Su música y sus canciones
era lo primero que se escuchaba de lejos, por los caminos de Europa y también
en las plazas de las villas, ciudades y aldeas donde paraban aquellas cofradías
itinerantes. Solían ser cantos ásperos y monótonos, acompañados de golpes
repetitivos que no eran más que el eco de las flagelaciones que los miembros de
aquellos grupos se daban a sí mismos. Aquellos cantos y aquella música tenían
mucho de los acordes populares de aquel momento, no en vano sus letras estaban
en las lenguas vernáculas de aquellas tierras de donde provenían sus cantores,
cualquiera de los dialectos e idiomas de Italia, primero, de la Europa del sur
y central después, cuando los flagelantes se extendieron por el continente. Pero
también influían los Laude spirituale de
los monasterios que a su vez se expandieron en el siglo XII y XIII con renovado
brío. Tal música y sus cantos reciben incluso un nombre, Geisslerlieder o canciones de los flagelantes.
Si su música producía en
quien la escuchaba no poca turbación del espíritu, era la melodía de un tiempo en
crisis, un tiempo de hambre, enfermedad y guerra, males todos ellos que
asolaron principalmente el siglo XIII, sobre todo sus años centrales, el
espectáculo que la acompañaba no impresionaba menos, era digno sin duda de
haber inspirado a Dante Alighieri, que asistiría al paso de alguna de aquellas
cofradías, o, dos siglos después, al pintor El Bosco. Eran grupos de hombres y
alguna mujer también afectados por el hambre o por la peste que se propagó en
1259 por buena parte de Europa. Eran personas a las que la enfermedad, muchas
veces, había desfigurado, y cuando no era la peste, era la guerra, hay que
tener en cuenta que estamos inmerso en las guerras entre güelfos y gibelinos, en
los combates en la península ibérica, en las luchas entre condados en amplias
regiones de Europa o en las cruzadas que ya entonces perdían efervescencia y
entusiasmo. Sus miembros avanzaban por caminos, sin rumbo fijo, mientras sus
miembros se flagelaban sin descanso. Buscaban el dolor porque era sin duda el
dolor lo que les reportaría un mínimo aliento.
No en vano detrás de
aquellas cofradías y de su actitud había una reflexión del y sobre el mundo.
Unos lustros antes de que aparecieran con fuerza estos grupos, Joaquín de
Fiore, un franciscano calabrés, proponía una observancia más estricta de las
reglas monacales y una concepción de la historia que, consideraba, tenía un
sentido promovido por Dios para la humanidad y que consistía en la renovación
de la vida hacia el perfeccionamiento, cuyo ideal era la vida monacal. Joaquin
de Fiore elaboró su pensamiento a finales del siglo XII, cuando se acababa una
amplia época de cierto optimismo en el que había florecido la literatura, una
concepción hedonista del amor, un interés por lo que sucedía allende los límites
de Europa. Frente a esta época de expansión, nos encontramos con nuevas
circunstancias adversas. Las guerras interiores de las que hablamos habían
destruido las bases económicas de muchas regiones europeas y, con ellas,
surgieron las enfermedades y el hambre. Se instaló una visión del mundo basada
en el dolor y en la introversión.
De allí que muchos monjes
y bastantes creyentes se volvieran a sí mismos en busca de una salvación que, por
contra, no hallaban en la Iglesia ya institucionalizada y que estaba más
apegada a las cosas del mundo, en un momento de gran necesidad espiritual ante
los males materiales y frente a los cuales, a todas luces, no era fácil obtener
satisfacción. Pronto surgiría la idea de la posibilidad de alcanzar la
salvación por mérito propio, sin necesidad de la Iglesia o al margen de ella. El monje dominico Rainier, en Perugia, organizó
la primera procesión en 1260, donde los intervinientes acudían a las
flagelaciones para renovarse por dentro y curarse de la zozobra y la angustia.
A partir de entonces se organizaron numerosas cofradías que, contra lo que se
pudiera imaginar, no eran en absoluto caóticas, sino que estaban dotadas de una
disciplina enorme, hasta el punto de que eran una especie de monasterio
andante, con sus reglas internas y a pesar de la situación de cada una de las
personas que intervenía en ellas. O quizá por esa misma situación individual la
disciplina de las cofradías ofrecía algo de seguridad en quien vive en la
zozobra. En todo caso, fue tal el peso y la incidencia de éstas que el Papa
Clemente VI declaró herejes a sus miembros.
Las cofradías de los
flagelantes no eran los únicos grupos que surgieron en la época en busca de
respuestas al mundo, hubo otros y algunos partían de una concepción más
optimista, menos apocalíptica, aunque la época no daba muchas alas a la esperanza
y los flagelantes, sin duda, eran la expresión más bárbara del pesimismo
dominante. Ochocientos años después, a finales del siglo XX, se inició también
una época de fatalidad, de muerte de la utopía y de la esperanza. El siglo XX,
que comenzó con tanto optimismo, nos ofreció imágenes tremendas por el alcance
del mal. En su cenit, sin duda, está el nazismo, por su propia filosofía tan
nociva basada en la catalogación y degradación de los seres humanos, y por sus
efectos, que hemos podido ver a través de la fotografía y el cinematógrafo. En
el cambio de siglo asistimos a varias guerras étnicas, genocidas, al
renacimiento del nacionalismo o el etnocentrismo, pero también al individualismo.
No obstante, aun cuando se tiende a la introversión como medio de buscar
respuestas, tal como ocurría en gran medida con los flagelantes, se ha
mantenida la necesidad de asociarse, de juntarse aun cuando fuese, como ocurrió
con las cofradías, para hallar la salvación mediante el dolor propio, personal
e intransferible.
Puede que actitudes como
la de los flagelantes las hallemos ahora en otros continentes. Tal vez también
en Europa, aun cuando nos parezca demasiado materialista, en su peor acepción,
como para que se busquen salvaciones espirituales. Sin embargo, no son pocas
las expresiones filosóficas o religiosas que guardan ciertas similitudes con
las de aquellas cofradías y que se expanden también aquí y por otros ámbitos.
De hecho, ese hedonismo del que se hace gala hoy no deja de ser una manera
introvertida y a veces flagelante de buscarse respuestas a los mismos males o a
males no muy diferentes que nos siguen aquejando de una forma monótona y
repetitiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario