miércoles, 26 de diciembre de 2018

Tariq Ali, «Miedo a los espejos» y la historia


Organizamos el tiempo en horas, días, semanas, meses, años o siglos, y no hay duda que en gran medida esa organización del tiempo es una convención que parte de la necesidad de organizar nuestras propias vidas, que son temporales sobre todo porque son finitas. Es Cronos, el tiempo del calendario que nada tiene que ver con otros conceptos temporales diferentes, el tiempo de Aion o el tiempo de Kairós.

El ser consciente del paso del tiempo, no sólo en lo que se refiere a nuestras vidas individuales, aquello que transcurre entre el nacimiento y la muerte, sino como especie, nos conduce a la percepción de la historia, de la Historia de la humanidad, de la Historia de los clanes, de los pueblos, de los países o de los continentes. Durante siglos la Historia era sobre todo una crónica que buscaba muchas veces resaltar al grupo, a un Nosotros que se diferenciaba y a menudo se enfrentaba a otro grupo, el ellos. Era a todas luces una historia parcial, épica, identitaria, que buscaba –busca, en la medida que persiste aún hoy en los discursos nacionalistas– afianzar los lazos entre los individuos, exaltando lo colectivo, sobre todo en una época como la actual, tan individualista y que tiende en ocasiones a reconocer la pluralidad interna de las sociedades, algo que todo nacionalismo rechaza por principio. En este sentido, se uniformiza el pasado para uniformizar también la sociedad y se teje una historia con triunfalismo y exaltación.

Pero el siglo XIX comenzó a variar este concepto de Historia. Se acudió a la objetivación de los datos explicados de un modo concreto, sistemático, basado en datos documentales, aun cuando se mantuvo muchas veces una perspectiva concreta, la del poder, la de los poderosos, la de la casta, el estamento o la clase social que mantuviera en cada momento concreto los aparatos de dominio social. Claro que también surgió un acercamiento a la historia desde diferentes puntos de vista, no siempre el punto de vista de los de arriba, sino el de los de abajo. Se dio sobre todo a lo largo del siglo XX este nuevo acercamiento a la historia, muchas veces con una perspectiva añadida emancipatoria. Ante la objetivación de los datos, lo que se imponía también era la interpretación de la realidad, una interpretación que muchas veces ayudase a entender donde se estaba y lo que cada cual era en esa sucesión del tiempo.

Interpretación que no es invención, hay que tenerlo muy presente, sino una valoración de los hechos. Nada tiene que ver con esa tendencia actual, muy entrado ya a estas alturas el siglo XXI, de establecer relatos a partir de los hechos, porque los hechos los podemos interpretar, pero no establecemos con ellos un relato, lo cual no sería histórico porque a todas luces es un concepto literario. De hacerse así estaríamos hablando de otra cosa, de literatura, no de historia, y menos aún de una historia contemplada con los criterios establecidos en nuestra época.

Claro que, también es cierto, la literatura ha ayudado en muchos momentos a entender mejor ciertas épocas de la historia. Marx manifestó alguna vez que había aprehendido mucho mejor los mecanismos de la sociedad de su tiempo en las novelas de Balzac que en ensayos sesudos que muchas veces reproducían visiones prestablecidas y parciales. Pero con ello no estamos diciendo que la literatura interprete la historia, ni siquiera la literatura realista del siglo XIX, sino que por ese carácter que le brinda el realismo se puede contemplar el mosaico social con una perspectiva diferente y conocer algunas normas sociales. Pero las reglas de todo relato son los de la verosimilitud, no las de la descripción fiel de la realidad.

De este modo, cada época se puede contemplar a partir de dos espejos, uno plano, el de la historia, otro curvo, el de la literatura.

Tariq Ali es, en este sentido, un brillante observador de la realidad del siglo XX y ha escrito sobre el siglo pasado con especial asiduidad. Ha interpretado desde sus posiciones críticas los hechos y las políticas, sobre todo las de finales de siglo. Pero también es un escritor sobresaliente que ha sabido transmitir detalles de la realidad que hubieran pasado desapercibidas si la literatura no las hubiera hecho suyas.

Si las novelas de Balzac nos muestran la sociedad del siglo XIX, la novela Miedo a los espejos de Tariq Ali, escrita en 1998, nos da una perspectiva efectiva del siglo XX. Pero no el siglo XX del calendario, el que comienza el primero de enero de 1901 y termina el 31 de diciembre de 2000, sino el siglo XX real, puesto que, como ocurre con todos los siglos, no hay coincidencia entre las fechas y lo que podemos considerar su esencia secular, aquello que le caracteriza. En gran medida, el siglo XX comienza con la Iª Gran Guerra, que empieza a su vez el 28 de junio de 1914 con el atentado de Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando de Austria, pero sobre todo con la Revolución Soviética de 1917, y termina con la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989 y la guerra de los Balcanes, con Sarajevo de nuevo como ciudad por desgracia protagonista. Los primeros catorce años del siglo XX son un apéndice del XIX y el último decenio del mismo es una tierra de nadie hasta que el atentado de las Torres Gemelas nos mete de lleno en el siglo XXI.

Apreciamos en su novela lo que fue la lucha intensa por la transformación social a partir de unos personajes que viven con intensidad la política europea del momento, todo ello a partir de la perspectiva que nos brinda el narrador, Vlady Meyer, un profesor universitario de literatura que será purgado de la Universidad con los nuevos tiempos pese a sus publicaciones y haber sido disidente político de la República Democrática Alemana, que le cuenta a su hijo Karl, una promesa política de la socialdemocracia tras la reunificación, la vida de su familia desde la esperanzadora pero al final frustrante revolución soviética y ese compromiso fervoroso con el socialismo revolucionario, fervor que en él deviene sobre todo en frustración.

Es por tanto un relato –aquí sí, porque se trata de una novela– que comienza hace cien años y nos marca hasta qué punto los tiempos son diferentes, ahora que estamos abocados a un desencanto permanente y lo que domina como actitud es el posibilismo de Karl, que hoy vemos también en grupos que en algún momento se han proclamado novedosos y rupturistas, pero que en realidad nos reconducen a muchos al mismo sentimiento desencantado de Vlady. Puede incluso que el desencanto político sea en realidad el tema de la novela, un desencanto ante el proceso histórico que les obligó a tomar otra vez partido, desencanto por la solución al final aplicada, desencanto ante cómo han evolucionado las cosas. Es ese mismo desencanto que vivieron quienes actuaron con firmeza por un mundo mejor y vieron arrogarse unas experiencias autoritarias muchas de ellas de una tiranía espeluznante, sobre todo si tenemos en cuenta la voluntad de emancipación que había en aquellos hombres y mujeres activos, militantes y afanosos por ver una Europa tan diferente de la que resultó en su momento y de la que al final ha resultado.

Junto al desencanto general, la Europa del siglo XX se nos aparece también como escenario y protagonista, con toda su grandeza y toda su miseria, con unas generaciones que en su momento central lucharon, sí, con esmero y no poca dignidad, aportando muchas veces lo mejor de sí mismos, pero sin que los frutos de tal activismo consiguiera ni por asomo construir un mundo nuevo, más bien al contrario.


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