Cuando Teresita Zazá
actuó en Bilbao, a finales de 1913, y puso en circulación la palabra Alirón, que los adeptos al Athletic
hicieron suya, ya esta ciudad comenzó a tener un aire nuevo, renovado,
industrial, burgués pero también proletario; hubo no obstante cierta añoranza
del mundo tradicional y campesino, añoranza que se desataba por Santo Tomás,
cuando los caseros bajaban al Arenal para pagar sus rentas a los propietarios
de las tierras y colocar de paso sus productos, en un improvisado mercado
popular. Bilbao empezaba a ser la ciudad que sería durante el siglo XX, ya
estaban además levantados muchos de sus edificios emblemáticos.
Se construyeron sobre
todo en el último tercio del XIX, cuando el enclave mercantil incorporó la
industria como su segundo eje económico. Los cambios fueron enormes y la
transición indujo a ciertos desajustes, muchos miedos, algún que otro intento
de probar que todo aquello lo único que provocaba era caos, inmoralidad y no
poco desorden en la vida tradicional del país. Hubo quien presagió un fin de
los tiempos local, se temió que se perdieran las costumbres sanas, la apacibilidad
de la vida campestre, el idioma antiquísimo, un tanto legendario. Otros,
contrariando sus propios orígenes familiares, recelaron de la burguesía y el
proletariado, abogaron por un clasicismo esteticista y algo reaccionario.
Sin embargo, se impuso
esa idea de progreso imparable, tan propia de la época, y la ciudad se agrandó,
surgieron cenáculos culturales y también lúdicos, como aquel Salón Vizcaya
donde actuó Teresita Zazá años después, y quiso la burguesía bilbaína que la
ciudad adoptara esa grandeza que creyeron merecida. Tal vez la cupletista
contemplara el Teatro Arriaga de entonces, el que había construido Joaquín de
Rucoba en 1883 sobre el solar del antiguo teatro, dañado éste por la última
guerra carlista, y mientras lo observaba, quiero pensar que encandilada, no
podía intuir, nadie podía, que justo un año después el teatro ardería y habría
que reconstruirlo. Lo que sin duda también observase fue la Estación de la
Concordia, la que unía Bilbao con Santander, con Valmaseda y con León, y su
fachada modernista que poco ha cambiado desde entonces. Fue Severino Achúcaro
quien la planeó, el mismo arquitecto que colaboró en el Plan Ensanche, en 1876,
cuando la anteiglesia de Abando devino parte de Bilbao.
Las grandes familias
burguesas sufragaron los cambios, miles de obreros aportaron su trabajo, muchas
veces en condiciones abusivas y afrentosas que una enorme lucha sindical pudo
paliar en parte. También entró capital de los denominados indianos, aquellos
hombres y mujeres que emigraron a América, algunos de los cuales hicieron
fortuna allí, sin que podamos decir que la mayoría lo consiguiera. Uno de los
que volvió con capital y espíritu empresarial fue Alberto Palacio Montemayor,
nacido en Gordejuela, en la comarca de Las Encartaciones, que regresó de
México, tras triunfar en sus negocios y donde se casó con la vascofrancesa
Estefanía Elissague. Tuvieron a su vuelta dos hijos, Silvestre y Martín Alberto,
el primero estudió ingeniería y el segundo, arquitectura. Contagiados por la
idea de progreso, ambos trabajaron juntos en la construcción del Puente
Transbordador, conocido como Puente Colgante u hoy Puente de Vizcaya, que une
ambos márgenes de la ría, Portugalete a la izquierda y Las Arenas de Getxo a la
derecha, siguiendo la nomenclatura tradicional de ambos lados. Colaboró con ellos
el ingeniero francés Ferdinand Arnodin, uno de los mayores expertos en este
tipo de puentes y que Martin Alberto Palacio Elissague había conocido en París,
donde también se relacionó con Gustave Eiffel.
Quienes vivimos en el
entorno del Puente nos hemos acostumbrado a su presencia, lo usamos con
frecuencia, lo vislumbramos de pronto sobresaliendo por entre lo alto de los
edificios o lo vemos en su amplitud desde miradores o a lo largo de los
respectivos paseos junto a la ría, pero en aquel momento esta construcción de
hierro debió de impresionar no poco. En gran medida, simbolizó esa idea de
progreso imparable y el poderío económico de Vizcaya. No sé si Teresita Zazá
pudo contemplarlo cuando pasó por Bilbao, está a poco más de diez kilómetros de
la capital vizcaína y tal vez no tuviera ni tiempo ni ganas de ver los avances
de su tiempo, aunque era una mujer sin duda curiosa e interesada por los
aportes del progreso. En todo caso, mucha gente se acercó a observarlo, en
aquel momento impresionada por esa construcción.
Hoy mantiene la utilidad
para la que se construyó, pero además es una atracción sobre todo turística. No
es que hayamos perdido la sorpresa ante los avances arquitectónicos y los
logros de la ingeniería, pero ya no poseemos, me temo, esa fe ciega en el
progreso colectivo. Ahora sorprenden esos inventos que tienen que ver con la
cotidianidad más directa y más individual. El concepto de sociedad, parece ser,
ya no tiene tampoco el mismo significado que antaño. Este año a punto de
terminar ha añadido además no poco pavor a las aventuras colectivas.
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