Mikel Laboa fue en efecto
un punto de inflexión, un cantante que innovó y experimentó, que introdujo
nuevos elementos a la música vasca, hasta ese momento muy melódica y popular,
muy enlazada a una tradición agrícola y marinera, a una tradición de caseríos y
de puertos pesqueros, de arrantzales y
de baserritaras como reflejo de la
simplicidad de la vida popular vasca de la que se pretendía descender
directamente, con una mitología propia mantenida pese a todo, pero sobre todo
pese a una sociedad que en realidad hacía tiempo que había dejado de ser de un
modo central agrícola o marinera para convertirse en urbana e industrial.
Tampoco era el vasco, si alguna vez lo había sido en realidad, un pueblo
aislado del mundo. Sin duda es una idea falsa, un tópico, la del aislamiento de
los vascos, al fin y al cabo los valles de Vasconia nunca dejaron de ser un
espacio surcado por numerosos caminos, un lugar de paso y por tanto de
intercambios de todo tipo.
Ni Mikel Laboa ni ninguno
de los cantantes del grupo Ez dok amairu
fueron por otro lado ajenos a lo que pasaba fuera, a la música latinoamericana
o a la más cercana música francesa, ni mucho menos a los cantautores españoles,
que en aquel momento, a partir de los sesenta y setenta, se hicieron muy
presentes en España, o del Fado portugués, por seguir en la península y en la
cercanía del País Vasco.
Pero además, en los años setenta, surge el llamado rock
radical vasco, con un entramado de bandas de estilo bronco y metálico, con
letras incendiarias y que se referían al mundo de las industrias y de la crisis
de los setenta, crisis mundial pero que en el País Vasco, además, tuvo
connotaciones políticas muy importantes, con movilizaciones enormes y unos
proyectos revolucionarios, o por lo menos rupturistas, bajo los cuales existió
un magma de fatalidad que fue ocupando muchos espacios juveniles, tan afectados
por la droga, el pesimismo y la falta de perspectivas personales.
Entre la música
tradicional, aunque renovada y con ganas de experimentación, y el rock radical,
apareció Itoiz, una banda mítica de rock que surgió en 1976 y que se adentró en
los ochenta, que fue sin duda una primera expresión de algo nuevo, sin duda una
exigencia de algo nuevo que se estaba necesitando, y que, dicen, sacó a la luz
la que se considera la mejor canción de amor de la historia musical vasca, Lau teilatu. Itoiz tuvo un sonido
también muy urbano.
No hay que olvidar, aun
cuando haya pasado a un segundo plano en las interpretaciones de la historia
reciente del país, que hubo un peso industrial enorme y existió una cultura
obrera de que la que el rock radical fue un evidente retoño no siempre deseado.
Es la Vizcaya reflejada por Daniel Calpasoro en Salto al vacío y de la cual, parece ser, todos reniegan porque parece
que los gestores de lo público muchas veces están tentados por volver a la
imagen idílica que nos ata a lo tradicional o a lo sumo o a una necesidad de
épica que lo reduce todo a la cuestión nacional, no siempre contada además en
toda su amplitud, en estos tiempos en que todo se redecora una y otra vez.
Hoy Mikel Laboa y los
cantantes del grupo Ez dok Amairu
siguen felizmente presentes en la cultura del país. Sale su música en
recopilaciones y nuevos formatos, e incluso algunos de los cantantes siguen
actuando e influyen sin duda en algunos de los cantantes y grupos actuales. Mientras,
da la sensación de que el rock radical vasco ha pasado también a un segundo
plano, como la historia obrera de Bilbao y de muchas localidades de Euskal
Herria. Supongo que forma parte de un cambio social enorme, nadie en la década
de los ochenta imaginaría que el país, treinta años después, sería tan
diferente, tan tranquilo y apacible, con sus claroscuros, como todas las
sociedades europeas, pero nada que ver con aquellos años cuanto menos
virulentos.
Y sí, en efecto, salen
nuevos cantantes y nuevos grupos, que se van haciendo su sitio desde los
noventa, pero sobre todo con el cambio de siglo. Cantan en castellano y también
en euskera, este idioma pasa a ser también un idioma usado y extendido cada vez
más en la cultura de los territorios, con influencia de la música tradicional,
sin duda, pero no siempre de ella, porque la influencia de otras músicas se
hace cada vez mayor y aparecen nuevas melodías y nuevos tonos, también se
renuevan los temas que se cantan, que están más ligados a lo cotidiano.
Uno de los grupos que
surge con el cambio de siglo es Kerobia. Se trata de una banda navarra que se
disuelve en 2014 y que en su camino dejan 6 álbumes, numerosos conciertos y, lo
que es también muy interesante, una estrecha colaboración con otros ámbitos
culturales, como ilustradores, videógrafos o artistas plásticos, en los que
intervienen nuevos formatos tecnológicos, algo muy propio de estos tiempos.
Xabi Bandini, el cantante de Kerobia, marcha a
Madrid y se dedica a otros menesteres en ese intenso enjambre cultural de
Lavapiés, tan minimalista pero también tan interesante y atractivo, y sobre todo
tan variado. No parece que estuviese en su cabeza la idea de seguir su carrera
musical, pero uno se imagina que es difícil desprenderse de cualquier modo de
expresión artística. En un mundo tan falto de certezas, donde nada es seguro y
todo se fusiona, lo cual tampoco es negativo, al final hay que recurrir a la
expresión que uno conoce, es inevitable porque es una forma, también, de
entender el mundo y entenderse a uno mismo y de seguir vivo.
Graba en su propia casa y
salen unas canciones que acaban agrupadas en un disco recién salido, nada menos
que a principios de octubre, bajo el nombre de begibakar, que literalmente significa un solo ojo, el modo vasco de denominar al Cíclope, lo que da una
idea también de la necesidad de acudir al mito, si es que alguna vez hemos
salido del lenguaje mitológico, y por ende poético, para hablar del mundo. Sale
de este modo un disco melódico, intimista, con sones que recuerda aquella
música a la que se puso la etiqueta –odiosas etiquetas– de indie, tan en boga durante el salto de siglo.
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