Tampoco quiere uno caer en el tópico de hasta qué punto son ignorantes los jóvenes de hoy, sobre todo con relación a uno mismo a esa edad hace años. Pero los síntomas no dejan mucho lugar al optimismo. Hasta puede que expliquen muchos desaguisados actuales.