Prometeo y Epimeteo son
hermanos y benefactores de la humanidad. Dice Hesíodo que Prometeo es sutil y
rico en recursos, sabe transformar la materia y son muchas las veces que busca
engañar a Zeus, con quien tiene un desafío luengo y no poco fullero. Al ser
hábil con las manos, conoce la importancia de los objetos y posee capacidad
para transformarlos en herramientas. De hecho, tal habilidad procede de su
facultad para adelantarse al futuro y actuar con previsión. A todas luces goza
de un pensamiento anticipado.
Epimeteo, por el
contrario, es de pensamiento tardío, actúa sin pensar, o reflexiona después de
haber actuado, con lo que ve las consecuencias de sus actos más que los actos en
sí. Hesíodo dice de él que es torpe y que desde el principio resulta un mal
para la humanidad laboriosa. De hecho, Zeus lo utiliza para su venganza contra
la humanidad por haber recibido de Prometeo, al que ha castigado a su vez con
el hígado que le crece todas las noches y que come ad aeternum un águila, el fuego que el cronión no quería que poseyera.
Zeus ordena a Hefesto que
construya una mujer de enorme belleza y a la que Atenea y Afrodita dotarán de
gracia para el arte de tejer y de enorme atractivo carnal. Será Pandora, a
quien Argifonte acompañará hasta Epimeteo, que la recibe como regalo de Zeus
–hay que tener en cuenta que Pandora es más un objeto construido que una mujer
en sí misma, en un tiempo en el que la dignificación de las personas apenas
existía tal como hoy lo entendemos y tampoco los seres humanos gozaban del
aprecio de los dioses–, y Epitemeo la acepta aun cuando Prometeo le hubiese
advertido que de Zeus no había que recibir nada, pues todo aquello que el
Olímpico le entregase tendría una efecto negativo para la humanidad. Pandora
porta una jarra ocultada con un velo –otras versiones hablarán de una caja–
que al descubrirse esparce a su alrededor todas las preocupaciones penosas que
afectan a los seres humanos.
La habilidad de Prometeo
y el oficio de Hefesto tienen que ver con la construcción de herramientas, con
la tecnología. Mala cosa es que empleen sus destrezas respectivas para el
engaño, la trampa y la astucia. Sólo así se comprende que ese fuego entregado a
la humanidad, en principio un beneficio con el que poder cocinar o calentarse
en las noches frías, acabe sirviendo para la guerra y el estropicio. Tal vez
Zeus lo intuyese, que de la humanidad poco bueno se puede esperar. En la Biblia
apreciamos la misma frustración. Yahvé crea a Adán y a Eva, y les ordena que se
adueñen de la tierra y se expandan, pero pronto verá que aquellas criaturas
tienden al mal con facilidad más que notable. El cayado o la piedra sirven para
el crimen, la destreza para construir busca más alcanzar un orgullo fútil y
vano.
En el tranco VIII del
relato el Diablo Cojuelo, Luís Vélez
de Guevara nos habla de un espejo que el protagonista de la novela y su
acompañante Cleofás utilizan en Sevilla para, en principio, saber por dónde
avanzan sus perseguidores, pero que acaba siendo instrumento de diversión banal
para ellos y la güéspeda de la
hostería donde se alojan, Rufina María, que contemplan a través de él la vida
de la Corte, mero chafardeo en pleno siglo XVII no muy diferente al que se da
hoy por medio de ese espejo de vanidades que es la televisión e incluso las
nuevas tecnologías, ámbitos donde parece aposentarse la más absoluta nadería.
Desde luego nada que ver tiene esta curiosidad insana por la vida de los otros
con el uso tramposo y a veces sanguinario que se desprende de los relatos
mitológicos o de la Torá.
Pero coinciden en dar una
imagen puede que simplona, pero en todo caso fatalista de la realidad y sobre
todo del ser humano. No hay que olvidar que se da a lo largo de la historia una
disputa entre optimismo y pesimismo en el que gana éste la mayor parte del
tiempo. De hecho, domina la añoranza por el paraíso perdido y el concepto de
utopía, que hoy asociamos a un mañana de esplendor pero que entonces se refería
más al pasado, a esos tiempos de la ambrosía y la miel que sin duda no
volverán. El presente se vuelve de este
modo una senda dolorosa. De ahí a concebir que el mundo es un valle de lágrimas
sólo hay un paso muy sencillo de dar.
Claro que es una visión
parcial de lo real y del ser humano. Ha habido adelantos e instrumentos que han
beneficiado a la humanidad, le han facilitado la vida, la han mejorado. Otra
historia es que no se distribuya con equidad, que una buena parte de esa misma
humanidad se mantenga al margen de los avances por cuestiones de intereses
acumulativos, lo que dice muy poco de la civilización, pero el hecho es que hay
capacidades objetivas que pueden decantar la polémica hacia el lado de los
optimistas. El salto tecnológico que se dio con la primera revolución
industrial mejoró a todas luces el desarrollo humano, aunque se hiciera
finalmente con el trabajo cuasi esclavo de millones de personas y con guerras y
colonialismos cruentos. Tal cambio supuso por otro lado que el concepto de
utopía ya no tuviera tanto que ver con el pasado y con el paraíso perdido, sino
con el futuro y una nueva sociedad más justa, más libre, más equitativa. Fue
una percepción que se impuso sobre todo a lo largo del siglo XIX. Claro que hoy
nos asomamos a los intentos de construir esas utopías y sentimos cuanto menos
un vértigo enorme ante la visión de tantos leviatanes institucionales. Aunque
también es cierto que las democracias liberales que, según dicen, son el menos
malos de los sistemas surgieron de una revolución francesa que tampoco fue un
modelo de concordia y armonía.
Es como si la historia se
empeñara en mostrar que el único paradigma posible es el del engaño, la trampa
y la astucia que ya vimos con el enfrentamiento entre Prometeo y Zeus, y que
acabó con el castigo de aquel. Aun reconociendo los avances, nos damos cuenta
de que al final tanta tecnología sólo sirve para el crimen o, en el mejor de
los casos, la banalidad. No en vano, en 1818, cuando se iniciaba esa época de
esperanza y progreso, Mary Shelley perfiló esa historia –que lleva el subtítulo
de Moderno Prometeo– sobre las
consecuencias de la ciencia en la que un científico crea una criatura que se
vuelve contra él y contra la humanidad a la que hubiera podido beneficiar.
Víctor Frankenstein, al igual que el Prometeo de los griegos, pierde la batalla
y sufre las consecuencias de sus buenas intenciones. Ese relato, fruto de una
noche de amistad y de historias compartidas en un paisaje paradisiaco, se
convirtió en un aviso en toda regla de lo que ya venía avisado en la historia.
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