jueves, 30 de noviembre de 2017

Televisión

Hace ya bastantes años, al principio de siglo, en unas jornadas de crítica social convocadas al calor del movimiento antiglobalización -ya no se habla, por cierto, con tanto énfasis del antiglobalismo (o antimundialismo, como se dice en francés)-, un activista sueco comentaba entre pasillos la degradación de la televisión en los países capitalistas más desarrollados. Ya os llegará, nos dijo a los españoles presentes, dando por sentado que en España la calidad de la televisión era más que pasable, bastante aceptable, afirmó él cuando se le recriminó que tratase como un oasis en Europa a la televisión española.  O a las televisiones españolas, puesto que ya llevaban algo más de una década las privadas.

Quince años después las palabras de aquel activista sueco, cuyo nombre se ha diluido por el paso del tiempo, resultaron a todas luces clarividentes en el momento en que se expresaron a tenor de lo que ha ocurrido en televisión. Salvo excepciones, alguna serie, algún programa, la zafiedad parece dominar el panorama televisivo y a veces hasta parece que se compite por ofrecer las mayores cuotas de chabacanería y vulgaridad.

Huelga decir que tampoco se trata de tener unas televisiones hipercultas, con programación para doctorandos y profundos debates intelectuales, un modelo así resultaría pedante e irreal, llegaría también a aburrir cuando no a deprimir, un análisis permanente de todo en todo momento, pero desde luego no parece que lo que tenemos sea susceptible de elogio. Al igual que en aquellas clases donde los niveles son muy diferentes entre los alumnos que dan lugar a que el nivel se rebaje hasta lo mínimo, modelo Los Simpsons, cuyos capítulos, por cierto, son cada vez visiones más veraces del mundo moderno, parece que se haya decidido que la programación televisiva en general reduzca su calidad lo máximo posible. Hay muchos concursos de todo tipo en los que al menos sus participantes ofrecen alguna competencia. Frente a estos, que se han vuelto la crême de la crême del entretenimiento ante el panorama general, se extienden un montón de programas cuyos participantes están y se dan a conocer sin que sepamos muy bien qué ofrecen, llegándose incluso a mostrar el más simple -simplón- cotilleo o nadería. No se habla en realidad de nada. Hay uno incluso donde lo que se ofrece son simples ligoteos entre chicos y chicas, todos ellos y ellas muy guapos y guapas, que llegan a sufrir, llorar, enfadarse por cómo avanzan sus historias de amor o de atracción.

Nos quedan, eso sí, las series y algunas películas que por lo menos equilibran algo el cutrerío general. Es evidente que uno puede entonces, si la televisión generalista no colma las ansias de entretenimiento, acudir a otras fuentes, váyase al cine, al teatro o a internet, dirán con razón muchos, donde es posible combinar mejor lo que uno quiere ver, tome un libro o apúntese a las televisiones de pago, añadirán, más elitistas en los contenidos frente a las generalistas. Hay alternativas; por tanto, la crítica se convierte, es posible concluir, en un ejercicio de autobombo, queda bien el crítico de todo, una actitud a su vez un tanto elitista y de intelectual a la violeta.

Sin embargo, se puede establecer un vínculo entre lo que se ofrece en las televisiones generalistas y el modelo de sociedad a la que se destina. Antes que nada, habría que aclarar que no es tan evidente la relación oferta-demanda, no es siempre cierto que el mercado ofrezca lo que la sociedad demanda, esto es, que se emiten los programas que los espectadores expresen seguir con mayor interés, sino que a veces parece que funcione justo lo contrario: se demanda y se consume lo que se ofrece. Lo que en televisión significaría que se ven los programas, cualesquiera que estos sean, que se emitan en las diferentes franjas horarias en las que los espectadores se sientan ante el televisor. Y seguramente se vea más la televisión de dos a cuatro de la tarde y de ocho a once de la noche por razones obvias, sus programas por tanto son los más vistos no por su atractivo, sino por su horario. Ello nos llevaría a plantearnos si existe una mano invisible que potencie la zafiedad. Nos viene entonces aquella vieja idea de que es más fácil gobernar una sociedad acrítica. De aquí, uno puede desprender otras conclusiones más radicales.

No obstante, existe la competencia entre cadenas, es cierto, señal, podemos concluir, de que hay un movimiento de telespectadores que determina lo que se emite. En este caso, da miedo pensar qué tipo de sociedad se impone mediante extraños mecanismos internos que se escapan a toda lógica. Ahí estaría también para probarlo el nivel más bajo del debate político al uso en la actualidad, por poner un ejemplo, algo que se da tal vez porque sí, sin que haya una razón.

Claro que a lo mejor todo ello sea una reflexión inane producto más de la edad: toda generación piensa, al fin y al cabo, que la que le sigue es más tonta y más simplona.


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