En 1984 Imanol Uribe
estrena una película, La muerte de Mikel,
que a todas luces es un buen retrato del País Vasco de la época. Muestra bien a
las claras el conservadurismo de la sociedad en su conjunto en medio del conflicto
político y social que afectaba en aquel momento todos los ámbitos de la vida,
incluido el personal, así como también una necesidad de transformación, de
modernidad, de salir de la estrechez de miras que dominaba el ambiente entonces
y a los propios personajes de la historia, que reflejaban bastante bien lo
que sentían muchos en aquel momento. El farmacéutico protagonista, Mikel,
interpretado por Imanol Uribe, tiene que confrontarse a lo que oculta desde
hace tiempo, su homosexualidad. Nadie sabe en la pequeña localidad donde vive
tal condición, ni su familia de clase media alta, ni en el ámbito político,
abertzale y de izquierdas, donde milita, ni desde luego su esposa y sus amigos.
El descubrimiento de su condición lo determina todo, pero bajo un silencio
tremendo que todo lo rodea y determina los vínculos entre las personas. La historia
acaba en drama, Mikel muere, alguien lo mata, y con ello se acentúan las
contradicciones, pero sobre todo se mantiene el silencio que pesa como una losa
entre quienes le sobreviven.
Es el mismo silencio que
sigue dominando hoy, treinta y seis años después de la aparición de esta
película, que sigue vigente en una sociedad que ya admite, en efecto, la
homosexualidad sin grandes aspavientos, a nadie parece importarle hoy las
tendencias sexuales de cada cual, pero que lo mantiene en muchos otros aspectos,
por ejemplo el de la violencia que dominaba aquellos años. En la cinta la
violencia política y social enmarca el drama personal de Mikel, parece algo
normalizado, algo que incluso forma parte del paisaje. Hoy esa violencia ha
desaparecido en gran manera, ya no existe ninguna de las organizaciones
armadas que la ejercieron, tampoco se producen aquellas algaradas, pero se
mantiene el silencio, un silencio que es sobre todo social, aun cuando se habla
del conflicto en las instituciones, surge en los debates políticos y hay
quienes rememoran aquella violencia, una y otra vez, como arma arrojadiza. Es
cierto que ha comenzado también a ser tema de numerosas novelas, películas y
series, pero llama la atención el silencio que sigue presente entre la
población.
También es verdad que la
sociedad vasca ha cambiado bastante en estos años, incluso en la estética de
los pueblos y ciudades. Tanto, que quien no conociera hoy la historia del País
Vasco durante los últimos setenta años se asombraría al enterarse de toda aquella
violencia desatada por sus calles. Hasta el gran símbolo de la recuperación
urbana de Bilbao, el Museo Guggenheim, inaugurado en 1997, tuvo su atentado, un
intento de voladura que acabó con la vida del agente de la ertzaintza que lo
evitó, muerto como consecuencia de un tiroteo. Además, por si no fuera
suficiente la tensión política, la de los ochenta fue una década de crisis
económica, con el cierre de grandes infraestructuras industriales, y también
social, con el problema de la droga tal como se refleja en la película El Pico, de Eloy de la Iglesia, y su
secuela, El Pico 2, que aparecieron a
la par que la película de Imanol Uribe.
Hoy todo aquello queda
muy lejano, parece incluso imposible que hubiera existido alguna vez. Tal vez
tampoco creyera nadie entonces el cambio enorme que viviría la sociedad vasca
tras el salto de siglo. Como era inimaginable pensar en 2001, el primer año del
siglo XXI, que veinte años después viviríamos la situación actual que sin duda
traerá cambios profundos.
Para el recuerdo se
adoptó el Día de la Memoria en el País Vasco y se le dio una fecha, el 10 de
noviembre, el único día en que no ha habido ningún atentado, ninguna víctima de
la violencia ejercida por varias organizaciones armadas. Este año se volvió a
conmemorar bajo las condiciones excepcionales que vivimos, con declaraciones
muy parecidas a las de años atrás y los mismos desencuentros. Pero rodeado
también de los mismos silencios. José Ramón Becerra habla de la «(…) lenta deriva hacia la inmovilidad, hacia la
falsa quietud del olvido» que provoca el silencio generalizado. Los
discursos resultan a todas luces huecos a estas alturas, tanto los
institucionales como los discrepantes, que olvidan que lo único cierto es que
no existen las violencias de antaño. Y fuera, sempiterno, el silencio.
Tal vez la literatura y
el cine, al convertir toda esa violencia en el tema de sus relatos, ayuden a
reflexionar sobre la cuestión. Pero no confundamos términos: los relatos
pertenecen al ámbito de la ficción, no al de los hechos reales, objetivos,
respecto a los cuales sólo caben las interpretaciones. El que se quiera
establecer un relato sobre el pasado sólo contribuye a distanciarnos del mismo,
no superarlo ni interiorizarlo. La ficción requiere verosimilitud. La realidad,
veracidad. Cada cual tendrá su interpretación y hasta su juicio de valores, lo
que no es malo, salvo que estos impidan la empatía suficiente como para
entender que hubo verdaderos dramas en personas reales, de carne y hueso.
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