Cuando Isaki Lacuesta
estrenó su película Murieron por encima
de sus posibilidades, en 2014, España llevaba seis años de una crisis que produjo
unas repercusiones tremendas en términos humanos. No sólo hubo una angustia
tremenda por el aumento voraz del desempleo, entre los más altos de Europa, sino
que incluso entre quienes conservaron su puesto de trabajo se dio un
empeoramiento notable en sus condiciones laborales. Mucha gente vio cómo sus
salarios descendían y quienes por aquella fecha se incorporaron al mercado
laboral –el empleo se había convertido también en una mercancía al
regularizarse, años atrás, las empresas de trabajo temporal– lo hacían con una
precariedad que traspasó el ámbito del trabajo y se instaló en la vida
cotidiana. Muchos ciudadanos de distinta condición y nivel económico perdieron
sus viviendas al no poder asumir sus hipotecas, unas hipotecas obtenidas antes
de 2008, cuando España era una fiesta, parecía que el dinero corría a mansalva
y se escuchaba aún el eco de las palabras de un ministro que unos pocos lustros
antes declaró que «España es el país del
mundo donde más rápido se puede hacer uno rico».
De pronto, tal
aseveración se transformó en su contraria: España se volvió el país del mundo
donde más rápido acababa uno siendo pobre. Esa clase media tan aparatosa y
aparente que surgió con la bonanza económica y especulativa, que compraba pisos
y casas con los precios liberalizados desde varios lustros atrás, gracias a
otro ministro contemporáneo al de la mencionada declaración, se arruinaba tal
como se había enriquecido, a manos llenas. Por cierto, esa Constitución tan
defendida hoy, 40 años después de su aprobación –incluso se ha generado un nuevo
concepto de patriotismo, el patriotismo constitucional–, habla del derecho a la
vivienda digna y de los mecanismos a emplear para defenderla, algo de lo que
nadie se acordó en su momento, en plena fiesta, ni se acuerda hoy, cuando los
alquileres en muchas ciudades superan incluso el salario mínimo interprofesional
que se pretende alcanzar con el proyecto de Presupuestos Generales del Estado.
Eso sí, en septiembre de 2011 se reformaba la constitución para garantizar,
dijeron, la estabilidad presupuestaria y que el Estado no se endeudara, porque «no se puede gastar lo que no se tiene», según
declaró el Presidente de Gobierno del momento, algo que no sólo se contrapone
al keynesianismo aplicado en Europa desde los años 30 y que fue la base del
Estado del bienestar, sino que se contradice con la práctica anterior de
endeudamiento de familias y empresas para adquirir vivienda, bienes de lujos y
proyectos, cuando se asumía como normal que se gastara lo que no se tenía.
Tres años antes del
estreno de Murieron por encima de sus
posibilidades un movimiento amplio de protesta se extendió a lo largo y
ancho del territorio español. Conocido como 15M, por la fecha en que se inició
la ocupación de las plazas, venía precedido por movilizaciones amplísimas de
protesta contra los recortes sociales que afectaban a la sanidad, a la
enseñanza, a la política de protección social, a la cultura, a los salarios de
funcionarios, a los trabajadores en general, recortes realizados por el
Gobierno central y también por los autonómicos, siendo el de la Generalitat de
Catalunya, presidido por Artur Mas, quien con más crudeza llevó a cabo tal
política. La película de Isaki Lacuesta se inició como proyecto a la sombra de
tales protestas y se fue gestando poco a poco, a veces cambiando el propio
guion porque la realidad superaba con creces la ficción.
También el año de estreno
de Murieron por encima de sus
posibilidades se comenzaba a articular una nueva izquierda influida por los
lemas de las plazas: No nos representan,
Lo queremos todo, Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo, Nuestros sueños
no caben en vuestras urnas, entre otros muchos. Se pretendía una nueva
política y en 2014 ya se habían consolidado varios proyectos, algunos provenientes
de articulaciones previas de carácter local, otros nacían de cero o se
coordinaban con la izquierda clásica. Parecía que por fin se superaba la queja
amarga del personaje que encarna José Sacristán –«Nos quejamos, nos quejamos, nos quejamos, y luego nos tomamos otra
ronda»– y se pasaba a la acción real. Esa nueva política entraba en las instituciones, también una
alternativa que se proclamaba liberal y democrática, todas ellas con muchas
pretensiones y no sin cierta preocupación de quienes hasta ese momento habían
gestionado el cotarro.
Cuatro años después del
estreno de Murieron por encima de sus
posibilidades no cabe menos que compartir el tono sardónico de la película,
esa mirada tal vez desesperanzada ante unos personajes que vuelven al punto de
partida, a la prisión psiquiátrica de la que salieron los cinco protagonistas
para cambiar el país o, cuanto menos, devolverlo a una época más liberal y
equitativa, y aun cuando se les reciba con aplausos, da la sensación de que
todo ha sido en vano, que su esfuerzo, al igual que el de sus imitadores, ha
servido de muy poco, como mínimo para ser algo consciente de la estafa
globalizada. En apenas siete años la nueva
política se ha diluido como un azucarillo en el café, aunque dudo mucho de
que llegue a endulzarlo en absoluto. Apenas repunta la economía, aunque es más
un espejismo, y se vuelven a los viejos defectos. En España se ha vuelta a la
ronda tras la queja y el lamento, mientras algunos miran con envidia a Francia,
donde crecen las protestas por la subida de los carburantes, mientras que aquí
se observa el alza de los precios de la luz o de los alquileres como margaritas
que crecen en la primavera o, a lo sumo, nos enzarzamos en batallas
patrióticas, algunas lideradas por los recortadores de antaño.
Los cinco protagonistas de Murieron por encima de sus posibilidades
se asumen y se reconocen como locos, pero sin duda, como nos recuerda el dicho,
la locura anida fuera de los manicomios, en la normativa normalizadora de la
realidad política. Lo loco es sin duda aceptar el (des)orden del mundo tal como
viene, aun cuando nada indique que se vaya a modificar a mejor.