lunes, 20 de marzo de 2023

Entender sus motivos

 


«¿En qué infierno macabro estamos, Dios?», se pregunta Maddi, la protagonista de la nueva novela de Edurne Portela, Maddi y las fronteras. A todas luces, no cabe otra pregunta, el nazismo es ya por sí mismo un horror con su política genocida y su programa espeluznante basado en una ideología nauseabunda de supremacismo y desprecio, de desigualdad absoluta entre los seres humanos. Pero aterra sobre todo que se pudiera poner en práctica ante una permisibilidad generalizada que dio prioridad a los negocios, al orden, en un mundo atribulado que miró hacia otro lado, sin querer ver lo que se avecinaba, lo que ya devino una realidad, que se produjera, además del genocidio sistemático, una nueva guerra mundial veintiún años después del fin de la primera gran guerra.

Lo que a muchos nos desasosiega es que todo siga sonando demasiado contemporáneo.

Aunque a decir verdad sólo han pasado noventa años desde que se iniciara toda aquella crueldad, noventa años nada más de su inicio, forma parte con todas las de la ley de nuestra contemporaneidad. El 24 de marzo de 1933 se le dio a su líder los plenos poderes para aplicar su política. Se crearon los campos de la muerte contra judíos, gitanos, opositores, personas que no se adecuaban a los modelos raciales y humanos del nazismo. Ante un silencio sólo roto de vez en cuando por voces que clamaron en el desierto. El expansionismo llevó a una nueva guerra mundial. A la hecatombe en medio de la cual lo narrado en el libro de Edurne Portela es apenas una parte ínfima, una gota de agua en aquel mar de horror, pero un infierno, el peor escenario posible, para quienes lo vivieron.

Maddi y las fronteras es la historia de Maria Josefa Sansberro, o Maria Josefa Nicolas, el apellido de su segundo marido, pero conocida como Maddi, un personaje real, una mujer nacida en Guipúzcoa pero que vivió desde niña al otro lado de la frontera, en el País Vasco Francés, y allí asistió a la guerra de España y después a la entrada del ejército alemán en Francia, mientras vivían imbuidos en la pura cotidianidad, entre chismorreos vecinales, trabajo y un niño adoptado que crecía día a día.

Edurne Portela va rellenando con imaginación, lo explica ella misma, lo que no cuentan los datos confusos a los que accede. En este juego de ficción, verosimilitud y realidad que es la literatura, la representación nos permite afrontar el horror, pero también el valor, que hay en los hechos de la vida, no sólo los del día a día, como solucionar la subsistencia o las relaciones interpersonales, la cotidianidad más próxima, con sus problemas diarios y sus alegrías, cuando las hay, también las cuestiones que parecen estar allí fuera, en las instituciones o en los grandes hechos de cada época, que nos parecen lejanos, qué lejos está París o Berlín cuando se vive en los Pirineos, cuestiones tan ajenas, pero que acaban afectando. Incluso se vuelven un infierno macabro.



Me llama la atención, por otro lado, el silencio extraño que se impone hoy ante el horror sistemático de lo ocurrido en el corazón de Europa. Bueno, quizá no es silencio la palabra adecuada, al fin y al cabo se han estudiado bastante el nazismo y la guerra, los campos y la represión, han sido materia también de un sinfín de novelas y películas. Quizá sea mejor hablar de distancia. O de cómo parece que todo aquello no va con nosotros, con nuestro presente, que sea cosas de otra época, utilizamos esta fórmula, de otra época, para marcar esa distancia temporal y con la idea de que no puede volver a pasar, mientras nos estremece los genocidios actuales, los de África, los que han ocurrido no hace tanto tiempo en Kampuchea, o en Yugoslavia, fuera de la Europa fortaleza, lo que ocurre en definitiva en regiones en las que no se da valor a la vida, lo decimos así, no dan valor a la vida, [ellos]. Mientras, vendemos armas a países en guerra y legitimamos regímenes tiránicos llevándoles mundiales de fútbol o contribuyendo con tecnología ultramoderna, su represión es cosa interna, como lo fue la política del gobierno alemán durante el lustro anterior a la guerra.

Qué rápido hemos pasado página.

Qué fácil olvidamos que el jardín europeo tiene demasiados claroscuros.

Maddi, mujer creyente, católica firme, lanza su diatriba a un Dios que guarda silencio. Elie Wiesel, superviviente de los campos de concentración, se formuló también muchas de las preguntas que se va planteando la protagonista de la novela. Claro que con independencia de las respectivas fes, todo indica que la crueldad, la maldad o el horror tienen una naturaleza demasiado humana. Por mucho que las guerras se bendigan en Iglesias o en Mezquitas y resuene otra vez el grito medieval Dieu le veult, son otras las motivaciones, las razones de tanto desvarío.

Claro que tal vez sea en vano buscar explicaciones o pretender discernir los porqués de tanto horror y lo mejor sea seguir lo que la propia Maddi aconseja, «no intentes entender sus motivos».

jueves, 23 de febrero de 2023

Retórica ante una guerra

 


Vuelve la retórica rancia, la de antaño, como si el tiempo volviera atrás y retrocediéramos más de cien años, a esos primeros lustros del siglo pasado, a ese inicio del XX en el que parecía que el sistema burgués triunfaba y se expandía mal que bien, y se expandió, en efecto, la gran burguesía reflejada en las novelas del XIX salía triunfante, aunque se fuera diluyendo poco a poco hacia una vaga idea vaporosa y etérea de la actual clase media y mediocre, aunque todo apunta a que persiste la gran burguesía y tiene aún la sartén por el mango, tenemos la ventaja, la perspectiva, de vivir en el siglo siguiente, aunque en un ahora que lo resitúa todo bajo la pátina del tiempo, conocemos el final de aquella historia, o la reescribimos a nuestro gusto, o al gusto imperante, más bien, todo un clásico esto de los valores dominantes, siempre tan distorsionadores, pese a lo cual es imposible no tener en cuenta los ecos de un movimiento obrero entonces en ascenso, amenazante, aun cuando roto ya entre moderados o etapistas y radicales o revolucionarios, frente al cual se removía una nobleza de estética imperial que se adaptaba, a pesar de sus galas palaciegas, a la economía liberal, quien no se adapta muere, puro darwinismo social.

Vuelven hogaño las retóricas de antaño. Putin habla de una Rusia invencible, gloriosa y eterna, se dirige a todas las capas de la Gran Rusia, Patriarca inclusive que escucha entusiasmado la defensa de las buenas costumbres y de las esencias patrias, oriente frente a occidente, como si estuviéramos en alguno de los escenarios de la novela rusa de la época, o mejor dicho de los líbelos de exaltación de la patria. Por su parte, Biden acude a la defensa de nuestro modo de vida, de nuestra libertad, libertad a consumir, entiéndase, el mismo concepto defendido por otra política de nuestros lares, y defensa de la democracia que merecen los ucranianos, aunque sea una democracia de encuadre difícil, más limitado, pero democracia al fin, algo que no merecieron los iraquíes, a los que se invadió bajo la excusa de armas tremendas de destrucción masiva que luego resultó, por arte de birlibirloque, que no existían, ni la merecen hoy los yemeníes, atacados con armas, cosas del mercado, construidas bien cerquita, por nuestras empresas armamentísticas, ni tampoco la merecen los palestinos o los saharauis, entre otros muchos pueblos. Mencionarlo tal vez sea demagógico o idealista o inepto para entender los mecanismos de la realidad.

Retórica añeja otra vez, en todo caso, que evalúa las situaciones según convenga, según beneficie a los poderosos de la tierra, Venezuela deja de ser un régimen opresivo para convertirse en un aliado, importa poco que su población siga o no en condiciones paupérrimas o peligren sus libertades como parecían peligrar hasta hace un año. Y lo que pasa en Perú queda en alguna columna mínima, cuando hay sitio en el diario o apenas unos segundos, como mucho, en los informativos de la radio.

Cosa en definitiva de esos discursos solemnes, legitimadores de las más sucias barrabasadas. En 1957 Stanley Kubrick saltaba a la fama con una película polémica, Paths of Glory (“Senderos de gloria”), que contaba un capítulo vergonzante de la primera guerra mundial, la de unos soldados franceses a los que se envía a una acción suicida, la toma de una posición imposible, ante lo cual el regimiento opta por la retirada y se inicia así un juicio incoado por el alto mando militar, que disimula su incompetencia con una retórica de honor y valentía, de exaltación patriótica y defensa de las sacras instituciones. La acogida de la película no fue pacífica, molestó a muchos de los gestores del (des)orden establecido, se prohibió en algunos lugares y en Francia no se proyectó la cinta hasta 1972. Las retóricas y la pompa ceremonial son cosas serias, al fin. Y se siguieron utilizando, mal que bien, un 23 de febrero de hace poco más de cuarenta años, por un teniente coronel que intentó salvar España. Queda incluso coherente como día previo al otro aniversario, el de la invasión de Ucrania para mayor gloria de los sueños imperiales y muerte cruenta para población civil y militar.

Tan serias son las retóricas y la pompas que no dejan lugar a voces disonantes, el pacifista responsable de nuestros días ha de ser, nos dicen, partidario del envío de armas al ejército de Ucrania y el ciudadano ruso de orden ha de estar presto a entrar en filas si así se lo requieren, ya nos hablarán otro día de los beneficios a esa industria armamentística o el negocio que será en su momento reconstruir un país desolado, buen negocio sobre todo para quien resulte vencedor, o para ambos. Entiéndase para sus empresas. Eso sí, quienes claman fervorosamente por la guerra, sea por la patria o para conseguir una extraña paz, difícilmente se les verá en los campos de batalla, salvo visita cordial y televisiva. Que se maten los de siempre, los que no tengan más remedio.

domingo, 19 de febrero de 2023

Memento mori

 


En Soylent Green uno de los temas es la muerte. No es un asunto tangencial en la película, sino central, y en su trama se nos presenta toda una industria de la muerte, no sólo la de los cadáveres como material fabril, sino además la de la muerte programada. Cuando los individuos se hallan ya cansados, sin fuerzas, pueden acudir a una empresa pública, El Hogar, para morir, siempre a gusto del cliente, con música clásica e imágenes de la naturaleza de antaño, por ejemplo, tal es la opción de uno de los personajes principales, Sol Roth, que ha vivido una época mejor, que recuerda y añora el mundo habitable en el que había comida fresca y paisajes hermosos.

Hoy existe esa industria de la muerte, aunque no coincide con la que refleja la película, y se acude a eufemismos porque la muerte no goza hoy de buena prensa, se esconde, parece que rehuyamos de ella, de allí que se exalte una medicina que alargue las perspectivas de vida, aunque muchas veces se trata más de existir que de vivir, siempre evitando citar la finitud inevitable, y aumentan las residencias y las empresas dedicadas a los cuidados, mientras que por otro lado se potencia la juventud, más bien una apariencia juvenil, lo más superficial. No es que la alternativa de Soylent Green sea mejor, más ética, tampoco se trata de eliminar de modo voluntario o forzado a los individuos menos útiles o productivos, ni mucho menos, pero sí de saber qué significa el hecho de vivir, la experiencia que comporta, su importancia real para el conjunto de la sociedad y el hecho de ser consciente de que la vida es perecedera. Hoy se ha optado por una exaltación vacía de la juventud y se desdeña la experiencia como parte del conocimiento, la experiencia que sólo viene de la mano de una existencia intensa y reflexiva, se alarga la vida de las personas, pero se esconde la decrepitud a la que se dirige aquella, rememorando inevitablemente y sin buscarlo, una y otra vez, la afirmación de Luciano, tantas veces repetida, «peor que la muerte es la vejez». Pero aun cuando en la actualidad haya una industria en torno a la vejez, a la muerte, se esconde porque lo que se exalta hoy es la juventud, sin más, a la que se atribuye una serie de características a las que todos han de aproximarse y que muchas veces están más adecuadas a usos y consumos tan propios del sistema social actual, de este capitalismo consumista desenfrenado.

No se habla de la muerte, se esconde de un modo vergonzante, pero está allí. No es casual que la industria armamentística sea hoy una de las más fructíferas, una industria que construye materiales para matar, aunque su venta se disfraza entre cuentas de resultados empresariales y objetivos estratégicos en apariencia encomiables. Pero no se habla de ello, de esta empresa mortuoria, como tampoco se habla ya de la muerte cotidiana, la que tenemos más cerca, la que nos recuerda día a día lo efímero de todo. En este sentido, la muerte ha estado siempre muy presente en la literatura como elemento de reflexión o como escenario cotidiano, no se ha ocultado, su normalidad literaria procedía de la normalidad con que la muerte se asumía en la vida. Habría que mirarlo, tal vez sea exagerado afirmarlo, pero parece que la literatura actual tiende a abandonar la muerte, como reflejo de esa realidad social, tal como la ha abandonada la sociedad del espectáculo en la que somos espectadores felices.

Por eso llama la atención un libro como el que nos propuso en 2021 Alex Oviedo. Ya el título es llamativo, Memento mori, apela a toda una tradición reflexiva y literaria. Reúne en él trece relatos en el que la muerte es el tema, mejor dicho, el acto de morir. No hay en ellos tremendismo, bien al contrario, el acto de la muerte se incorpora sin dramatismo, como un gesto cotidiano inapelable. Se cruza con nosotros con la absoluta naturalidad de lo habitual, aun cuando la hayamos olvidado, la extirpemos de nuestras conversaciones, empleemos eufemismos o nos forcemos a no tener en cuenta su cercanía.

Resulta a todas luces un libro recomendable, no porque nos ofrezca un tema novedoso sino, por el contrario, porque nos devuelve a una tradición literaria bien enraizada en lo vital, donde la muerte es parte básica. La literatura, recuérdese, forma parte fundamental de esa mirada tan necesaria como útil.

miércoles, 8 de febrero de 2023

Soylent Green

 


Cincuenta años han pasado desde la realización y estreno de Soylent Green y aterra pensar que la cinta, dirigida por Richard Fleischer, con guion de Stanley Greenberg basado en una novela de Harry Harrison, apunte a que su vaticinio se esté cumpliendo en la realidad de forma estricta, en algunos aspectos incluso de un modo cuasi preciso. Quizá no veamos en nuestro presente escenas como las que describe la cinta, aunque hayamos llegado al tiempo de la película, Nueva York no ha alcanzado los cuarenta millones de habitantes ni parece, al menos a primera vista, que la cotidianidad se muestre tal cual vemos en los sucesivos fotogramas. Pero esto apenas es una minucia si tenemos en cuenta que sí es real el calentamiento global del que se habla, sí que existe una crisis medioambiental de envergadura y sí que hay millones de hombres y mujeres atisbando la posibilidad de cruzar fallas que ejercen de fronteras, en nuestro caso no entre barrios, pero sí entre países.

Aterra pensar que avancemos hacia un escenario de crisis alimentaria que deje a una mayoría sin alimentación, que lo que ahora comemos con cierta normalidad se convierta en los próximos años en manjares para unos pocos, los más ricos, cada vez más ricos. Pero aterra todavía más que el desenlace de la película, el resultado de esa investigación del detective Robert Thorn, interpretado por Charlton Heston, ayudado por Sol Roth, encarnado por Edward G. Robinson, ya no suene como un despropósito, algo lejano si no imposible, ni siquiera como un argumento estrafalario, estrambótico, sino que, aun cuando ficticio, no nos extrañaría lo más mínimo que llegara a pasar.

La realidad supera la ficción, afirmó Oscar Wilde con razón, al fin y al cabo hay aspectos que aparecen en las novelas 1984, de Georges Orwell, o Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que son de una rabiosa actualidad. Así que cómo no vamos a pensar en la posibilidad de un escenario no muy distante al que se plantea en Soylent Green, sin necesidad de alcanzar las anécdotas más escabrosas, vistas como metáforas de lo que está por venir. Tampoco hubiéramos imaginado vivir lo que se cuenta en ficciones de pandemias y lo hemos visto, nos hemos asomado a las ventanas de nuestras casas para contemplar la desolación de las calles, aunque sea unas imágenes que se van diluyendo a pasos agigantados, como se olvidan en estos tiempos sinuosos, líquidos o lo que fueren todo hecho real, ni dos telediarios que se suele decir. Curioso: recordamos las películas, olvidamos la realidad.

Volver a ver Soylent Green ahora, en el tiempo de la película, pero mucho después de su estreno, o años después de haberla visto por primera vez hace tanto tiempo que ya apenas se la recuerda, una más de tantas películas que indujo a pensar en el mundo que estaba por venir, estremece porque ahora no es una posibilidad lejana, sino algo que empieza a sonar más de lo que sería oportuno, conveniente y aconsejable. Existen las grandes corporaciones. Se dan los síntomas. Acaecen las catástrofes. Las advertencias, aunque vengan por medio de la ficción, caen en saco roto. Volvemos a lo mismo si no peor, al mismo sistema prolífico, a una productividad desaforada, al exceso lucrativo, el crucero o la devastación de los pocos espacios verdes mientras nos venden parches ecourbanos que apenas ocultan que la fiesta continúa, aunque la resaca, esta vez, pudiera ser mortal.

En la versión española, por cierto, recibió otro título: Cuando el destino nos alcance. Tampoco estuvo tan desencaminado el cambio.

domingo, 29 de enero de 2023

Marin Ledun

 


¿Hasta qué punto la realidad en unas sociedades complejas como las actuales resulta comprensible en todas sus dimensiones?¿Puede la manipulación, el miedo o los rumores interesados empañar la verdad, hasta el punto de que lo mejor es no saber, mantenerse al margen, si es que es posible mantenerse al margen en algo sin que esta actitud sea al fin un modo de asumir las verdades hegemónicas, a menudo incuestionables, el que calla otorga, aun cuando debieran  éstas ponerse en solfa?¿Quién se equivoca y quién tiene razón cuando los argumentos escapan de todo control e incluso cuando las razones más absurdas se vuelven motivos de peso?¿En qué momento nos convertimos en parte del problema y no en valedores de soluciones?

Son algunas de las preguntas que genera la lectura de L´homme qui a vu l´homme, del autor francés Marin Ledun, publicada en 2013. Tales cuestiones son en gran medida el tema de la novela, lo que importa por encima de la trama, en una historia que no nos deja indiferentes porque parte de un conflicto que nos afecta directamente, que lo hemos vivido en la parte sur de los Pirineos, aunque los hechos que se narran suceden al norte de los Pirineos, y que nos han afectado hasta hace bien poco. Lo cual determina sin duda la lectura del libro.

La novela parte de un secuestro, el de una persona vinculada a ETA, aunque no tengamos claro si sigue su militancia en el momento de su desaparición, pero forma parte de un modo u otro de su entramado. El lector conocerá desde el inicio del relato que a los secuestradores se les va de las manos la tortura infringida y muere el secuestrado, comenzando una enrevesada investigación por parte de dos periodistas que se irá complicando porque desde el principio habrá rumores, manipulaciones, amenazas, declaraciones formales, declaraciones interesadas, puntos de vista, justificaciones, intereses velados, todo ello bajo una de esas galernas del Cantábrico que destaca más durante el relato por su simbolismo que por sus consecuencias físicas.

A medida que avanzamos en el thriller nos confrontamos a los hechos, pero los mismos no crean certezas, sino que nos descubre lo difícil que resulta entender y asumir la realidad. Tal es el tema. Poco importa la cercanía del conflicto, es más: la cercanía cercena nuestra objetividad, al fin y al cabo muchas veces vemos la realidad según nuestra propia posición o nuestra forma de ser o de pensar. Tampoco la distancia ayuda en la comprensión, puede parecer más fácil tomar partido, pero no lo es, siempre se imponen los intereses, los prejuicios, las distintas tomas de posición, las ideologías. ¿Acaso es fácil con la guerra de Ucrania y el sinfín de intereses que hay detrás? Intentar simplificar un conflicto tampoco permite dilucidar la cuestión, más cuando sabemos, o deberíamos saber, que ninguna de las partes es inocente.

Pero luego están las mentiras evidentes, las de las armas de destrucción masiva con que se legitimó la segunda guerra de Irak, por ejemplo.

Incide que los argumentos se simplifican hasta el ridículo en estas sociedades complejas nuestras. Puede que sea algo pretendido, que se busque tal hecho para neutralizar las reacciones y las posibles actitudes críticas. Al final, nos parece como a Iban Urtiz, uno de los periodistas de la novela de Marin Ledun, que todo el mundo habla mediante enigmas. Léase los diversos intervinientes en el conflicto.

Una vez más la literatura nos confronta a los mecanismos de comprensión de lo que nos envuelve. La cuestión es tal vez saber si la realidad es la verdad, si ambos conceptos tienen que ver al mismo tiempo con un mismo hecho o si son conceptos desvinculados entre sí, aun cuando sospechemos, lo intuyamos, que lo real tiene algo que ver con lo cierto. Aunque todo indica también que se mata y se muerte por las interpretaciones de lo real, lo cual complica todavía más el problema. Porque tal vez se muera y se mate para nada.

sábado, 14 de enero de 2023

Yasmina Khadra

 


¿Es posible mostrarse equidistante ante los diferentes bandos de un conflicto?¿Y neutral, podemos mantenernos en una actitud de neutralidad cuando el conflicto conlleva tanto el enfrentamiento como un estado de violencia desatado y cruento?¿Hasta dónde llega la necesidad de entender lo que ocurre, lo bueno y lo malo de cada bando, las razones que esgrimen, sin que esa necesidad de entender suponga justificar?¿La equidistancia conlleva siempre debilidad?¿Y el neutral acaba siempre dando la razón al que ejerce el poder aunque solo sea por no querer pronunciarse ante las fallas de un conflicto? Por lo demás, ¿es legítima la equidistancia?¿Y la neutralidad?

Por otro lado, ¿es posible la equidistancia cuando además uno está inevitablemente implicado por pertenecer a cualquiera de los grupos humanos en conflicto, al fin y al cabo esa pertenencia no es algo que dependa de nosotros, no elegimos nacionalidad ni raza ni grupo social o cultural?

El escritor argelino Yasmine Khadra plantea en su novela L´attentat (2005), publicado en castellano por Alianza Editorial, muchas de estas cuestiones. Su protagonista, Amine Jaafari, es un médico de éxito, un cirujano afamado de un hospital de Tel-Aviv. Es árabe, posee la ciudadanía israelí, forma parte de la élite profesional del país, vive con desahogo en un barrio bien de la ciudad. Está casado, lleva una vida cómoda, viaja y cuenta con estrechas amistades bien situadas en varios estamentos del país. Parece que el conflicto que afecta a la región le es hasta cierto punto ajeno más allá de las incomodidades en los controles y los check-points debido a su etnia, lo que no parece afectarle en su cotidianidad. Parte, eso sí, de su condición de médico, por tanto de persona que por oficio ha de sanar y cuidar la vida como valor supremo, su principal axioma, su punto de partida para entender la realidad. Hasta que su esposa se convierte en una terrorista-kamikaze en una acción que sesga la vida de los clientes de un restaurante, varios de ellos niños. Necesita entender Amine Jaafari las razones que han llevado a Sihem a cargarse de bombas y realizar esa acción salvaje, a asumir una militancia que él ni siquiera conocía y confrontarse al conflicto que hay detrás de ese atentado, de la muerte de su esposa, lo que no entraña justificar, pero que lleva al cirujano a darse de bruces con un mundo para él desconocido, brutal, muchas veces rechazable, pero también con razones que explican y vuelven visibles otras violencias e injusticias.

Cualquier lector realizará sin duda el mismo viaje emocional, anímico y racional del protagonista, sobre todo si el acercamiento se lleva a cabo, en la medida de lo posible, sin los posibles prejuicios que uno pueda tener a la hora de acercarse a este conflicto concreto. No es baladí señalar que estamos en un momento en que parece que hay siempre que tener una opinión clara y definida sobre cualquier asunto y que las opciones se estrechan a dos únicas gamas de grises, o defiendes a unos o defiendes a los otros, y cualquier puntualización o duda te convierte de inmediato en lo opuesto. Además, la distancia física en que nos situemos tenderá a que lo veamos todo con mayor simplificación.

La lectura de esta novela debería acompañarse con la del ensayo de Amín Maalouf Las cruzadas vistas por los árabes, aparecido en 1983, que nos acercará a otra visión de otro momento histórico, pero muy relacionado con lo que ocurre hoy en la región. En aquel tiempo, además, hubo grupos que sufrieron el hecho de no estar correctamente encuadrados con ninguno de los grandes bandos del conflicto, judíos y cristianos ortodoxos se vieron interpelados y cada uno de esos grandes bandos los acusaba de estar al servicio del otro.

A menudo la realidad es compleja y no admite simplificaciones que desdibujarían las conclusiones a las que podemos llegar. La experiencia de Amine Jaafari, aunque sea ficticia, una realidad literaria, nos permitirá comprender, vía intrahistoria, muchos de esos pormenores que se nos escapan con el mero análisis de la realidad. Ayudará a responderse  las preguntas del principio.

domingo, 1 de enero de 2023

Zorrotzaurre

 


El paseante descubre cuando deambula por Zorrotzaurre, convertido el pequeño rincón de Bilbao en una isla en medio del Nervión, una plazuela que se abre entre los números 57 y 59 de la Ribera de Deusto que lleva el nombre de Yolanda González. Es un espacio discreto, rodeado por casas con miradores, una construcción muy propia de la Villa, en general de las ciudades del norte, y que tiene unos plataneros ahora mismo sin hojas, como desnudos, en medio de la plazuela. Es un lugar apacible y al margen de ajetreo que envuelve el lugar, en fase de regeneración, dicen, quién sabe si en pleno proyecto megalómano, propio de las zonas postindustriales, Bilbao tampoco es una excepción en esta fiebre de muchas ciudades por transformarse, de tan luminosas y refulgentes, en parques temáticos, amables para el visitante, proscritos para aquellos vecinos, nuevos o de toda la vida, que no se adapten a las exigencias sociales de las nuevas urbes. Pero esto, tal vez, sea otra historia.

En todo caso es un detalle bonito darle su nombre a la plazuela, un homenaje a Yolanda González, una joven destinada a ser una protagonista anónima de la historia, una más, quien sin duda vivió con intensidad aquellos años de transición. El ayuntamiento acordó darle su nombre al lugar en enero de 2016, varias décadas después de su asesinato, cometido en febrero de 1981, recién cumplidos sus veinte años. Era de Deusto, donde vivió hasta que se trasladó a Madrid para estudiar electrónica, trabajar y militar en una corriente del trotskismo, en plena efervescencia política. Sus asesinos, militantes de la extrema derecha, la eligieron por vasca y por revolucionaria. El carácter político del crimen no añade ni quita horror al hecho fundamental del asesinato, siempre execrable.

Está bien que se recuerde su nombre, como se recuerda el de hombres y mujeres que estarían destinados al olvido absoluto si no hubiera un lugar que los evoca. Aunque sea de un modo modesto, como es el caso. Al fin y al cabo perteneció a una de esas familias obreras que convirtieron no obstante Bilbao, desde su anonimato, en uno de los principales focos productivos del norte. La ahora isla, en plena ría del Nervión, formó parte de ese paisaje industrial, sobre todo en la década de los sesenta y setenta, con numerosas empresas en su propio suelo, pero también cerca de los Altos Hornos de Vizcaya, más al norte, a la altura de Barakaldo y Sestao, de varios astilleros y acerías en su entorno y el mismo puerto ubicado entonces en el mismo Bilbao, trasladado después buena parte de su actividad a Santurce, en el estuario de la ría. La Villa tenía entonces una atmósfera plomiza, cargada de humos y grises las fachadas. Tampoco el ambiente le iba a la zaga, estaba enrarecido por la incertidumbre de un periodo confuso, con una crisis económica profunda, desatada una violencia política casi sistémica y la droga afectando en los barrios a numerosos jóvenes y a sus familias.

Fue aquel Bilbao el reflejado en las películas El pico, de Eloy de la Iglesia, o en Salto al vacío, de Daniel Calparsoro. Pero la ciudad no fue sólo ese ámbito de marginalidad brutal, ni el campo de experimentación política que a veces parecía ser, sino que resultó ser también el escenario de vidas rutinarias de unas personas que bregaban por salir adelante, entre la confusión y el desencanto, como lo refleja Pedro Ugarte en su novela Una ciudad del norte.



Ese Bilbao duro, bronco, desapacible y escéptico, con su paisaje gris, parece haber pasado a la historia, aunque sigue estando presente en la aspereza de muchos de sus barrios, aun cuando se hayan suavizado sus formas. Pero es también verdad que resulta irreconocible, quien no haya vuelto en cuarenta años a la Villa se va a encontrar con otra cosa.

Ahora mismo Zorrotzaurre está patas arriba, en plena trasformación, en obras. Comienzan a ubicarse en la isla empresas y centros tecnológicos, va a ser también zona residencial y de ocio. Hay quien compara ya el resultado con un Manhattan bilbaíno, a todas luces una de esas exageraciones un tanto fuera de lugar, muy propias de la fanfarronería que se atribuye a su población, pero es también cierto que se está poniendo a Bilbao en el mapa de las urbes de referencia. Claro que al igual que ocurría con los emperadores romanos, habría que colocar a alguien como voz de la conciencia colectiva y que recordase de vez en cuando que de éxito también se muere.