Escribía el poeta Gabriel
Celaya que la literatura es un arma cargada de futuro. Con ello, recogía una
visión de la literatura a todas luces optimista de su utilidad, una visión que se
basaba en que los libros -ya fuesen novelas, ya fuesen poemarios- podían
incidir en la realidad hasta tal punto que se convertían por sí mismos en un instrumento
de cambio. De hecho, hubo libros que sí pudieron cambiar aspectos de la
realidad al incidir en la sensibilidad de los lectores. En 1852, por ejemplo,
la norteamericana Harriet Beecher Stowe publicó La Cabaña del Tío Tom, una novela que trató de la esclavitud en los
Estados Unidos y provocó debates cuanto menos impetuosos al respecto con las
correspondientes tomas de postura por parte de muchos de sus lectores, que se
lanzaron a una activa campaña contra tal execrable práctica. Es evidente que esa
novela influyó en el fin de la esclavitud, cambió muchas cosas en aquel país: a
todas luces aquel relato contribuyó a que la ciudadanía norteamericana adoptara
en un momento concreto una postura al respecto del esclavismo. Sensibilizó y
mucho a un gran número de personas, las hizo mejores al cambiar su percepción
de la realidad y de lo humano, y en gran medida esa fue su contribución a un
cambio en el sentido indicado por el poeta vasco.
Hay que tener en cuenta,
además, que esa novela estaba ligada al realismo y al naturalismo que tanto en
Europa como en América se impuso como estética durante el siglo XIX. La novelística,
según los patrones al uso, pasó a describir la realidad, muchas veces la
realidad de las fábricas, de los barrios obreros y populares de las ciudades
industrializadas. Sirvió a los lectores, una gran parte de ellos encuadrados en
la burguesía y en las clases altas, para que adquirieran conciencia de lo que
estaba ocurriendo entre las capas situadas en la base de la pirámide social y
para que una parte importante de la clase obrera conociese su propia realidad y
comenzara a organizarse a favor de un cambio social. Muchas veces esos relatos
literarios se convirtieron en verdaderas tesis de la realidad, de la sociedad
entera, así lo reconoció Karl Marx, que dijo haber aprendido más sociología en
las novelas de Balzac que en los estudios académicos. En España la escritora
Emilia Pardo Bazán publicó La Tribuna,
una narración que sirvió para conocer las condiciones de trabajo y de vida de
las mujeres, doblemente explotadas por su condición de mujeres y de obreras. No
hay que olvidar que España fue uno de los primeros países del mundo en darle a
las mujeres el derecho al voto, algo a lo que tal vez contribuyó aquel relato
publicado en 1883.
Por tanto, la pregunta es obvia: ¿sirve de
algo la literatura?¿Incide en la realidad?¿Puede cambiar el mundo, el entorno,
la sociedad?¿Realmente es un arma cargada de futuro? Responder no es fácil,
menos en unos tiempos como los actuales donde no parece que la literatura goce
de mucho interés, menos en las sociedades del ocio en las que surgen otros
entretenimientos. Además, da la impresión de que en las sociedades actuales la
literatura se concibe más como eso mismo, un mero entretenimiento, un barniz de
cultura que es bueno tener, aunque se puede soslayar porque son otros los
valores imperantes. No es desde luego como en otros momentos en los que el
relato formaba parte de la vida comunitaria. Impresiona saber que el amor, el
amor como eros tan normalizado hoy,
fue un invento literario. Las cántigas galaicoportuguesas, las de amor, tratan
en gran medida de relaciones esporádicas no muy diferentes a los ligues de una
noche de nuestros tiempos, descritos en el cine y en la literatura, y el amor
emocional, sensible y erótico a la vez, proviene de la poesía provenzal y del
amor cortés medieval. La literatura -el relato, la narrativa y la épica, así
como la lírica- formaba parte de la vida social, describía pero también
constituía y construía la realidad.
No parece que eso ocurra
ahora. Más bien al contrario: el concepto de relato lo han extirpado de la literatura, de la teoría de la
literatura, para insertarlo como herramienta en la sociología. En la
actualidad, el relato se ha convertido no en una narración imbuida de una
estructura literaria, la obra de un autor destinada a la sociedad como reflejo
de una percepción personal, la del escritor, sino que el propio relato se
impone a la realidad, un relato de los hechos sociales cuya lectura legitima
según qué posiciones no siempre acordes con la cordura o el sentido de la
realidad. A veces incluso hablamos de construcciones que buscan más bien
imponer miradas, estén o no acordes con la sociedad y sus hechos. El relato ya
no lo escribe un escritor, sino que lo organiza un político y su cohorte de
sociólogos y asistentes. Iván de la Nuez escribía un tuit estos días en el que
decía: «Desde que el discurso se ha
desentendido de los hechos, el análisis político está obligado a ser crítica
literaria». No está desencaminado. Sin embargo, no siempre se trata de buenos
relatos porque en esa atalaya política la literatura se ejerce desde el mero
espectáculo. Debord Guy estaría hoy encantado de la vida.
Una ojeada a lo vivido en
Cataluña muestra bien a las claras como el concepto de relato es un instrumento
al servicio de unas políticas cuyos gestores no dudan, en aparente interés de
la narrativa, en cambiar con absoluta desfachatez sus afirmaciones y la
interpretación de los mismos. De una flamante proclama republicana hemos pasado
al mero simbolismo sin efectos de la misma, y de allí a un repentino y
sorpresivo bueno sí, pero todos sabíamos
que no era posible. Frente a ello, asistimos a la defensa democrática a
porrazo limpio. El lenguaje se convirtió una vez más en campo de batalla, de un
modo que, en efecto, los hechos quedaban desatendidos. Resulta difícil no creer
que un magnífico guionista pudiera haber estado detrás de todo esto, con
momentos encomiables de clímax álgido y desenlaces imprevisibles. Mirado con perspectiva, todo tiene su propia lógica
interna, todo resulta verosímil, como en las buenas novelas. Claro que es
imposible reconocer los hechos detrás de toda esta palabrería. Para colmo, el
tema para un buen relato, de haber sido todo este embolado una novela, era delimitar
quién podía ser el sujeto político de una decisión como la de establecer qué
relación adopta una determinada sociedad con el Estado vigente. Y aquí, en vez
de relatos, hubieran podido dedicarse a los argumentos políticos y sociales y
no dedicarse tanto a la literatura. Pero han optado por pretender relatos que
sustituyeran la realidad y han enturbiado tanto la trama que lo han convertido
en un nudo gordiano. La narración aún no parece terminarse y esto puede ser un
problema: en literatura hay que saber zanjar un relato, hay que saber acabarlo a
tiempo para que todo quede bien cerrado y no resulte empalagoso.
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