domingo, 15 de diciembre de 2024

Extrañamiento

 


Em que língua escrever

As histórias que ouvi contar?

 

Es lo que se pregunta Odete Semedo, poeta de Guinea Bissau, a la hora de decidir en qué lengua escribir, en cuál de los dos idiomas más hablados de su país puede expresar lo que siente y piensa, los sentimientos íntimos y las reflexiones, las descripciones físicas o las emocionales. Tiene que optar entre el crioulo, el idioma de comunicación habitual para una mayoría de los habitantes de Guinea, o el portugués, lengua oficial y académica del mismo.

Su poema em que língua escrever –na kal lingu he n na skribi nel, en su versión crioula representa a la perfección el conflicto de quienes han de comunicarse en la multiplicidad de expresiones culturales que existen en una gran mayoría de países, una contribución desde la periferia a un debate sin duda global.

Porque es algo que le ocurre a todos los escritores que viven en dos o más idiomas. Elegir uno responde sin duda a motivos íntimos. Sucede a veces que expresar según qué cosas en un idioma u otro, por muy arraigada que esté la lengua elegida, lleve a crear distancias respecto a lo descrito. Quien vive entre dos idiomas, o más, lo sabe. Claro que hay escritores que eligen incluso un tercer idioma como lengua literaria. Uno de los casos más llamativos, quizá, sea el de Joseph Conrad, autor nacido en Berdychiv, ciudad hoy ucraniana pero que estuvo a caballo entre Lituania, Polonia y el Imperio Ruso. De lengua materna polaca, Conrad escribió su obra en inglés.

La duda que plantea Odete Semedo responde a cierta sensación de desencuentro emocional. Hay aspectos de la vida que sólo brotan en uno de los idiomas. Emplear el otro o un tercero crea no poca extrañeza. Porque podemos hablar de extrañamiento a esta sensación de estar fuera de sí mismo al emplear una u otra lengua, un extrañamiento que se da en otras circunstancias, de un modo incluso enfermizo, a quienes sufren problemas de desregulación emocional y que desembocan en un proceso de despersonalización. No es el caso de los escritores de los que hablo, aunque persiste la extrañeza ante sí mismo y ante el mundo. En la teoría de la literatura, por lo demás, se habla de técnicas de extrañamiento a las planteadas por Víctor Shklovski para que el lector perciba la realidad circundante, lo cotidiano, lo conocido, como algo extraño, una mirada que de repente te saca de lo habitual a través de lo absurdo, lo exagerado o lo grotesco. Es una sensación, en este caso, que se crea desde el artefacto literario.



Sin embargo hay otro grado de extrañamiento, la de los escritores que parten de un país y desarrollan su vida en un tercero. Los motivos del desplazamiento son tan variados como los que se dan a nuestro alrededor y que afectan a millones de personas que hoy parten de sus países de origen para afincarse en otro lugar: la necesidad económica, la persecución ideológica, religiosa o de cualquier otra motivación, la búsqueda de una vida mejor. En la actualidad las crisis medioambientales pueden dar lugar por su parte a nuevos desplazamientos obligatorios. También, es verdad, que hay personas que parten por voluntad propia, por mera curiosidad o deseo de hacer mundo. En este grupo, desde luego, hay menos dramatismo, quizá se dé otro tipo de extrañamiento, pero vivir en otro país, con otros hábitos y otros idiomas, qué duda cabe, siempre va a crear esta sensación y que persistirá incluso cuando se vuelve al país propio tras una ausencia larga.

Lucía Hellín Nistal publicó el año pasado un estudio sobre ello, La literatura de los desplazados. Autores ectópicos y migración (Editorial Villa de Indianos). Realiza un análisis sesudo de esta literatura, con tantas situaciones particulares como autores haya, pero a todas luces con unas características comunes que permiten hablar de un tipo definido de literatura, con rasgos propios. En la segunda parte del libro, la autora nos habla de varios autores del desplazamiento, unos pocos casos, sin duda, pero muy representativos.

Entre los escritores españoles el extrañamiento se dio con frecuencia. José María Blanco White, afincado ya en Londres, habiendo partido por voluntad propia, pero no sin la amenaza evidente a su integridad, mediado por el conflicto entre liberalismo y tradicionalismo, entre afrancesamiento e inquisición, firmaría a veces en la prensa del destierro como Juan Sin tierra. Casi siglo y medio después, la guerra incivil produjo una oleada masiva de exiliados, muchos de ellos añorantes de una patria perdida que en ocasiones se convirtió también en una patria inexistente. «Una España idealizada, una España que no ha existido nunca», escribiría José Bergamín cuando regresó y se dio de bruces otra vez con el extrañamiento.

domingo, 1 de diciembre de 2024

José Bergamín

 


En 2008 el cantante vasco Urko sacó a la luz un álbum titulado Urko canta a José Bergamín en el que convierte en canción algunos poemas del escritor madrileño. Años después, en una entrevista en Radio Euskadi, el cantautor recordaba, cuando se le preguntó por su único disco en castellano, que a principios de los ochenta se cruzó alguna que otra vez con el poeta, afincado ya en Guipúzcoa, autoexiliado en la que consideraba la parte de España menos española, pero que nunca se atrevió a acercarse y hablar con el fantasma peregrino, como a veces se llamaba a sí mismo el escritor, editor y figura importante de la Generación del 27. Gonzalo Penalva empleó la palabra para titular su estudio sobre el autor, Tras las huellas de un fantasma. Aproximaciones a la figura de José Bergamín, publicado en 1985, apenas dos años después de la muerte del poeta.

Desde entonces algo se ha escrito y hablado de Bergamín, poco sin duda, menos de lo que correspondería a alguien tan crucial en la cultura española de la primera mitad del siglo XX. En 1936, a las puertas de la guerra (in)civil, recibió de manos de Federico García Lorca el manuscrito de Poeta en Nueva York para su publicación. Lo rescató de la guerra y del asesinato infame del poeta granadino. Lo publicaría años después en sendas ediciones aparecidas a la vez en México, en la Editorial Séneca fundada por Bergamín durante su exilio en aquel país, y en Nueva York, traducido por Rolfe Humphries en la editorial Norton. Sólo por esto debería recordársele, aunque José Bergamín fue mucho más y a nadie se le escapa que se trató de alguien que escribió, reflexionó, debatió y contribuyó a que los últimos lustros de la edad de plata de la cultura española fueran de verdad esplendorosos, antes de que la guerra lo afectara todo.

Claro que Bergamín podía actuar no pocas veces como alguien vacilante, no sin cierta perplejidad ante lo que debía hacer y lo que hacía, en una indecisión propia de quien se acerca a los problemas sociales y políticos quizá con una convicción repleta de dudas o puede que con esa incapacidad propia de ciertos pensadores para gestionar aspectos de la realidad. En todo caso, era un republicano convencido, su defensa inamovible de la República le trajo no pocos problemas cuatro décadas después, acabada la dictadura, pero en aquel momento, en la República, era un católico incómodo, desencajado, atrapado entre una Institución belicosa, «los anarquistas queman iglesia y los católicos queman la Iglesia», le escuchó decir a un cura amigo, y una rebeldía propia de una cierta tradición liberal española, heredera de los afrancesados decimonónicos. Fue compañero de viaje del PCE, a pesar de lo anterior, lo que le llevó a tomas de postura en ocasiones un tanto detestables, el caso POUM, por ejemplo. Largo Caballero le dio un puesto en el organigrama del Ministerio de Trabajo, Bergamín dimitió al poco tiempo, sin duda incómodo en un puesto gubernamental. Pero ese carácter recalcitrante le aisló mucho más, tras la muerte del dictador, cuando vio la deriva de la Transición. O quizá fuera ese arte que practicó con ahínco, el arte de quedarse solo, lo que le aisló en aquellos ocho años primeros de restauración democrática y monárquica.



Es así como llama Jorge Freire, «El arte de quedarse solo», el capítulo que dedica a José Bergamín en Los extrañados (Libros del Asteroide, 2024), una interesante reflexión sobre esta figura clave de la cultura española. La pluma es más peligrosa que la espada, escribe el filósofo, así debiera ser al menos, mejor nos hubiera ido a todos, aunque el silencio que ha envuelto a Bergamín parece cuestionar dicha afirmación. O quizá sea que la pluma suya quedó oculta entre el olvido a cualquier disidencia de la historia oficial, que se escribió entre silencios y acomodos, y ciertos compromisos y compañías del poeta, quien se movía peligrosamente en el escenario recién estrenado.

En 1977, cincuenta años después de la conmemoración a Luis de Góngora que dio nombre a la Generación del 27, Vicente Alexandre recibía el Premio Nobel de Literatura. Vivían aún otros poetas y escritores de esa generación, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, María Zambrano, Rafael Alberti y el citado José Bergamín. Todos recibieron de alguna manera u otra cierto reconocimiento público e institucional, salvo Bergamín, autoexiliado en Hondarribia, rebelde o irritado ante una realidad política y social que le ofendía y alteraba profundamente. Claro que España no es un país que guarde en su memoria mucha gratitud por las gentes de las letras. Sólo que es mayor el silencio alrededor de Bergamín, el poeta y editor, el columnista y el exiliado que añoró siempre su patria perdida. Él mismo pedía en uno de sus poemas que tras su muerte le tiraran a una fosa o le abandonaran en el campo. Le enterraron sus amigos Alfonso Sastre y Eva Forest, junto a un puñado de conocidos en aquel rincón de Guipúzcoa.

sábado, 23 de noviembre de 2024

Tánger


 

Lo dice Gonzalo Fernández Parrilla en su libro Al sur de Tánger, publicado por La línea del horizonte: «No lo podemos evitar, somos rehenes de la ficción». Hemos creado a nuestro alrededor un sinfín de palabras, de discursos heredados, de miradas al otro, de prejuicios o de idealizaciones, de nostalgias o de olvidos, de imágenes que se superponen y determinan la realidad, cualquier cosa que sea esto de la realidad y que siempre vamos forjando de otro modo, de manera deformada a menudo, a merced de intereses propios o ajenos. Se atribuye a Anaïs Nin la afirmación de que vemos las cosas no como son, sino como somos. Pero es posible que incluso lo que somos, la imagen de nosotros mismos, del yo si vamos al extremo, sea también una construcción forjada de muchas cosas. La vida, al fin, como el mundo del que hablaba Ciro Alegría, es ancha y ajena.

El profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Autónoma de Madrid subtitula su libro como un viaje a las culturas de Marruecos. Ese plural es muy acertado, todos los países tienen en realidad varias expresiones culturales, y no son necesariamente opuestas entre sí, aun cuando a veces estén contrapuestas. Añade el profesor Fernández Parrilla que «cuando una sed insaciable de exotismo acalla y oculta la realidad, nos convertimos en rehenes de nuestras fantasías». Eso lleva a que miremos al otro, individual o colectivo, instalado en un mero decorado que no se corresponde a lo real, ocurre con la imagen de Marruecos, país que nos intenta el autor mostrar en su libro breve aunque intenso, frente a una mirada fantasiosa, deformada, irreal, la de los colonizadores de antaño, que justificaban la ocupación, la de los viajeros bohemios que creaban sus vidas en la imaginación de lo exótico, la de los turistas de hogaño en busca de experiencias diferentes y huyendo tal vez de vidas mediocres o rutinarias. En medio, muchas otras miradas. No pocas veces la realidad o los indígenas disgustan porque no se corresponden a nuestros deseos, a lo que pretendemos contemplar. No pocas veces procuramos luego adaptar lo que hemos visto a lo que sostenemos que hemos visto, así, mediante una especie de calzador de realidades.

El turismo de masas actual, cuasi industrial, está cambiando la mirada del mundo. Claro que antes tampoco es que dicha mirada fuera más exacta. Muchas ciudades hoy son meras caricaturas de nuestras fantasías. Antes lo fueron de intereses políticos o mercantiles. Es algo que, por cierto, no sólo ocurre con los lugares que visitamos, es extrapolable a muchos otros ámbitos, incluso en los más personales. Suele decirse que nuestra opinión respecto a cualquier cosa depende de cómo nos vaya, puro subjetivismo o mera incapacidad de objetivar nuestro trato con lo que nos rodea. Quizá se trate de imposibilidad de ver lo general, que puede incluso no existir, tal vez sólo haya particularidades sin la perspectiva de vincularlas para componer algo global o de conjunto.  



Tánger se convierte de este modo en un paradigma de esa mirada al otro. Fue una ciudad internacional, sede de negocios y de espías, pero también de artistas y escritores. Paul Bowles vivió en ella y actuó de puente para que no pocos autores norteamericanos pasaran por el lugar. Muchos españoles nacieron y residieron en ella. Ángel Vázquez o Eduardo Haro Tecglén la retrataron con finura.  Mohamed Chukri la describió también de un modo descarnado. Tanto que su novela más conocida, El pan desnudo, fue prohibida durante años, las autoridades marroquíes no estaban dispuestas a comprometer la buena imagen del país, la que deseaban dar, no en vano fingían también una imagen de lo que querían ser como país, no de lo que se era. No podemos olvidar que la literatura es una buena forma de conocer la realidad, muchas veces mejor que las miradas en vivo y en directo, la de los colonizadores, la de los turistas, la de quienes pasan por allí en busca de exotismo. Fue Marx quien afirmó que había aprendido mucho más de economía en las novelas de Balzac que en los estudios sesudos de su época.

Todo ello se menciona en Al sur de Tánger. Un viaje a las culturas de Marruecos. Su autor acude a los escritores y poetas marroquíes, a sus músicos, a sus directores de cine y actores, a sus artistas para descubrir de pronto una realidad mucho más rica, a sus exotismos que también existen, que forman parte del mapa del país. O de los mapas, que sin duda quien viaje con curiosidad y atención puede confeccionar incluso varios. No siempre somos ni miramos del mismo modo.

Leer este libro invita a mirar también el lugar desde el cual se lee. Bilbao y su zona de influencia han recibido muchas miradas, dependiendo de épocas e intereses. La ciudad de los empresarios, de la gran burguesía. La ciudad de la clase trabajadora, activa y reivindicativa. La ciudad de los chabolistas de los que habla Ignacio López Simón y que se movían entre la esperanza y la desolación. La ciudad mestiza o la identitaria. La ciudad de Unamuno y la de Blas de Otelo. La ciudad mugrienta de la heroína. La ciudad conflictiva. La ciudad de los patriotas de distintas patrias. La ciudad de hoy, la de los turistas que amenazan con convertirla en otro parque temático como ya lo son tantas otras ciudades.

O de la ciudad que nos constituye, según el verso de Abderrahman El Fathi que recoge Fernández Parrilla en su libro, «Dentro de mí hay una ciudad».

domingo, 3 de noviembre de 2024

La sociedad natural

 


¿En qué momento la naturaleza y la sociedad (dígase también la civilización o el progreso humano) tomaron sendas diferentes, se separaron e incluso se convirtieron en enemigas? Nos lo planteamos muchos, como es lógico, desde nuestra época actual, tan distanciada de la naturaleza, pero a la vez tan añorante del paisaje natural, tal vez por saturación de lo urbano y lo tecnológico.

El escritor Juan Gómez Bárcena escribe al hablar sobre Horacio Quiroga y su búsqueda de la soledad que «La sociedad no ha sido una elección de nuestra especie, sino un destino. Por eso, cuando Quiroga se aísla en la selva y dice hacerlo siguiendo una vocación biológica o prehistórica, el regreso a lo salvaje, se está engañando a sí mismo. Ningún habitante del Paleolítico habría creído deseable aislarse a solas en el bosque, lejos de su tribu: nadie habría llamado vida a esa vida» (Mapa de soledades. Seix Barral). Es evidente, somos seres sociales, por necesidad, por supervivencia, por cooperación y por desarrollo. Poco después el mismo escritor nos recuerda que «(…) vivir en comunidad, aunque sea a la sombra de los rascacielos de Manhattan, es más natural que internarse a solas en Alaska con un rifle y una mochila de provisiones (…)». Porque la sociedad es lo natural en nuestra especie, también que las comunidades utilicen los recursos naturales y modifiquen el entorno para un desarrollo material que facilite su propio desarrollo.

Pero, ¿en qué momento estas comunidades se apartaron completamente de la naturaleza, se distanciaron de ella y la modificaron con intención de pergeñarla en beneficio colectivo o de una parte de la sociedad, cuando la sociedad se dividió primero en estamentos, luego en clases sociales?¿En qué momento se creyó que se podía dominar la naturaleza, destruirla incluso en beneficio del progreso? Además, esta idea de progreso que se esperaba ilimitado, muy propio de la revolución industrial y asumida por el capitalismo y el comunismo, llevó a pensar que todo estaba al servicio del entramado social, de una sociedad más y más compleja, de una producción perpetua con fuentes inagotables.

Es verdad que, al mismo tiempo que se iniciaba la industrialización en algunos lugares de Europa, surgía una necesidad de naturaleza. A finales del siglo XVIII, cuando aparecieron los primeros talleres, crecieron las ciudades, se necesitó cavar más la tierra para obtener carbón o hierro y se levantaron los primeros embriones de industrias más desarrolladas en su tecnología, se diseñaron jardines públicos que imitaban de un modo ordenado los bosques y el campo. Aparece también la necesidad de retorno a la naturaleza. El propio Juan Gómez Bárcena se refiere a ello en su libro, Mapas de soledades: «Otro mito que merece ser cuestionado es el que sostiene que el abandono de la ciudad es un retorno a la Naturaleza, una cesión a la llamada de lo salvaje. El malentendido viene de muy atrás. De los tiempos en que Hobbes, Locke o Rousseau apelaban al llamado Estado de la Naturaleza: una imagen de lo que presuntamente habría sido el ser humano antes de la creación de la sociedad».

No hay un ser humano previo a la sociedad. Lo que sí hay es una sociedad que se distancia de la naturaleza y la destruye en beneficio de ese becerro de oro en que se ha convertido el progreso ilimitado. Tampoco es un retorno a la naturaleza la estancia en los pueblos, el turismo rural, las casa adosadas junto a campas, rieras o playas, todos estos lugares se han convertido en extrarradio de la ciudad. Santiago Lorenzo nos presenta una sátira muy incisiva de esa urbanización de lo rural en Los asquerosos.



Sólo en Vizcaya hay ahora mismo tres proyectos que parten de esa idea de progreso ilimitado y que contradicen los discursos del crecimiento sostenible y dejan bien a las claras que alrededor del medioambiente no hay más que un discurso vacío, un ornamento que se pone y se quita según las necesidades económicas, los tres gestionados por la Diputación Foral: el traslado de MercaBilbao a las campas de Ortuella, uno de los pocos espacios verdes en las comarcas de Margen Izquierda y Meatzaldea; el subfluvial, un túnel bajo la ría para el tráfico rodado entre los dos márgenes del Nervión y que la propia Diputación Foral ha reconocido que incentivará la utilización de automóviles; y la construcción de un segundo Museo Guggenheim en la reserva de la biosfera de Urdaibai. Sólo en una provincia pequeña, recuérdese, en pleno debate sobre la crisis climática, cuando de lo que tendríamos que hablar es sobre el paradigma del desarrollo, el crecimiento y los modelos de relación con la naturaleza.

El desastre actual en Valencia es un nuevo escalón en esta reflexión sobre modelos de crecimiento y desarrollo de nuestras sociedades alejadas de la naturaleza, un recordatorio cruel del momento en que estamos. Para colmo, la reacción de las administraciones públicas ante el desastre, se conocía la intensidad de la gota fría horas e incluso días antes de producirse, ha dejado mucho que desear, la población ha quedado por completo desasistida. Incluso ha habido grandes empresas que no tuvieron en cuenta lo que se avecinaba y que no permitieron a sus trabajadores abandonar sus puestos, sus beneficios por encima, una vez más, de la propia vida humana. Estamos ante un verdadero crimen social. Un crimen que perdurará si no se cuestiona el (des)orden del modelo social existente.

jueves, 17 de octubre de 2024

Más allá de lo evidente

 


En la noche del 1 al 2 de enero de 1892 Guy de Maupassant intenta suicidarse. Unos pocos días antes le escribe a su amigo Henri Cazalis, médico y escritor, una carta que tiene a todas luces un claro tono de despedida. En ella le cuenta que se siente perdido, instalado en la agonía, loco. Habla de la muerte inminente. Mariane Bury, especialista en la obra de Maupassant, califica de patéticas tales líneas. Pero sin duda el estado mental y anímico del autor tiende a ello, muestra bien a las claras todo lo lúgubre e infausto que ha llegado a sentir en su vida.

Nunca fue la alegría de la huerta, todo hay que decirlo, le domina siempre una visión funesta de la realidad, es pesimista, le vence el fatalismo. No en vano una de sus experiencias de juventud tuvo que ver con las consecuencias de la guerra. Vive en París, Francia se enfrenta en los campos de batalla con Prusia y los combates comienzan a ser sangrientos. No tendrán desde luego el grado de crueldad de la Gran Guerra, cuarenta y cuatro años después, pero se apuntan maneras. Asistir a la guerra con veinte años marca al joven Guy, es evidente, más cuando se tiene una mirada observadora y atenta, se es además sensible, se apreciará en sus muchos artículos en la prensa francesa, crónicas mordaces de la vida literaria o del mundo que le rodea, en algunas ocasiones con cierta tendencia a un canibalismo inteligente, canibalismo elevado a las bellas artes, según Andrés Barba. Sus artículos, muchos de ellos sardónicos, no ocultan en ocasiones cierta negatividad que se mostrará de un modo más claro en no pocos de sus relatos, aquellos con claros toques de terror, de angustia, de razón que a todas luces naufraga y desemboca en la sinrazón, fruto todo ello de una enorme sensibilidad.

No es el único escritor que refleja en sus textos todo ese desasosiego. En Francia están Barbey d´Aurevilly, Villiers de l´Isle-Adam o Catulle Mendés, que comparten con él esa voluntad de ir más allá de lo evidente, de confrontarse a todo el horror de la realidad. Baudelaire, por su parte, ha traducido a Edgar Allan Poe. El escritor alemán E.T.A. Hoffman, que escribe en pleno salto del siglo XVIII al XIX es también de sobras conocido en Francia. Lo fantástico y el misterio, el terror y lo lúgubre parecen más elementos propios del romanticismo, Maupassant vive no obstante en plena época de realismo y naturalismo. Su gran maestro es Gustave Flaubert. Se relaciona, entre otros, con Balzac y Zola. Recorre Paris y charla de literatura con su gran amigo Turgueniev, que le traducirá al ruso. Lo real es la materia prima de la literatura.

Además, estamos en un momento de vigencia del paradigma del progreso. La revolución industrial ha dado todo el poder económico, social y político a la burguesía, entusiasmada por un modelo de vida cada vez más lustroso, los burgueses gustan de la vida de postín en los cafés, en los teatros, en la ópera, Bretaña o Biarritz son ya los destinos preferidos para el ocio y el descanso, se idealiza de un modo ridículo la naturaleza, lo exótico impresiona a los ciudadanos, deseosos de nuevas sensaciones. Paris deviene uno de los faros del mundo. Pero esa burguesía no es la única en esperar un mundo más brillante y propicio, los revolucionarios también confían en que el mundo va camino a la prosperidad, al progreso y a la justicia social, sólo se necesita la transformación social.

¿Por qué entonces ese fatalismo de Maupassant, esa mirada de terror y de cruel fantasía?

Ni siquiera busca en la descripción de lo lóbrego la vía emancipadora de los de abajo. El suyo es la pesadilla ante una realidad que no oculta lo siniestro tras las cortinas rojas de los salones burgueses. Sus personajes, los patronos y los rentistas, los funcionarios y los lacayos que aparecen en sus relatos y novelas no dejan de sentir el desasosiego ante un mundo que nunca es lo que parece y tampoco acaban de creerse que la vida vaya a ser algún día mucho mejor, más bien al contrario.



Coincide, sin saber hasta qué punto es un factor que explica esa mirada desasosegante, la crisis de ciertos valores, como los religiosos. Se anuncia la muerte de Dios y resulta evidente que las tradiciones cristianas son a menudo meras referencias simbólicas, los oficios religiosos del domingo devienen un acto social más. Surge al mismo tiempo el espiritismo, actividad además en boga, y teosofías varias que responden más a una banalización de la teología. «Cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa». Se atribuye a Chesterton esta afirmación

Parecen contener, en definitiva, los textos de Maupassant las pesadillas venideras, las de un siglo XX que ve destrozadas definitivamente las utopías, convertidas en tiranías a golpe de represión y frustración, posibilismo lo llamará alguno, un infierno en la tierra en vez del paraíso esperado, el progreso acaba diluido en una vana esperanza, como mínimo, de mantener el mundo conocido, o mejor dicho de conservar los privilegios alcanzados por unos pocos frente a las masas de los desposeídos.

El siglo XXI no es mucho mejor. La crueldad del mundo y de la guerra sigue latente, como si de nada hubiera servido lo ocurrido en el siglo pasado. Los cuentos de Maupassant nos vuelven a perturbar, nos recuerdan el vacío latente y cotidiano.

Guy de Maupassant morirá año y medio después de su intento de suicidio. Desde entonces está internado en la casa de salud del doctor Blanche. Qué simbólico el apellido del doctor, como si se refiriera a la luz blanquecina y malsana del mundo, la que hay en los hospitales y las residencias sanitarias. Sigue sintiendo el escritor que la razón se le escapa, que se resquebraja su estado de ánimo y la conciencia es fuente de pesadumbre y dolor.

Sería bonito pensar que tal vez se acordase entonces de aquel inglés algo enclenque al que salvó de morir ahogado en las aguas normandas y que resultó ser el poeta decadente Allgernon Swinburne, uno de esos autores que en público tanto escandalizó a los bienpensantes, aunque muchos lo leyeran con deleite en privado.

sábado, 21 de septiembre de 2024

Chabolas posmodernas


 

Que al alba hubiese techo, que la chabola estuviera cubierta a la alborada, de lo contrario se derribaría sin remedio. La policía estaba sobre aviso. Era cosa sabida en todas las grandes ciudades, allí donde se establecían los poblados chabolistas, a sus afueras y a veces incluso en la propia urbe. En realidad no existía una ley que así lo estableciera. En ningún sitio estaba dicho que las chabolas sin tejado al amanecer se demoliesen y se respetaran las que lo tuvieran. Si había algo en concreto, era la prohibición de edificar fuera de la ley, no se permitía la construcción de edificaciones de cualquier tipo que no estuvieran previstas por las normativas urbanísticas o de vivienda. Por tanto, ninguna chabola o grupo de chamizos era legal.

Sin embargo, miles de personas acudían a las ciudades principales de España, desde inicios de los cincuenta salían del campo para ir a las mismas. Eran los desertores del arado, los que no encontraban acomodo en los trabajos agrícolas en los que abundaban las condiciones paupérrimas, en regiones sujetas a unas relaciones de poder opresivas, despóticas, apenas habían pasado poco más de diez años desde que acabara la guerra que había dejado señalado bien a las claras, una vez más, quién mandaba en el país, cómo se organizaban las cosas en Andalucía o Extremadura, en las dos Castillas. Se impuso de nuevo el orden de este mundo, quedaba claro quiénes eran los de arriba y quiénes los de abajo. Siempre había sido así y siempre lo sería, no cabían veleidades reformistas, mucho menos revolucionarias. En sus primeros escritos, en algunos relatos, Miguel Delibes describe las cuadrillas de campesinos sin tierra que recorrían Castilla para ponerse al servicio de los propietarios, de los latifundistas. Luego escribiría Los santos inocentes, adaptada al cine por Mario Camus, donde se narra con crudeza la vida de una familia al servicio de un cortijo. Dos de los hijos de Paco “el bajo” acaban marchándose a Madrid, una hija a servir y un hijo a trabajar en un taller.

Muchos de quienes llegaban no encontraron vivienda. Era un problema al acabar la guerra, durante la década de los cuarenta, hallar un lugar donde vivir. Lo seguiría siendo durante todo el franquismo, a pesar de los planes urbanísticos y desarrollistas sobre todo en los sesenta, que pudieron facilitar vivienda, aunque no resolvió la precariedad cotidiana. Hay dos novelas que reflejan muchos de los problemas: El pisito, de Rafael Azcona, llevado también al cine, y Los enanos, de Concha Alós. Hay que señalar que muchos de los recién llegados se lanzaban a la aventura, sin trabajo previo, muchas veces acudían a la llamada de algún pariente o sabían de vecinos de sus lugares de origen que les pudieran ayudar a establecerse. Se sabía que había trabajo, las regiones industriales se recuperaban y había necesidad de mano de obra. Pero llegaban del campo con lo puesto, sin dinero ni lugar para alquilar, ni siquiera tenían muchos de ellos para pagar una habitación. Era además mucha gente. Entre 1950 y 1975 llegaron a Bilbao y a su área metropolitana casi medio millón de personas, a una zona que tenía en 1950 poco más de trescientos mil habitantes.

De allí que aparecieran las chabolas. El régimen era consciente del problema de la vivienda a la par que de lo urgente que era disponer de mano de obra en Bilbao, Barcelona o Madrid, principalmente. Era imposible armonizar ambas cuestiones, así que se optó por hacer en cierto modo la vista gorda y permitir que se levantaran las chozas de madera o de hojalata. No eran legales, pero derribarlas a buenas y primeras podía desmotivar la llegada de nuevas hornadas de gente, y esto afectaría a la industria. Con el tiempo, serviría para aparentar los buenos sentimientos del régimen al construir barrios enteros que sustituyeran los poblados. Dice la leyenda que en un viaje del Caudillo a Bilbao, una ciudad donde desde cualquier punto se ven las montañas que la circundan, el dictador contempló desde el coche las construcciones y preguntó por ellas. Le dijeron que eran chabolas, casi todas las montañas contenían un poblado, y entonces ordenó resolver de inmediato aquella situación. En 1961 Jorge Grau realizó un documental, Ocharcoaga, en el que se cuenta el nacimiento de este barrio donde se alojarían los chabolistas. Llama la atención el tono comprensivo del problema chabolista y el paternalismo con que se actuó con los pobladores, aunque en algún caso se acudió a la policía para obligar el desmontaje de estos suburbios. Aquí sí que se echó a la ley frente a la permisibilidad en la construcción de las chabolas.



Al principio de la película El 47, de Marcel Barrena, se menciona lo de no derribar los chamizos que tuvieran techo en la amanecida. De este modo se establecieron los poblados, el de Torre Barró en Barcelona y muchos otros a lo largo de todo el país. Poco a poco se establecieron casas más estables, modestas aunque mejor que las de madera y hojalata, de piedra o de ladrillo, y se comenzaron a recibir algunos servicios, aunque no todos. Surgieron las primeras movilizaciones para reclamar mejoras en los que ya se consideraban barriadas o primeros núcleos de futuros barrios. Aparecieron las primeras asociaciones vecinales. Una de las primeras fue la de José Obrero, en el poblado chabolista de Uretamendi, en Bilbao. Lo cuenta Iñigo López Simón en Este barrio de barrio. Una historia del chabolismo en Bilbao (editorial Txalaparta, 2023).

Luego llegaría el llamado chabolismo vertical, los barrios como el citado de Otxarkoaga, Puente de Vallecas o Villaverde en Madrid, La Mina en Barcelona o las Tres Mil Viviendas en Sevilla. Con el tiempo, el país mejoraría en lo económico, se asentaría una mentalidad de clase media, más ideal que real, al igual que bajo el franquismo se fomentaría la propiedad de la vivienda, una forma de atajar veleidades revolucionarias, quien tiene propiedades que perder no se lanza a aventurismos sociales, aunque la colleja de la crisis del 2008 dejó bien a las claras lo peligroso de las burbujas inmobiliarias. El absurdo de la situación se reflejó en la película Os fenómenos (2014), de Alfonso Zarauza, donde la protagonista, hipotecada a niveles astronómicos, le recrimina a su pareja que siga viviendo en una furgoneta, que está fuera de la realidad, le dice, cuando ella asume, como gran parte del país, vivir por encima de sus posibilidades, endeudarse hasta niveles irreales, algo fomentado por las administraciones, la industria inmobiliaria y la mentalidad dominante, cualquier cosa que sea esto.  

Ahora volvemos a encontrarnos con lo mismo, con precios inasumibles, la necesidad cada vez mayor de compartir vivienda, Coliving lo llaman los posmodernos, haciendo de la necesidad virtud, problema sistémico este de la vivienda al parecer irresoluble en el paraíso español.

 

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Hijos del desastre

 


Pierre Lemaitre nos ofrece en su trilogía los hijos del desastre un buen retrato de época, el periodo entre el final de la gran guerra y el inicio de la segunda guerra mundial. Como cualquier otro país, Francia se debate entre una crisis inherente al espejismo que es todo sistema, con unas relaciones de poder que no disimulan una profunda miseria moral, y la grandeza, la grandeur, con que intenta presentarse al mundo y ensalzarse a sí misma como sociedad. En medio, sus personajes intentan salir adelante, no son héroes, tampoco unos gañanes absolutos, no son congruentes o uniformes, sino que actúan como seres rectos en ocasiones, disipados a veces, influidos sin duda, o reflejo tal vez, de un mundo que desde luego nunca es como debiera ni como desearíamos. Hasta qué punto actúan determinados por la realidad, cualquier cosa que sea esto de la realidad, o son así por sí mismo, inevitable preguntárselo.

Forman la trilogía tres novelas, Au delá, là-haut (Nos vermos allá arriba), Couleurs de l´incendie  (Los colores del incendio) y Miroir de nos peines (Espejo de nuestras penas), y están publicadas en francés por la editorial Albin Michel y en castellano por Salamandra. Con una prosa ágil, asistimos a la vorágine de unos años y a unas tramas que no nos dejan indiferentes, atrapan sin duda e interpelan las tres novelas a pensarnos como sociedad, a reconocer los lazos estrechos, no siempre evidentes, pero reales, entre vida individual y vida colectiva.

Al lector español sin duda le sonarán no pocas de las cuestiones planteadas, los ecos de ciertos debates siguen vigentes hoy, como ecos de hechos que se reproducen en cualquier tiempo y en cualquier lugar, pero que además se dan con no poca tenacidad aquí y ahora. Porque la trilogía tiene como trasfondo, como tema importante, como escenario incluso, el de la corrupción, una corrupción generalizada y que Pierre Lemaitre nos muestra en muchos ámbitos, el político, el empresarial, el del ejército, el de la vida cotidiana incluso. A todas luces en España se sabe mucho de ello, de corrupción, da la impresión de que el país entero se asienta sobre una tremenda maquinaria corrupta y que no parece fácil desmontar. Además España creó la picaresca, esa traslación de la corrupción a lo cotidiano, las corruptelas del día a día, forma propia y muy particular de buscarse la vida.

No sabemos si la corrupción es algo que forma parte de eso que llaman la naturaleza de los pueblos, inherente a ciertas sociedades, enraizada como una característica más, casi una institución. Sin duda, corrupciones y corruptelas han existido y existen en todos los países, quizá es incluso algo congénito a cualquier relación de poder, aunque cuesta imaginarlas en sociedades que consideramos más éticas. Claro que, en esta visión de las sociedades, la mirada desvirtúa no poco la realidad, aquí también se aplica aquello de ver según somos. O como pretendemos que sean. Recuérdese que un país como Alemania, centro de filosofía, de ética, baluarte de la música y de la civilidad, país al que atribuimos, no sin razón, el don de la eficacia, llevó a cabo uno de los mayores genocidios conocido, con un régimen ignominioso donde la corrupción se volvió incluso norma. De ello no ha pasado aún cien años y parece que volvemos a las andadas.



Incluso en el actual debate fiscal en España hay un claro eco de la corrupción. No se plantea de modo explícito, pero sin duda no pocos tenemos en cuenta el festín de corrupción desencadenada en todo el país a lo largo de lustros. Ni siquiera hay que estar muy al tanto de la actualidad para saber de lo que hablamos, España casi como un queso Gruyere de envilecimiento desenfrenado. Del que por cierto no está exento Cataluña, donde aquí también impera una vieja imagen que intenta marcar diferencias. Pero ahí está el clan de los Pujol, por dar un ejemplo, hay más, para demostrarnos que no hay imagen que valga, que la realidad es tozuda en desmentir hechos diferenciales, que al fin y al cabo hay un poso de igualdad entre los pueblos. Un universal.

Hay una lectura sociopolítica de Los hijos del desastre, las tres novelas son un espejo de las sociedades europeas del siglo XX a partir de un caso particular, con ecos que nos alcanzan hoy, es imposible no reflexionar tras su lectura sobre nuestro modelo político y económico, sobre la naturaleza de las cosas. Sus personajes se mueven en un mundo ávido, vehemente, que los arrastra. Pierre Lemaitre, no obstante, no los juzga, nos los muestra tal cual, del modo como se producen los hechos, sin justificarlos, legitimarlos ni inculparlos, allá cada cual para deducir lo que haría en sus circunstancias. Lo que sí nos muestra, y eso ya de por sí una toma de postura, es una realidad con demasiados claroscuros sobre el que tenemos que reflexionar. O tal vez asumir.