En 1997 el escritor Ray
Loriga realizaba su primera película, La
pistola de mi hermano, emitida hace poco por TVE y basada en su novela Caídos del cielo. En aquel momento, la crítica
cinematográfica recibió la película con cierta frialdad, cuando no con poco
rechazo. Sin embargo, a pesar de tales opiniones y quizá por el tiempo transcurrido,
veinte años nada menos, tiempo que contribuye a que la sensibilidad se
modifique o las claves de percepción sean diferentes, la película resulta hoy interesante,
engancha la historia y los diálogos son atractivos e intensos.
Un chico, no llegamos a
saber su nombre, interpretado por Daniel González, introvertido, poco hablador
y con una estrecha relación con su hermano, interpretado por Andrés Gertrudix,
obtiene una pistola que recibe, según él mismo cuenta, de un modo cuasi mítico,
y mata a un guardia de seguridad en un supermercado. Comienza así una persecución
tras robar un coche con la hija del propietario dentro, personaje rebelde y
también problemático, interpretado por Nico Bidasolo, con quien inicia una
relación.
En los diálogos entre los
dos personajes centrales, el chico y la chica, así como entre el inspector,
interpretado por Karra Elejalde, encargado de la investigación y persecución de
aquel, y el hermano y la madre, interpretada por Anna Galiena, hay constantes
alusiones al miedo, a la desolación y a la falta de objetivos en la vida. Tal
vez por ello se haya hecho una lectura generacional de la película. No hay que
olvidar que se encuadra la cinta en los años noventa, una década que fue muy
dada a hablar de una generación de jóvenes a todas luces perdida en unos años
sin muchas ilusiones, en la que las utopías parecían haberse ya diluido por
completo, ganaba el individualismo más brutal, producto del neoliberalismo
feroz que se iniciaba entonces y que produjo miles de víctimas sociales en
forma de marginados de todo tipo, marginado reales y simbólicos.
Sin embargo, esa generación
de jóvenes -y no tan jóvenes, aunque estamos ya en una sociedad que ha asumido
a su vez otra división, la de la edad- desdibujada y sin horizontes no pertenece
sólo a los años noventa, también existió, se nos dice, en la década de los
cincuenta e inicios de los sesenta, con James Dean, convertido en ícono de esa
desilusión y angustia juvenil y de época, como emblema de un momento en que
tampoco parece que hubiera grandes horizontes. Es el Jim Stark de Rebeldes sin causa, donde tampoco se
disponen de perspectivas ni individuales ni colectivas. Son los personajes de Historias del Kronen, película de Montxo
Armendáriz de 1995, basada en la novela de José Ángel Mañas, pero que hubiera
podido escribirse y filmarse en los cincuenta.
Cabe, sí, una lectura
generacional, aunque esto de las generaciones tiene demasiado de análisis académico
y academicista de la realidad, es un modo de estructurar lo real, aunque luego
tengamos que desasirnos de tal mirada. Lo debiéramos al menos, aunque sin duda
lo académico con sus estructuras hayan acabado dominando la percepción y nos
cueste mirar la realidad sin las compuertas creadas por los analistas. No hay
que olvidar, por ejemplo, que en la edad
de plata de la cultura española, nombre con el que asignó José Carlos Mainer
al periodo que parte de finales del siglo XIX hasta el inicio de la guerra civil,
convivieron varias generaciones literarias en un mismo espacio y durante un
mismo tiempo, sin que los autores de cada una de ellas se encerrara en sí
mismas y dejaran de relacionarse con la cultura en general y con la sociedad en
entera libertad y plenitud. Sirve la catalogación en generaciones para el
estudio, en efecto, pero se corre el peligro de que las gradaciones acaben
dominando la lectura y el entendimiento.
Por eso tal vez atribuir personajes
sin ilusiones o desolados, sin objetivos vitales, sin horizontes, a los noventa
o a los cincuenta sea un error. Es cierto que la década de los sesenta dio
lugar a una época de utopía, rebelde en lo político, en lo social y, sobre
todo, en las costumbres, pero que desembocó en la decepción de los setenta, una
generación, aceptemos el término de forma provisional, cercana a la de los años
veinte y treinta, que vivirá la decepción a finales de esta última década, pero
principalmente en los cuarenta, cuando sea patente la brutalidad humana. Parece
que la segunda década de nuestro siglo se haya volcado de nuevo por la utopía,
por las protestas ante unas realidades insoportables, aunque también hay la
sensación de que la decepción ha llegado antes de lo esperado.
Da un poco la impresión
de que se trate de un mero baile: a una generación utópica y rebelde le sigue
otra desolada y con un miedo paralizante, en un mecanismo dialéctico que se cernirá
a lo largo de la historia. No obstante, no deja de ser una lectura demasiado
restringida y, a la larga, quién sabe si dañina. El análisis acaba asfixiando
lo analizado, por ello quizá los vientos de aire puro de principio de nuestra
década se hayan podrido tan pronto.
Por ello haya que
esforzarse por escapar a una lectura generacional de las cosas. El choque con
la realidad de los personajes de La pistola
de mi hermano se da en cualquier momento, en cualquier época, en cualquier generación.
Del mismo modo que la exaltación de la juventud se da de un modo artificial a
partir de los años cuarenta, creando una subcultura que se potencia para dividir
más la vida. La réplica del chico en La pistola
de mi hermano sea tal vez el inspector de policía, un personaje que asume
su propia desolación y su falta de objetivos con mucho cinismo, atributo tal
vez de su experiencia y edad, pero que no está muy lejos de la de su
contrincante. Explica en todo caso la diferente actitud o la facilidad de su
decisión al final de la película, mucho más rápida que la del muchacho, que carece
a todas luces de la malevolencia que da la vida.
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