miércoles, 21 de octubre de 2020

Victoriano Gondra y las expresiones de la fe

 


Es Joseba Zulaika, en su libro Vieja Luna de Bilbao, quien establece un paralelismo basado en la más pura contradicción, tanto de sus actitudes como de sus planteamientos, entre el fraile pasionista Victoriano Gondra, conocido como Padre Francisco o Aita Patxi, y el teniente coronel Wolfram von Richthofen, al mando de la Legión Cóndor, presentes los dos en Guernica durante su cruento bombardeo, el 26 de abril de 1937. El bando y los sentimientos de ambos son claramente opuestos. El militar alemán presta sus servicios en el bando de los militares sediciosos levantados en armas contra la República Española, es un nazi convencido que usa la  Cruz de Hierro y la esvástica en su uniforme, símbolos ambos adoptados por el régimen criminal de Hitler, mientras que el religioso vasco se pone al servicio del bando republicano, usa la Cruz cristiana y el lauburu, es capellán del batallón Rebelión de Sal, formado por gudaris bajo mando del Gobierno Vasco, y presta también su apoyo humanitario al Batallón Rosa Luxemburgo, formado por soldados de filiación comunista y socialista.

Ambos escriben un diario en el que reflejan lo que ven. Sendos diarios son también opuestos entre sí debido a la mirada contradictoria que ambos hombres adoptan ante la guerra incivil y en la que cada cual interviene de un modo tan diferente. El alemán alaba el militarismo y la guerra, halla incluso un esplendor esteticista en la destrucción de la ciudad simbólica de los vascos. Escribe en su diario: «El comienzo del fuego y la caída de algunas casas es un espectáculo muy interesante». El vasco, por el contrario, muestra todo su horror ante el bombardeo, se conmueve ante la desolación y los gritos de los heridos y la tragedia de quienes mueren. Escribe en el suyo: «Empezaron a tirar bombas, a quemar casas y a ametrallar el pueblo. ¡Qué angustia!».

No extraña la actitud del teniente coronel Wolfram von Richthofen, actúa como se espera de un militar nazi, firme partidario del régimen de Hitler y que deshumaniza al enemigo mientras exalta la guerra como espectáculo estético.

Tal vez nos sorprenda más que un fraile tome una actitud tan comprometida a favor de la República y por la independencia de los vascos. «Desertar es pecado», les gritaba a los gudaris y en general a todos los soldados republicanos, nos lo recuerda en uno de sus escritos Iñaki Anasagasti. No podemos olvidar que la jerarquía católica española se comprometió con firmeza con la causa de Franco, la calificó de cruzada, la bendijo y calificó la República de anticristiana. La jerarquía católica estuvo desde su creación muy vinculada al Estado Español, le dio durante siglos la argamasa ideológica con que se intentó unificar el país: un pueblo, una lengua, una religión. Claro que hubo disidencias en su seno desde el comienzo de esta historia, los erasmistas del siglo XVI, con su humanismo y sus deseos de renovación, la reflexión de Baltasar Gracián, la actitud de Bartolomé de las Casas, sin duda también la de muchos católicos anónimos. Pérez Galdós le dio nombre en una novela a uno de esos curas diferentes, Nazarín. Pero no podemos decir que la jerarquía fuese un poder proclive a los más débiles, más allá de una misericordia caritativa muy abstracta.

España era un país católico, y una parte lo era de verdad, otra por mera costumbre y la gran mayoría por decreto. La jerarquía católica tuvo durante siglos el monopolio de la enseñanza y también de la ley, lo que significó ser la única confesión permitida. Sólo a lo largo del siglo XIX se comenzó a abrir el país a la libertad confesional, pero no sin problemas. En la segunda mitad de la década de los treinta Georges Borrow, misionero protestante, recorre el país con fines proselitistas. Escribirá una crónica de su viaje y su misión que llevará el título de La Biblia en España. La traducirá por cierto Manuel Azaña, quien proclamó un siglo después, durante la República, creo que de un modo desacertado, que España había dejado de ser católica. No lo había dejado de ser, aun cuando el posicionamiento político de la jerarquía despertó no pocos odios y fue la excusa esgrimida para algunos excesos a comienzos de la guerra.

La jerarquía y los partidos católicos conspiraron contra la República. Salvo el PNV, partido confesional que contaba con el apoyo de no pocos religiosos y que al mismo tiempo se mantuvo fiel al modelo de democracia existente. De ahí que en el País Vasco no se practicaran esos excesos violentos contra la Iglesia que hubo en otras partes y que los jelkides denunciaron, rechazaron y se opusieron a ellos activamente. Aunque también hubo otras voces contrarias a tales violencias. El escritor José Bergamín, por ejemplo, afín al PCE y católico, fue rotundo en su rechazo a ellas. También hubo lugares donde los comités locales de CNT, UGT o del POUM pedían evitar lo desmanes.



Resulta difícil ahora, cuando la sociedad española ya no profesa de un modo mayoritario la fe católica, se asume la condición privada de la fe y aun cuando la jerarquía parece actuar como si tuviera un peso fundamental, sin tenerlo ya en absoluto, comprender todas aquellas pasiones. Pero las hubo.

Es en ese contexto en el que vive Victoriano Gondra, que adoptará el nombre de Francisco cuando entra en la Congregación de la Pasión. Es nacionalista vasco, pero se caracterizará también por una profunda reflexión sobre la fe cristiana y la vida cotidiana, que según él han de ir de la mano. Incidirá sin duda en su actitud durante la guerra y después de ella. Se comporta como fraile y consejero espiritual con aquellos soldados que son católicos y como apoyo emocional y sanitario con aquellos que no lo son. Acabó como prisionero en el campo de San Pedro de Cardeña, en Burgos, donde llegó a pedir que le fusilaran a él en vez de un soldado comunista. El Obispo Blázquez compara el gesto con el del sacerdote Maximiliano Kolbe, que murió en Auschwitz en lugar de un judío. Claro que Francisco Gondra no fue fusilado. Murió en 1974 en el hospital de Basurto, después de décadas residiendo, ya en libertad, en el monasterio de San Felicísimo, en el barrio bilbaíno de Deusto, donde Joseba Zulaika fue durante un tiempo seminarista.

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