Es Joseba Zulaika, en su
libro Vieja Luna de Bilbao, quien establece
un paralelismo basado en la más pura contradicción, tanto de sus actitudes como
de sus planteamientos, entre el fraile pasionista Victoriano Gondra, conocido
como Padre Francisco o Aita Patxi, y
el teniente coronel Wolfram von Richthofen, al mando de la Legión Cóndor,
presentes los dos en Guernica durante su cruento bombardeo, el 26 de abril de
1937. El bando y los sentimientos de ambos son claramente opuestos. El militar
alemán presta sus servicios en el bando de los militares sediciosos levantados
en armas contra la República Española, es un nazi convencido que usa la Cruz de Hierro y la esvástica en su uniforme,
símbolos ambos adoptados por el régimen criminal de Hitler, mientras que el
religioso vasco se pone al servicio del bando republicano, usa la Cruz
cristiana y el lauburu, es capellán
del batallón Rebelión de Sal, formado por gudaris
bajo mando del Gobierno Vasco, y presta también su apoyo humanitario al
Batallón Rosa Luxemburgo, formado por soldados de filiación comunista y
socialista.
Ambos escriben un diario
en el que reflejan lo que ven. Sendos diarios son también opuestos entre sí
debido a la mirada contradictoria que ambos hombres adoptan ante la guerra
incivil y en la que cada cual interviene de un modo tan diferente. El alemán
alaba el militarismo y la guerra, halla incluso un esplendor esteticista en la
destrucción de la ciudad simbólica de los vascos. Escribe en su diario: «El comienzo del fuego y la caída de algunas
casas es un espectáculo muy interesante». El vasco, por el contrario,
muestra todo su horror ante el bombardeo, se conmueve ante la desolación y los
gritos de los heridos y la tragedia de quienes mueren. Escribe en el suyo: «Empezaron a tirar bombas, a quemar casas y a
ametrallar el pueblo. ¡Qué angustia!».
No extraña la actitud del
teniente coronel Wolfram von Richthofen, actúa como se espera de un militar
nazi, firme partidario del régimen de Hitler y que deshumaniza al enemigo mientras
exalta la guerra como espectáculo estético.
Tal vez nos sorprenda más
que un fraile tome una actitud tan comprometida a favor de la República y por
la independencia de los vascos. «Desertar
es pecado», les gritaba a los gudaris
y en general a todos los soldados republicanos, nos lo recuerda en uno de sus
escritos Iñaki Anasagasti. No podemos olvidar que la jerarquía católica
española se comprometió con firmeza con la causa de Franco, la calificó de
cruzada, la bendijo y calificó la República de anticristiana. La jerarquía
católica estuvo desde su creación muy vinculada al Estado Español, le dio durante
siglos la argamasa ideológica con que se intentó unificar el país: un pueblo,
una lengua, una religión. Claro que hubo disidencias en su seno desde el
comienzo de esta historia, los erasmistas del siglo XVI, con su humanismo y sus
deseos de renovación, la reflexión de Baltasar Gracián, la actitud de Bartolomé
de las Casas, sin duda también la de muchos católicos anónimos. Pérez Galdós le
dio nombre en una novela a uno de esos curas diferentes, Nazarín. Pero no
podemos decir que la jerarquía fuese un poder proclive a los más débiles, más
allá de una misericordia caritativa muy abstracta.
España era un país
católico, y una parte lo era de verdad, otra por mera costumbre y la gran mayoría
por decreto. La jerarquía católica tuvo durante siglos el monopolio de la
enseñanza y también de la ley, lo que significó ser la única confesión
permitida. Sólo a lo largo del siglo XIX se comenzó a abrir el país a la
libertad confesional, pero no sin problemas. En la segunda mitad de la década
de los treinta Georges Borrow, misionero protestante, recorre el país con fines
proselitistas. Escribirá una crónica de su viaje y su misión que llevará el
título de La Biblia en España. La
traducirá por cierto Manuel Azaña, quien proclamó un siglo después, durante la
República, creo que de un modo desacertado, que España había dejado de ser
católica. No lo había dejado de ser, aun cuando el posicionamiento político de
la jerarquía despertó no pocos odios y fue la excusa esgrimida para algunos
excesos a comienzos de la guerra.
La jerarquía y los
partidos católicos conspiraron contra la República. Salvo el PNV, partido
confesional que contaba con el apoyo de no pocos religiosos y que al mismo
tiempo se mantuvo fiel al modelo de democracia existente. De ahí que en el País
Vasco no se practicaran esos excesos violentos contra la Iglesia que hubo en
otras partes y que los jelkides
denunciaron, rechazaron y se opusieron a ellos activamente. Aunque también hubo
otras voces contrarias a tales violencias. El escritor José Bergamín, por
ejemplo, afín al PCE y católico, fue rotundo en su rechazo a ellas. También
hubo lugares donde los comités locales de CNT, UGT o del POUM pedían evitar lo
desmanes.
Resulta difícil ahora,
cuando la sociedad española ya no profesa de un modo mayoritario la fe
católica, se asume la condición privada de la fe y aun cuando la jerarquía
parece actuar como si tuviera un peso fundamental, sin tenerlo ya en absoluto,
comprender todas aquellas pasiones. Pero las hubo.
Es en ese contexto en el
que vive Victoriano Gondra, que adoptará el nombre de Francisco cuando entra en
la Congregación de la Pasión. Es nacionalista vasco, pero se caracterizará
también por una profunda reflexión sobre la fe cristiana y la vida cotidiana,
que según él han de ir de la mano. Incidirá sin duda en su actitud durante la
guerra y después de ella. Se comporta como fraile y consejero espiritual con
aquellos soldados que son católicos y como apoyo emocional y sanitario con
aquellos que no lo son. Acabó como prisionero en el campo de San Pedro de Cardeña,
en Burgos, donde llegó a pedir que le fusilaran a él en vez de un soldado comunista.
El Obispo Blázquez compara el gesto con el del sacerdote Maximiliano Kolbe, que
murió en Auschwitz en lugar de un judío. Claro que Francisco Gondra no fue fusilado.
Murió en 1974 en el hospital de Basurto, después de décadas residiendo, ya en
libertad, en el monasterio de San Felicísimo, en el barrio bilbaíno de Deusto,
donde Joseba Zulaika fue durante un tiempo seminarista.
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