martes, 7 de noviembre de 2017

Diez días que estremecieron al mundo

Fueron, en efecto, unos días que estremecieron al mundo, tal como los describe el escritor norteamericano John Reed. Nadie esperaba que se diera un vuelco semejante a la sociedad, menos aún en un país periférico como era la Rusia zarista, un imperio, sí, pero alejado de los centros de poder europeos, con una clase obrera endeble y una capa enorme de campesinos en régimen de cuasi servidumbre, poco faltaba para que la pudiéramos definir como esclavitud, que incluía a numerosos artesanos, y que, aun cuando legalmente se había restringido cincuenta años antes, se mantenía bajo una realidad escabrosa de pobreza, incertidumbre y zozobra.

Porque para entender aquella revolución que cumple su primer centenario, al igual que cualquier otra revolución habida en el mundo, se esté o no de acuerdo con los principios que la inspiraran o que expandió desde entonces, hay que partir de un hecho incuestionable: las revoluciones se hacen cuando no queda ya nada que perder. Los obreros, los artesanos, los campesinos, los soldados, los pequeños comerciantes, todos ellos llegaron a un punto en que no podían más. Las condiciones de trabajo, cuando lo había, eran infames y la pobreza corroía por dentro a miles de personas. La guerra añadió más desesperación si cabe: los hijos acababan muriendo lejos por intereses que nadie comprendía.

Mientras, la aristocracia y la alta burguesía, apenas una franja social de banqueros y empresarios vinculados al extranjero, mantenían unos niveles de vida de lujo, ajenos por completo a las necesidades de la mayoría.

Tolstoi refleja las condiciones de vida del campesinado. Gorki describirá la vida dura de la clase trabajadora. Dostoievski nos trasladará el estado moral de una sociedad corrompida en su conjunto. Bábel hablará de los soldados y de la vida en la Rusia central. Chejov, por su parte, desgranará con las dotes de análisis del médico que era la cotidianidad de una vida que, aun manteniendo un aparente orden, poseía detrás todo el caos de aquel final del XIX. Una vez más la literatura nos describe, a todas luces mejor que los sesudos estudios históricos y sociológicos, la realidad que llevó a la revolución.

Lenin y Trotski, entre otros muchos, heredaron los análisis de ese movimiento obrero organizado que creció a medida que la revolución industrial transformaba el paisanaje social europeo y coincidieron con las altas cuotas de desesperación entre el proletariado, el campesinado y unas capas populares empobrecidas hasta un nivel insoportable, la analizaron y teorizaron, y por último actuaron. Pero la revolución fue obra de la desesperación y de la sensación de que el futuro, vivido así, no merecía la pena. Es algo a tener muy en cuenta a la hora de analizar y evaluar aquella revolución del 17 y de entender otros fenómenos políticos y sociales, anteriores o posteriores.

Veinte años después el nuevo Estado de los Soviets se había transformado en una asfixiante maquinaria opresora y de control. Los procesos de Moscú se dirigieron no sólo contra los enemigos del socialismo, sino en gran medida, por extraño que pueda parecer a bote pronto, se dirigieron sobre todo contra los defensores del socialismo, los peores enemigos del aparato (neo)soviético. Rosa Luxemburgo ya había advertido de los peligros del autoritarismo. Trotski fue sin duda su víctima más simbólica, asesinado por un agente del GPU, antecesor del KGB, Ramón Mercader, militante comunista español. Leonardo Padura los recoge de un modo magistral en su novela El hombre que amaba a los perros. De hecho, no es casual esa presencia española: unos años antes del asesinato de Trotski, en 1937, al mismo tiempo que los procesos de Moscú, se exporta ese clima de terror que se vivía en Rusia a España y se persigue con argumentos de contrarrevolución cualquier disidencia comunista, la de Andreu Nin y los militantes del POUM, o revolucionaria, la de los anarquistas. Martínez de Pisón habla de esa atmósfera turbia y enrarecida en Enterrar a los muertos. Por su parte, el historiador francés Pierre Broué escribirá sobre las víctimas comunistas de aquellos lustros, Comunistas contra Stalin, un estudio pormenorizado de la represión estalinista.

Ese modelo autoritario, absolutista, tiránico en muchos momentos, comenzó a derrumbarse con la caída del muro de Berlín, por casualidad un 9 de noviembre, pero de 1989, dos días después del revolucionario 7 de noviembre (25 de octubre del calendario juliano utilizado en Rusia en aquel momento), como si el tiempo, caprichoso, quisiera jugar con las fechas. Por el camino, además de aquellos procesos de Moscú y su atmósfera turbia, tenemos la obsesiva Albania de Enver Hoxha, el culto a la personalidad de Ceaucescu, la revolución cultural maoísta, los Khmers rojos de Kampuchea. Permanece como pieza de un museo de la historia Corea del Norte. Hay países, sí, nominalmente comunistas, como China, Laos o Vietnam, pero escapan ya del modelo de entonces.


 La caída de aquel modelo autoritario estremeció también el mundo. Estaban ya en marcha los procesos neoliberales que han transformado el capitalismo, iniciados por Tatcher o por Reagan y que ahora son hegemónicos. Hubo quien planteó en la última década del siglo XX que, con el fin del comunismo, el mismo concepto de historia variaba, se extinguía. Lo cierto es que ha aumentado la precariedad y la pobreza, incluso en países europeos que habían gozado de amplias políticas sociales. Olvidan sin duda que lo que de verdad estremece al mundo es la falta de horizontes.

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