El pasado 11 de noviembre
se conmemoraba el centenario del armisticio que daba fin a la primera guerra
mundial. Fue una confrontación cruel y, aunque sin duda hubo antes otras
guerras igual de funestas y sangrientas, lo que cambió esta vez es que nunca
hasta entonces un enfrentamiento armado había adquirido una dimensión tan
global: la conflagración que se inició en 1914 afectó a todo el planeta.
También nunca se vio tan claro la vinculación de la guerra con los intereses
económicos de los países enfrentados, quedó a la vista de todos que lo que la
motivó fue la necesidad de expandir el comercio de cada país por encima del de
los otros países, la necesidad de crear nuevos mercados y expoliar los recursos
de otras tierras.
Desde luego no fue
desacertado, con independencia de la evolución posterior, que el movimiento
obrero en ciernes, organizado a lo largo del siglo XIX y que con el cambio de
siglo se convirtió en un protagonista esencial en Europa y Estados Unidos,
llamara a sus secciones a no participar en una guerra que era el reflejo de los
intereses de las burguesías nacionales y a intensificar la lucha de clases
interna en cada Estado e Imperio con la que romper esa lógica y conseguir la transformación
social. Proclamaron para ello el internacionalismo como herramienta de
solidaridad de los explotados, que no debían caer en la trampa del patriotismo,
el nacionalismo y el chovinismo, que era a lo que apelaron las clases
dominantes para convencer a sus pueblos de que se mataran unos a otros. Sin
embargo, no fue posible romper con esa lógica nacional que anteponía la idea de
la patria a los propios intereses de clase. Millones de trabajadores murieron
en una sangría en nombre de la patria y en beneficio de sus respectivas élites.
Pero los efectos tremendos
y atroces de la guerra no pudieron dejar indiferente a quienes fueron testigos
de las mismas. Hay que tener además en cuenta que, aun sin llegar a los niveles
de la segunda guerra mundial, la guerra afectó a la población civil en mayor
medida que en guerras anteriores. Pero a su vez el empleo de nuevas tecnologías
–por ejemplo, la aviación– o nuevas armas –el gas mostaza entre otros gases
mortíferos– produjeron a miles de soldados unas heridas terribles mucho mayores
y más horrendas que la de la última guerra conocida en Europa, la que enfrentó
a Francia y Prusia, y que llevó a Émile Zola a escribir un cuento sobre unos
soldados de ambos lados que se negaron a combatir tras una noche en la que
todos ellos vieron en un mismo sueño una campa ensangrentada, ensangrentada con
la sangre de sus cuerpos. El pacifismo, que hasta la primera guerra mundial fue
algo propio de pequeñas corrientes religiosas –menonitas o sociedades de amigos–
o de algunas tendencias anarquistas –los partidos y organizaciones
revolucionarias estaban contra aquella guerra por su carácter de clase, pero no
desechaban el uso de la violencia para afianzar la revolución–, aumentó
considerablemente por la vía de la vivencia y la experiencia.
Vera Brittain fue una de
las figuras que, por esta vía de la propia vivencia directa y una profunda
reflexión, levantó al terminar la guerra la bandera del pacifismo. De familia
adinerada, ella y su hermano Edward se relacionaban con jóvenes ricos y cultos
que estudiaron en institutos de élite y soñaban con formarse en la Universidad
de Oxford y dedicarse, muchos de ellos, a la literatura. El inicio de la
guerra, en 1914, se cruzó en su camino y la lealtad a la patria y un sentido
del deber que anteponía su pertenencia a la nación a una reflexión sobre lo que
eso significaba hizo el resto. Su hermano, sus amigos, entre ellos el enamorado
de Vera Brittain, Roland Leighton, se alistaron en el ejército, con el
beneplácito e incluso el aliento de la valiente muchacha, que había superado
las trabas de la sociedad británica post-victoriana y se había presentado al
examen de ingreso en una escuela universitaria adscrita a Oxford.
Ella misma se incorpora
al cuerpo de enfermeras británicas en la Europa Continental y ve el sufrimiento
que causa la guerra en los soldados caídos. Asiste incluso a los soldados
alemanes heridos y le impresiona la muerte de uno de ellos al que intenta
ayudar moralmente. Es una muerte que se produce después de la de Roland, pero
anterior a las de sus amigos y su hermano. Vera Brittain no celebra el
armisticio con la alegría patriótica de sus conciudadanos, sino que supone para
ella el inicio de una reflexión que le llevará a tomar una actitud en los
debates sobre lo que hay que hacer con Alemania: no admite el ánimo de venganza
que defiende parte de la población británica. Retoma sus estudios, los culmina,
pero esta vez su afán por ser escritora le lleva a tomar la pluma en defensa de
sus ideas pacifistas. En 1933 publica Testamento
de Juventud, que tendrá continuidad en Testamento
de amistad (1940) y Testamento de
experiencia (1953), trilogía que será una autobiografía y una reflexión
sobre lo que es la guerra. No es muy entendida en un momento en que la guerra
de España, la de Eritrea y, por último, la segunda guerra mundial exalta sobre
todo el mismo ánimo patriótico que existiera unos años atrás.
En 2015 James Kent
realizó una película basada en el primero de los libros de la trilogía de Vera
Britrain y a la que puso el mismo título, Testamento
de Juventud, con la actriz sueca Alicia Vikander en el papel de la autora.
No sólo recoge a la perfección el libro autobiográfico de la escritora inglesa,
sino que además es de una enorme belleza visual en su primera parte, y de una
profundidad tremenda a medida que nos sumergimos en la guerra y asistimos al
horror del enfrentamiento. Por último, vemos la evolución interna de la
protagonista que le lleva a su compromiso. De este modo, la película, al igual
que el libro de Vera Brittain, es un alegato contra la guerra y contra la
política entendida como punto de partida para la venganza y el enfrentamiento
entre poblaciones, que son siempre las que más pierden en las guerras.
Es también una película
ligada a otras cintas que critican abiertamente la guerra y muestran bien a las
claras lo absurdo de las políticas basadas en el enfrentamiento entre naciones
y pueblos. En 2005 Christian Carlon lleva a la pantalla un hecho acaecido también
durante la primera guerra mundial, Feliz
Navidad, que narra la decisión de unos soldados británicos, franceses y
alemanes de detener por unas horas el enfrentamiento, salir de sus trincheras y
pasar juntos la noche de Navidad, algo que escandalizó a los correspondientes
estados mayores y mereció el castigo a los oficiales al mando. Y, cómo no, hay
que referirse a Senderos de Gloria
(1957) en la que Stanley Kubrick nos muestra cómo el fervor patriótico pasa por
encima de la vida de unos jóvenes soldados a los que los altos mandos no
dudaron en poner en peligro pero a los que el coronel Dax intenta salvar
mediante la retirada de sus posiciones cuando ve claro que no tiene sentido
mantenerlos allí, por lo que será juzgado. Como en las otras dos películas,
destaca el choque entre los ideales patrióticos y la vida de una población que
poco o nada tiene que ver con los intereses de quienes tienen el poder. Clama
al cielo que en estos cien años desde el armisticio de 1918 no hayamos salido
de la lógica chauvinista de las patrias y la guerra como medio de hacer
política.
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