viernes, 6 de agosto de 2021

Ferrocarriles

 


Vicente Huidobro escribió que «El tren es un trozo de ciudad que se aleja». Ni qué decir tiene que tal afirmación parte de una evidencia: incluso en el paraje más recóndito contemplar un tren que pasa sinuoso nos remite de inmediato a la ciudad.

El ferrocarril es la gran aportación a esa vida industrial dominada por nuevas formas de producción y de trabajo. Es la apuesta por el desarrollo económico de una burguesía vinculada a las fábricas y los talleres, y que a lo largo del siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, da un salto enorme que replantea toda la vida urbana y la afecta por completo. Pero no sólo cambian los ámbitos urbanos, también los territorios se modifican cuando los atraviesan los caminos de hierro cuya red conectará ciudades, fábricas, minas y puertos. Es como si el mundo se volviera de pronto más pequeño.

Sin ferrocarriles no tendríamos hoy horarios, esa configuración de nuestro tiempo que a veces, es verdad, nos llega a agobiar.

Las estaciones, en consecuencia, se convirtieron en sus grandes catedrales, se levantaron bajo el dominio de sus estructuras de hierro. Se construyeron con la idea de que fueran amplias, luminosas e imponentes. Convirtieron los barrios donde se aposentaron en zonas de ajetreo, de comercio y también de ocio. Ahí donde el tren no llegaba pasaba el lugar a ser casi inexistente.



De allí que se volviera toda una epopeya la construcción del ferrocarril que uniera las dos costas de los Estados Unidos, la del Atlántico y la del Pacífico, y así lo recogiera tanto la literatura popular como la culta y, cómo no, también el cine. El ferrocarril se asoció al progreso y no es casualidad que las redes de apoyo a los esclavos negros que escapaban de las plantaciones del sur norteamericano en su huida al norte pasara a conocerse como el ferrocarril subterráneo.

Pero también se guardan en la memoria momentos trágicos. Estremece la imagen de las hijas de Irene Némirovsky en la Gare de l´Est esperando a que apareciera su madre entre los supervivientes de los campos de concentración que llegaban en tren a París, sin saber ellas que la escritora hacía meses que había muerto.

No obstante, el ferrocarril proyecta una idea de progreso y de disfrute, cuasi de aventura. Hay una película que lo refleja a la perfección, de un modo incluso poético, El extravagante viaje del joven y prodigioso T. S. Spivet, del director Jean-Pierre Jeunet que a todas luces se regodea en el viaje en tren.



El País Vasco apostó desde muy pronto por el ferrocarril. La industrialización y la minería precisaron de este medio para transportar el hierro y el carbón, tan fundamentales en su propia revolución industrial. Desde muy pronto los territorios vascos se llenaron de vías. En 1906 varias empresas pequeñas ferroviarias se fusionaron en la Compañía de Ferrocarriles Vascongados, tanto para el transporte de personas como de materiales y productos. Eran ferrocarriles de vía estrecha, diferente a la que conformaba la mayoría de la red ferroviaria española. En 1972 esta compañía pasa a depender de FEVE (Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha) y siete años después aquellas vías que no superaran el territorio de la Comunidad Autónoma Vasca pasaron a depender de esta, integrándose en 1982 en la empresa pública de la comunidad Eusko Trenbideak. La Compañía de Ferrocarriles Vascongadas se disolvió definitivamente en 1995.

Junto a la empresa vasca, operan en la CAV la FEVE y RENFE. Existe por tanto una importante red de caminos de hierro, muchas de ellas abandonadas y visibles todavía hoy. Una buena parte se está adaptando a las vías verdes impulsadas por la Fundación de Ferrocarriles Españoles (https://www.viasverdes.com/).



No obstante, contra lo que pudiera desprenderse de todo lo anterior y pese también a los cantos de sirena de la modernización ferroviaria y la implantación del AVE, no podemos decir que el ferrocarril pase por un buen momento. Tampoco se tiene en cuenta que el transporte ferroviario sea el más ecológico y limpio entre todos los medios de transporte, el que menos impacto ambiental tiene. Se ha optado por reducir los trenes regionales a medida que crecen los kilómetros de AVE. No se mejoran los trenes de cercanía ni se potencia su uso por medio de adaptaciones a los nuevos tiempos. Clama al cielo que el trayecto en tren entre Bilbao y San Sebastián (104 kms) –gestionado por Eusko Trenbideak– se demore dos horas y cuarenta minutos, más del doble que en coche, mientras que el de Bilbao a Santander (99,6 kms) –gestionado por FEVE– tarde tres horas justas.

Clama al cielo que sólo haya un tren que conecte Carranza con Bilbao o Santander, un solo tren para ir a cualquiera de las dos ciudades y otro para volver, ambos a primera hora de la mañana. Carranza está en el límite entre Vizcaya y Cantabria. Se ha constituido una plataforma en defensa del tren Santander-Bilbao (https://www.trensantanderbilbao.org/) que busca darle la vuelta a esta situación absurda y muy contraria a las agendas medioambientales que se dice defender por parte de las administraciones.

Se continúan con las grandes inversiones en autovías y autopistas, como las de la circunvalación sur de Bilbao, que de paso limitan algunos espacios naturales junto a la ciudad. Y hace apenas unos días se anunciaba a bombo y platillo el acuerdo entre el Gobierno de España y la Generalitat de Catalunya para la ampliación del Aeropuerto del Prat, que sin duda será una nueva vuelta de tuerca al paraje natural del delta del río Llobregat. Resulta así inevitable recuperar los versos de Robert Lowell: «¿Y si las luces que vemos al final del túnel / son los faros del tren que se nos viene encima?»

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