jueves, 8 de julio de 2021

El Paseo de los Caños

 


Escribió Baudelaire en su poema El cisne que «(…) la forme d´une ville / Change plus vite, hélas ! que le cœur d´un mortel». Nadie que sea mínimamente observador lo podrá negar, la ciudad siempre cambia sin que nosotros, muchas veces, lo percibamos a buenas y primeras, sin duda porque el corazón de cualquier mortal siempre es más lento o tal vez disponga de menos tiempo y porque nos vamos amoldando a los cambios externos, pudiendo olvidar muchos detalles de lo que dejamos atrás, por ejemplo rincones de la ciudad, calles o lugares que de pronto se nos vienen a la cabeza desde cobijos ignotos de nosotros mismos. Por tanto, sin dejar que esos cambios exteriores incidan en el proceso de cambio interior, inevitable al fin porque el tiempo y la experiencia, que es sustancialmente tiempo, lo harán posible.

Somos acomodaticios. No siempre permitimos que la nostalgia nos invada. Yo al menos lo evito: nunca añorar lo vivido, desde luego sin olvidarlo, sería imposible en circunstancias normales, aun cuando haya tentaciones de borrado, qué duda cabe, pero con la convicción siempre de que no vale la pena ese sentimiento de añoranza que a menudo tiende a la melancolía. Además hay momentos colectivos trágicos, épocas adversas que sin duda cada cual catalogará según le haya ido en ellas, pero que como experiencia colectiva no son para echar cohetes, y muchas veces podemos apreciar huellas aún pegadas a ciertos rincones de la memoria, como el hollín.

Quienes como Baudelaire gusten de andar por las calles de una ciudad, los flâneurs atentos que recorren esquinas y barrios de una ciudad sin razón aparente, las descubren con facilidad. Toda ciudad es siempre un magnífico palimpsesto y a veces intuimos entre las últimas letras escritas en el papiro aquellas que quedaron raspadas.



Es una imagen, la del palimpsesto, que se me viene a la cabeza cuando recorro el Paseo de los Caños, ya sea desde Atxuri a Bolueta o viceversa, o cruzando al otro lado del río, porque aquí el Nervión ha dejado de ser ría, al barrio de La Peña.

La noche del 26 de agosto de 1983 Bilbao quedó devastada por unas inundaciones tremendas. Llegaron a caer seiscientos litros de agua por metro cuadrado. En Atxuri, en una calle corta que da a la Plaza de la Encarnación, es posible ver a la altura de un primer piso la marca de hasta donde llegó el agua. El mismo cauce del río cambió en ese tramo. La ciudad entera quedó afectada, pero sobre todo las zonas junto al Nervión.

Bastante tiempo atrás hubo ahí unos Jardines de Los Caños, con sus verjas y sus puertas, un lugar a la vieja usanza, sin duda, aunque degradado. Las losas del jardín quedaron ocultas bajo caminos de barro y piedra. También hubo una isla, la de San Cristobal, de la que muy poca gente guarda hoy recuerdo. Pero mucho tiempo atrás incluso, hará más de cuatrocientos años, de la parte más alta de Atxuri, siempre junto al Nervión, salían los caños que proveían a Bilbao tanto de agua potable como de agua para la limpieza de la ciudad, la conducían hasta unas albercas que había entre el muelle de Ibeni, la plaza de los Santos Juanes y la calle Ronda. La muralla de la ciudad en esa zona ya había desaparecido, comenzaban algunas mudanzas en la pequeña ciudad mercantil.



Sin duda los cambios a lo largo de los últimos cuatrocientos años anteriores fueron muy lentos si los comparamos con lo que ocurrió en 1983 y los cambios profundos que a partir de entonces se desencadenaron, dejando de ser la ciudad industrial y algo emponzoñada que era entonces. Además Bilbao estaba en un momento complicado, recién acabado formalmente el periodo de la transición, pero con la violencia política y social a flor de piel, en una crisis económica profunda y a las puertas de una reconversión muy dura a lo que se sumaba la droga recorriendo no pocos barrios y dejando una estela de desolación enorme.

En este contexto, aquellas inundaciones resultaron a todas luces traumáticas, ahondaron en la sensación de caos, de desaliento y postración, como si la ciudad sufriera un castigo cósmico. Nadie podía imaginar entonces el cambio de rumbo hacia el Bilbao de hoy, una ciudad más luminosa, más centrada en los servicios y en los atractivos arquitectónicos, con un deseo de atraer a los turistas, tal vez con menos glamour que San Sebastián, pero no por ello menos ansiosa de notoriedad, una transformación que continuará, sospecho, después de la pandemia. Muchos somos críticos hacia este nuevo modelo de ciudad, más superficial y clasista, me temo, más de cartón piedra y menos real. Pero eso no supone que añore el Bilbao de entonces, el de finales del franquismo y primer decenio posterior, un momento durante mucho tiempo ensalzado como modelo de cambio político, como ingeniería social.


Cada vez estoy más convencido de que aquellos años de transición, no fueron como nos contaron, tan modélicos y ejemplares. Tampoco resultó ser una etapa sencilla para una gran parte de la población. Desde luego, para quienes defienden la democracia liberal, con sus instituciones y su jerarquía constitucional, ya sea por convicción, que los hay, ya sea por adaptación, supervivencia o mero oportunismo, que también los hubo, la cosa salió bien, España pasó de una dictadura impuesta tras una guerra (in)civil bastante cruenta a una democracia liberal, que tiene muchos claroscuros, que no a todos satisface plenamente, que está creando demasiadas injusticias, pero desde luego, visto lo visto, es mejor que todo lo conocido, pese a las muchísimas carencias. Quedan sin embargo demasiadas cosas ocultas, como esas losas y esos caños bajo los nuevos caminos del paseo bilbaíno.

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