jueves, 13 de diciembre de 2018

Vera Brittain, «Testamento de juventud»


El pasado 11 de noviembre se conmemoraba el centenario del armisticio que daba fin a la primera guerra mundial. Fue una confrontación cruel y, aunque sin duda hubo antes otras guerras igual de funestas y sangrientas, lo que cambió esta vez es que nunca hasta entonces un enfrentamiento armado había adquirido una dimensión tan global: la conflagración que se inició en 1914 afectó a todo el planeta. También nunca se vio tan claro la vinculación de la guerra con los intereses económicos de los países enfrentados, quedó a la vista de todos que lo que la motivó fue la necesidad de expandir el comercio de cada país por encima del de los otros países, la necesidad de crear nuevos mercados y expoliar los recursos de otras tierras.

Desde luego no fue desacertado, con independencia de la evolución posterior, que el movimiento obrero en ciernes, organizado a lo largo del siglo XIX y que con el cambio de siglo se convirtió en un protagonista esencial en Europa y Estados Unidos, llamara a sus secciones a no participar en una guerra que era el reflejo de los intereses de las burguesías nacionales y a intensificar la lucha de clases interna en cada Estado e Imperio con la que romper esa lógica y conseguir la transformación social. Proclamaron para ello el internacionalismo como herramienta de solidaridad de los explotados, que no debían caer en la trampa del patriotismo, el nacionalismo y el chovinismo, que era a lo que apelaron las clases dominantes para convencer a sus pueblos de que se mataran unos a otros. Sin embargo, no fue posible romper con esa lógica nacional que anteponía la idea de la patria a los propios intereses de clase. Millones de trabajadores murieron en una sangría en nombre de la patria y en beneficio de sus respectivas élites.

Pero los efectos tremendos y atroces de la guerra no pudieron dejar indiferente a quienes fueron testigos de las mismas. Hay que tener además en cuenta que, aun sin llegar a los niveles de la segunda guerra mundial, la guerra afectó a la población civil en mayor medida que en guerras anteriores. Pero a su vez el empleo de nuevas tecnologías –por ejemplo, la aviación– o nuevas armas –el gas mostaza entre otros gases mortíferos– produjeron a miles de soldados unas heridas terribles mucho mayores y más horrendas que la de la última guerra conocida en Europa, la que enfrentó a Francia y Prusia, y que llevó a Émile Zola a escribir un cuento sobre unos soldados de ambos lados que se negaron a combatir tras una noche en la que todos ellos vieron en un mismo sueño una campa ensangrentada, ensangrentada con la sangre de sus cuerpos. El pacifismo, que hasta la primera guerra mundial fue algo propio de pequeñas corrientes religiosas –menonitas o sociedades de amigos– o de algunas tendencias anarquistas –los partidos y organizaciones revolucionarias estaban contra aquella guerra por su carácter de clase, pero no desechaban el uso de la violencia para afianzar la revolución–, aumentó considerablemente por la vía de la vivencia y la experiencia.

Vera Brittain fue una de las figuras que, por esta vía de la propia vivencia directa y una profunda reflexión, levantó al terminar la guerra la bandera del pacifismo. De familia adinerada, ella y su hermano Edward se relacionaban con jóvenes ricos y cultos que estudiaron en institutos de élite y soñaban con formarse en la Universidad de Oxford y dedicarse, muchos de ellos, a la literatura. El inicio de la guerra, en 1914, se cruzó en su camino y la lealtad a la patria y un sentido del deber que anteponía su pertenencia a la nación a una reflexión sobre lo que eso significaba hizo el resto. Su hermano, sus amigos, entre ellos el enamorado de Vera Brittain, Roland Leighton, se alistaron en el ejército, con el beneplácito e incluso el aliento de la valiente muchacha, que había superado las trabas de la sociedad británica post-victoriana y se había presentado al examen de ingreso en una escuela universitaria adscrita a Oxford.

Ella misma se incorpora al cuerpo de enfermeras británicas en la Europa Continental y ve el sufrimiento que causa la guerra en los soldados caídos. Asiste incluso a los soldados alemanes heridos y le impresiona la muerte de uno de ellos al que intenta ayudar moralmente. Es una muerte que se produce después de la de Roland, pero anterior a las de sus amigos y su hermano. Vera Brittain no celebra el armisticio con la alegría patriótica de sus conciudadanos, sino que supone para ella el inicio de una reflexión que le llevará a tomar una actitud en los debates sobre lo que hay que hacer con Alemania: no admite el ánimo de venganza que defiende parte de la población británica. Retoma sus estudios, los culmina, pero esta vez su afán por ser escritora le lleva a tomar la pluma en defensa de sus ideas pacifistas. En 1933 publica Testamento de Juventud, que tendrá continuidad en Testamento de amistad (1940) y Testamento de experiencia (1953), trilogía que será una autobiografía y una reflexión sobre lo que es la guerra. No es muy entendida en un momento en que la guerra de España, la de Eritrea y, por último, la segunda guerra mundial exalta sobre todo el mismo ánimo patriótico que existiera unos años atrás.

En 2015 James Kent realizó una película basada en el primero de los libros de la trilogía de Vera Britrain y a la que puso el mismo título, Testamento de Juventud, con la actriz sueca Alicia Vikander en el papel de la autora. No sólo recoge a la perfección el libro autobiográfico de la escritora inglesa, sino que además es de una enorme belleza visual en su primera parte, y de una profundidad tremenda a medida que nos sumergimos en la guerra y asistimos al horror del enfrentamiento. Por último, vemos la evolución interna de la protagonista que le lleva a su compromiso. De este modo, la película, al igual que el libro de Vera Brittain, es un alegato contra la guerra y contra la política entendida como punto de partida para la venganza y el enfrentamiento entre poblaciones, que son siempre las que más pierden en las guerras.

Es también una película ligada a otras cintas que critican abiertamente la guerra y muestran bien a las claras lo absurdo de las políticas basadas en el enfrentamiento entre naciones y pueblos. En 2005 Christian Carlon lleva a la pantalla un hecho acaecido también durante la primera guerra mundial, Feliz Navidad, que narra la decisión de unos soldados británicos, franceses y alemanes de detener por unas horas el enfrentamiento, salir de sus trincheras y pasar juntos la noche de Navidad, algo que escandalizó a los correspondientes estados mayores y mereció el castigo a los oficiales al mando. Y, cómo no, hay que referirse a Senderos de Gloria (1957) en la que Stanley Kubrick nos muestra cómo el fervor patriótico pasa por encima de la vida de unos jóvenes soldados a los que los altos mandos no dudaron en poner en peligro pero a los que el coronel Dax intenta salvar mediante la retirada de sus posiciones cuando ve claro que no tiene sentido mantenerlos allí, por lo que será juzgado. Como en las otras dos películas, destaca el choque entre los ideales patrióticos y la vida de una población que poco o nada tiene que ver con los intereses de quienes tienen el poder. Clama al cielo que en estos cien años desde el armisticio de 1918 no hayamos salido de la lógica chauvinista de las patrias y la guerra como medio de hacer política.

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