jueves, 29 de octubre de 2020

Los teólogos y la emancipación


 

Victoriano Gondra nació en 1910. Pudo contemplar los años de esplendor en Bilbao como foco industrial y mercantil, también cultural, previos a la hecatombe de la guerra civil. Simpatizaba con el nacionalismo vasco, lo que a todas luces determinó su actitud ante el conflicto bélico, aun cuando lo viviera sin duda no sin ansiedad por el dilema que suponía tener que elegir entre sus simpatías políticas o la posición adoptada por la jerarquía católica que apostaba por el otro bando, el nacional, más por interés político y por mantener unos privilegios bien terrenales.

A pesar de la declaración de Manuel Azaña de que España había dejado de ser católica, referida sin duda al laicismo que adoptó la IIª República, el peso de la Iglesia Católica era enorme en la sociedad vasca y en la española, no sólo como centro de poder, las relaciones entre el Estado y la Iglesia marcaron en gran medida la historia de España, hasta el punto de confundirse en muchos momentos, también en las costumbres, en la cotidianidad de una población que no tenía casi opción de distanciarse de la religión oficial. La literatura lo reflejaba bien a las claras: La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín» o César o nada de Pío Baroja son dos novelas que dibujan esa influencia social de la Iglesia.

Lo que sí surgió a lo largo del siglo XX fue una reacción a todas luces hostil, incluso virulenta, contra la institución católica. Ocurrió en 1931, cuando se proclamó la República, pero sobre todo, de una forma desmesurada y sin duda a menudo injusta, durante la guerra civil. Sin embargo, en el País Vasco, donde el catolicismo ejerció la misma influencia social y estuvo vinculada a la política también de un modo estrecho, parte de esa Iglesia se desmarcó de la posición militante/militarista y ultramontana de su jerarquía. No hay que olvidar el carácter confesional del PNV, pese a lo cual se comprometió claramente con la República e incluso facilitó la viabilidad gubernamental en consonancia con otras organizaciones republicanas, pese a las diferencias que hubiese, no pocas, en especial con el PCE.

De ahí que Aita Patxi acabara de capellán de un Batallón de gudaris y que prestara su ayuda a otros batallones, incluso a aquellos formados por soldados que sin duda tuvieron actitudes hostiles con la iglesia. A inicios de la Guerra fue en el País Vasco el único lugar del bando republicano donde no hubo problemas para la celebración de eucaristías, misas y otras celebraciones católicas, y así continuó siendo cuando el Gobierno Vasco, ante la derrota del frente norte, se trasladó a Barcelona. Católico practicante era José Antonio Agirre, el primer lehendakari cuya palabras de aceptación del cargo ante el Árbol de Guernica fueron toda una proclamación de fe.

Resulta difícil hoy, cuando la sociedad ha dejado de ser claramente católica, en general religiosa, y las generaciones más jóvenes crecen ya sin ninguna referencia en tal sentido, entender lo que significó ese catolicismo tan férreo. Menos aún el ambiente casi integrista que adoptó el catolicismo después de la victoria del bando franquista, sobre todo en los primeros lustros, antes de que las costumbres comenzaran a relajarse un poco. Es difícil saber lo que pensaba Victoriano Gondra, conocido ya como Francisco, de toda aquella deriva de la posguerra. Estuvo preso, pero al final consiguió salir del campo de prisiones donde lo mantuvieron un tiempo y se integró de nuevo a la comunidad pasionista a la que pertenecía, ocupándose de los novicios y del ámbito rural en Guipúzcoa, hasta que en 1954 se incorpora al Santuario de San Felicísimo, en el barrio bilbaíno de Deusto.

Es aquí donde lo conoce el antropólogo Joseba Zulaika, durante sus años de noviciado, siendo Gondra su confesor. Lo define como un hombre de aspecto serio, nada mundano y una religiosidad «troglodita», incluso grotesca. Parecía compartir el religioso una concepción que asociaba el ser católico con el martirio, fruto de una mirada un tanto traumática de Dios. Compartía sus quehaceres en el noviciado con sus trabajos en un hospital, lugar áspero, sin duda, pero creo que esa forma de ser descrita por Zulaika procede más de sus experiencias durante la guerra, pero sobre todo de la difícil disyuntiva a la que se enfrentó al tener que elegir entre sus opiniones y la posición oficial de la Iglesia, que, recuérdese, es un cuerpo jerárquico muy disciplinario. Su disidencia le llevó sin duda a una radicalidad religiosa que rozaba el integrismo. Es evidente que la posición social de este religioso despierta mis simpatías, apoyó al fin y al cabo la democracia frente a la reacción, no tuvo una actitud sectaria ni rechazó a los gentiles, a los no creyentes por serlo, se ocupó de los más pobres y de los enfermos, durante y después de la guerra, incluso intentó evitar el fusilamiento de un soldado asturiano, comunista además, al pedir que le fusilaran a él en su lugar. Puedo entender una deriva espiritual rígida, estricta, fruto de una contradicción que le debió de resultar angustiosa. Choca en todo caso que dicha actitud responda a una fe cuya expresión es la que comenta Joseba Zulaika. Supongo que las cosas de la fe tienen sus misterios.



No obstante, es una actitud bien diferente a la de otros religiosos, la de Valentín Bengoa, por ejemplo, también vasco, poco más de diez años más joven que Gondra, y que parte de una posición teológica y humana diferente. Bengoa es jesuita, pertenece a la comunidad de Loyola, en la que tanto influye Pedro Arrupe, y vive un tiempo en Nicaragua como misionero. Ahí se da de bruces con un tipo de pobreza extrema, la de los campesinos centroamericanos. Bengoa ha vivido en el seno de una familia sindicalista vasca, no ignora las dificultades de la clase obrera en circunstancias tan adversas como las de la posguerra. Pero le impresiona la experiencia americana. Conoce a Fernando Cardenal, sacerdote y militante revolucionario. A través de él, se relaciona con jesuitas que comienzan a afrontar la fe de otra forma, no tan centrada en el martirio ni en la resignación, más vinculada a la realidad social y al concepto de comunidad. Hay dos vascos entre ese grupo de teólogos, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, dos de los pilares de la denominada teología de la liberación.

Nicaragua le ha cambiado al jesuita vasco. Vive un proceso inverso que el de José María Valverde, pero que conduce al mismo punto. Valverde es un filósofo y poeta católico vinculado de joven al falangismo universitario, nada que ver con el ambiente obrerista y sindical de Valentín Bengoa, pero la crisis en la fe lleva al filósofo a buscar otras sendas, a cuestionar las rigideces de la fe, a escapar del cristianismo como martirio. Conoce también la experiencia de América Central, la de los teólogos de la liberación, es amigo personal de los hermanos Cardenal, lo que le conduce a una respuesta política radical por la emancipación.

Cuando Valentín Bengoa regresa al País Vasco, se encuentra un panorama bien distinto al que dejó. Hay una nueva industrialización en marcha y se va dejando atrás ese silencio que se ha impuesto en la posguerra más inmediata, las nuevas generaciones no están dispuestas a la resignación. Valentín Bengoa, que lleva bien dentro la experiencia vivida en América, tampoco lo está. Rechaza en todo caso la lucha armada de una incipiente resistencia vasca que ve en este modelo la vía de la emancipación nacional y social. Frente a la violencia, opta por la lucha sindical, por la apuesta por los más pobres y por los de abajo. Se vincula al sindicato ELA-STV, que es una organización que nació en 1911 en los astilleros Euskalduna, pertenecientes a la familia de la Sota, tan influyentes en la vida cultural de Bilbao y vinculada al PNV. Es por tanto un sindicato católico, nacionalista y con una fuerte tendencia interclasista. Lo sigue siendo el aparato sindical que se organiza desde el exilio, fuera del País Vasco, pero en el interior surge una estructura diferente formada por una militancia que rechaza el capitalismo, que se quiere deshacer del paraguas del PNV y lucha por un sindicalismo de clase y de resistencia. Es por este modelo por el que se decanta abiertamente el teólogo jesuita, que rechaza a su vez una estructura eclesial tan jerarquizada y reglamentista. Su modelo es el de la mesa compartida, tan presente en el Nuevo Testamento, una mesa compartida con los rechazados de la tierra y en la que caben también otros modos de vida.



Hay otro cura vasco que en la segunda mitad del franquismo apuesta también por la lucha sindical, Pedro Solaberria, nacido en Portugalete como Ignacio Ellacuría, y que actúa de forma directa en el mundo del trabajo, encuadrándose en fábricas de la Margen Izquierda. Es siete años más joven que Valentín Bengoa. Actúa en las grandes huelgas y movilizaciones de los sesenta y setenta. Forma parte de las Hermandades Obreras de Acción Católica y participa en las clandestinas Comisiones Obreras, con el tiempo acabará en la izquierda abertzale y en el sindicato LAB.

Los tres conocen ese Bilbao que a finales del siglo XIX pasa a ser un foco industrial que influirá y transformará no sólo Vizcaya, sino todo el País Vasco y que tanto cambiará hasta nuestros días postindustriales y un tanto distópicos. Victoriano Gondra murió en 1974; Pedro Solaberría, en 2015; Valentín Bengoa, en 2017. Sin duda, los tres fueron conscientes de los profundos cambios del país, no sólo en su modelo social, político y económico, también en el ámbito de las creencias. Sin duda, desde sus diferencias, los tres vivieron un catolicismo muy alejado del exceso de reglamentación de su Iglesia. Tal vez asumieran en su fuero interno un catolicismo no mayoritario en su sociedad, una parte más de una sociedad plural, variada, muy diferente a esa visión que aún se mantiene en el imaginario colectivo.

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