viernes, 19 de octubre de 2018

Prometeo


Prometeo y Epimeteo son hermanos y benefactores de la humanidad. Dice Hesíodo que Prometeo es sutil y rico en recursos, sabe transformar la materia y son muchas las veces que busca engañar a Zeus, con quien tiene un desafío luengo y no poco fullero. Al ser hábil con las manos, conoce la importancia de los objetos y posee capacidad para transformarlos en herramientas. De hecho, tal habilidad procede de su facultad para adelantarse al futuro y actuar con previsión. A todas luces goza de un pensamiento anticipado.

Epimeteo, por el contrario, es de pensamiento tardío, actúa sin pensar, o reflexiona después de haber actuado, con lo que ve las consecuencias de sus actos más que los actos en sí. Hesíodo dice de él que es torpe y que desde el principio resulta un mal para la humanidad laboriosa. De hecho, Zeus lo utiliza para su venganza contra la humanidad por haber recibido de Prometeo, al que ha castigado a su vez con el hígado que le crece todas las noches y que come ad aeternum un águila, el fuego que el cronión no quería que poseyera.

Zeus ordena a Hefesto que construya una mujer de enorme belleza y a la que Atenea y Afrodita dotarán de gracia para el arte de tejer y de enorme atractivo carnal. Será Pandora, a quien Argifonte acompañará hasta Epimeteo, que la recibe como regalo de Zeus –hay que tener en cuenta que Pandora es más un objeto construido que una mujer en sí misma, en un tiempo en el que la dignificación de las personas apenas existía tal como hoy lo entendemos y tampoco los seres humanos gozaban del aprecio de los dioses–, y Epitemeo la acepta aun cuando Prometeo le hubiese advertido que de Zeus no había que recibir nada, pues todo aquello que el Olímpico le entregase tendría una efecto negativo para la humanidad. Pandora porta una jarra ocultada con un velo –otras versiones hablarán de una caja­– que al descubrirse esparce a su alrededor todas las preocupaciones penosas que afectan a los seres humanos.

La habilidad de Prometeo y el oficio de Hefesto tienen que ver con la construcción de herramientas, con la tecnología. Mala cosa es que empleen sus destrezas respectivas para el engaño, la trampa y la astucia. Sólo así se comprende que ese fuego entregado a la humanidad, en principio un beneficio con el que poder cocinar o calentarse en las noches frías, acabe sirviendo para la guerra y el estropicio. Tal vez Zeus lo intuyese, que de la humanidad poco bueno se puede esperar. En la Biblia apreciamos la misma frustración. Yahvé crea a Adán y a Eva, y les ordena que se adueñen de la tierra y se expandan, pero pronto verá que aquellas criaturas tienden al mal con facilidad más que notable. El cayado o la piedra sirven para el crimen, la destreza para construir busca más alcanzar un orgullo fútil y vano.

En el tranco VIII del relato el Diablo Cojuelo, Luís Vélez de Guevara nos habla de un espejo que el protagonista de la novela y su acompañante Cleofás utilizan en Sevilla para, en principio, saber por dónde avanzan sus perseguidores, pero que acaba siendo instrumento de diversión banal para ellos y la güéspeda de la hostería donde se alojan, Rufina María, que contemplan a través de él la vida de la Corte, mero chafardeo en pleno siglo XVII no muy diferente al que se da hoy por medio de ese espejo de vanidades que es la televisión e incluso las nuevas tecnologías, ámbitos donde parece aposentarse la más absoluta nadería. Desde luego nada que ver tiene esta curiosidad insana por la vida de los otros con el uso tramposo y a veces sanguinario que se desprende de los relatos mitológicos o de la Torá.

Pero coinciden en dar una imagen puede que simplona, pero en todo caso fatalista de la realidad y sobre todo del ser humano. No hay que olvidar que se da a lo largo de la historia una disputa entre optimismo y pesimismo en el que gana éste la mayor parte del tiempo. De hecho, domina la añoranza por el paraíso perdido y el concepto de utopía, que hoy asociamos a un mañana de esplendor pero que entonces se refería más al pasado, a esos tiempos de la ambrosía y la miel que sin duda no volverán. El presente se  vuelve de este modo una senda dolorosa. De ahí a concebir que el mundo es un valle de lágrimas sólo hay un paso muy sencillo de dar.

Claro que es una visión parcial de lo real y del ser humano. Ha habido adelantos e instrumentos que han beneficiado a la humanidad, le han facilitado la vida, la han mejorado. Otra historia es que no se distribuya con equidad, que una buena parte de esa misma humanidad se mantenga al margen de los avances por cuestiones de intereses acumulativos, lo que dice muy poco de la civilización, pero el hecho es que hay capacidades objetivas que pueden decantar la polémica hacia el lado de los optimistas. El salto tecnológico que se dio con la primera revolución industrial mejoró a todas luces el desarrollo humano, aunque se hiciera finalmente con el trabajo cuasi esclavo de millones de personas y con guerras y colonialismos cruentos. Tal cambio supuso por otro lado que el concepto de utopía ya no tuviera tanto que ver con el pasado y con el paraíso perdido, sino con el futuro y una nueva sociedad más justa, más libre, más equitativa. Fue una percepción que se impuso sobre todo a lo largo del siglo XIX. Claro que hoy nos asomamos a los intentos de construir esas utopías y sentimos cuanto menos un vértigo enorme ante la visión de tantos leviatanes institucionales. Aunque también es cierto que las democracias liberales que, según dicen, son el menos malos de los sistemas surgieron de una revolución francesa que tampoco fue un modelo de concordia y armonía.

Es como si la historia se empeñara en mostrar que el único paradigma posible es el del engaño, la trampa y la astucia que ya vimos con el enfrentamiento entre Prometeo y Zeus, y que acabó con el castigo de aquel. Aun reconociendo los avances, nos damos cuenta de que al final tanta tecnología sólo sirve para el crimen o, en el mejor de los casos, la banalidad. No en vano, en 1818, cuando se iniciaba esa época de esperanza y progreso, Mary Shelley perfiló esa historia –que lleva el subtítulo de Moderno Prometeo– sobre las consecuencias de la ciencia en la que un científico crea una criatura que se vuelve contra él y contra la humanidad a la que hubiera podido beneficiar. Víctor Frankenstein, al igual que el Prometeo de los griegos, pierde la batalla y sufre las consecuencias de sus buenas intenciones. Ese relato, fruto de una noche de amistad y de historias compartidas en un paisaje paradisiaco, se convirtió en un aviso en toda regla de lo que ya venía avisado en la historia.

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