Platón, que gustaba de la
práctica del deporte, aunque no destacara en ella, defendía la gimnasia por su
contribución a los cuerpos y, por consiguiente, al desarrollo del espíritu y de
la virtud. Era un pilar para la educación integral de los ciudadanos de la
Polis y el filósofo consideraba importante que Atenas aplicara normas
educativas que fomentaran el deporte en todos los ámbitos sociales, en especial
en aquellos grupos dominantes cuyo fin era ahondar en la idea superior de
bondad social y en la buena gobernanza de la comunidad.
Por tanto, en cierta
forma, el deporte tenía un interés político. Era una forma de mejorar lo
comunitario, en una sociedad que reprochaba la falta de inclinación por las
cuestiones colectivas, esto es, por la política. Idiota se denominaba a quien
no le preocupaban las cuestiones sociales y políticas, en un momento en que se
asumía que todo ser era al fin un ser social.
Esta idea ha estado más o
menos presente a lo largo de la historia y volvería a ser un pilar en el
desarrollo de las democracias modernas, que requieren a todas luces de la
participación colectiva. Pero la complejidad de las sociedades modernas y sobre
todo esta sociedad del espectáculo en que estamos inmiscuidos no ayudan mucho a
un debate sereno, serio, profundo. Es un tiempo, otra vez, de sofistas, en el
que las cosas se valoran según nos convengan o no.
Parte del deporte se ha
elevado al mero espectáculo, por no decir que a puro negocio. Al mismo tiempo,
la política se limita a lo institucional, a lo que ocurre en las Cortes, en los
Parlamentos, en los pasillos de los centros de poder, lo referido a los
acuerdos, normas y leyes que se establecen entre quienes se dedican a la
Institución. Clase política se le denomina. De ahí que se considere que actividades
como el deporte no deberían estar afectados por lo que ocurre en tales esferas,
aun cuando las grandes competiciones se lleven casi siempre amparadas por
banderas nacionales que inciden en discursos colectivos, el nosotros y el
ellos.
Lo ocurrido en Bilbao el
miércoles tres de septiembre ha vuelto a centrar el debate sobre esta relación
entre deporte y política. Aunque el motivo de la protesta que impidió que la
Vuelta ciclista terminara su último tramo fuera más bien rechazar una masacre y
pedir que un equipo vinculado a Israel no participara en la competición. Hay
quien se ha centrado en la imagen, para ellos mala, que daba la ciudad, como el
alcalde de Bilbao, José María Aburto, o la Diputada General de Vizcaya,
Elixabete Etxanobe. No viene al caso, pero parece que la imagen de la ciudad no
estuvo afectada unos pocos meses antes, cuando a raíz de un partido de final de
copa las hordas de seguidores de los dos equipos británicos en liza recorrieran
sus calles borrachos, gritando todo el día y rompiendo no pocos semáforos para
llevárselos de recuerdo. Más bien se celebró la buena sintonía y el buen
ambiente, tal vez porque se temió que todo acabara mucho peor.
Esta vez la cuestión la
centró el periodista Juanma Castaño, quien acudió al axioma fundamental, que
hay que separar deporte y política en lo que concierne a la Vuelta, partiendo
del hecho de que los equipos de ciclismo los forman deportistas profesionales
que no tienen nada que ver con la política ni están como representantes de los
Estados en cuestión. Sería feo recordar que Juanma Castaño estuvo a favor en
2022 de vetar la participación de equipos rusos en la competición española tras
la invasión de Rusia a Ucrania y la posterior guerra, execrable como toda
guerra, que continúa hoy.
Hay algo cierto que se
desprende de sus declaraciones: los deportistas no son, como ciudadanos,
responsables de la situación en Gaza, no sabemos si amparan el genocidio del
gobierno israelí, si tienen matices o si están en contra. Ni siquiera son todos
los miembros del equipo israelíes y de momento sólo sabemos que el propietario
del mismo es cercano a Netanyahu. La cuestión estriba en decidir si debe de vetarse
a un equipo vinculado a un país que realiza una masacre y cómo se aplica dicha
medida, si la respuesta a la primera cuestión es que sí. Porque el que se
aplique a un país y no a otro parece responder a una decisión política, lo que
negaría la pretendida separación de deporte y política. O su aplicación tendría
que ver con posiciones de interés, la justicia de la medida dependería de la
mera conveniencia de quien decide.
Es cierto que la protesta
no soluciona el problema. Pedro Delgado se mofó de ello. Se queda en lo
testimonial, aunque es importante, y casi todo el mundo lo ha reconocido,
incluso muchos de los críticos de las formas, que se pueda expresar un
determinado rechazo a lo que ya casi todo el mundo asume que es una barbaridad,
la desproporción cuanto menos de lo que está pasando en Gaza y ante lo cual lo
sucedido en Bilbao es una nimiedad.
De todos modos es difícil
asumir plenamente ese axioma de que separemos siempre el deporte y la política.
Se acudió a ello cuando se celebró el mundial de fútbol de 1978 en Argentina,
cuando al tiempo que se celebraban los partidos se torturaba en cuarteles y en otros
centros adscritos a oponentes políticos y se les hizo desaparecer a muchos de
ellos, por decisión de la junta militar. Eso sí es que consideramos que la
tortura y la guerra sean política. O pasa hoy, cuando algunos equipos participes
de la Liga Española de Fútbol, entre ellos el Athletic de Bilbao, juegan en
Arabia Saudí unos pocos partidos de la competición española. Aunque aquí
estamos hablando más bien de negocio, que al parecer tampoco tiene nada que ver
con la política.
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