El 21 de agosto de 1899
murieron dos trabajadores de la cantera situada junto a la mina conocida como Rosita, en la ladera del Pagasarri, y
otros seis hombres resultaron heridos de gravedad al estallar fortuitamente un
cartucho de dinamita. No nos han llegado sus nombres ni sus circunstancias. Sólo
que trabajaban en aquella cantera que proveía de piedra a Bilbao, en pleno
proceso de desarrollo urbanístico en el momento del accidente, y siguió
aportando este material durante varios lustros, puede que hubiera otros
accidentes durante todo ese tiempo que estuvo funcionando, hasta que se cerró y
se dio paso, en estos últimos años, a la transformación de este paraje y la
creación de una zona verde y de paseo para los vecinos de la Villa.
En medio, se llevaron a
cabo obras, se establecieron talleres y alguna fábrica, se abrieron carreteras
y durante la guerra civil esta zona fue objeto también, como el resto de la
ciudad, de ataques aéreos. No hace mucho encontraron bajo tierra una bomba que
no estalló en aquel conflicto y la policía la explosionó.
En los años cincuenta
llegaron a Bilbao miles de personas en busca de trabajo, procedían de
Extremadura, de Castilla, de Andalucía o de Galicia, muchas de ellas sin saber
aún donde iban a alojarse. Entre 1955 y 1965 se calcula que llegaron a Bilbao alrededor
de cien mil personas. En esa misma ladera del Pagasarri, a los pies del monte
Arraiz, al sur del barrio de Rekalde, la propia gente recién llegada levantó
chabolas e inició la edificación de otras viviendas precarias por Iturrigorri,
el Gordeazabal y alrededor del propio camino del Peñascal. Nacía de este modo
un barrio marginal, durante mucho tiempo desabastecido de las mínimas
infraestructuras urbanas y con fama de miserable y corrompido, aunque se
cuentan también historias de solidaridad y de apoyo mutuo entre los recién
llegados.
Esta solidaridad suplía
en parte la falta de sensibilidad por parte del Estado ante la situación. Llegó
a intervenir el ejército para echar por tierra algunas de esas chabolas, orden
directa, dícese, del propio dictador para erradicar el chabolismo, sin ofrecer
alternativas a sus pobladores más allá de una caridad suntuosa y espuria.
Ya en los sesenta, cuando
empezaban a correr nuevos aires más reivindicativos, a pesar de la dictadura y
de las malísimas condiciones de vida, o tal vez por ello, la parroquia
establecida en la zona organizó una asociación de acción social, embrión de la
asociación de vecinos que se formaría más tarde, y se consiguió que la
administración construyera 22 edificios para vivienda, creara una escuela e
iniciara la dotación de alcantarillado y luz. No obstante, el Peñascal siguió
teniendo mala fama, no la ha perdido todavía hoy, aun cuando todo va adoptando
un aire más amable y el barrio carece de ese aspecto agresivo o peligroso de
otros lugares de origen parecido.
Hubo, es cierto, una
primera gran remodelación a raíz de las inundaciones de 1983, que dañaron bastante
la zona.
Desde hace algo más de
dos años se ha iniciado un nuevo plan urbanístico en el barrio, que cuenta ya
con muchas zonas verdes, parques y caminos de asueto y paseo. Hay zonas
difíciles, incómodas, calles empinadas y escaleras que dificultan la vida de
una población con una media de edad avanzada.
Te cruzas con personas ya
jubiladas, muchas de ellas aquellas que se establecieron allí hace ya tanto
tiempo, o sus hijos, por aquella altura apenas unos niños, pero te encuentras
con gente más joven, de etnia gitana o paya, pero también, hilando con esa
tradición de inmigración que tiene el barrio, con extranjeros que van llegando
y que buscan la vivienda más barata en una ciudad que no es especialmente
accesible en cuanto a precios, aquí también es un problema y no parece de
momento que se exija medidas, ni la administración las tiene en su agenda, en
un asunto a todas luces grave para una buena parte de la población. Me temo que
tampoco exista hoy ese afán reivindicativo de otrora.
Por otro lado, estamos en
una zona tranquila, contribuye tal vez que sólo haya una carretera que asciende
por la carretera hasta las letras que componen el nombre de Bilbao, al final
del barrio. A veces, sobre todo en verano, por las ventanas abiertas se escucha
música, a menudo flamenco. No hay mucha gente por la calle. En ocasiones uno
tiene la impresión de que el tiempo se haya detenido, o que su paso lo apacigüe
la vista del Pagasarri, al sur o los muchos rincones naturales, los vericuetos
entre árboles, los rincones por donde perderse y poder flanear, lejos del centro. Se podría aplicar la cita de Francisco
Umbral: «Cualquier sitio es el paraíso
con sólo parar el tiempo». Ya el hecho de que el Peñascal esté separado
físicamente de Rekalde contribuye a esta sensación de no estar ya en el
bullicio de la ciudad.
Imagino que es normal que
los lugares cambien y es muy justo que se mejoren los barrios, que pierdan los
aspectos más incómodos y negativos, pero uno ya tiene la suficiente
experiencia, lo he visto en otras ciudades, como para saber que muchas veces
las grandes transformaciones urbanísticas van en detrimento de la población
local, parte de la cual queda expulsada en beneficio de otros sectores. No
parece que sea el caso, el lugar no está en el punto de mira de intereses
especulativos, al menos con la misma intensidad que en otros barrios de Bilbao,
en estos momentos más apetitosos, San Francisco por ejemplo. Quizá esto
garantice al Peñascal no cortar de un modo radical con lo que fue, mantener ese
recuerdo de barrio humilde, tal vez menos estereotipado de que lo aún está,
pero consciente en la medida de lo posible de su pasado proletario y
reivindicativo.
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