Dan no poca pena estos
tiempos que confunden ocio y cultura, que restringen lo cultural a una parte
del esparcimiento, de la diversión y de la holganza, cuando no lo convierten en
negocio, directamente, un mero atractivo para turistas o para el fin de semana,
una forma de pasar el tiempo, sin que nada tenga que decirnos, un mero barniz,
a lo sumo útil para poder hablar de algo cuando no se tiene nada que decir.
Malos tiempos para la lírica, sin duda, y para cualquier cosa que invite a la
reflexión. O, peor aún, a la crítica. Claro que tampoco debería ser algo
sesudo, y mucho menos elitista. La cultura no es sólo, no debería serlo, para
los que tienen dinero y tiempo, para los burgueses de hogaño o los nobles de
antaño. Hay también quien sostiene que la cultura es algo así como el alma de
un pueblo, algo tremendo si se piensa bien por lo trascedente que resulta, en
un momento además en que crecen los discursos identitarios, siempre excluyentes
y favorecedores de muros que separan en vez de juntar, unir y mezclar.
Mikel Laboa, que murió
hace justo diez años, se burlaría de estas cuestiones previas sobre la cultura,
él que se tomaba sin duda muy en serio la canción, la poesía, lo reflexivo; él
que recogió tantos cantos populares de Vasconia y los recuperó incluso para la
cultura urbana de unas provincias que ya no eran esa arcadia campestre de
txapela, txistu y kaiku, aun cuando la encontremos todavía entre los verdes
montes de Zuberoa, en los valles de Navarra o en Carranza, pero también supo
innovar y experimentar con el lenguaje, tanto musical como poético, incluso
jugar con onomatopeyas y divertirse con la música. También hay lugar para la
diversión.
Justo es eso la cultura,
un ámbito en que se entrelazan tradición e innovación, se experimenta con las
palabras y la armonía, se vuelve atrás para recuperar formas antiguas o se
inventan nuevas fórmulas urbanas o puede que gamberras. Mikel Laboa supo
caminar por entre sendas muy variadas, algo que a veces no sentó bien a los
guardianes de las esencias, que los hubo y los habrá, por desgracia. También
acudió a otro factor imprescindible en cualquier cultura que se precie: a lo
exterior, a las influencias externas tan necesarias siempre. Toda cultura que
se encierre en sí misma muere sin remedio. Cualquier persona que escriba, que cante o que pinte y que no lea, escuche o
contemple lo que se haga en otros sitios está condenada a repetirse una y otra
vez, y a apagarse como artista. Mikel Laboa era un admirador de Atahualpa
Yupanqui, de Violeta Parra o de Georges Brassens, entre otros. Le gustaba el
jazz y no dudó en incorporar al pianista Iñaki Salvador como colaborador en sus
conciertos, hasta el final. Le gustaba el flamenco, de ahí que el grupo Sonakay
adaptara el Txoria txori y gracias a
ellos muchos cantantes gitanos del país comenzaran a incorporar el vasco a sus
repertorios musicales. Probó con el fado, con todo tipo de sones que se escucha
también por estos lares sin que tengan que hundir sus raíces en lo más profundo
y telúrico del suelo vasco.
Sin duda eso sacó a la
música vasca de cierto costumbrismo egocéntrico. Hoy se ha ampliado bastante el
panorama musical de Euskal Herria. Ya nadie se extraña por escuchar a grupos de
pop o de rock en vasco, igual que ocurre con el flamenco local, que ya no sólo
es el de Sonakay mencionado atrás, sino que empieza a ser más amplio. Incluso
cantantes que emplean este idioma empiezan a participar en esos concursos
tediosos de la televisión. Puede que esta necesidad de apertura fuera uno de
los ejes en el grupo Ez Dok Amairu,
que unió a un grupo de jóvenes cantantes vascos que acabaron innovando el
panorama musical y cultural, entre ellos el propio Mikel Laboa, Benito
Lertxundi, Xabier Lete o Joxean Artze. Algo parecido estaba pasando en el
panorama literario. Gabriel Aresti abrió la espita para una nueva explosión en
la poesía, y por ende también en la narrativa en vasco, le siguieron autores
que se reunieron en torno a la revista Panpana
Ustela y a la banda Pott, entre
ellos Bernardo Atxaga, tal vez el autor en vasco ahora mismo más conocido.
Tal arrebato que tuvo
mucho de impulsivo se produjo sobre todo en los años setenta, en un contexto
poco propicio para el idioma vasco, hasta entonces reducido casi al caserío y
con presencia escasa en las ciudades. Era algo que ocurría en las provincias
del sur, las de España, que padecieron los efectos de la centralización desde
inicios del siglo XX, pero sobre todo la etapa de la dictadura que no fue
benévola con las diferencias respecto al modelo imperante de país, pero también
en las provincias del norte, las de Francia, donde el idioma quedó relegado al
campo y sobre todo a la provincia de Soule (o Zuberoa, en vasco, o Xiberoa, en
el dialecto local, el suletino).
Hoy las cosas han
cambiado a mejor, el vasco se emplea en muchos ámbitos, incluso el
universitario. No diré que se ha normalizado
porque el verbo normalizar tiene un
tufillo uniformizador que no me resulta muy grato. Más cuando el vasco es muy
plural y rico en variantes, y además no sólo el francés o el castellano son
también idiomas del país, sino que han llegado otras lenguas a suelo vasco,
circunscritas a colectivos más reducidos. No hay que olvidar que Touré, ese detective de ficción de las
novelas de Jon Arretxe que recorre las calles de Bilbao como uno más, piensa y
razona en wolof, idioma con el que intenta contemplar y entender, casi con una mirada
de antropólogo de andar por casa, las costumbres del lugar.
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