Organizamos el tiempo en
horas, días, semanas, meses, años o siglos, y no hay duda que en gran medida
esa organización del tiempo es una convención que parte de la necesidad de
organizar nuestras propias vidas, que son temporales sobre todo porque son
finitas. Es Cronos, el tiempo del calendario que nada tiene que ver con otros
conceptos temporales diferentes, el tiempo de Aion o el tiempo de Kairós.
El ser consciente del
paso del tiempo, no sólo en lo que se refiere a nuestras vidas individuales,
aquello que transcurre entre el nacimiento y la muerte, sino como especie, nos
conduce a la percepción de la historia, de la Historia de la humanidad, de la
Historia de los clanes, de los pueblos, de los países o de los continentes.
Durante siglos la Historia era sobre todo una crónica que buscaba muchas veces
resaltar al grupo, a un Nosotros que
se diferenciaba y a menudo se enfrentaba a otro grupo, el ellos. Era a todas luces una historia parcial, épica, identitaria,
que buscaba –busca, en la medida que persiste aún hoy en los discursos
nacionalistas– afianzar los lazos entre los individuos, exaltando lo colectivo,
sobre todo en una época como la actual, tan individualista y que tiende en
ocasiones a reconocer la pluralidad interna de las sociedades, algo que todo
nacionalismo rechaza por principio. En este sentido, se uniformiza el pasado
para uniformizar también la sociedad y se teje una historia con triunfalismo y
exaltación.
Pero el siglo XIX comenzó
a variar este concepto de Historia. Se acudió a la objetivación de los datos
explicados de un modo concreto, sistemático, basado en datos documentales, aun
cuando se mantuvo muchas veces una perspectiva concreta, la del poder, la de
los poderosos, la de la casta, el estamento o la clase social que mantuviera en
cada momento concreto los aparatos de dominio social. Claro que también surgió
un acercamiento a la historia desde diferentes puntos de vista, no siempre el
punto de vista de los de arriba, sino el de los de abajo. Se dio sobre todo a
lo largo del siglo XX este nuevo acercamiento a la historia, muchas veces con
una perspectiva añadida emancipatoria. Ante la objetivación de los datos, lo
que se imponía también era la interpretación de la realidad, una interpretación
que muchas veces ayudase a entender donde se estaba y lo que cada cual era en
esa sucesión del tiempo.
Interpretación que no es
invención, hay que tenerlo muy presente, sino una valoración de los hechos.
Nada tiene que ver con esa tendencia actual, muy entrado ya a estas alturas el
siglo XXI, de establecer relatos a
partir de los hechos, porque los hechos los podemos interpretar, pero no
establecemos con ellos un relato, lo cual no sería histórico porque a todas
luces es un concepto literario. De hacerse así estaríamos hablando de otra
cosa, de literatura, no de historia, y menos aún de una historia contemplada con
los criterios establecidos en nuestra época.
Claro que, también es
cierto, la literatura ha ayudado en muchos momentos a entender mejor ciertas
épocas de la historia. Marx manifestó alguna vez que había aprehendido mucho
mejor los mecanismos de la sociedad de su tiempo en las novelas de Balzac que
en ensayos sesudos que muchas veces reproducían visiones prestablecidas y
parciales. Pero con ello no estamos diciendo que la literatura interprete la historia, ni siquiera la
literatura realista del siglo XIX, sino que por ese carácter que le brinda el
realismo se puede contemplar el mosaico social con una perspectiva diferente y
conocer algunas normas sociales. Pero las reglas de todo relato son los de la
verosimilitud, no las de la descripción fiel de la realidad.
De este modo, cada época
se puede contemplar a partir de dos espejos, uno plano, el de la historia, otro
curvo, el de la literatura.
Tariq Ali es, en este
sentido, un brillante observador de la realidad del siglo XX y ha escrito sobre
el siglo pasado con especial asiduidad. Ha interpretado desde sus posiciones
críticas los hechos y las políticas, sobre todo las de finales de siglo. Pero
también es un escritor sobresaliente que ha sabido transmitir detalles de la
realidad que hubieran pasado desapercibidas si la literatura no las hubiera
hecho suyas.
Si las novelas de Balzac
nos muestran la sociedad del siglo XIX, la novela Miedo a los espejos de Tariq Ali, escrita en 1998, nos da una
perspectiva efectiva del siglo XX. Pero no el siglo XX del calendario, el que
comienza el primero de enero de 1901 y termina el 31 de diciembre de 2000, sino
el siglo XX real, puesto que, como ocurre con todos los siglos, no hay
coincidencia entre las fechas y lo que podemos considerar su esencia secular,
aquello que le caracteriza. En gran medida, el siglo XX comienza con la Iª Gran
Guerra, que empieza a su vez el 28 de junio de 1914 con el atentado de Sarajevo
contra el archiduque Francisco Fernando de Austria, pero sobre todo con la
Revolución Soviética de 1917, y termina con la caída del muro de Berlín, el 9
de noviembre de 1989 y la guerra de los Balcanes, con Sarajevo de nuevo como
ciudad por desgracia protagonista. Los primeros catorce años del siglo XX son
un apéndice del XIX y el último decenio del mismo es una tierra de nadie hasta
que el atentado de las Torres Gemelas nos mete de lleno en el siglo XXI.
Apreciamos en su novela
lo que fue la lucha intensa por la transformación social a partir de unos
personajes que viven con intensidad la política europea del momento, todo ello
a partir de la perspectiva que nos brinda el narrador, Vlady Meyer, un profesor
universitario de literatura que será purgado de la Universidad con los nuevos
tiempos pese a sus publicaciones y haber sido disidente político de la
República Democrática Alemana, que le cuenta a su hijo Karl, una promesa
política de la socialdemocracia tras la reunificación, la vida de su familia desde
la esperanzadora pero al final frustrante revolución soviética y ese compromiso
fervoroso con el socialismo revolucionario, fervor que en él deviene sobre todo
en frustración.
Es por tanto un relato
–aquí sí, porque se trata de una novela– que comienza hace cien años y nos
marca hasta qué punto los tiempos son diferentes, ahora que estamos abocados a
un desencanto permanente y lo que domina como actitud es el posibilismo de
Karl, que hoy vemos también en grupos que en algún momento se han proclamado
novedosos y rupturistas, pero que en realidad nos reconducen a muchos al mismo
sentimiento desencantado de Vlady. Puede incluso que el desencanto político sea
en realidad el tema de la novela, un desencanto ante el proceso histórico que
les obligó a tomar otra vez partido, desencanto por la solución al final
aplicada, desencanto ante cómo han evolucionado las cosas. Es ese mismo
desencanto que vivieron quienes actuaron con firmeza por un mundo mejor y
vieron arrogarse unas experiencias autoritarias muchas de ellas de una tiranía
espeluznante, sobre todo si tenemos en cuenta la voluntad de emancipación que
había en aquellos hombres y mujeres activos, militantes y afanosos por ver una
Europa tan diferente de la que resultó en su momento y de la que al final ha
resultado.
Junto al desencanto
general, la Europa del siglo XX se nos aparece también como escenario y
protagonista, con toda su grandeza y toda su miseria, con unas generaciones que
en su momento central lucharon, sí, con esmero y no poca dignidad, aportando
muchas veces lo mejor de sí mismos, pero sin que los frutos de tal activismo
consiguiera ni por asomo construir un mundo nuevo, más bien al contrario.
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