sábado, 21 de septiembre de 2024

Chabolas posmodernas


 

Que al alba hubiese techo, que la chabola estuviera cubierta a la alborada, de lo contrario se derribaría sin remedio. La policía estaba sobre aviso. Era cosa sabida en todas las grandes ciudades, allí donde se establecían los poblados chabolistas, a sus afueras y a veces incluso en la propia urbe. En realidad no existía una ley que así lo estableciera. En ningún sitio estaba dicho que las chabolas sin tejado al amanecer se demoliesen y se respetaran las que lo tuvieran. Si había algo en concreto, era la prohibición de edificar fuera de la ley, no se permitía la construcción de edificaciones de cualquier tipo que no estuvieran previstas por las normativas urbanísticas o de vivienda. Por tanto, ninguna chabola o grupo de chamizos era legal.

Sin embargo, miles de personas acudían a las ciudades principales de España, desde inicios de los cincuenta salían del campo para ir a las mismas. Eran los desertores del arado, los que no encontraban acomodo en los trabajos agrícolas en los que abundaban las condiciones paupérrimas, en regiones sujetas a unas relaciones de poder opresivas, despóticas, apenas habían pasado poco más de diez años desde que acabara la guerra que había dejado señalado bien a las claras, una vez más, quién mandaba en el país, cómo se organizaban las cosas en Andalucía o Extremadura, en las dos Castillas. Se impuso de nuevo el orden de este mundo, quedaba claro quiénes eran los de arriba y quiénes los de abajo. Siempre había sido así y siempre lo sería, no cabían veleidades reformistas, mucho menos revolucionarias. En sus primeros escritos, en algunos relatos, Miguel Delibes describe las cuadrillas de campesinos sin tierra que recorrían Castilla para ponerse al servicio de los propietarios, de los latifundistas. Luego escribiría Los santos inocentes, adaptada al cine por Mario Camus, donde se narra con crudeza la vida de una familia al servicio de un cortijo. Dos de los hijos de Paco “el bajo” acaban marchándose a Madrid, una hija a servir y un hijo a trabajar en un taller.

Muchos de quienes llegaban no encontraron vivienda. Era un problema al acabar la guerra, durante la década de los cuarenta, hallar un lugar donde vivir. Lo seguiría siendo durante todo el franquismo, a pesar de los planes urbanísticos y desarrollistas sobre todo en los sesenta, que pudieron facilitar vivienda, aunque no resolvió la precariedad cotidiana. Hay dos novelas que reflejan muchos de los problemas: El pisito, de Rafael Azcona, llevado también al cine, y Los enanos, de Concha Alós. Hay que señalar que muchos de los recién llegados se lanzaban a la aventura, sin trabajo previo, muchas veces acudían a la llamada de algún pariente o sabían de vecinos de sus lugares de origen que les pudieran ayudar a establecerse. Se sabía que había trabajo, las regiones industriales se recuperaban y había necesidad de mano de obra. Pero llegaban del campo con lo puesto, sin dinero ni lugar para alquilar, ni siquiera tenían muchos de ellos para pagar una habitación. Era además mucha gente. Entre 1950 y 1975 llegaron a Bilbao y a su área metropolitana casi medio millón de personas, a una zona que tenía en 1950 poco más de trescientos mil habitantes.

De allí que aparecieran las chabolas. El régimen era consciente del problema de la vivienda a la par que de lo urgente que era disponer de mano de obra en Bilbao, Barcelona o Madrid, principalmente. Era imposible armonizar ambas cuestiones, así que se optó por hacer en cierto modo la vista gorda y permitir que se levantaran las chozas de madera o de hojalata. No eran legales, pero derribarlas a buenas y primeras podía desmotivar la llegada de nuevas hornadas de gente, y esto afectaría a la industria. Con el tiempo, serviría para aparentar los buenos sentimientos del régimen al construir barrios enteros que sustituyeran los poblados. Dice la leyenda que en un viaje del Caudillo a Bilbao, una ciudad donde desde cualquier punto se ven las montañas que la circundan, el dictador contempló desde el coche las construcciones y preguntó por ellas. Le dijeron que eran chabolas, casi todas las montañas contenían un poblado, y entonces ordenó resolver de inmediato aquella situación. En 1961 Jorge Grau realizó un documental, Ocharcoaga, en el que se cuenta el nacimiento de este barrio donde se alojarían los chabolistas. Llama la atención el tono comprensivo del problema chabolista y el paternalismo con que se actuó con los pobladores, aunque en algún caso se acudió a la policía para obligar el desmontaje de estos suburbios. Aquí sí que se echó a la ley frente a la permisibilidad en la construcción de las chabolas.



Al principio de la película El 47, de Marcel Barrena, se menciona lo de no derribar los chamizos que tuvieran techo en la amanecida. De este modo se establecieron los poblados, el de Torre Barró en Barcelona y muchos otros a lo largo de todo el país. Poco a poco se establecieron casas más estables, modestas aunque mejor que las de madera y hojalata, de piedra o de ladrillo, y se comenzaron a recibir algunos servicios, aunque no todos. Surgieron las primeras movilizaciones para reclamar mejoras en los que ya se consideraban barriadas o primeros núcleos de futuros barrios. Aparecieron las primeras asociaciones vecinales. Una de las primeras fue la de José Obrero, en el poblado chabolista de Uretamendi, en Bilbao. Lo cuenta Iñigo López Simón en Este barrio de barrio. Una historia del chabolismo en Bilbao (editorial Txalaparta, 2023).

Luego llegaría el llamado chabolismo vertical, los barrios como el citado de Otxarkoaga, Puente de Vallecas o Villaverde en Madrid, La Mina en Barcelona o las Tres Mil Viviendas en Sevilla. Con el tiempo, el país mejoraría en lo económico, se asentaría una mentalidad de clase media, más ideal que real, al igual que bajo el franquismo se fomentaría la propiedad de la vivienda, una forma de atajar veleidades revolucionarias, quien tiene propiedades que perder no se lanza a aventurismos sociales, aunque la colleja de la crisis del 2008 dejó bien a las claras lo peligroso de las burbujas inmobiliarias. El absurdo de la situación se reflejó en la película Os fenómenos (2014), de Alfonso Zarauza, donde la protagonista, hipotecada a niveles astronómicos, le recrimina a su pareja que siga viviendo en una furgoneta, que está fuera de la realidad, le dice, cuando ella asume, como gran parte del país, vivir por encima de sus posibilidades, endeudarse hasta niveles irreales, algo fomentado por las administraciones, la industria inmobiliaria y la mentalidad dominante, cualquier cosa que sea esto.  

Ahora volvemos a encontrarnos con lo mismo, con precios inasumibles, la necesidad cada vez mayor de compartir vivienda, Coliving lo llaman los posmodernos, haciendo de la necesidad virtud, problema sistémico este de la vivienda al parecer irresoluble en el paraíso español.

 

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