viernes, 20 de agosto de 2021

El Peñascal

 


El 21 de agosto de 1899 murieron dos trabajadores de la cantera situada junto a la mina conocida como Rosita, en la ladera del Pagasarri, y otros seis hombres resultaron heridos de gravedad al estallar fortuitamente un cartucho de dinamita. No nos han llegado sus nombres ni sus circunstancias. Sólo que trabajaban en aquella cantera que proveía de piedra a Bilbao, en pleno proceso de desarrollo urbanístico en el momento del accidente, y siguió aportando este material durante varios lustros, puede que hubiera otros accidentes durante todo ese tiempo que estuvo funcionando, hasta que se cerró y se dio paso, en estos últimos años, a la transformación de este paraje y la creación de una zona verde y de paseo para los vecinos de la Villa.

En medio, se llevaron a cabo obras, se establecieron talleres y alguna fábrica, se abrieron carreteras y durante la guerra civil esta zona fue objeto también, como el resto de la ciudad, de ataques aéreos. No hace mucho encontraron bajo tierra una bomba que no estalló en aquel conflicto y la policía la explosionó.



En los años cincuenta llegaron a Bilbao miles de personas en busca de trabajo, procedían de Extremadura, de Castilla, de Andalucía o de Galicia, muchas de ellas sin saber aún donde iban a alojarse. Entre 1955 y 1965 se calcula que llegaron a Bilbao alrededor de cien mil personas. En esa misma ladera del Pagasarri, a los pies del monte Arraiz, al sur del barrio de Rekalde, la propia gente recién llegada levantó chabolas e inició la edificación de otras viviendas precarias por Iturrigorri, el Gordeazabal y alrededor del propio camino del Peñascal. Nacía de este modo un barrio marginal, durante mucho tiempo desabastecido de las mínimas infraestructuras urbanas y con fama de miserable y corrompido, aunque se cuentan también historias de solidaridad y de apoyo mutuo entre los recién llegados.

Esta solidaridad suplía en parte la falta de sensibilidad por parte del Estado ante la situación. Llegó a intervenir el ejército para echar por tierra algunas de esas chabolas, orden directa, dícese, del propio dictador para erradicar el chabolismo, sin ofrecer alternativas a sus pobladores más allá de una caridad suntuosa y espuria.



Ya en los sesenta, cuando empezaban a correr nuevos aires más reivindicativos, a pesar de la dictadura y de las malísimas condiciones de vida, o tal vez por ello, la parroquia establecida en la zona organizó una asociación de acción social, embrión de la asociación de vecinos que se formaría más tarde, y se consiguió que la administración construyera 22 edificios para vivienda, creara una escuela e iniciara la dotación de alcantarillado y luz. No obstante, el Peñascal siguió teniendo mala fama, no la ha perdido todavía hoy, aun cuando todo va adoptando un aire más amable y el barrio carece de ese aspecto agresivo o peligroso de otros lugares de origen parecido.

Hubo, es cierto, una primera gran remodelación a raíz de las inundaciones de 1983, que dañaron bastante la zona.



Desde hace algo más de dos años se ha iniciado un nuevo plan urbanístico en el barrio, que cuenta ya con muchas zonas verdes, parques y caminos de asueto y paseo. Hay zonas difíciles, incómodas, calles empinadas y escaleras que dificultan la vida de una población con una media de edad avanzada.



Te cruzas con personas ya jubiladas, muchas de ellas aquellas que se establecieron allí hace ya tanto tiempo, o sus hijos, por aquella altura apenas unos niños, pero te encuentras con gente más joven, de etnia gitana o paya, pero también, hilando con esa tradición de inmigración que tiene el barrio, con extranjeros que van llegando y que buscan la vivienda más barata en una ciudad que no es especialmente accesible en cuanto a precios, aquí también es un problema y no parece de momento que se exija medidas, ni la administración las tiene en su agenda, en un asunto a todas luces grave para una buena parte de la población. Me temo que tampoco exista hoy ese afán reivindicativo de otrora.



Por otro lado, estamos en una zona tranquila, contribuye tal vez que sólo haya una carretera que asciende por la carretera hasta las letras que componen el nombre de Bilbao, al final del barrio. A veces, sobre todo en verano, por las ventanas abiertas se escucha música, a menudo flamenco. No hay mucha gente por la calle. En ocasiones uno tiene la impresión de que el tiempo se haya detenido, o que su paso lo apacigüe la vista del Pagasarri, al sur o los muchos rincones naturales, los vericuetos entre árboles, los rincones por donde perderse y poder flanear, lejos del centro. Se podría aplicar la cita de Francisco Umbral: «Cualquier sitio es el paraíso con sólo parar el tiempo». Ya el hecho de que el Peñascal esté separado físicamente de Rekalde contribuye a esta sensación de no estar ya en el bullicio de la ciudad.



Imagino que es normal que los lugares cambien y es muy justo que se mejoren los barrios, que pierdan los aspectos más incómodos y negativos, pero uno ya tiene la suficiente experiencia, lo he visto en otras ciudades, como para saber que muchas veces las grandes transformaciones urbanísticas van en detrimento de la población local, parte de la cual queda expulsada en beneficio de otros sectores. No parece que sea el caso, el lugar no está en el punto de mira de intereses especulativos, al menos con la misma intensidad que en otros barrios de Bilbao, en estos momentos más apetitosos, San Francisco por ejemplo. Quizá esto garantice al Peñascal no cortar de un modo radical con lo que fue, mantener ese recuerdo de barrio humilde, tal vez menos estereotipado de que lo aún está, pero consciente en la medida de lo posible de su pasado proletario y reivindicativo.

lunes, 16 de agosto de 2021

El Puerto de Santurce

 


Como «aldea marinera abrazada por el mar» define Rosa María Mielgo de Aguirrezabala la localidad de Santurce. Es toda una tradición ligar esta población vizcaína con lo marino, no sólo por el hecho físico de ser costera, de estar en la bahía del Nervión, en el Abra, por disponer a su vera de una Escuela Técnica Superior de Náutica y Máquinas Navales en Portugalete, sino también porque se asocia a la actividad de la pesca, a los pescadores vascos, ahora en su totalidad de bajura, aunque antaño los hubo que buscaban la ballena. La tradición nos habla también de las sardineras por medio, sobre todo, de una celebrada canción muy versionada de principios del siglo XX o finales del XIX, quién sabe.

Pero tal vinculación, creo yo, es más simbólica que real, una mera ojeada a la ciudad nos lleva a pensar que la tradición pesquera poco tiene que ver con la realidad del Santurce actual y del de hace tiempo. Existe el puerto de toda la vida, estatua de la Virgen del Carmen a un lado, unos pocos pescadores, la lonja donde se subasta el pescado, pero ya no hay sardineras ofreciendo el producto en el puerto, a pie de calle, las que quedan vivas llevan ya tiempo jubiladas y las pescaderías profesionales han recogido el testigo de tal actividad y desde hace mucho la mayor parte de la población local se dedica a otros menesteres, siendo la de la pesca muy marginal.

Esa rápida ojeada al perfil urbano permite deducir a quien no conozca nada de los tópicos y las tradiciones del lugar que estamos en una localidad dormitorio, destino y residencia de trabajadores de la industria, del comercio o del puerto.

Porque es el puerto el que recoge ahora mismo ese abrazo del mar del que habla la poeta.



Ni qué decir tiene que es inmenso. No en vano es el más grande de toda la cornisa cantábrica y ahora mismo se divide entre Santurce, su parte principal, Ciérvana o Zierbena y Getxo. Curiosamente se le conoce como el Puerto de Bilbao, aun cuando se fundara incluso antes que la propia Villa. La actividad es enorme y a todas luces estamos ante uno de los focos económicos más importantes de Vizcaya y del norte, con un gran trasiego de cargueros y de grúas, de camiones y de un vial ferroviario de mercancías. No es por tanto casualidad la relación del Abra y del Nervión con la actividad portuaria, desde hace siglos además.

Claro que tal actividad tiene sus claroscuros, como todo en la vida, puede decirse. De este puerto salen las armas que se producen no muy lejos de Santurce y en provincias vecinas, y cuyo destino no pocas veces nos sonroja como sociedad, o al menos debería. En 2017 se conoció el gesto de Ignacio Robles, el bombero de la Diputación de Vizcaya que se negó a participar en la estiba de armas a un barco destinado a Arabia Saudí, en guerra contra el Yemen. Como carga peligrosa, se requiere siempre la presencia de los bomberos. Su objeción de conciencia motivó un expediente y también que se conociera tal actividad. La respuesta por otro lado a su gesto, que nunca se agradecerá lo suficiente, fue que si no salía tal carga de Bilbao, saldría de otro puerto, de Santander, por ejemplo, con la correspondiente pérdida económica. Pero no es de esto, de las pérdidas económicas, en lo que uno piensa cuando nos hablan de la situación de los niños yemeníes víctimas de la guerra o ahora, aunque no tenga relación directa, pero la tiene, de Afganistán.



Por suerte, no sólo son armas lo que pasa por este puerto. Sin duda, habrá una y mil historias alrededor del mismo que nada tienen que ver con ese lamentable negocio y mucho más aptas de ser conocidas y reconocidas. Como la salida de sus muelles en 1937 del Vapor Habana con niños que escapaban de la guerra. Pero a menudo se quedan circunscritas a los propios ámbitos laborales.



Por lo demás, hay una línea marítima de la ciudad que ahora se está modificando, en buena medida por el crecimiento de la zona y la construcción de nuevos edificios de viviendas, levantados de un modo bastante impersonal. Dicen que son los tiempos y que es inevitable que se construya así. En mi opinión desnaturaliza la vida comunitaria, aísla y, en última instancia, deshumaniza las ciudades. Pero al menos quienes ahí residan disfrutarán de una buena vista, de un paisaje impresionante, algo es algo.

Santurce es la última localidad de la Margen Izquierda. Posee todas las características de la comarca, esa imagen inequívoca de zona industrial y obrera, construida a golpes de trabajo y de luchas, de conflictos y momentos de cierto esplendor. Pero me temo que esta historia obrera va a ser objeto del olvido. Parece que estamos ya en una fase de la historia que requiere del olvido de lo que fuimos para convertirnos en otra cosa, no sé si mejor.



Quizá todo esto de la pandemia desmoralice no poco, nos vuelve aún más fatalista por lo que ha de venir. Sea lo que fuere, no parece que haya lugar para la añoranza ni cabe tampoco en el caos controlado de las calles de Santurce.

 

viernes, 6 de agosto de 2021

Ferrocarriles

 


Vicente Huidobro escribió que «El tren es un trozo de ciudad que se aleja». Ni qué decir tiene que tal afirmación parte de una evidencia: incluso en el paraje más recóndito contemplar un tren que pasa sinuoso nos remite de inmediato a la ciudad.

El ferrocarril es la gran aportación a esa vida industrial dominada por nuevas formas de producción y de trabajo. Es la apuesta por el desarrollo económico de una burguesía vinculada a las fábricas y los talleres, y que a lo largo del siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, da un salto enorme que replantea toda la vida urbana y la afecta por completo. Pero no sólo cambian los ámbitos urbanos, también los territorios se modifican cuando los atraviesan los caminos de hierro cuya red conectará ciudades, fábricas, minas y puertos. Es como si el mundo se volviera de pronto más pequeño.

Sin ferrocarriles no tendríamos hoy horarios, esa configuración de nuestro tiempo que a veces, es verdad, nos llega a agobiar.

Las estaciones, en consecuencia, se convirtieron en sus grandes catedrales, se levantaron bajo el dominio de sus estructuras de hierro. Se construyeron con la idea de que fueran amplias, luminosas e imponentes. Convirtieron los barrios donde se aposentaron en zonas de ajetreo, de comercio y también de ocio. Ahí donde el tren no llegaba pasaba el lugar a ser casi inexistente.



De allí que se volviera toda una epopeya la construcción del ferrocarril que uniera las dos costas de los Estados Unidos, la del Atlántico y la del Pacífico, y así lo recogiera tanto la literatura popular como la culta y, cómo no, también el cine. El ferrocarril se asoció al progreso y no es casualidad que las redes de apoyo a los esclavos negros que escapaban de las plantaciones del sur norteamericano en su huida al norte pasara a conocerse como el ferrocarril subterráneo.

Pero también se guardan en la memoria momentos trágicos. Estremece la imagen de las hijas de Irene Némirovsky en la Gare de l´Est esperando a que apareciera su madre entre los supervivientes de los campos de concentración que llegaban en tren a París, sin saber ellas que la escritora hacía meses que había muerto.

No obstante, el ferrocarril proyecta una idea de progreso y de disfrute, cuasi de aventura. Hay una película que lo refleja a la perfección, de un modo incluso poético, El extravagante viaje del joven y prodigioso T. S. Spivet, del director Jean-Pierre Jeunet que a todas luces se regodea en el viaje en tren.



El País Vasco apostó desde muy pronto por el ferrocarril. La industrialización y la minería precisaron de este medio para transportar el hierro y el carbón, tan fundamentales en su propia revolución industrial. Desde muy pronto los territorios vascos se llenaron de vías. En 1906 varias empresas pequeñas ferroviarias se fusionaron en la Compañía de Ferrocarriles Vascongados, tanto para el transporte de personas como de materiales y productos. Eran ferrocarriles de vía estrecha, diferente a la que conformaba la mayoría de la red ferroviaria española. En 1972 esta compañía pasa a depender de FEVE (Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha) y siete años después aquellas vías que no superaran el territorio de la Comunidad Autónoma Vasca pasaron a depender de esta, integrándose en 1982 en la empresa pública de la comunidad Eusko Trenbideak. La Compañía de Ferrocarriles Vascongadas se disolvió definitivamente en 1995.

Junto a la empresa vasca, operan en la CAV la FEVE y RENFE. Existe por tanto una importante red de caminos de hierro, muchas de ellas abandonadas y visibles todavía hoy. Una buena parte se está adaptando a las vías verdes impulsadas por la Fundación de Ferrocarriles Españoles (https://www.viasverdes.com/).



No obstante, contra lo que pudiera desprenderse de todo lo anterior y pese también a los cantos de sirena de la modernización ferroviaria y la implantación del AVE, no podemos decir que el ferrocarril pase por un buen momento. Tampoco se tiene en cuenta que el transporte ferroviario sea el más ecológico y limpio entre todos los medios de transporte, el que menos impacto ambiental tiene. Se ha optado por reducir los trenes regionales a medida que crecen los kilómetros de AVE. No se mejoran los trenes de cercanía ni se potencia su uso por medio de adaptaciones a los nuevos tiempos. Clama al cielo que el trayecto en tren entre Bilbao y San Sebastián (104 kms) –gestionado por Eusko Trenbideak– se demore dos horas y cuarenta minutos, más del doble que en coche, mientras que el de Bilbao a Santander (99,6 kms) –gestionado por FEVE– tarde tres horas justas.

Clama al cielo que sólo haya un tren que conecte Carranza con Bilbao o Santander, un solo tren para ir a cualquiera de las dos ciudades y otro para volver, ambos a primera hora de la mañana. Carranza está en el límite entre Vizcaya y Cantabria. Se ha constituido una plataforma en defensa del tren Santander-Bilbao (https://www.trensantanderbilbao.org/) que busca darle la vuelta a esta situación absurda y muy contraria a las agendas medioambientales que se dice defender por parte de las administraciones.

Se continúan con las grandes inversiones en autovías y autopistas, como las de la circunvalación sur de Bilbao, que de paso limitan algunos espacios naturales junto a la ciudad. Y hace apenas unos días se anunciaba a bombo y platillo el acuerdo entre el Gobierno de España y la Generalitat de Catalunya para la ampliación del Aeropuerto del Prat, que sin duda será una nueva vuelta de tuerca al paraje natural del delta del río Llobregat. Resulta así inevitable recuperar los versos de Robert Lowell: «¿Y si las luces que vemos al final del túnel / son los faros del tren que se nos viene encima?»

jueves, 29 de julio de 2021

Portugalete

 


En un poema dedicado al Nervión Miguel de Unamuno escribe: «(…) los siglos por tu cauce resbalaron / llevándose la historia / hacia el olvido». De allí, como afirmara Heráclito, que no pueda cruzarse un mismo río dos veces porque ni sus aguas ni quienes cruzan son los mismos. En este caso, según el profesor tan polémico y polemista, es el cauce del Nervión lo que barre la historia con el movimiento persistente de sus aguas, a veces hacia el mar, a veces hacia el interior, hasta poco más allá del Puente de San Antón de Bilbao, movimientos que son caprichos de las mareas que van marcando las horas, efecto de la luna, dicen. Es el tiempo por tanto lo que nos vuelve distintos y todo lo transforma en olvido.

Resulta tal vez una anotación muy oportuna cuando estamos a las puertas del septingentésimo aniversario de la fundación de la Villa de Portugalete, reconocimiento este que le vino de la mano de Doña María Díaz de Haro, décima Señora de Vizcaya. Hoy, el Ayuntamiento prepara las conmemoración de estos 700 años, quién sabe si con un alarde excesivo de ostentación y puro pavoneo institucional, las Instituciones tienden siempre a una mayor gloria de sí mismas, da igual quien ocupe los sillones. Es su naturaleza. Aunque hay instituciones e instituciones, que también es verdad, y en el mientras tanto algo se podrá recordar, si el olvido no es ya inevitable, irremediable o definitivo, y los fastos dan lugar a rememorar el pasado y hablar del presente con cierta apertura de miras. O de los tiempos presentes, que me da que hay varios al mismo tiempo y cabe que contradictorios ente sí, como múltiples son las interpretaciones del pasado, más variados y contradictorios cuando más cercano sea.

En todo caso, al margen de agasajos y ceremonias, cabe siempre recorrer las calles de esa parte vieja de Portugalete, un barrio de aspecto añejo, cuasi medieval, por lo demás no hay otro lugar igual en toda la Margen Izquierda. Son calles estrechas, apenas un puñado, silenciosas, apacibles, todo un lujo es pasearlas por las mañanas o por la noche. Hubo un tiempo que concentraron en buena medida el copeo de la zona, ahora ya menos, las modas vuelven efímeras las costumbres, pero tal desplazamiento de los hábitos permite disfrutar ese tono de otros tiempo, de otras épocas.



En una esquina del barrio, la estatua de Lope García de Salazar parece vigilar que se mantengan las esencias de la ciudad antaño portuaria y de paso protege los subterráneos que, dicen, existe por debajo de la ciudad vieja. Fue por otro lado uno de los primeros en recopilar la historia de Vizcaya, al tiempo que banderizo, uno de los principales en aquellas guerras que asolaron Vasconia en tiempos medievales prerrenacentistas. José Manuel Aparicio escribió una novela sobre tales hechos, quizá algún día pueda explicarnos los detalles más escabrosos de la época, no hemos perdido interés por lo más siniestro del ser humano.

Si bajamos las calles empinadas, llegamos a la ría, falta ya poco para que el Nervión desemboque en el Abra, el Puente Colgante parece anunciarlo, y en ese muelle hubo balnearios y se levantaron edificio burgueses, incluso la Villa se inició a mediados del siglo XIX en esa actividad tan actual que es el turismo. Hubo un núcleo burgués en Portugalete, sin duda heredera de actividades portuarias y mercantiles muy anteriores, la cada mayor importancia de Bilbao, sin embargo, menguó su poder. Aun así, de Portugalete era Víctor Chávarri, uno de los principales empresarios de la industrialización de Vizcaya, vinculado a los Altos Hornos. Claro que esa burguesía incipiente e industrial pasó al otro lado de la ría y se afincó, como sus correligionarios bilbaínos, en Getxo.



Portugalete, como ocurrió a toda la Margen Izquierda, se proletarizó y pronto emergieron barrios para los muchos obreros y sus familias, atraídos por la industria del hierro y por las minas cercanas. Sufrió los efectos de la guerra (in)civil. Conoció los años de miseria y represión. Emergió algo en los sesenta, no sin problemas ni momentos de desasosiego. Hubo tiempos de crisis y reconversión, una cierta decadencia económica y social, el flagelo de la droga, el desencanto agridulce de la transición, y cuando llegó la transformación de Bilbao como foco posmoderno, la villa jarrillera quedó un tanto ensombrecida por la cercanía de la Villa principal.



Una leyenda urbana indica que en Portugalete hay una plétora de escritores, afianzados y potenciales, que tiras una piedra y surge un sinfín de literatos, cronistas, poetas y en general gentes prestas a la prosa y al verso. No estaría tan seguro de su exactitud, hay un poco de todo, tampoco creo que sea muy diferente a otros lugares, aunque es ciudad de mar y suelen tender éstas al relato, a contar historias y añoranzas varias, a rememorar batallitas y anecdotarios. Suele hablarme mucho de ello Mari Carmen Azkona, con grandes dosis de escepticismo y autoridad, puede que sea la persona que más sabe de Portugalete y de sus historias rutinarias, a veces sostengo que es también quien marca el paso en la villa. Claro que me habla de un modo tan sutil que a veces me pregunto si no será todo tan etéreo como es ella misma, como es al fin Portugalete, una villa que aparece y desaparece entre la niebla durante las amanecidas.

 

sábado, 24 de julio de 2021

Atxuri

 


Lo escribió Francisco Umbral y uno intuye que en gran medida es así: «Cualquier sitio es el paraíso con sólo parar el reloj». Claro que hay lugares que ayudan, hay barrios, rincones y esquinas en los que ocurre con más facilidad, que el reloj se pueda parar o al menos sea posible paliar el paso terrible de las horas, todas hieren, la última mata, y que se roce el paraíso, que es a todas luces un lugar sin tiempo o con tiempo pausado, como una tarde veraniega de domingo, con sus sombras, su calor tórrido, su brisa suave, sus lluvias repentinas de estío y su nunca pasar nada, pero también con su carga melancólica, todo hay que decirlo, antesala de cierta plenitud.

Un barrio como el de Atxuri es, en este sentido, una invitación a dejar el reloj en casa o no tenerlo a la vista, con ese aspecto tan etéreo que insinúa una desaparición repentina y no sé si algo fantasmal en el caso hipotético de que ocurriera. Incide sin duda que sea tan pequeño, apenas unas pocas calles muy cortas, ni diez minutos se tarda en atravesarlas, o que se encuentre encajonado entre el Casco Viejo al sur, Santutxu a medida que se empinan las calles, a la izquierda, y el Nervión, justo en ese punto donde deja de ser ría para convertirse en río, si uno avanza en dirección contraria a la del mar.


Es un barrio pequeño, con una vecindad compuesta por lo que en otras épocas se calificaba de proletaria, ahora muy extrema en lo generacional: o personas mayores que son memoria viva de Bilbao o muy joven, con esa agonía de la juventud por asomarse a la vida; pero extrema también en los orígenes de sus habitantes, locales muchos de ellos, tanto payos como gitanos, pero a donde han llegado también inmigrantes de países lejanos. En todo caso, es una vecindad discreta, no parece que salgan todos sus habitantes a la vez, ni siquiera se juntan al mismo tiempo en la Plaza de la Encarnación, epicentro de la sociabilidad barrial, tanto por su Iglesia, muy dada a los conciertos sacros o legos, como por los bares, que mantienen su misma función de siempre, tampoco en el parque que hay junto al claustro, ascendiendo ya hacia Santutxu, contorneado éste por la calle llamada República de Begoña, recuerdo de territorialidades añejas. El único sitio donde podemos encontrar a veces mucha gente es en el Paseo de los Caños, que parte de Atxuri hacia Bolueta y La Peña, pero aquí acuden sin duda habitantes de otras zonas de Bilbao, sobre todo de las que lo circundan.



Barrio exiguo, por tanto, barrio de bolsillo que contiene sin embargo algunos edificios de los que pasan por emblemáticos. Ya en su misma antesala, en esa Plaza de los Santos Juanes, donde se hallaban las albercas que proporcionaban agua al pequeño Bilbao mercantil de siglos atrás, hoy se encuentra la Iglesia de San Antón, la del escudo de la Villa, frente a la cual hay un edificio de pretensión neoclásica, el Instituto Emilio Campuzano, pero que fue primero el Hospital de Bilbao y de Caridad hasta 1908, pasó a ser Museo de Bellas Artes hasta 1945 y, por último, el instituto de formación profesional que es hoy, más acorde con el carácter trabajador de los barrios del sur. A tiro de piedra está la Iglesia de la Encarnación, entre gótico y renacentista, con su claustro de los dominicos detrás, pero también la Escuela Maestro García Rivero y la estación de Atxuri, la de los antiguos Ferrocarriles Vascongados, hoy Eusko Tren, reconvertida en taller de los tranvías urbanos, aunque hay quien reclama que se convierta en museo del ferrocarril, en un momento en que corremos el peligro de que se carguen las vías férreas, los caminos de hierro que tejen en la Comunidad Autónoma Vasca una tela de araña, en beneficio del AVE, tan aparente y exhibicionista como tal vez un tanto superfluo.



No ha perdido Atxuri ese carácter de arrabal de aquel Bilbao que sólo se extendía, hace apenas dos siglos, por lo que hoy se conoce como las Siete Calles y el Bilbao Viejo, al otro lado de la ría, embrión del barrio canalla de San Francisco. El resto eran campas, caseríos y pequeños poblados cuyo destino fue incorporarse a la ciudad mercantil e industrial. Atxuri era en la Edad Media Ibeni y tal vez sea la zona de la ciudad que menos se ha modificado a lo largo de la historia. O al menos es la impresión que da a primera vista.



La transformación del Bilbao actual en ciudad posmoderna de servicios y turismo no ha alcanzado a Atxuri ni a los barrios del sur. Es difícil que Bilbao se convierta toda ella en ciudad cartón – piedra, como ha ocurrido a otras ciudades vendidas ahora como mero escenario turístico o caricaturas de sí mismas. Lo industrial pesa mucho, se distingue en el propio aspecto de sus barrios, incluso en esta época postindustrial en que estamos. Atxuri conserva esa quietud que insinúa el paraíso porque parece que el reloj, en efecto, se ha detenido. Conserva ese sabor de domingo por la tarde, de melancolía y espera vana del porvenir. Es un rincón idóneo para quien no teme las incandescencias ni que todo desaparezca de pronto en esa neblina que es el tiempo.

miércoles, 14 de julio de 2021

Repélega

 


No he podido dejar de recordar, cuando he cruzado de nuevo Repélega, el breve poema de Karmelo C. Iribarren: «La vida sigue –dicen–/ pero no siempre es verdad. / A veces la vida no sigue. / A veces sólo pasan los días». Me ha venido a la cabeza no porque el barrio posea ese tono un tanto melancólico que se desprende del poema, o tal vez sí, haya en él algo de melancolía, una melancolía de domingo por la tarde, pero en todo caso lo he recordado porque cuando uno atraviesa las calles de Repélega es fácil que acabe sintiendo que la vida y el tiempo transcurren por sendas separadas, que podemos dejar atrás las páginas del calendario, pero siempre habrá algo que se mantendrá intacto en algunos rincones de la realidad, ni siquiera los detalles someros indicarán apenas nada distinto en el fondo, ni los coches actuales aparcados en la calle, ni el material del asfalto, ni la ropa de los transeúntes podrá cambiar tal impresión de quietud, es más, reafirmará que todo lo superficial al final carece de importancia y se imponen de pronto ciertas geografías que sugieren una vaga perpetuidad, entonces los días pasan sin que parezca que la vida siga.

Repélega es una tierra de nadie en la Margen Izquierda, una zona de frontera, un lugar fijo en el tránsito del tiempo. De pronto uno se da de bruces con sus tres poblados o comunidades de casas baratas, casas bajas de clara raigambre proletaria. Imposible olvidar que estamos en una zona que fue netamente industrial, aun cuando ya no queden fábricas ni talleres a la vista, todo lo más un edificio abandonado, antiguo taller, a las puertas de este barrio cuando se viene desde el centro de Portugalete.



Dos de dichas comunidades se crearon como iniciativas obreras, cooperativas de viviendas fruto de un proletariado activo, diligente, con capacidad de incidir en los medios de vida, en la propia existencia individual y colectiva. Trabajadores de los Altos Hornos de Vizcaya, de Construcción La Naval y de Babcock & Wilcox formaron dos sociedades cooperativas cercanas la una de la otra: Villanueva y El Progreso, en 1924 y 1930 respectivamente, con cierto aire a proyecto de falansterio que se quedó a medias, aportando en su momento, eso sí, vivienda y algunos servicios comunes.

El otro foco es el poblado «Babcock & Wilcox», auspiciado por esta empresa mucho tiempo después de fundarse las dos cooperativas, ya en la década de los cincuenta, en otras circunstancias, otro momento, otra página del calendario, pero una vida que se mantiene intacta. Esta última, en todo caso, es mayor que las anteriores, ocupa un espacio más grande, pero hay una estructura semejante. Late sin duda una misma mentalidad obrera tanto en los años veinte como en los cincuenta, aun cuando en medio hayan pasado tantas cosas, pero persiste una conciencia de clase de la que ahora apenas guardamos un recuerdo, diluidos como estamos en las pretensiones más aparentes que reales de una clase media muy difícil de definir, tal vez por inexistente en realidad. Aun así, no hay ese aspecto tan forzado, tan cartón piedra, de otras zonas residenciales y que parecen delineadas en exceso, presuntuosas por presumidas.



Los tres núcleos están ahora mismo junto a bloques de viviendas más convencionales, más propios de finales de los cincuenta y de los sesenta, pero hay también a su lado mucho espacio abierto, parques a los que se suman nuevos proyectos que sin duda le darán al lugar un mayor toque residencial. No hay planes, ni espero que se fragüen, de sustituirlos por esos bloques enormes y fríos que se están levantando por otros lugares de la Margen Izquierda. De hecho, se les considera conjunto monumental, lo que da cierta seguridad a su pervivencia.

Perderse por Repélega es detener un poco la vida, aun cuando pasen los días y nos produzca no poca ansiedad el paso desaforado del tiempo. Podemos creer por un momento que el lugar haya sido siempre así, aunque no lo haya sido en realidad y hubiera otrora caseríos dispersos por toda esta zona. No queda ahora ningún recuerdo de aquel pasado campesino y carlista, defensor de los fueros de Vizcaya, la zona se fue transformando con el salto al siglo veinte a base de fábricas y talleres, con un proletariado local, los propios caseros o personas de otras zonas cercanas, pero también gentes arribadas de otros lugares. Hasta 1933 esa zona dependía de Santurce, pero ese año Repélega, Rivas y una parte de la margen norte del río Galindo se incorporaron a Portugalete, más cercano.



El paseante atento, el flâneur más observador, sin duda se contagiará de silencio y soledad, pero sobre todo de algo que persiste en su atmósfera desde hace tiempo. Es verdad, muchas cosas han cambiado, los días pasan. No es tan seguro, sin embargo, que la vida siga, aunque sin duda seguirá, de otra forma, pero sigue, aunque puede que no a la par que el transcurso del tiempo.

jueves, 8 de julio de 2021

El Paseo de los Caños

 


Escribió Baudelaire en su poema El cisne que «(…) la forme d´une ville / Change plus vite, hélas ! que le cœur d´un mortel». Nadie que sea mínimamente observador lo podrá negar, la ciudad siempre cambia sin que nosotros, muchas veces, lo percibamos a buenas y primeras, sin duda porque el corazón de cualquier mortal siempre es más lento o tal vez disponga de menos tiempo y porque nos vamos amoldando a los cambios externos, pudiendo olvidar muchos detalles de lo que dejamos atrás, por ejemplo rincones de la ciudad, calles o lugares que de pronto se nos vienen a la cabeza desde cobijos ignotos de nosotros mismos. Por tanto, sin dejar que esos cambios exteriores incidan en el proceso de cambio interior, inevitable al fin porque el tiempo y la experiencia, que es sustancialmente tiempo, lo harán posible.

Somos acomodaticios. No siempre permitimos que la nostalgia nos invada. Yo al menos lo evito: nunca añorar lo vivido, desde luego sin olvidarlo, sería imposible en circunstancias normales, aun cuando haya tentaciones de borrado, qué duda cabe, pero con la convicción siempre de que no vale la pena ese sentimiento de añoranza que a menudo tiende a la melancolía. Además hay momentos colectivos trágicos, épocas adversas que sin duda cada cual catalogará según le haya ido en ellas, pero que como experiencia colectiva no son para echar cohetes, y muchas veces podemos apreciar huellas aún pegadas a ciertos rincones de la memoria, como el hollín.

Quienes como Baudelaire gusten de andar por las calles de una ciudad, los flâneurs atentos que recorren esquinas y barrios de una ciudad sin razón aparente, las descubren con facilidad. Toda ciudad es siempre un magnífico palimpsesto y a veces intuimos entre las últimas letras escritas en el papiro aquellas que quedaron raspadas.



Es una imagen, la del palimpsesto, que se me viene a la cabeza cuando recorro el Paseo de los Caños, ya sea desde Atxuri a Bolueta o viceversa, o cruzando al otro lado del río, porque aquí el Nervión ha dejado de ser ría, al barrio de La Peña.

La noche del 26 de agosto de 1983 Bilbao quedó devastada por unas inundaciones tremendas. Llegaron a caer seiscientos litros de agua por metro cuadrado. En Atxuri, en una calle corta que da a la Plaza de la Encarnación, es posible ver a la altura de un primer piso la marca de hasta donde llegó el agua. El mismo cauce del río cambió en ese tramo. La ciudad entera quedó afectada, pero sobre todo las zonas junto al Nervión.

Bastante tiempo atrás hubo ahí unos Jardines de Los Caños, con sus verjas y sus puertas, un lugar a la vieja usanza, sin duda, aunque degradado. Las losas del jardín quedaron ocultas bajo caminos de barro y piedra. También hubo una isla, la de San Cristobal, de la que muy poca gente guarda hoy recuerdo. Pero mucho tiempo atrás incluso, hará más de cuatrocientos años, de la parte más alta de Atxuri, siempre junto al Nervión, salían los caños que proveían a Bilbao tanto de agua potable como de agua para la limpieza de la ciudad, la conducían hasta unas albercas que había entre el muelle de Ibeni, la plaza de los Santos Juanes y la calle Ronda. La muralla de la ciudad en esa zona ya había desaparecido, comenzaban algunas mudanzas en la pequeña ciudad mercantil.



Sin duda los cambios a lo largo de los últimos cuatrocientos años anteriores fueron muy lentos si los comparamos con lo que ocurrió en 1983 y los cambios profundos que a partir de entonces se desencadenaron, dejando de ser la ciudad industrial y algo emponzoñada que era entonces. Además Bilbao estaba en un momento complicado, recién acabado formalmente el periodo de la transición, pero con la violencia política y social a flor de piel, en una crisis económica profunda y a las puertas de una reconversión muy dura a lo que se sumaba la droga recorriendo no pocos barrios y dejando una estela de desolación enorme.

En este contexto, aquellas inundaciones resultaron a todas luces traumáticas, ahondaron en la sensación de caos, de desaliento y postración, como si la ciudad sufriera un castigo cósmico. Nadie podía imaginar entonces el cambio de rumbo hacia el Bilbao de hoy, una ciudad más luminosa, más centrada en los servicios y en los atractivos arquitectónicos, con un deseo de atraer a los turistas, tal vez con menos glamour que San Sebastián, pero no por ello menos ansiosa de notoriedad, una transformación que continuará, sospecho, después de la pandemia. Muchos somos críticos hacia este nuevo modelo de ciudad, más superficial y clasista, me temo, más de cartón piedra y menos real. Pero eso no supone que añore el Bilbao de entonces, el de finales del franquismo y primer decenio posterior, un momento durante mucho tiempo ensalzado como modelo de cambio político, como ingeniería social.


Cada vez estoy más convencido de que aquellos años de transición, no fueron como nos contaron, tan modélicos y ejemplares. Tampoco resultó ser una etapa sencilla para una gran parte de la población. Desde luego, para quienes defienden la democracia liberal, con sus instituciones y su jerarquía constitucional, ya sea por convicción, que los hay, ya sea por adaptación, supervivencia o mero oportunismo, que también los hubo, la cosa salió bien, España pasó de una dictadura impuesta tras una guerra (in)civil bastante cruenta a una democracia liberal, que tiene muchos claroscuros, que no a todos satisface plenamente, que está creando demasiadas injusticias, pero desde luego, visto lo visto, es mejor que todo lo conocido, pese a las muchísimas carencias. Quedan sin embargo demasiadas cosas ocultas, como esas losas y esos caños bajo los nuevos caminos del paseo bilbaíno.