jueves, 12 de noviembre de 2020

Memoria y silencio

 


En 1984 Imanol Uribe estrena una película, La muerte de Mikel, que a todas luces es un buen retrato del País Vasco de la época. Muestra bien a las claras el conservadurismo de la sociedad en su conjunto en medio del conflicto político y social que afectaba en aquel momento todos los ámbitos de la vida, incluido el personal, así como también una necesidad de transformación, de modernidad, de salir de la estrechez de miras que dominaba el ambiente entonces y a los propios personajes de la historia, que reflejaban bastante bien lo que sentían muchos en aquel momento. El farmacéutico protagonista, Mikel, interpretado por Imanol Uribe, tiene que confrontarse a lo que oculta desde hace tiempo, su homosexualidad. Nadie sabe en la pequeña localidad donde vive tal condición, ni su familia de clase media alta, ni en el ámbito político, abertzale y de izquierdas, donde milita, ni desde luego su esposa y sus amigos. El descubrimiento de su condición lo determina todo, pero bajo un silencio tremendo que todo lo rodea y determina los vínculos entre las personas. La historia acaba en drama, Mikel muere, alguien lo mata, y con ello se acentúan las contradicciones, pero sobre todo se mantiene el silencio que pesa como una losa entre quienes le sobreviven.

Es el mismo silencio que sigue dominando hoy, treinta y seis años después de la aparición de esta película, que sigue vigente en una sociedad que ya admite, en efecto, la homosexualidad sin grandes aspavientos, a nadie parece importarle hoy las tendencias sexuales de cada cual, pero que lo mantiene en muchos otros aspectos, por ejemplo el de la violencia que dominaba aquellos años. En la cinta la violencia política y social enmarca el drama personal de Mikel, parece algo normalizado, algo que incluso forma parte del paisaje. Hoy esa violencia ha desaparecido en gran manera, ya no existe ninguna de las organizaciones armadas que la ejercieron, tampoco se producen aquellas algaradas, pero se mantiene el silencio, un silencio que es sobre todo social, aun cuando se habla del conflicto en las instituciones, surge en los debates políticos y hay quienes rememoran aquella violencia, una y otra vez, como arma arrojadiza. Es cierto que ha comenzado también a ser tema de numerosas novelas, películas y series, pero llama la atención el silencio que sigue presente entre la población.

También es verdad que la sociedad vasca ha cambiado bastante en estos años, incluso en la estética de los pueblos y ciudades. Tanto, que quien no conociera hoy la historia del País Vasco durante los últimos setenta años se asombraría al enterarse de toda aquella violencia desatada por sus calles. Hasta el gran símbolo de la recuperación urbana de Bilbao, el Museo Guggenheim, inaugurado en 1997, tuvo su atentado, un intento de voladura que acabó con la vida del agente de la ertzaintza que lo evitó, muerto como consecuencia de un tiroteo. Además, por si no fuera suficiente la tensión política, la de los ochenta fue una década de crisis económica, con el cierre de grandes infraestructuras industriales, y también social, con el problema de la droga tal como se refleja en la película El Pico, de Eloy de la Iglesia, y su secuela, El Pico 2, que aparecieron a la par que la película de Imanol Uribe.

Hoy todo aquello queda muy lejano, parece incluso imposible que hubiera existido alguna vez. Tal vez tampoco creyera nadie entonces el cambio enorme que viviría la sociedad vasca tras el salto de siglo. Como era inimaginable pensar en 2001, el primer año del siglo XXI, que veinte años después viviríamos la situación actual que sin duda traerá cambios profundos.



Para el recuerdo se adoptó el Día de la Memoria en el País Vasco y se le dio una fecha, el 10 de noviembre, el único día en que no ha habido ningún atentado, ninguna víctima de la violencia ejercida por varias organizaciones armadas. Este año se volvió a conmemorar bajo las condiciones excepcionales que vivimos, con declaraciones muy parecidas a las de años atrás y los mismos desencuentros. Pero rodeado también de los mismos silencios. José Ramón Becerra habla de la «(…) lenta deriva hacia la inmovilidad, hacia la falsa quietud del olvido» que provoca el silencio generalizado. Los discursos resultan a todas luces huecos a estas alturas, tanto los institucionales como los discrepantes, que olvidan que lo único cierto es que no existen las violencias de antaño. Y fuera, sempiterno, el silencio.

Tal vez la literatura y el cine, al convertir toda esa violencia en el tema de sus relatos, ayuden a reflexionar sobre la cuestión. Pero no confundamos términos: los relatos pertenecen al ámbito de la ficción, no al de los hechos reales, objetivos, respecto a los cuales sólo caben las interpretaciones. El que se quiera establecer un relato sobre el pasado sólo contribuye a distanciarnos del mismo, no superarlo ni interiorizarlo. La ficción requiere verosimilitud. La realidad, veracidad. Cada cual tendrá su interpretación y hasta su juicio de valores, lo que no es malo, salvo que estos impidan la empatía suficiente como para entender que hubo verdaderos dramas en personas reales, de carne y hueso.

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