jueves, 5 de noviembre de 2020

Muerte y resurrección de la ciudad ideal

 


Joseba Zulaika suele referirse al intento de su generación de reinventar una ciudad nueva, reflejo de una nueva sociedad y de una nueva vida individual y colectiva con que se pretendía romper con los moldes viejos de explotación y represión. Tuvieron esperanza, pero no tanto en el triunfo final, sino en el proceso que les permitiera acceder a un nuevo modelo social, a esa nueva ciudad ideal, ya fuese en forma de falansterio recuperado por los neomarxistas, ya fuese en forma de Reino de Dios en este mundo que defendían tanto los teólogos de la liberación como los teólogos partidarios y herederos de la reforma radical.

Vaclav Havel acertó plenamente al establecer que la esperanza no era tanto «la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, salga como salga». Con ello, la generación de los sesenta no puso sólo el acento en una sociedad futura que exigía el sacrificio del presente, como se entendía hasta entonces, aplicando a lo colectivo esa idea de que el sacrificio durante la juventud llevaría a una idílica vejez, sino que ese futuro se tenía que pergeñar aquí y ahora, que la nueva sociedad no se proyectaba ya como objetivo tras la toma del poder o de la destrucción de las estructuras de poder, según qué corriente libertadora se defendiese, sino que se tenía que reflejar ya en nuevas formas de relacionarse en el presente, del mismo modo que los teólogos ya no proyectaban el Reino de Dios a lo venidero tras la muerte, sino a lo que se construía en vida.

Veinte años después del año central de los sesenta, el mítico 68, poco quedaban de los viejos sueños e ideales, el Che había pasado a ser una imagen un tanto superflua en camisetas y carteles, incluso en anuncios publicitarios, sin significado alguno, tampoco permanecían ya algunos de los personajes totémicos de la Historia, el mencionado Che Guevara o Amílcar Cabral, por ejemplo, caídos ambos en combate, traicionados tal vez, otros siguieron igual suerte, y los que quedaron vivos, Cohn-Bendit o Ángela Davis, entre muchos otros, comenzaron a optar por el posibilismo, dicho esto no como recriminación, no hay ninguna voluntad de juzgar, sino como constancia de los cambios. Al fin y al cabo, hubo que asumir que en la España de los ochenta, sin ir más lejos, la figura admirada y que muchos jóvenes universitarios pretendían imitar no era otro que la del banquero Mario Conde (el destino, a veces sardónico, colocó el mismo nombre al protagonista de varias novelas de Leonardo Padura, que no debía conocer al banquero, su Mario Conde era bien diferente, no un triunfador, sino un policía con tono nihilista y siempre a salto de mata, un antihéroe aun cuando saliera airoso de sus investigaciones; el destino, siempre mordaz, mostró además que el Mario Conde banquero modélico tenía los pies de barro y no actitudes tan heroicas como parecía). En otros países pasó lo mismo.

Sea lo que fuere, visto desde hoy y sin atender los tiempos tenebrosos que vivimos, da la sensación de que la Historia no es tan dialéctica como pudimos considerar, sino que se balancea constantemente, quizá en plazos de veinte años, y que se dan frecuentes muertes y resurrecciones a lo largo del tiempo. Incluso es posible en este sentido que el concepto del fin del mundo no sea literal, sino que corresponda a cada generación, todas ellas tienen su fin del mundo tras el que se produce una resurrección.

En cuanto a la ciudad ideal del comienzo, aquella de la que habla Joseba Zulaika, es Bilbao, la ciudad de la vieja luna brechtiana, la que se toma como ejemplo de los muchos procesos que se dan en su seno. Tuvo varias fases de ascenso a lo largo de su historia.

La que comenzó a finales del siglo XIX fue una de ellas, tal vez la que la transformó con mayor intensidad. Para los sectores burgueses fue una transformación paradisiaca. La modificó económica y arquitectónicamente. Durante el último cuarto del siglo XIX pasó de tener apenas doce mil habitantes a acercarse a los cien mil. Se abrieron cafés, salones, museos; se establecieron bancos e industrias potentes; se debatió no sólo de política, también de arte y de literatura; se planteó un debate identitario intenso y muy dialéctico, cuyos flecos se han mantenido latentes hasta hoy. Claro que esa transformación paradisiaca, puede que imparable para muchos, tuvo su lado oscuro: la ciudad fue un infierno para los miles de hombres y mujeres que se trasladaron a ella con idea de ganarse la vida y, en la medida de lo posible, mejorar; se instalaron en las laderas del sur, alrededor de las minas, en barrios insalubres, en edificios muchos de los cuales recibieron el calificativo de edificios de goma, por lo mucho que tuvieron que estirarse para que cupieran más personas que las que correspondían. También llegaron a la periferia, a las poblaciones de la Margen Izquierda del Nervión. Es cierto que muchos mejoraron, ellos o su descendencia, pero no fue gratis, sino que se produjo como consecuencia de una lucha obrera tenaz, a veces cruenta, una lucha obrera que generó sindicatos, partidos y otras hermandades obreras, todas ellas con proyectos de un nuevo mundo a construir.

Este Bilbao como ciudad ideal tuvo su fin del mundo el 19 de junio de 1937, cuando se produjo la toma de la Villa por las tropas nacionales. Claro que, para ser exactos, hubo quien celebró esa toma, los tradicionalistas y los falangistas locales saludaron la victoria nacional como un nuevo renacer, también parte de las familias burguesas temerosas de aventuras revolucionarias, aun cuando la derecha vasca, la del PNV, se mantuvo afín a la República. Cinco años después, no obstante, el 15 de agosto de 1942, los incidentes de Begoña presagiaron que quienes pensaron en el ascenso tras la victoria definitiva no estaban tan seguros de ello, ese día falangistas y carlistas se enzarzaron en una batalla campal, con lanzamiento de granadas incluidas y un falangista condenado a muerte, Juan José Domínguez Muñoz.



Sea lo que fuere, tras años de silencio y miseria para una inmensa mayoría de la población, la ciudad comenzó a recobrar un cierto pulso, se reindustrializó, cuajaron nuevos vínculos, se recuperaron ideales de antaño, algunos de estos adoptaron nuevas fórmulas, surgió la generación de los sesenta, con una sensibilidad diferente y otras teologías posibles. Veinte años después, coincidiendo con la sacralización mundana de Mario Conde, asistimos también a una nueva muerte en forma de crisis económica y laboral, estamos ante la reconversión industrial, el Bilbao de las fábricas muere sin remedio y parece arrastrar consigo el movimiento social, el obrero y también el popular. Es el Bilbao de los enfrentamientos en la calle, de la kale borroka, la inquietud de unos años ochenta sin futuro, repleto de drogas y desesperanza.

Sin embargo, asistimos veinte años después, con el salto de siglo, a una nueva resurrección de la ciudad, pero esta vez con una vida bien distinta. Surgen las grandes obras de recuperación de los espacios abandonados por la industria y el puerto, el saneamiento de la Villa, su transformación absoluta y en la que la grúa Carola es hoy testigo mudo, evocador, de aquella muerte y resurrección. Nos hablan no sin humildad de ese Bilbao moderno, ejemplar, paradisiaco. ¿El fin de la historia unos años después de que se formulase tal final?

Hoy, veinte años después de ese glorioso cambio de siglo, nos damos de bruces de nuevo con la incertidumbre, la fatalidad y una sensación de que no hay futuro posible, a pesar de la belleza del paisaje, de este nuevo Bilbao que nada tiene que ver con la villa gris de antaño. La Historia, parece ser, mantiene pese a todo su balanceo.

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