¿En qué momento la
naturaleza y la sociedad (dígase también la civilización o el progreso humano)
tomaron sendas diferentes, se separaron e incluso se convirtieron en enemigas? Nos
lo planteamos muchos, como es lógico, desde nuestra época actual, tan
distanciada de la naturaleza, pero a la vez tan añorante del paisaje natural,
tal vez por saturación de lo urbano y lo tecnológico.
El escritor Juan Gómez
Bárcena escribe al hablar sobre Horacio Quiroga y su búsqueda de la soledad que
«La sociedad no ha sido una elección de
nuestra especie, sino un destino. Por eso, cuando Quiroga se aísla en la selva
y dice hacerlo siguiendo una vocación biológica o prehistórica, el regreso a lo
salvaje, se está engañando a sí mismo. Ningún habitante del Paleolítico habría
creído deseable aislarse a solas en el bosque, lejos de su tribu: nadie habría
llamado vida a esa vida» (Mapa de
soledades. Seix Barral). Es evidente, somos seres sociales, por necesidad,
por supervivencia, por cooperación y por desarrollo. Poco después el mismo escritor
nos recuerda que «(…) vivir en comunidad,
aunque sea a la sombra de los rascacielos de Manhattan, es más natural que
internarse a solas en Alaska con un rifle y una mochila de provisiones (…)».
Porque la sociedad es lo natural en nuestra especie, también que las
comunidades utilicen los recursos naturales y modifiquen el entorno para un
desarrollo material que facilite su propio desarrollo.
Pero, ¿en qué momento
estas comunidades se apartaron completamente de la naturaleza, se distanciaron
de ella y la modificaron con intención de pergeñarla en beneficio colectivo o
de una parte de la sociedad, cuando la sociedad se dividió primero en estamentos,
luego en clases sociales?¿En qué momento se creyó que se podía dominar la
naturaleza, destruirla incluso en beneficio del progreso? Además, esta idea de
progreso que se esperaba ilimitado, muy propio de la revolución industrial y
asumida por el capitalismo y el comunismo, llevó a pensar que todo estaba al
servicio del entramado social, de una sociedad más y más compleja, de una
producción perpetua con fuentes inagotables.
Es verdad que, al mismo
tiempo que se iniciaba la industrialización en algunos lugares de Europa, surgía
una necesidad de naturaleza. A finales del siglo XVIII, cuando aparecieron los
primeros talleres, crecieron las ciudades, se necesitó cavar más la tierra para
obtener carbón o hierro y se levantaron los primeros embriones de industrias
más desarrolladas en su tecnología, se diseñaron jardines públicos que imitaban
de un modo ordenado los bosques y el campo. Aparece también la necesidad de
retorno a la naturaleza. El propio Juan Gómez Bárcena se refiere a ello en su
libro, Mapas de soledades: «Otro mito que merece ser cuestionado es el
que sostiene que el abandono de la ciudad es un retorno a la Naturaleza, una
cesión a la llamada de lo salvaje. El malentendido viene de muy atrás. De los
tiempos en que Hobbes, Locke o Rousseau apelaban al llamado Estado de la
Naturaleza: una imagen de lo que presuntamente habría sido el ser humano antes
de la creación de la sociedad».
No hay un ser humano
previo a la sociedad. Lo que sí hay es una sociedad que se distancia de la
naturaleza y la destruye en beneficio de ese becerro de oro en que se ha
convertido el progreso ilimitado. Tampoco es un retorno a la naturaleza la
estancia en los pueblos, el turismo rural, las casa adosadas junto a campas,
rieras o playas, todos estos lugares se han convertido en extrarradio de la
ciudad. Santiago Lorenzo nos presenta una sátira muy incisiva de esa
urbanización de lo rural en Los
asquerosos.
Sólo en Vizcaya hay ahora
mismo tres proyectos que parten de esa idea de progreso ilimitado y que
contradicen los discursos del crecimiento sostenible y dejan bien a las claras
que alrededor del medioambiente no hay más que un discurso vacío, un ornamento
que se pone y se quita según las necesidades económicas, los tres gestionados
por la Diputación Foral: el traslado de MercaBilbao a las campas de Ortuella,
uno de los pocos espacios verdes en las comarcas de Margen Izquierda y
Meatzaldea; el subfluvial, un túnel bajo la ría para el tráfico rodado entre
los dos márgenes del Nervión y que la propia Diputación Foral ha reconocido
que incentivará la utilización de automóviles; y la construcción de un segundo
Museo Guggenheim en la reserva de la biosfera de Urdaibai. Sólo en una
provincia pequeña, recuérdese, en pleno debate sobre la crisis climática,
cuando de lo que tendríamos que hablar es sobre el paradigma del desarrollo, el
crecimiento y los modelos de relación con la naturaleza.
El desastre actual en
Valencia es un nuevo escalón en esta reflexión sobre modelos de crecimiento y
desarrollo de nuestras sociedades alejadas de la naturaleza, un recordatorio
cruel del momento en que estamos. Para colmo, la reacción de las
administraciones públicas ante el desastre, se conocía la intensidad de la gota
fría horas e incluso días antes de producirse, ha dejado mucho que desear, la
población ha quedado por completo desasistida. Incluso ha habido grandes
empresas que no tuvieron en cuenta lo que se avecinaba y que no permitieron a
sus trabajadores abandonar sus puestos, sus beneficios por encima, una vez más,
de la propia vida humana. Estamos ante un verdadero crimen social. Un crimen
que perdurará si no se cuestiona el (des)orden del modelo social existente.
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