Escribió Baudelaire en su poema El
cisne que «(…) la forme d´une ville /
Change plus vite, hélas ! que le cœur d´un mortel». Nadie
que sea mínimamente observador lo podrá negar, la ciudad siempre cambia sin que
nosotros, muchas veces, lo percibamos a buenas y primeras, sin duda porque el
corazón de cualquier mortal siempre es más lento o tal vez disponga de menos
tiempo y porque nos vamos amoldando a los cambios externos, pudiendo olvidar muchos
detalles de lo que dejamos atrás, por ejemplo rincones de la ciudad, calles o
lugares que de pronto se nos vienen a la cabeza desde cobijos ignotos de
nosotros mismos. Por tanto, sin dejar que esos cambios exteriores incidan en el
proceso de cambio interior, inevitable al fin porque el tiempo y la
experiencia, que es sustancialmente tiempo, lo harán posible.
Somos acomodaticios. No
siempre permitimos que la nostalgia nos invada. Yo al menos lo evito: nunca
añorar lo vivido, desde luego sin olvidarlo, sería imposible en circunstancias
normales, aun cuando haya tentaciones de borrado, qué duda cabe, pero con la
convicción siempre de que no vale la pena ese sentimiento de añoranza que a
menudo tiende a la melancolía. Además hay momentos colectivos trágicos, épocas
adversas que sin duda cada cual catalogará según le haya ido en ellas, pero que
como experiencia colectiva no son para echar cohetes, y muchas veces podemos
apreciar huellas aún pegadas a ciertos rincones de la memoria, como el hollín.
Quienes como Baudelaire
gusten de andar por las calles de una ciudad, los flâneurs atentos que recorren esquinas y barrios de una ciudad sin
razón aparente, las descubren con facilidad. Toda ciudad es siempre un magnífico
palimpsesto y a veces intuimos entre las últimas letras escritas en el papiro
aquellas que quedaron raspadas.
Es una imagen, la del
palimpsesto, que se me viene a la cabeza cuando recorro el Paseo de los Caños,
ya sea desde Atxuri a Bolueta o viceversa, o cruzando al otro lado del río,
porque aquí el Nervión ha dejado de ser ría, al barrio de La Peña.
La noche del 26 de agosto
de 1983 Bilbao quedó devastada por unas inundaciones tremendas. Llegaron a caer
seiscientos litros de agua por metro cuadrado. En Atxuri, en una calle corta
que da a la Plaza de la Encarnación, es posible ver a la altura de un primer
piso la marca de hasta donde llegó el agua. El mismo cauce del río cambió en
ese tramo. La ciudad entera quedó afectada, pero sobre todo las zonas junto al
Nervión.
Bastante tiempo atrás
hubo ahí unos Jardines de Los Caños, con sus verjas y sus puertas, un lugar a
la vieja usanza, sin duda, aunque degradado. Las losas del jardín quedaron
ocultas bajo caminos de barro y piedra. También hubo una isla, la de San
Cristobal, de la que muy poca gente guarda hoy recuerdo. Pero mucho tiempo
atrás incluso, hará más de cuatrocientos años, de la parte más alta de Atxuri,
siempre junto al Nervión, salían los caños que proveían a Bilbao tanto de agua
potable como de agua para la limpieza de la ciudad, la conducían hasta unas
albercas que había entre el muelle de Ibeni, la plaza de los Santos Juanes y la
calle Ronda. La muralla de la ciudad en esa zona ya había desaparecido,
comenzaban algunas mudanzas en la pequeña ciudad mercantil.
Sin duda los cambios a lo
largo de los últimos cuatrocientos años anteriores fueron muy lentos si los
comparamos con lo que ocurrió en 1983 y los cambios profundos que a partir de
entonces se desencadenaron, dejando de ser la ciudad industrial y algo
emponzoñada que era entonces. Además Bilbao estaba en un momento complicado,
recién acabado formalmente el periodo de la transición, pero con la violencia
política y social a flor de piel, en una crisis económica profunda y a las
puertas de una reconversión muy dura a lo que se sumaba la droga recorriendo no
pocos barrios y dejando una estela de desolación enorme.
En este contexto, aquellas
inundaciones resultaron a todas luces traumáticas, ahondaron en la sensación de
caos, de desaliento y postración, como si la ciudad sufriera un castigo cósmico.
Nadie podía imaginar entonces el cambio de rumbo hacia el Bilbao de hoy, una
ciudad más luminosa, más centrada en los servicios y en los atractivos
arquitectónicos, con un deseo de atraer a los turistas, tal vez con menos
glamour que San Sebastián, pero no por ello menos ansiosa de notoriedad, una
transformación que continuará, sospecho, después de la pandemia. Muchos somos
críticos hacia este nuevo modelo de ciudad, más superficial y clasista, me
temo, más de cartón piedra y menos real. Pero eso no supone que añore el Bilbao
de entonces, el de finales del franquismo y primer decenio posterior, un
momento durante mucho tiempo ensalzado como modelo de cambio político, como ingeniería
social.
Cada vez estoy más
convencido de que aquellos años de transición, no fueron como nos contaron, tan
modélicos y ejemplares. Tampoco resultó ser una etapa sencilla para una gran
parte de la población. Desde luego, para quienes defienden la democracia
liberal, con sus instituciones y su jerarquía constitucional, ya sea por
convicción, que los hay, ya sea por adaptación, supervivencia o mero
oportunismo, que también los hubo, la cosa salió bien, España pasó de una
dictadura impuesta tras una guerra (in)civil bastante cruenta a una democracia
liberal, que tiene muchos claroscuros, que no a todos satisface plenamente, que
está creando demasiadas injusticias, pero desde luego, visto lo visto, es mejor
que todo lo conocido, pese a las muchísimas carencias. Quedan sin embargo
demasiadas cosas ocultas, como esas losas y esos caños bajo los nuevos caminos
del paseo bilbaíno.
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