Joseba Zulaika suele
referirse al intento de su generación de reinventar una ciudad nueva, reflejo
de una nueva sociedad y de una nueva vida individual y colectiva con que se
pretendía romper con los moldes viejos de explotación y represión. Tuvieron
esperanza, pero no tanto en el triunfo final, sino en el proceso que les
permitiera acceder a un nuevo modelo social, a esa nueva ciudad ideal, ya fuese
en forma de falansterio recuperado por los neomarxistas, ya fuese en forma de Reino de Dios en este mundo que
defendían tanto los teólogos de la liberación como los teólogos partidarios y
herederos de la reforma radical.
Vaclav Havel acertó
plenamente al establecer que la esperanza no era tanto «la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo
tiene sentido, salga como salga». Con ello, la generación de los sesenta no
puso sólo el acento en una sociedad futura que exigía el sacrificio del
presente, como se entendía hasta entonces, aplicando a lo colectivo esa idea de
que el sacrificio durante la juventud llevaría a una idílica vejez, sino que
ese futuro se tenía que pergeñar aquí y ahora, que la nueva sociedad no se
proyectaba ya como objetivo tras la toma del poder o de la destrucción de las
estructuras de poder, según qué corriente libertadora se defendiese, sino que
se tenía que reflejar ya en nuevas formas de relacionarse en el presente, del
mismo modo que los teólogos ya no proyectaban el Reino de Dios a lo venidero
tras la muerte, sino a lo que se construía en vida.
Veinte años después del
año central de los sesenta, el mítico 68, poco quedaban de los viejos sueños e
ideales, el Che había pasado a ser una imagen un tanto superflua en camisetas y
carteles, incluso en anuncios publicitarios, sin significado alguno, tampoco
permanecían ya algunos de los personajes totémicos de la Historia, el
mencionado Che Guevara o Amílcar Cabral, por ejemplo, caídos ambos en combate,
traicionados tal vez, otros siguieron igual suerte, y los que quedaron vivos,
Cohn-Bendit o Ángela Davis, entre muchos otros, comenzaron a optar por el
posibilismo, dicho esto no como recriminación, no hay ninguna voluntad de
juzgar, sino como constancia de los cambios. Al fin y al cabo, hubo que asumir
que en la España de los ochenta, sin ir más lejos, la figura admirada y que
muchos jóvenes universitarios pretendían imitar no era otro que la del banquero
Mario Conde (el destino, a veces sardónico, colocó el mismo nombre al
protagonista de varias novelas de Leonardo Padura, que no debía conocer al
banquero, su Mario Conde era bien diferente, no un triunfador, sino un policía
con tono nihilista y siempre a salto de mata, un antihéroe aun cuando saliera
airoso de sus investigaciones; el destino, siempre mordaz, mostró además que el
Mario Conde banquero modélico tenía los pies de barro y no actitudes tan
heroicas como parecía). En otros países pasó lo mismo.
Sea lo que fuere, visto
desde hoy y sin atender los tiempos tenebrosos que vivimos, da la sensación de
que la Historia no es tan dialéctica como pudimos considerar, sino que se
balancea constantemente, quizá en plazos de veinte años, y que se dan
frecuentes muertes y resurrecciones a lo largo del tiempo. Incluso es posible
en este sentido que el concepto del fin del mundo no sea literal, sino que
corresponda a cada generación, todas ellas tienen su fin del mundo tras el que se produce una resurrección.
En cuanto a la ciudad
ideal del comienzo, aquella de la que habla Joseba Zulaika, es Bilbao, la
ciudad de la vieja luna brechtiana,
la que se toma como ejemplo de los muchos procesos que se dan en su seno. Tuvo
varias fases de ascenso a lo largo de su historia.
La que comenzó a finales
del siglo XIX fue una de ellas, tal vez la que la transformó con mayor
intensidad. Para los sectores burgueses fue una transformación paradisiaca. La
modificó económica y arquitectónicamente. Durante el último cuarto del siglo
XIX pasó de tener apenas doce mil habitantes a acercarse a los cien mil. Se
abrieron cafés, salones, museos; se establecieron bancos e industrias potentes;
se debatió no sólo de política, también de arte y de literatura; se planteó un
debate identitario intenso y muy dialéctico, cuyos flecos se han mantenido
latentes hasta hoy. Claro que esa transformación paradisiaca, puede que
imparable para muchos, tuvo su lado oscuro: la ciudad fue un infierno para los
miles de hombres y mujeres que se trasladaron a ella con idea de ganarse la
vida y, en la medida de lo posible, mejorar; se instalaron en las laderas del
sur, alrededor de las minas, en barrios insalubres, en edificios muchos de los
cuales recibieron el calificativo de edificios
de goma, por lo mucho que tuvieron que estirarse para que cupieran más
personas que las que correspondían. También llegaron a la periferia, a las
poblaciones de la Margen Izquierda del Nervión. Es cierto que muchos mejoraron,
ellos o su descendencia, pero no fue gratis, sino que se produjo como
consecuencia de una lucha obrera tenaz, a veces cruenta, una lucha obrera que
generó sindicatos, partidos y otras hermandades obreras, todas ellas con proyectos
de un nuevo mundo a construir.
Este Bilbao como ciudad
ideal tuvo su fin del mundo el 19 de junio de 1937, cuando se produjo la toma
de la Villa por las tropas nacionales. Claro que, para ser exactos, hubo quien
celebró esa toma, los tradicionalistas y los falangistas locales saludaron la
victoria nacional como un nuevo renacer, también parte de las familias
burguesas temerosas de aventuras revolucionarias, aun cuando la derecha vasca,
la del PNV, se mantuvo afín a la República. Cinco años después, no obstante, el
15 de agosto de 1942, los incidentes de Begoña presagiaron que quienes pensaron
en el ascenso tras la victoria definitiva no estaban tan seguros de ello, ese
día falangistas y carlistas se enzarzaron en una batalla campal, con
lanzamiento de granadas incluidas y un falangista condenado a muerte, Juan José
Domínguez Muñoz.
Sea lo que fuere, tras
años de silencio y miseria para una inmensa mayoría de la población, la ciudad
comenzó a recobrar un cierto pulso, se reindustrializó, cuajaron nuevos vínculos,
se recuperaron ideales de antaño, algunos de estos adoptaron nuevas fórmulas,
surgió la generación de los sesenta, con una sensibilidad diferente y otras
teologías posibles. Veinte años después, coincidiendo con la sacralización
mundana de Mario Conde, asistimos también a una nueva muerte en forma de crisis
económica y laboral, estamos ante la reconversión industrial, el Bilbao de las
fábricas muere sin remedio y parece arrastrar consigo el movimiento social, el
obrero y también el popular. Es el Bilbao de los enfrentamientos en la calle,
de la kale borroka, la inquietud de
unos años ochenta sin futuro, repleto de drogas y desesperanza.
Sin embargo, asistimos
veinte años después, con el salto de siglo, a una nueva resurrección de la
ciudad, pero esta vez con una vida bien distinta. Surgen las grandes obras de
recuperación de los espacios abandonados por la industria y el puerto, el
saneamiento de la Villa, su transformación absoluta y en la que la grúa Carola es
hoy testigo mudo, evocador, de aquella muerte y resurrección. Nos hablan no sin
humildad de ese Bilbao moderno, ejemplar, paradisiaco. ¿El fin de la historia
unos años después de que se formulase tal final?
Hoy, veinte años después
de ese glorioso cambio de siglo, nos damos de bruces de nuevo con la
incertidumbre, la fatalidad y una sensación de que no hay futuro posible, a
pesar de la belleza del paisaje, de este nuevo Bilbao que nada tiene que ver
con la villa gris de antaño. La Historia, parece ser, mantiene pese a todo su
balanceo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario