jueves, 7 de diciembre de 2017

Alegorías del Muro de Berlín

Los aficionados a los símbolos, metáforas, símiles y demás imágenes alegóricas no pueden evitar dar a los hechos del mundo un significado referencial. Debe de haber una mentalidad cabalística en tal actitud, una idea que se pretende trascendente en el modo de aproximarse y contemplar la realidad, con la cual intentamos alejarnos de la frialdad con que la ciencia y la tecnología explican hoy las cosas, pero también las ciencias sociales. Es además un modo de observar que se ha trasladado también a otros ámbitos; por ejemplo, a la historia de la literatura, muchas veces convertida en mero retablo de años, generaciones, siglos, datos estadísticos que al final nada indican, más allá de una mera ordenación de datos que puede sernos útil para estudiar historia de la literatura, pero no para entender la literatura.

Porque los hechos, así como los relatos con que recreamos la realidad, también significan cosas o al menos aleccionan en lo que uno es, de un modo individual o colectivo, al margen de las estructuras académicas, pero sobre todo de los espacios temporales al uso. Nos definen cuando nos acercamos a ellos, a cada uno de los hechos en sí mismos, al margen de épocas y tiempos, o cuando los intentamos entender o participamos en ellos de un modo u otro. Lo cual nos lleva a considerar que los hechos van más allá de los límites que nos marca ese sistema procedimental con que nos acercamos a la realidad porque repercute en nuestro modo de estar en el mundo. De este modo, por ejemplo, los siglos entendidos como unidades de cien años no indican nada más allá de una mera referencia temporal con que calculamos el tiempo exterior, pero que no siempre coincide con el tiempo real, interno, y a la larga con lo que somos.

Así, el siglo XX, en su dinámica de significados y trascendencias varias, no empieza en 1901 y culmina el año 2000, es mucho más corto, porque sin duda el siglo XIX se alarga unos años más, se adentra casi tres lustros en esa referencia temporal que llamamos siglo XX, tres lustros de crisis profunda que desembocan en la primera guerra mundial, pero sobre todo en la Revolución Soviética que será la espina dorsal del siglo XX. Por esto, este siglo terminará con la caída del muro de Berlín, poco más de diez años antes de que termine formalmente el siglo.

A todas luces, la caída de ese muro supuso un símbolo tremendo, repentino, primordial y que inició una nueva etapa, la entrada en el siglo XXI. Pudo parecer por un momento, engañosa sensación, que daba al traste con las fronteras y los bloques monolíticos, que volvíamos a esa Europa rememorada por Stefan Zweig en la que cualquier persona podía viajar sin necesidad siquiera de un pasaporte, algo que se truncó con aquella primera gran guerra (gran por sus dimensiones, no por la grandeza que nunca tendrá la guerra). La Europa del siglo XX será legalista, reglamentaria, severa con la libertad de movimiento entendida como un derecho, algo que nunca se entendió como tal. Incluso hoy no parece reconocerse, al menos de un modo universal.

Claro que no se impidió que millones de personas, movidas por la necesidad económica, se trasladaran durante el siglo XX a América -irlandeses, españoles, portugueses, italianos, nórdicos, polacos, griegos- como mano de obra y muchas veces como seres que escapaban, literal, del hambre. O que se iniciará otro movimiento tremendo, el de los refugiados, millones de seres humanos que escapaban por razones ideológicas. Los hubo en Rusia, reconvertida en la URSS, asilados por no ser comunistas o por serlo de un modo poco acorde con el poder soviético. Los hubo en Alemania, personas que escapaban a la locura nazi. Los hubo en España tras su guerra, durante la dictadura.

La caída del Muro de Berlín produjo no pocas esperanzas de un mundo nuevo, pero sólo duró un decenio ese estado de gracia: el atentado de Nueva York, junto a otras acciones cruentas, terminó con las ilusiones de ese mundo nuevo, más pacífico, sin antagonismos, más preocupado por la justicia mundial y el reparto de la riqueza entre los pueblos.

Parece, por todo lo que se ha acumulado en estos años, que ha pasado mucho tiempo desde entonces, queda muy lejos la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 en la que Berlín se desbordaba por la celebración de ese muro derribado. Hubo quien mostró sus dudas acerca de lo que iba a pasar a partir de entonces. Günter Grass las expresó abiertamente, creó una luenga polémica que narró en Ese cuento largo. Es evidente en todo caso que fue un hecho trascendental que incidió en la literatura, sobre todo alemana. El escritor vasco Fernando Aramburu, residente en Alemania, escribió sobre las perspectivas que brindó la caída del muro para los escritores de la Alemania del Este que iban a poder escribir y publicar sin las limitaciones del autoritarismo político del estalinismo.

En España han aparecido dos novelas en los últimos años que tienen la caída del muro como epicentro de sus relatos. Hace unos meses aparecía La hija del comunista, de Aroa Moreno Durán, que nos cuenta la vida de una alemana oriental de origen español que decide, como tantos otros ciudadanos de la República Democrática, escapar de la atmósfera opresiva de Berlín Oriental.  Es un relato intimista, poético, sensible en muchos momentos, donde hay una rememoración de lo vivido a veces con no poco escepticismo.

Jesús Ferrero, por su parte, publica en 2015 Nieve y Neón donde asistimos al presagio de una realidad que no tiene nada que ver, sin duda, con las esperanzas creadas de un mundo nuevo y mejor que muchos tuvieron en ese instante. El autor escribe sobre la violencia, en ese momento subterránea, que se desató durante y tras la caída del mundo, las perspectivas de una nueva economía vinculadas a mafias, a negocios turbios, a relaciones de dominio no siempre normativizadas, aunque con frecuencia vinculadas a los aparatos del Estado.

Sin duda el tiempo nos otorga una perspectiva que permite darles significados a los hechos. Conocer los acontecimientos y pensar a posteriori son las cartas marcadas del tahúr que puede permitirse una mejor aproximación a lo que ha pasado en el mundo. La caída del muro de Berlín fue per se, a todas luces, un avance, un acto emancipatorio para millones de personas. Bastaría tal vez con eso, justificaría celebrarlo. Sin embargo, no parece realmente que el muro haya desaparecido en sí mismo. No sólo el muro físico: han surgido otros muros que impiden el paso de seres humanos, incluso a poca distancia de donde esto se escribe, hace unos días, se levantó uno, frente al puerto de Bilbao, para no permitir el acceso a personas que pretenden ir a Gran Bretaña. Tampoco los muros mentales: Europa ahora mismo es una fortaleza en la que surgen, para colmo, diversos nacionalismos separadores, supremacismos perversos y afrentosos.


El muro de Berlín, quizá, nunca haya desaparecido de verdad. Permanece entre brumas normativas y sensación de libertad.

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