miércoles, 18 de octubre de 2017

Los flagelantes

Su música y sus canciones era lo primero que se escuchaba de lejos, por los caminos de Europa y también en las plazas de las villas, ciudades y aldeas donde paraban aquellas cofradías itinerantes. Solían ser cantos ásperos y monótonos, acompañados de golpes repetitivos que no eran más que el eco de las flagelaciones que los miembros de aquellos grupos se daban a sí mismos. Aquellos cantos y aquella música tenían mucho de los acordes populares de aquel momento, no en vano sus letras estaban en las lenguas vernáculas de aquellas tierras de donde provenían sus cantores, cualquiera de los dialectos e idiomas de Italia, primero, de la Europa del sur y central después, cuando los flagelantes se extendieron por el continente. Pero también influían los Laude spirituale de los monasterios que a su vez se expandieron en el siglo XII y XIII con renovado brío. Tal música y sus cantos reciben incluso un nombre, Geisslerlieder o canciones de los flagelantes.

Si su música producía en quien la escuchaba no poca turbación del espíritu, era la melodía de un tiempo en crisis, un tiempo de hambre, enfermedad y guerra, males todos ellos que asolaron principalmente el siglo XIII, sobre todo sus años centrales, el espectáculo que la acompañaba no impresionaba menos, era digno sin duda de haber inspirado a Dante Alighieri, que asistiría al paso de alguna de aquellas cofradías, o, dos siglos después, al pintor El Bosco. Eran grupos de hombres y alguna mujer también afectados por el hambre o por la peste que se propagó en 1259 por buena parte de Europa. Eran personas a las que la enfermedad, muchas veces, había desfigurado, y cuando no era la peste, era la guerra, hay que tener en cuenta que estamos inmerso en las guerras entre güelfos y gibelinos, en los combates en la península ibérica, en las luchas entre condados en amplias regiones de Europa o en las cruzadas que ya entonces perdían efervescencia y entusiasmo. Sus miembros avanzaban por caminos, sin rumbo fijo, mientras sus miembros se flagelaban sin descanso. Buscaban el dolor porque era sin duda el dolor lo que les reportaría un mínimo aliento.

No en vano detrás de aquellas cofradías y de su actitud había una reflexión del y sobre el mundo. Unos lustros antes de que aparecieran con fuerza estos grupos, Joaquín de Fiore, un franciscano calabrés, proponía una observancia más estricta de las reglas monacales y una concepción de la historia que, consideraba, tenía un sentido promovido por Dios para la humanidad y que consistía en la renovación de la vida hacia el perfeccionamiento, cuyo ideal era la vida monacal. Joaquin de Fiore elaboró su pensamiento a finales del siglo XII, cuando se acababa una amplia época de cierto optimismo en el que había florecido la literatura, una concepción hedonista del amor, un interés por lo que sucedía allende los límites de Europa. Frente a esta época de expansión, nos encontramos con nuevas circunstancias adversas. Las guerras interiores de las que hablamos habían destruido las bases económicas de muchas regiones europeas y, con ellas, surgieron las enfermedades y el hambre. Se instaló una visión del mundo basada en el dolor y en la introversión.

De allí que muchos monjes y bastantes creyentes se volvieran a sí mismos en busca de una salvación que, por contra, no hallaban en la Iglesia ya institucionalizada y que estaba más apegada a las cosas del mundo, en un momento de gran necesidad espiritual ante los males materiales y frente a los cuales, a todas luces, no era fácil obtener satisfacción. Pronto surgiría la idea de la posibilidad de alcanzar la salvación por mérito propio, sin necesidad de la Iglesia o al margen de ella.  El monje dominico Rainier, en Perugia, organizó la primera procesión en 1260, donde los intervinientes acudían a las flagelaciones para renovarse por dentro y curarse de la zozobra y la angustia. A partir de entonces se organizaron numerosas cofradías que, contra lo que se pudiera imaginar, no eran en absoluto caóticas, sino que estaban dotadas de una disciplina enorme, hasta el punto de que eran una especie de monasterio andante, con sus reglas internas y a pesar de la situación de cada una de las personas que intervenía en ellas. O quizá por esa misma situación individual la disciplina de las cofradías ofrecía algo de seguridad en quien vive en la zozobra. En todo caso, fue tal el peso y la incidencia de éstas que el Papa Clemente VI declaró herejes a sus miembros.

Las cofradías de los flagelantes no eran los únicos grupos que surgieron en la época en busca de respuestas al mundo, hubo otros y algunos partían de una concepción más optimista, menos apocalíptica, aunque la época no daba muchas alas a la esperanza y los flagelantes, sin duda, eran la expresión más bárbara del pesimismo dominante. Ochocientos años después, a finales del siglo XX, se inició también una época de fatalidad, de muerte de la utopía y de la esperanza. El siglo XX, que comenzó con tanto optimismo, nos ofreció imágenes tremendas por el alcance del mal. En su cenit, sin duda, está el nazismo, por su propia filosofía tan nociva basada en la catalogación y degradación de los seres humanos, y por sus efectos, que hemos podido ver a través de la fotografía y el cinematógrafo. En el cambio de siglo asistimos a varias guerras étnicas, genocidas, al renacimiento del nacionalismo o el etnocentrismo, pero también al individualismo. No obstante, aun cuando se tiende a la introversión como medio de buscar respuestas, tal como ocurría en gran medida con los flagelantes, se ha mantenida la necesidad de asociarse, de juntarse aun cuando fuese, como ocurrió con las cofradías, para hallar la salvación mediante el dolor propio, personal e intransferible.


Puede que actitudes como la de los flagelantes las hallemos ahora en otros continentes. Tal vez también en Europa, aun cuando nos parezca demasiado materialista, en su peor acepción, como para que se busquen salvaciones espirituales. Sin embargo, no son pocas las expresiones filosóficas o religiosas que guardan ciertas similitudes con las de aquellas cofradías y que se expanden también aquí y por otros ámbitos. De hecho, ese hedonismo del que se hace gala hoy no deja de ser una manera introvertida y a veces flagelante de buscarse respuestas a los mismos males o a males no muy diferentes que nos siguen aquejando de una forma monótona y repetitiva. 

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