Puede que no haya ninguna
familia normal. Claro que antes tendríamos que aclarar qué entendemos por
normal, más cuando estamos en una sociedad que en apariencia da hoy mayor
permisibilidad a los hábitos y costumbres individuales, tal vez porque en
nuestras sociedades complejas ha aumentado tanto el aparato legal y se han
reforzado también tanto los mecanismos disciplinarios que ya no es necesario
que las conductas se regulen por otras vías de organización social, en gran
medida paralelas o autónomas al aparato político del poder, como el
patriarcado, tan cuestionado hogaño, o la fuerza de las costumbres sociales o
locales.
No obstante, no es fácil
cambiar viejos esquemas, formas de actuar, valores hegemónicos que han estado
presentes a lo largo de los siglos. También es cierto que, aun cuando tengamos
la sensación de que somos más libres en lo individual y hemos superado visiones
prejuiciosas o anatemas respecto a formas de vida diferentes, ese concepto
antes señalado, el de normal, sigue conservando un peso enorme y ejerce una
presión sobre los individuos que mantiene en cintura muchos comportamientos. En
este sentido, Gramsci afirmaba que era más sencillo destruir Estados que crear
valores nuevos, sobre todo valores sobre los que sustentar nuevos modelos de
organización política y social. El siglo XX ha dado muchos ejemplos de ello. Y
eso se aplica a la organización política, pero también a la familia, que por lo
que dicen también está cambiando a medida que cambian las sociedades o se
vuelven éstas más complejas.
Pero la batalla entre lo
viejo y lo nuevo resulta a menudo abrupta, toma una apariencia virulenta en
ocasiones, sobre todo por la naturaleza de quienes intervienen en los debates.
No hay más que ver lo difícil que está resultando en muchas partes del mundo
introducir ciertos cambios en el concepto familia, por ejemplo el divorcio –en
España se volvió a introducir en el ordenamiento jurídico tras la aprobación de
la constitución del 78, pero no fue hasta casi el cambio de siglo que se aplicó
un sistema de divorcio más sencillo, fuera de los plazos de separación
aplicados hasta entonces y que no parecían reconocer que los interesados fueran
mayorcitos para saber lo que querían – o, más complicado aún, el matrimonio
homosexual, tan presente hace unas pocas semanas en las elecciones de Brasil.
En estas batallas sobre la familia muchas Iglesias cristianas se proclamaron
defensoras de la familia tradicional,
a veces de un modo cuando menos ordenancista y a menudo riguroso e
intransigente, aunque es chocante: esa familia
tradicional defendida con una firmeza cuasi teologal tenía más que ver con
un modelo decimonónico de la familia que con el modelo que se pudiera derivar
de algunos textos testamentales, más del antiguo que del nuevo, y de los
tiempos bíblicos, mucho más patriarcales.
Por tanto, puede que hoy
no haya ninguna familia normal, cualquier cosa que sea esto de familia normal.
Sin embargo, aun cuando los modelos se vayan modificando o se incorporen nuevas
maneras de fundar y establecer familias, incluso aunque se destruya el concepto
imperante de familia y se tienda a organizar los lazos de sangre de otra forma,
tal vez sustituyéndose por lazos de afinidad emocional, modelos más hipotéticos
que reales a fecha de hoy, siempre se mantienen formas añejas, silencios en el
seno del grupo, rencillas, prejuicios, sentimientos heridos que convierten las
relaciones familiares en dramas, incluso también en tragedias.
En el fondo es como si
aún las Furias mantuvieran todavía hoy sus funciones de castigo de todos
aquellos comportamientos que afectasen las relaciones familiares,
comportamientos delictivos incluso a ojos de esos dioses ctónicos, protectores
del ultramundo y anteriores a los dioses olímpicos, más comprensibles estos ante
las debilidades propias y a veces ajenas. Y eso que las Furias nacieron de un
acto de violencia paternofilial muy cruento y que Tisífone, sin duda, fingiría
siempre ignorar.
De este modo, muy
acertado estuvo Miguel del Arco cuando partió de estas figuras, las Furias,
para enmarcar su relato cinematográfico y narrar los vínculos, las relaciones,
los tejemanejes, los dramas, los silencios o incluso los hechos no descritos, pero
tan presentes, en una familia concreta, la Ponte Alegre. Claro que la familia a
la que nos enfrentamos en Las Furias (2016)
no es una familia normal o formal, o por lo menos una familia tipo. Puede que a
buenas y primeras uno se identifique poco o nada en absoluto con los personajes
o con el conjunto. Marga (Mercedes Sampietro), psicóloga, vive separada de Leo
(José Sacristán), antiguo autor de obras clásicas que padece un alzheimer agudo,
ha olvidado todo, salvo los diálogos de muchas obras interpretadas durante su carrera
profesional. Marga quiere dar un giro a su vida, pero sobre todo pretende
sincerarse con sus tres hijos: Casandra (Carmen Machín), Héctor (Gonzalo de
Castro) y Aquiles (Alberto San Juan). Sin embargo, hay demasiados silencios,
muchas situaciones nunca aclaradas ni curadas, entre los dos cónyuges separados
pero también en sus relaciones con los hijos y en las vidas de los hijos con
sus respectivas parejas, los dos primeros, también hay una nieta (Macarena
Sanz) afectada por una enfermedad mental que le provoca no pocas alucinaciones,
todo lo cual llevará a que la convivencia durante el fin de semana en la casa
de la costa cantábrica se vuelva una tragedia no exenta de rasgos dignos del
teatro griego.
Y es aquí, en la
descripción y desarrollo de los acontecimientos, cuando resulta inevitable
interesarse por lo que les ocurre y, en gran medida, identificarse con muchas
de las cosas a las que asistimos o entendemos entre líneas. Porque al final
todas las familias se parecen, todas guardan parecidas heridas, todas procuran
actuar, salir adelante, afrontar la realidad que muchas veces sería mejor
olvidar o pasar de puntillas. No hay varita mágica con la que salir del paso.
Tampoco sabemos si la familia Ponte Alegre va a salir indemne del fin del
semana. De momento, se hallan sobre ese banco de arena del tiempo, dando esos
pequeños pasos que les lleve hasta la última sílaba del tiempo prescrito.
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