No pocas fueron las veces
que Miguel de Unamuno contempló Bilbao desde Miribilla. Hoy aquel mirador
improvisado se encuadra en un barrio de reciente edificación, una zona de
calles amplias y luminosas, edificios innovadores, equipamientos modernos y
zonas ajardinadas. En ese lugar concreto donde antaño se situaba Unamuno para
mirar su ciudad hay ahora un parque desde el cual se puede seguir contemplando
parte de Bilbao: el Casco Viejo con la calle Ronda donde nació el profesor, un
pobladísimo barrio de Sokoloetxe y parte de Atxuri justo delante, al otro lado
de la ría, casi ya río, y a esta parte de la montaña de Miribilla, a sus pies, las
zonas de Bilbao la Vieja y San Francisco por un lado, el inicio del barrio de
la Peña por el otro. Ambas orillas están unidas en este punto por el Puente
cuyo nombre es el de la Iglesia que hay a su lado, San Antón. A la izquierda,
un poco más lejos, se puede ver el Teatro Arriaga, el puente del Arenal y el
inicio de Abando.
En la época de Unamuno,
sin embargo, en esa zona de Miribilla había unas minas de hierro. Eran sobre
todo tres en las que se trabajaba: Abandonada, Malaespera y San Luís.
Solokoetxe apenas estaba poblada, eran unas campas de las afueras de Santutxu y
que pertenecían a Begoña, no integrada en Bilbao como distrito hasta 1925. Atxuri
seguía siendo el enclave medieval que fue cuando se llamaba Ibeni. Don Miguel,
que nació en 1864, fue testigo del cambio de su pequeña ciudad, poco más grande
que el actual Casco Viejo, urbe en la que predominaba el comercio pero que
comenzó a crecer gracias a la minería y la industria. En 1870 la anteiglesia de
Abando se convirtió en el barrio pudiente de la ciudad, allí donde pasó a
residir la burguesía y donde se establecieron las sedes de numerosas empresas y
bancos.
Los parajes que contempló
Unamuno desde Miribilla se transformaron en los barrios obreros densamente
poblados que son hoy. Se construyeron edificios para todas aquellas personas
que llegaron a la ciudad y que se convirtieron en mano de obra barata en la industria,
las minas y la actividad portuaria. La actitud de los bilbaínos de toda la vida no siempre fue muy correcta
hacia los recién llegados: se despreció su miseria, su vida sórdida y menesterosa,
el que pusieran incluso en peligro la cultura tradicional de la villa, las buenas
costumbres o la lengua del lugar. Nada que por desgracia no escuchemos ahora
respecto a los inmigrantes que llegan de más allá del sur cercano.
No obstante, la actitud
de quienes trabajaban en fábricas, minas y servicios no fue siempre resignada y
sumisa. A la vida mercantil y burguesa de la villa se sumó un movimiento obrero
que supo dignificar el trabajo en la medida de lo posible y reivindicar
mejoras. Miguel de Unamuno fue también testigo de ello. El 8 de marzo de 1889,
por ejemplo, las cigarreras de una fábrica de tabaco en Santutxu se amotinaron
ante sus condiciones nefastas de trabajo. Sus jornadas llegaban hasta las once
de la noche y si el producto final no satisfacía las expectativas del patrón,
no cobraban, aun cuando la responsabilidad no recayera en el esfuerzo de las
trabajadoras, sino en la mala calidad del material que se les entregaba.
Miguel de Unamuno
escribió a menudo sobre Bilbao. La ciudad fue, en gran medida, la protagonista
de su novela Paz en la guerra y
estuvo muy presente en su libro Recuerdos
de niñez y mocedad. Su mirada fue a veces idealista, pero no por ello dejó
de apreciar la realidad de unos tiempos tan intensos y los detalles de unos
momentos tan contradictorios. José Miguel de Azaola, bilbaíno también, conoció
a Unamuno en Salamanca cuando acudió como examinante a su universidad,
estrecharon allí una gran amistad durante la cual la villa a menudo fue tema de
conversación e incluso estudio. Rafael Sánchez Mazas encontró en sus paseos por
Bilbao no poca inspiración para sus escritos, como ocurrió con Juan Larrea,
Blas de Otero o Gabriel Aresti, entre tantos otros. Se podría decir que Bilbao
es una ciudad literaria; pudo haberlo sido más, sin duda. Desde aquel mirador
de Miribilla se aprecia una gama de grises muy evocadores de las muchas
historias que ocurrieron en sus calles.
Es en la pintura donde
tal vez encontremos un acercamiento especial a la ciudad y quizá sea el pintor
Aurelio Arteta quien reflejó en gran medida las formas y los tonos de esta
ciudad. Quizá sea cuestión de su carácter que haya reflejado tan bien Bilbao en
su pintura, de ahí que el crítico de arte Juan de la Encina haya escrito que
incide en su producción parsimoniosa la culpa «(…) de su modo de ser algo
apocado, de su espíritu crítico, siempre alerta para paralizar sus impulsos
creadores, y, sobre todo, de ese desolador ambiente nacional, tan áspero, tan
inclemente y hostil a toda obra genuinamente espiritual». Creo que en gran
medida con estas palabras está definiendo el crítico una forma de ser
colectiva, si es que existe algo así.
Pero es innegable que en sus
pinturas de Bilbao hay un reflejo de la cotidianidad en la villa, incluso en tiempos
como los actuales, cuando la ciudad ya no es la urbe obrera e industrial que
fue, cuando todo pareció decantarse por otros derroteros, más esteticistas, más
brillantes, de una modernidad que se pretendía ejemplar y ejemplarizante.
Durante los últimos cuarenta años ha habido cambios tan intensos en Bilbao como
los hubo durante los cuarenta años siguiente al nacimiento de Unamuno. Tan
intensos y no exentos muchas veces de una violencia palpable en muchos aspectos.
No estoy seguro de que podamos hablar, tampoco hoy, de una ciudad ideal. Tal
vez no exista al final ninguna ciudad ideal. Quizá el parón actual nos sirva
para reflexionar sobre las entidades colectivas y lo que somos cada uno de
nosotros en ellas. Puede que observar los cuadros de Aurelio Arteta nos ayude
en la reflexión, tanto como una contemplación pausada de la ciudad desde
Miribilla.
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