En su libro Soñar y contar, en el capítulo dedicado
a política y cultura, Hanif Kureishi reflexiona sobre los conceptos de nación, racismo,
exclusión, comunidad (o la idea de comunidades en una misma sociedad), individualismo
y, sin citarlo, escribirá de eso tan indefinible como es la integración. Habla sobre
todo de la Inglaterra de los años ochenta, en un momento en que se impone una
concepción ultraliberal de la política, la que inició Margaret Thatcher y se
extendió por Europa hasta hoy, una concepción que desdeñó la educación, o al
menos esa educación integral imperante hasta entonces, la que contemplaba al
individuo como un todo y no sólo como una mercancía o como una unidad de
producción, que es lo que domina hoy. En la sociedad que surge entonces la
cultura comienza a despreciarse, ni siquiera la conciben como un lujo, esas
clases pudientes y que alcanzan por fin el poder ya la consideran inútil, no disimulan
su nulo interés cultural, incluso alardean de ello, por lo que no hay necesidad
de lucirla como un barniz, como le ocurría a la burguesía del siglo XIX y de la
primera mitad del siglo XX. Ahora predomina lo práctico, y la burguesía y esas
nuevas clases pudientes -la cada vez mayor clase media, cualquier cosa que sea
esto, la clase trabajadora cualificada de ingresos medio altos- se miden ya por
otros patrones: sus casas, sus viajes exóticos, su capacidad de exhibirse.
La Inglaterra en la que
crece Hanif Kureishi, los años sesenta, los setenta, hasta convertirse en los
ochenta en el escritor y guionista que es hoy, aun cuando mantenga la imagen
idílica de una Inglaterra semicampestre, ya es una sociedad que hoy calificamos
como multicultural. Gran Bretaña ha dejado de ser un imperio, el imperio que
fue unos años atrás, pero a la metrópoli llegan muchos habitantes de las
antiguas colonias, una parte importante ocupa el grado ínfimo del proletariado,
aunque también habrá muchos que se dedicarán al comercio, un comercio que será
ínfimo en un primer momento, pero que poco a poco permitirá que muchos de ellos
sean parte de la clase media y de la burguesía comercial.
Es un paisaje que se da
en otros países, como Francia, con rasgos muy parecidos a los de Gran Bretaña
-potencia colonial, pérdida de los territorios de ultramar, llegada de la
emigración-, como Alemania con características diferentes a los dos países
citados, aunque es también uno de los Estados potentes, y también en otros
países periféricos de Europa, como Portugal, que pierde sus colonias un poco
más tarde, en los setenta, como Italia, Bélgica y Países Bajos, y por último
como España, que es la última en llegar a ese modelo multicomunitario.
En los años setenta y
ochenta España estaba muy lejos de poseer, como Gran Bretaña, comunidades
formadas por extranjeros o personas de origen extranjero (los hijos e hijas de
los inmigrantes, nacidos ya en el país). Habían empezado a llegar, eso sí, los primeros
latinoamericanos que escapaban, muchos de ellos, a las dictaduras que por
desgracia se impusieron en varios países americanos. También comenzaron a
llegar algunos marroquíes. Pero el paisaje humano estaba muy lejos de parecerse
a lo que se podía vivir en Londres en ese mismo momento. No obstante, se
despierta en esas dos décadas un enorme interés por la literatura
latinoamericana, serán los años del, mal llamado, boom de los narradores americanos, descubiertos en España, pero a todas luces provenientes de una
impresionante tradición literaria. Es en la literatura en castellano donde el otro incide, influye y enriquece.
Sin embargo, aun cuando
no hubiera esa presencia del otro en la sociedad española de ese momento, no
podemos decir que fuese un país homogéneo en lo cultural, en lo lingüístico,
incluso en lo étnico. La dictadura franquista, de la que se salía a mediados de
los setenta, intentó imponer la idea de una nación única, un solo pueblo de
Vigo a Murcia, de Baleares a Ayamonte, de Bilbao a Málaga. Se quiso dar la imagen
de que las variedades que saltaban a la vista eran mero folclore, la expresión
diversa de una misma unicidad. Se buscó eliminar de la memoria las expresiones
políticas de la diversidad real, el regionalismo, el nacionalismo periférico y
el independentismo, e incluso la expresión jurídica de las legislaciones
forales, preliberal, que indicaban a todas luces que la homogeneidad no era
real. Incluso existían los gitanos y los mercheros, etnias sin territorio, pero
presentes en la sociedad, sin que nunca obtuviesen el más mínimo reconocimiento
público e institucional, incluso ahora, cuando se ha reconocido la pluralidad
-en forma de nacionalidades, de nación de naciones o de lo que sea, que no se
acaba de establecer- no hay el más mínimo reconocimiento y ni siquiera aparecen
en planes de estudio sobre el sempiterno problema de lo que sea España.
Hay que observar que la
mayoría de los países europeos, en su proceso de construcción del Estado
(central, centralizador y centralista), ha conseguido de un modo u otro
minimizar la diversidad interna a su mínima expresión, reducir o eliminar
lenguas, culturas, e incluso Gran Bretaña, que reconoce la existencia de cuatro
territorios con organización y administración propia -Inglaterra, Escocia, Gales
e Irlanda del norte-, posee una única lengua hegemónica. Sólo Bélgica y Suiza,
territorios plurilingüísticos, aunque en realidad monolingües cada una de las
partes que los conforman, Finlandia, que reconoce el sueco y el lapón en pie de
igualdad con el finés, y los países del Este, con realidades diferentes,
reconocen la pluralidad interna.
Ahora España tiene que
añadir a esa diversidad interna la presencia de comunidades de ciudadanos
extranjeros y de origen extranjero. Tal reconocimiento se ha realizado ya, a
regañadientes muchas veces. En lo religioso, por ejemplo, ha dejado de ser,
esta vez sí, decenios después de que lo afirmara Azaña, católica. O
hegemónicamente católica, no sólo porque se ha reducido la práctica de esta
confesión, sino porque ha aumentado la presencia de protestantes -ahora que
estamos en el V centenario- y musulmanes, así como la presencia de otros credos,
que han llegado sobre todo de la mano de las comunidades
extranjeras.
Por otro lado, a España
han llegado también, tarde sin duda, pero por desgracia ineludibles, esas
concepciones que han acompañado las nuevas formulaciones ultraliberales que se dieron
en Gran Bretaña durante los ochenta, con una misma actitud desdeñosa por la
educación -hay que aprender en la escuela sólo lo que sea práctico para
enriquecerse, en este caso en una España en la que era tan fácil, dijo un
ministro del primer gobierno socialdemócrata,
hacerse rico- y sobre todo por la cultura, algo que desde luego no ha ayudado a
avanzar en la comprensión de sí mismos y que ha incidido en la actual crisis, a
tener de los argumentos esgrimidos por todos, que resultan a todas luces de patio
de colegio o de cháchara tabernaria.
Puede que lo que esté en
crisis es el modelo de Estado, ese modelo organizativo que nace en la Edad
Moderna y que se basó en la homogeneidad porque era más fácil así gestionar los
territorios. Sin duda tiene razón el diputado catalán Joan Tardà, al analizar estos
días la actual crisis, cuando afirma que el problema es que el Estado español
no ofrece soluciones del siglo XXI (claro que tampoco parece que una
reclamación nacional, por muy legítima que sea, y la voluntad de forjar un
Estado sean cuestiones muy del siglo XXI).
Hanif Kureishi muestra
bien a las claras en sus guiones y sus novelas cómo los conflictos
interculturales se expresan y afectan a la cotidianidad. Pone sobre la mesa una
crisis social que es cultural, pero también repercute en lo individual, al
concepto de identidad y a las identificaciones propias de cada cual, y que pone
en jaque los valores y las convicciones establecidos. Aparecen nuevos
movimientos que cuestionan los modelos estatales y asumen la interculturalidad
como un elemento esencial en unas sociedades que, además, reciben los efectos
de las nuevas tecnologías, entre ellas la inmediatez en las comunicaciones,
aunque a veces esto se traduce en una borrachera de información, imposible de asimilar.
Son en los países africanos donde encontramos una enorme pluralidad lingüística
y cultural, y en muchos de ellos, por curioso que pueda parecer, no es fuente,
sin embargo, de tensiones, algo que deberíamos tener en cuenta a la hora de
otorgar grados de civilización.
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