En 2008 el cantante vasco
Urko sacó a la luz un álbum titulado Urko
canta a José Bergamín en el que convierte en canción algunos poemas del
escritor madrileño. Años después, en una entrevista en Radio Euskadi, el
cantautor recordaba, cuando se le preguntó por su único disco en castellano,
que a principios de los ochenta se cruzó alguna que otra vez con el poeta,
afincado ya en Guipúzcoa, autoexiliado en la que consideraba la parte de España
menos española, pero que nunca se atrevió a acercarse y hablar con el fantasma peregrino, como a veces se
llamaba a sí mismo el escritor, editor y figura importante de la Generación del
27. Gonzalo Penalva empleó la palabra para titular su estudio sobre el autor, Tras las huellas de un fantasma.
Aproximaciones a la figura de José Bergamín, publicado en 1985, apenas dos
años después de la muerte del poeta.
Desde entonces algo se ha
escrito y hablado de Bergamín, poco sin duda, menos de lo que correspondería a
alguien tan crucial en la cultura española de la primera mitad del siglo XX. En
1936, a las puertas de la guerra (in)civil, recibió de manos de Federico García
Lorca el manuscrito de Poeta en Nueva
York para su publicación. Lo rescató de la guerra y del asesinato infame
del poeta granadino. Lo publicaría años después en sendas ediciones aparecidas
a la vez en México, en la Editorial Séneca fundada por Bergamín durante su
exilio en aquel país, y en Nueva York, traducido por Rolfe Humphries en la editorial Norton. Sólo por esto
debería recordársele, aunque José Bergamín fue mucho más y a nadie se le escapa
que se trató de alguien que escribió, reflexionó, debatió y contribuyó a que
los últimos lustros de la edad de plata de la cultura española fueran de verdad
esplendorosos, antes de que la guerra lo afectara todo.
Claro que Bergamín podía actuar no pocas veces como alguien vacilante,
no sin cierta perplejidad ante lo que debía hacer y lo que hacía, en una
indecisión propia de quien se acerca a los problemas sociales y políticos quizá
con una convicción repleta de dudas o puede que con esa incapacidad propia de
ciertos pensadores para gestionar aspectos de la realidad. En todo caso, era un
republicano convencido, su defensa inamovible de la República le trajo no pocos
problemas cuatro décadas después, acabada la dictadura, pero en aquel momento,
en la República, era un católico incómodo, desencajado, atrapado entre una Institución
belicosa, «los anarquistas queman iglesia y los católicos queman la Iglesia», le
escuchó decir a un cura amigo, y una rebeldía propia de una cierta tradición
liberal española, heredera de los afrancesados decimonónicos. Fue compañero de
viaje del PCE, a pesar de lo anterior, lo que le llevó a tomas de postura en
ocasiones un tanto detestables, el caso POUM, por ejemplo. Largo Caballero le
dio un puesto en el organigrama del Ministerio de Trabajo, Bergamín dimitió al
poco tiempo, sin duda incómodo en un puesto gubernamental. Pero ese carácter
recalcitrante le aisló mucho más, tras la muerte del dictador, cuando vio la
deriva de la Transición. O quizá fuera ese arte que practicó con ahínco, el
arte de quedarse solo, lo que le aisló en aquellos ocho años primeros de
restauración democrática y monárquica.
Es así como llama Jorge Freire, «El arte de quedarse solo», el capítulo
que dedica a José Bergamín en Los extrañados
(Libros del Asteroide, 2024), una interesante reflexión sobre esta figura clave
de la cultura española. La pluma es más peligrosa que la espada, escribe el
filósofo, así debiera ser al menos, mejor nos hubiera ido a todos, aunque el
silencio que ha envuelto a Bergamín parece cuestionar dicha afirmación. O quizá
sea que la pluma suya quedó oculta entre el olvido a cualquier disidencia de la
historia oficial, que se escribió entre silencios y acomodos, y ciertos compromisos
y compañías del poeta, quien se movía peligrosamente en el escenario recién
estrenado.
En 1977, cincuenta años después de la conmemoración a Luis de Góngora
que dio nombre a la Generación del 27, Vicente Alexandre recibía el Premio
Nobel de Literatura. Vivían aún otros poetas y escritores de esa generación,
Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, María Zambrano, Rafael Alberti y
el citado José Bergamín. Todos recibieron de alguna manera u otra cierto
reconocimiento público e institucional, salvo Bergamín, autoexiliado en
Hondarribia, rebelde o irritado ante una realidad política y social que le ofendía
y alteraba profundamente. Claro que España no es un país que guarde en su
memoria mucha gratitud por las gentes de las letras. Sólo que es mayor el
silencio alrededor de Bergamín, el poeta y editor, el columnista y el exiliado que añoró siempre su patria perdida. Él
mismo pedía en uno de sus poemas que tras su muerte le tiraran a una fosa o le
abandonaran en el campo. Le enterraron sus amigos Alfonso Sastre y Eva Forest,
junto a un puñado de conocidos en aquel rincón de Guipúzcoa.
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