Em que língua escrever
As
histórias que ouvi contar?
Es lo que se pregunta Odete
Semedo, poeta de Guinea Bissau, a la hora de decidir en qué lengua escribir, en
cuál de los dos idiomas más hablados de su país puede expresar lo que siente
y piensa, los sentimientos íntimos y las reflexiones, las descripciones físicas
o las emocionales. Tiene que optar entre el crioulo, el idioma de comunicación
habitual para una mayoría de los habitantes de Guinea, o el portugués, lengua
oficial y académica del mismo.
Su poema em que língua escrever –na kal lingu he n na
skribi nel, en su versión crioula –
representa a la perfección el conflicto de quienes han de comunicarse en la multiplicidad
de expresiones culturales que existen en una gran mayoría de países, una
contribución desde la periferia a un debate sin duda global.
Porque es algo que le ocurre
a todos los escritores que viven en dos o más idiomas. Elegir uno responde sin
duda a motivos íntimos. Sucede a veces que expresar según qué cosas en un
idioma u otro, por muy arraigada que esté la lengua elegida, lleve a crear
distancias respecto a lo descrito. Quien vive entre dos idiomas, o más, lo
sabe. Claro que hay escritores que eligen incluso un tercer idioma como lengua
literaria. Uno de los casos más llamativos, quizá, sea el de Joseph Conrad,
autor nacido en Berdychiv, ciudad hoy ucraniana pero que estuvo a caballo entre
Lituania, Polonia y el Imperio Ruso. De lengua materna polaca, Conrad escribió
su obra en inglés.
La duda que plantea Odete
Semedo responde a cierta sensación de desencuentro emocional. Hay aspectos de
la vida que sólo brotan en uno de los idiomas. Emplear el otro o un tercero
crea no poca extrañeza. Porque podemos hablar de extrañamiento a esta sensación
de estar fuera de sí mismo al emplear una u otra lengua, un extrañamiento que
se da en otras circunstancias, de un modo incluso enfermizo, a quienes sufren
problemas de desregulación emocional y que desembocan en un proceso de
despersonalización. No es el caso de los escritores de los que hablo, aunque
persiste la extrañeza ante sí mismo y ante el mundo. En la teoría de la
literatura, por lo demás, se habla de técnicas de extrañamiento a las planteadas
por Víctor Shklovski para que el lector perciba la realidad circundante, lo
cotidiano, lo conocido, como algo extraño, una mirada que de repente te saca de
lo habitual a través de lo absurdo, lo exagerado o lo grotesco. Es una
sensación, en este caso, que se crea desde el artefacto literario.
Sin embargo hay otro
grado de extrañamiento, la de los escritores que parten de un país y
desarrollan su vida en un tercero. Los motivos del desplazamiento son tan
variados como los que se dan a nuestro alrededor y que afectan a millones de
personas que hoy parten de sus países de origen para afincarse en otro lugar:
la necesidad económica, la persecución ideológica, religiosa o de cualquier
otra motivación, la búsqueda de una vida mejor. En la actualidad las crisis
medioambientales pueden dar lugar por su parte a nuevos desplazamientos
obligatorios. También, es verdad, que hay personas que parten por voluntad
propia, por mera curiosidad o deseo de hacer mundo. En este grupo, desde luego,
hay menos dramatismo, quizá se dé otro tipo de extrañamiento, pero vivir en
otro país, con otros hábitos y otros idiomas, qué duda cabe, siempre va a crear
esta sensación y que persistirá incluso cuando se vuelve al país propio tras
una ausencia larga.
Lucía Hellín Nistal
publicó el año pasado un estudio sobre ello, La literatura de los desplazados. Autores ectópicos y migración
(Editorial Villa de Indianos). Realiza un análisis sesudo de esta literatura,
con tantas situaciones particulares como autores haya, pero a todas luces con
unas características comunes que permiten hablar de un tipo definido de
literatura, con rasgos propios. En la segunda parte del libro, la autora nos
habla de varios autores del desplazamiento, unos pocos casos, sin duda, pero
muy representativos.
Entre los escritores
españoles el extrañamiento se dio con frecuencia. José María Blanco White,
afincado ya en Londres, habiendo partido por voluntad propia, pero no sin la
amenaza evidente a su integridad, mediado por el conflicto entre liberalismo y
tradicionalismo, entre afrancesamiento e inquisición, firmaría a veces en la
prensa del destierro como Juan Sin tierra. Casi siglo y medio después, la
guerra incivil produjo una oleada masiva de exiliados, muchos de ellos
añorantes de una patria perdida que en ocasiones se convirtió también en una
patria inexistente. «Una España idealizada, una España que no ha existido
nunca», escribiría José Bergamín cuando regresó y se dio de bruces otra vez con
el extrañamiento.
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