Fueron, en efecto, unos
días que estremecieron al mundo, tal como los describe el escritor
norteamericano John Reed. Nadie esperaba que se diera un vuelco semejante a la
sociedad, menos aún en un país periférico como era la Rusia zarista, un
imperio, sí, pero alejado de los centros de poder europeos, con una clase
obrera endeble y una capa enorme de campesinos en régimen de cuasi servidumbre,
poco faltaba para que la pudiéramos definir como esclavitud, que incluía a numerosos
artesanos, y que, aun cuando legalmente se había restringido cincuenta años
antes, se mantenía bajo una realidad escabrosa de pobreza, incertidumbre y
zozobra.
Porque para entender
aquella revolución que cumple su primer centenario, al igual que cualquier otra
revolución habida en el mundo, se esté o no de acuerdo con los principios que
la inspiraran o que expandió desde entonces, hay que partir de un hecho
incuestionable: las revoluciones se hacen cuando no queda ya nada que perder.
Los obreros, los artesanos, los campesinos, los soldados, los pequeños
comerciantes, todos ellos llegaron a un punto en que no podían más. Las condiciones
de trabajo, cuando lo había, eran infames y la pobreza corroía por dentro a miles
de personas. La guerra añadió más desesperación si cabe: los hijos acababan
muriendo lejos por intereses que nadie comprendía.
Mientras, la aristocracia
y la alta burguesía, apenas una franja social de banqueros y empresarios
vinculados al extranjero, mantenían unos niveles de vida de lujo, ajenos por
completo a las necesidades de la mayoría.
Tolstoi refleja las
condiciones de vida del campesinado. Gorki describirá la vida dura de la clase
trabajadora. Dostoievski nos trasladará el estado moral de una sociedad
corrompida en su conjunto. Bábel hablará de los soldados y de la vida en la
Rusia central. Chejov, por su parte, desgranará con las dotes de análisis del
médico que era la cotidianidad de una vida que, aun manteniendo un aparente
orden, poseía detrás todo el caos de aquel final del XIX. Una vez más la
literatura nos describe, a todas luces mejor que los sesudos estudios
históricos y sociológicos, la realidad que llevó a la revolución.
Lenin y Trotski, entre
otros muchos, heredaron los análisis de ese movimiento obrero organizado que
creció a medida que la revolución industrial transformaba el paisanaje social
europeo y coincidieron con las altas cuotas de desesperación entre el
proletariado, el campesinado y unas capas populares empobrecidas hasta un nivel
insoportable, la analizaron y teorizaron, y por último actuaron. Pero la revolución
fue obra de la desesperación y de la sensación de que el futuro, vivido así, no
merecía la pena. Es algo a tener muy en cuenta a la hora de analizar y evaluar
aquella revolución del 17 y de entender otros fenómenos políticos y sociales,
anteriores o posteriores.
Veinte años después el
nuevo Estado de los Soviets se había transformado en una asfixiante maquinaria
opresora y de control. Los procesos de Moscú se dirigieron no sólo contra los
enemigos del socialismo, sino en gran medida, por extraño que pueda parecer a
bote pronto, se dirigieron sobre todo contra los defensores del socialismo, los
peores enemigos del aparato (neo)soviético. Rosa Luxemburgo ya había advertido
de los peligros del autoritarismo. Trotski fue sin duda su víctima más
simbólica, asesinado por un agente del GPU, antecesor del KGB, Ramón Mercader,
militante comunista español. Leonardo Padura los recoge de un modo magistral en
su novela El hombre que amaba a los
perros. De hecho, no es casual esa presencia española: unos años antes del
asesinato de Trotski, en 1937, al mismo tiempo que los procesos de Moscú, se
exporta ese clima de terror que se vivía en Rusia a España y se persigue con
argumentos de contrarrevolución cualquier disidencia comunista, la de Andreu
Nin y los militantes del POUM, o revolucionaria, la de los anarquistas.
Martínez de Pisón habla de esa atmósfera turbia y enrarecida en Enterrar a los muertos. Por su parte, el
historiador francés Pierre Broué escribirá sobre las víctimas comunistas de
aquellos lustros, Comunistas contra
Stalin, un estudio pormenorizado de la represión estalinista.
Ese modelo autoritario,
absolutista, tiránico en muchos momentos, comenzó a derrumbarse con la caída
del muro de Berlín, por casualidad un 9 de noviembre, pero de 1989, dos días
después del revolucionario 7 de noviembre (25 de octubre del calendario juliano
utilizado en Rusia en aquel momento), como si el tiempo, caprichoso, quisiera
jugar con las fechas. Por el camino, además de aquellos procesos de Moscú y su
atmósfera turbia, tenemos la obsesiva Albania de Enver Hoxha, el culto a la
personalidad de Ceaucescu, la revolución cultural maoísta, los Khmers rojos de
Kampuchea. Permanece como pieza de un museo de la historia Corea del Norte. Hay
países, sí, nominalmente comunistas, como China, Laos o Vietnam, pero escapan
ya del modelo de entonces.
La caída de aquel modelo autoritario
estremeció también el mundo. Estaban ya en marcha los procesos neoliberales que
han transformado el capitalismo, iniciados por Tatcher o por Reagan y que ahora
son hegemónicos. Hubo quien planteó en la última década del siglo XX que, con
el fin del comunismo, el mismo concepto de historia variaba, se extinguía. Lo
cierto es que ha aumentado la precariedad y la pobreza, incluso en países
europeos que habían gozado de amplias políticas sociales. Olvidan sin duda que
lo que de verdad estremece al mundo es la falta de horizontes.
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