La vida entera es frágil.
Nos lo ha demostrado de forma muy clara la pandemia que ha puesto patas arriba
también un sistema que creíamos inamovible. Nos ha desconcertado no poco,
cuando ya habíamos dejado de lado las viejas utopías, los ideales de
transformación social, y como mucho mirábamos de reojo otras fórmulas, los
pequeños cenáculos donde debatir sobre la vida, las experiencias de
colectividades al margen del mercado y de los centros de decisión políticos,
incluso buscábamos de vez en cuando alguna forma de cambiar el mundo sin tomar
el poder, según la invitación de John Holloway, aunque un aparente baño de
realidad de ciertas experiencias políticas que se proclamaban novedosas, nuevas formas de hacer política, nos
decían, y que han resultado bien añejas, nos han devuelto al desánimo, al
descreimiento, las mejoras concretas aportadas apenas consuelan de la sensación
de que no es esto lo esperado.
De pronto la pandemia ha
golpeado el sistema y la colleja ha sido sobre todo donde más duele, en el
consumo, algo fundamental en el capitalismo actual y esencial en las vidas de
quienes vivimos en países con alto grado de desarrollo. Aunque también en
nuestra cotidianidad, nos hemos aislado mucho más. Por mucho que se utilizaran algunas
fórmulas ñoñas, Saldremos más fuertes,
mejores, no dejaremos a nadie detrás, no parece que vayamos a salir ni más
fuertes ni mejores, y serán no pocos los que se queden atrás. Es posible
incluso que estemos ante una nueva fase del capitalismo, que aprovechando la
epidemia se esté superando el neoliberalismo para entrar en un modelo, quién
sabe si en una nueva vuelta de tuerca.
Claro que somos muchos
los que hemos dejado de mirar el futuro. Como sugiere la poeta brasileña
Marilia García, el futuro queda a nuestra espalda, no lo podemos ver, y lo que
tenemos de frente, lo que vemos y reconocemos es el pasado.
Tal vez sea cierto que
conociendo el pasado podamos avanzar sin cometer errores, sin repetir
tropelías. Sobre todo si relacionamos ese pasado con la cotidianidad de
nuestras vidas. Por ello tal vez sea tan interesante ese movimiento de memoria
que se centra en las víctimas olvidadas, que reclama investigar qué fue de los
asesinados en las cunetas, los enterrados en fosas comunes, los torturados en
sótanos desvencijados, las víctimas de las violencias. En definitiva, la
intrahistoria, pero aplicada a quienes sufrieron la historia. Quién sabe si
sólo así se podría conseguir lo del cuento de Zola, que los soldados de la
próxima guerra se nieguen a combatir tras soñar con campas encharcadas con la
sangre derramada.
Claro que un mero vistazo
al panorama sirve para contemplar cierta circularidad del tiempo histórico. Se
vuelve a la casilla de partida, a veces incluso sin necesidad de que
desaparezcan físicamente las generaciones que conocieron los desaguisados de pasado
más reciente. Se vuelve a erigir la bandera como única identidad, aunque en
este presente tan extraño la bandera apenas tapa el negocio que hay a su
sombra. Al mismo tiempo, una enorme foto de Stalin decoró en Bilbao la
contracelebración del 12 de octubre. Para salir corriendo. Claro que nadie
confía hoy en que esas ideologías de antaño vayan a construir la utopía en la
tierra, ni siquiera quienes ondean la bandera con un histrionismo fuera de
lugar y fuera del tiempo.
Entonces, ¿qué hacer?
Se me aparece Irune, la
protagonista de la última novela de Txani Rodríguez, Los últimos románticos, una mujer que vive en una población cercana
a Bilbao, que trabaja en una fábrica con un conflicto laboral latente, en un
momento en el que el sindicalismo pierde fuelle, en una sociedad individualista
en la que cada cual va a lo suyo, con amores que ya no poseen el barniz del
romanticismo y adquieren canales fríos, distantes. Irune vive en la sociedad de
la ansiedad, ansiedad por la vida, por el trabajo, por la salud, por el
desasosiego. Una vida que parece no formar parte del hilo de la historia, qué
lejos queda el pasado en su biografía. Sin embargo, en Irune están todos los
conflictos, todas las esperanzas, todas las cuestiones latentes en la historia
del rincón en el que vive y que no son diferentes al de otros rincones y otras
vidas. De este modo avanza su pequeña rutina, a pasos breves que sin embargo
emprenden grandes rutas que atraviesan toda esta fragilidad.
Quizá abrir brechas no
requiera de grandes heroicidades, como creíamos, sino de confrontaciones con
una vida que nos agobia. Hubo quien buscó paraísos en las glorias pasadas, pero
Irune emprende su propio proceso cercenando la cabeza de su Medusa particular e
íntima, sin necesidad de una heroicidad mitológica.
Aunque puede que todo
esto no sea más que hablar por hablar.
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