Vicente Huidobro escribió
que «El tren es un trozo de ciudad que se
aleja». Ni qué decir tiene que tal afirmación parte de una evidencia: incluso
en el paraje más recóndito contemplar un tren que pasa sinuoso nos remite de
inmediato a la ciudad.
El ferrocarril es la gran
aportación a esa vida industrial dominada por nuevas formas de producción y de
trabajo. Es la apuesta por el desarrollo económico de una burguesía vinculada a
las fábricas y los talleres, y que a lo largo del siglo XIX, sobre todo en su
segunda mitad, da un salto enorme que replantea toda la vida urbana y la afecta
por completo. Pero no sólo cambian los ámbitos urbanos, también los territorios
se modifican cuando los atraviesan los caminos de hierro cuya red conectará
ciudades, fábricas, minas y puertos. Es como si el mundo se volviera de pronto
más pequeño.
Sin ferrocarriles no
tendríamos hoy horarios, esa configuración de nuestro tiempo que a veces, es
verdad, nos llega a agobiar.
Las estaciones, en
consecuencia, se convirtieron en sus grandes catedrales, se levantaron bajo el
dominio de sus estructuras de hierro. Se construyeron con la idea de que fueran
amplias, luminosas e imponentes. Convirtieron los barrios donde se aposentaron
en zonas de ajetreo, de comercio y también de ocio. Ahí donde el tren no
llegaba pasaba el lugar a ser casi inexistente.
De allí que se volviera
toda una epopeya la construcción del ferrocarril que uniera las dos costas de
los Estados Unidos, la del Atlántico y la del Pacífico, y así lo recogiera tanto
la literatura popular como la culta y, cómo no, también el cine. El ferrocarril
se asoció al progreso y no es casualidad que las redes de apoyo a los esclavos
negros que escapaban de las plantaciones del sur norteamericano en su huida al
norte pasara a conocerse como el ferrocarril subterráneo.
Pero también se guardan en
la memoria momentos trágicos. Estremece la imagen de las hijas de Irene Némirovsky
en la Gare de l´Est esperando a que
apareciera su madre entre los supervivientes de los campos de concentración que
llegaban en tren a París, sin saber ellas que la escritora hacía meses que
había muerto.
No obstante, el
ferrocarril proyecta una idea de progreso y de disfrute, cuasi de aventura. Hay
una película que lo refleja a la perfección, de un modo incluso poético, El extravagante viaje del joven y prodigioso
T. S. Spivet, del director Jean-Pierre Jeunet que a todas luces se regodea
en el viaje en tren.
El País Vasco apostó
desde muy pronto por el ferrocarril. La industrialización y la minería
precisaron de este medio para transportar el hierro y el carbón, tan
fundamentales en su propia revolución industrial. Desde muy pronto los
territorios vascos se llenaron de vías. En 1906 varias empresas pequeñas
ferroviarias se fusionaron en la Compañía de Ferrocarriles Vascongados, tanto
para el transporte de personas como de materiales y productos. Eran
ferrocarriles de vía estrecha, diferente a la que conformaba la mayoría de la
red ferroviaria española. En 1972 esta compañía pasa a depender de FEVE
(Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha) y siete años después aquellas vías
que no superaran el territorio de la Comunidad Autónoma Vasca pasaron a depender
de esta, integrándose en 1982 en la empresa pública de la comunidad Eusko
Trenbideak. La Compañía de Ferrocarriles Vascongadas se disolvió
definitivamente en 1995.
Junto a la empresa vasca,
operan en la CAV la FEVE y RENFE. Existe por tanto una importante red de
caminos de hierro, muchas de ellas abandonadas y visibles todavía hoy. Una
buena parte se está adaptando a las vías verdes impulsadas por la Fundación de
Ferrocarriles Españoles (https://www.viasverdes.com/).
No obstante, contra lo
que pudiera desprenderse de todo lo anterior y pese también a los cantos de
sirena de la modernización ferroviaria y la implantación del AVE, no podemos
decir que el ferrocarril pase por un buen momento. Tampoco se tiene en cuenta
que el transporte ferroviario sea el más ecológico y limpio entre todos los
medios de transporte, el que menos impacto ambiental tiene. Se ha optado por
reducir los trenes regionales a medida que crecen los kilómetros de AVE. No se
mejoran los trenes de cercanía ni se potencia su uso por medio de adaptaciones
a los nuevos tiempos. Clama al cielo que el trayecto en tren entre Bilbao y San
Sebastián (104 kms) –gestionado por Eusko Trenbideak– se demore dos horas y
cuarenta minutos, más del doble que en coche, mientras que el de Bilbao a
Santander (99,6 kms) –gestionado por FEVE– tarde tres horas justas.
Clama al cielo que sólo
haya un tren que conecte Carranza con Bilbao o Santander, un solo tren para ir
a cualquiera de las dos ciudades y otro para volver, ambos a primera hora de la
mañana. Carranza está en el límite entre Vizcaya y Cantabria. Se ha constituido
una plataforma en defensa del tren Santander-Bilbao (https://www.trensantanderbilbao.org/)
que busca darle la vuelta a esta situación absurda y muy contraria a las
agendas medioambientales que se dice defender por parte de las
administraciones.
Se continúan con las
grandes inversiones en autovías y autopistas, como las de la circunvalación sur
de Bilbao, que de paso limitan algunos espacios naturales junto a la ciudad. Y
hace apenas unos días se anunciaba a bombo y platillo el acuerdo entre el
Gobierno de España y la Generalitat de Catalunya para la ampliación del Aeropuerto
del Prat, que sin duda será una nueva vuelta de tuerca al paraje natural del
delta del río Llobregat. Resulta así inevitable recuperar los versos de Robert
Lowell: «¿Y si las luces que vemos al
final del túnel / son los faros del tren que se nos viene encima?»
No hay comentarios:
Publicar un comentario