sábado, 1 de diciembre de 2018

Mikel Laboa y las contraesencias esenciales


Dan no poca pena estos tiempos que confunden ocio y cultura, que restringen lo cultural a una parte del esparcimiento, de la diversión y de la holganza, cuando no lo convierten en negocio, directamente, un mero atractivo para turistas o para el fin de semana, una forma de pasar el tiempo, sin que nada tenga que decirnos, un mero barniz, a lo sumo útil para poder hablar de algo cuando no se tiene nada que decir. Malos tiempos para la lírica, sin duda, y para cualquier cosa que invite a la reflexión. O, peor aún, a la crítica. Claro que tampoco debería ser algo sesudo, y mucho menos elitista. La cultura no es sólo, no debería serlo, para los que tienen dinero y tiempo, para los burgueses de hogaño o los nobles de antaño. Hay también quien sostiene que la cultura es algo así como el alma de un pueblo, algo tremendo si se piensa bien por lo trascedente que resulta, en un momento además en que crecen los discursos identitarios, siempre excluyentes y favorecedores de muros que separan en vez de juntar, unir y mezclar. 

Mikel Laboa, que murió hace justo diez años, se burlaría de estas cuestiones previas sobre la cultura, él que se tomaba sin duda muy en serio la canción, la poesía, lo reflexivo; él que recogió tantos cantos populares de Vasconia y los recuperó incluso para la cultura urbana de unas provincias que ya no eran esa arcadia campestre de txapela, txistu y kaiku, aun cuando la encontremos todavía entre los verdes montes de Zuberoa, en los valles de Navarra o en Carranza, pero también supo innovar y experimentar con el lenguaje, tanto musical como poético, incluso jugar con onomatopeyas y divertirse con la música. También hay lugar para la diversión.

Justo es eso la cultura, un ámbito en que se entrelazan tradición e innovación, se experimenta con las palabras y la armonía, se vuelve atrás para recuperar formas antiguas o se inventan nuevas fórmulas urbanas o puede que gamberras. Mikel Laboa supo caminar por entre sendas muy variadas, algo que a veces no sentó bien a los guardianes de las esencias, que los hubo y los habrá, por desgracia. También acudió a otro factor imprescindible en cualquier cultura que se precie: a lo exterior, a las influencias externas tan necesarias siempre. Toda cultura que se encierre en sí misma muere sin remedio. Cualquier persona que escriba,  que cante o que pinte y que no lea, escuche o contemple lo que se haga en otros sitios está condenada a repetirse una y otra vez, y a apagarse como artista. Mikel Laboa era un admirador de Atahualpa Yupanqui, de Violeta Parra o de Georges Brassens, entre otros. Le gustaba el jazz y no dudó en incorporar al pianista Iñaki Salvador como colaborador en sus conciertos, hasta el final. Le gustaba el flamenco, de ahí que el grupo Sonakay adaptara el Txoria txori y gracias a ellos muchos cantantes gitanos del país comenzaran a incorporar el vasco a sus repertorios musicales. Probó con el fado, con todo tipo de sones que se escucha también por estos lares sin que tengan que hundir sus raíces en lo más profundo y telúrico del suelo vasco.

Sin duda eso sacó a la música vasca de cierto costumbrismo egocéntrico. Hoy se ha ampliado bastante el panorama musical de Euskal Herria. Ya nadie se extraña por escuchar a grupos de pop o de rock en vasco, igual que ocurre con el flamenco local, que ya no sólo es el de Sonakay mencionado atrás, sino que empieza a ser más amplio. Incluso cantantes que emplean este idioma empiezan a participar en esos concursos tediosos de la televisión. Puede que esta necesidad de apertura fuera uno de los ejes en el grupo Ez Dok Amairu, que unió a un grupo de jóvenes cantantes vascos que acabaron innovando el panorama musical y cultural, entre ellos el propio Mikel Laboa, Benito Lertxundi, Xabier Lete o Joxean Artze. Algo parecido estaba pasando en el panorama literario. Gabriel Aresti abrió la espita para una nueva explosión en la poesía, y por ende también en la narrativa en vasco, le siguieron autores que se reunieron en torno a la revista Panpana Ustela y a la banda Pott, entre ellos Bernardo Atxaga, tal vez el autor en vasco ahora mismo más conocido.

Tal arrebato que tuvo mucho de impulsivo se produjo sobre todo en los años setenta, en un contexto poco propicio para el idioma vasco, hasta entonces reducido casi al caserío y con presencia escasa en las ciudades. Era algo que ocurría en las provincias del sur, las de España, que padecieron los efectos de la centralización desde inicios del siglo XX, pero sobre todo la etapa de la dictadura que no fue benévola con las diferencias respecto al modelo imperante de país, pero también en las provincias del norte, las de Francia, donde el idioma quedó relegado al campo y sobre todo a la provincia de Soule (o Zuberoa, en vasco, o Xiberoa, en el dialecto local, el suletino).

Hoy las cosas han cambiado a mejor, el vasco se emplea en muchos ámbitos, incluso el universitario. No diré que se ha normalizado porque el verbo normalizar tiene un tufillo uniformizador que no me resulta muy grato. Más cuando el vasco es muy plural y rico en variantes, y además no sólo el francés o el castellano son también idiomas del país, sino que han llegado otras lenguas a suelo vasco, circunscritas a colectivos más reducidos. No hay que olvidar que Touré, ese detective de ficción de las novelas de Jon Arretxe que recorre las calles de Bilbao como uno más, piensa y razona en wolof, idioma con el que intenta contemplar y entender, casi con una mirada de antropólogo de andar por casa, las costumbres del lugar. 

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