El paseante descubre
cuando deambula por Zorrotzaurre, convertido el pequeño rincón de Bilbao en una
isla en medio del Nervión, una plazuela que se abre entre los números 57 y 59
de la Ribera de Deusto que lleva el nombre de Yolanda González. Es un espacio
discreto, rodeado por casas con miradores, una construcción muy propia de la
Villa, en general de las ciudades del norte, y que tiene unos plataneros ahora
mismo sin hojas, como desnudos, en medio de la plazuela. Es un lugar apacible y
al margen de ajetreo que envuelve el lugar, en fase de regeneración, dicen,
quién sabe si en pleno proyecto megalómano, propio de las zonas
postindustriales, Bilbao tampoco es una excepción en esta fiebre de muchas
ciudades por transformarse, de tan luminosas y refulgentes, en parques
temáticos, amables para el visitante, proscritos para aquellos vecinos, nuevos
o de toda la vida, que no se adapten a las exigencias sociales de las nuevas
urbes. Pero esto, tal vez, sea otra historia.
En todo caso es un detalle
bonito darle su nombre a la plazuela, un homenaje a Yolanda González, una joven
destinada a ser una protagonista anónima de la historia, una más, quien sin
duda vivió con intensidad aquellos años de transición. El ayuntamiento acordó darle
su nombre al lugar en enero de 2016, varias décadas después de su asesinato, cometido
en febrero de 1981, recién cumplidos sus veinte años. Era de Deusto, donde
vivió hasta que se trasladó a Madrid para estudiar electrónica, trabajar y
militar en una corriente del trotskismo, en plena efervescencia política. Sus
asesinos, militantes de la extrema derecha, la eligieron por vasca y por
revolucionaria. El carácter político del crimen no añade ni quita horror al
hecho fundamental del asesinato, siempre execrable.
Está bien que se recuerde
su nombre, como se recuerda el de hombres y mujeres que estarían destinados al
olvido absoluto si no hubiera un lugar que los evoca. Aunque sea de un modo
modesto, como es el caso. Al fin y al cabo perteneció a una de esas familias
obreras que convirtieron no obstante Bilbao, desde su anonimato, en uno de los
principales focos productivos del norte. La ahora isla, en plena ría del
Nervión, formó parte de ese paisaje industrial, sobre todo en la década de los
sesenta y setenta, con numerosas empresas en su propio suelo, pero también
cerca de los Altos Hornos de Vizcaya, más al norte, a la altura de Barakaldo y
Sestao, de varios astilleros y acerías en su entorno y el mismo puerto ubicado
entonces en el mismo Bilbao, trasladado después buena parte de su actividad a
Santurce, en el estuario de la ría. La Villa tenía entonces una atmósfera
plomiza, cargada de humos y grises las fachadas. Tampoco el ambiente le iba a
la zaga, estaba enrarecido por la incertidumbre de un periodo confuso, con una
crisis económica profunda, desatada una violencia política casi sistémica y la
droga afectando en los barrios a numerosos jóvenes y a sus familias.
Fue aquel Bilbao el
reflejado en las películas El pico,
de Eloy de la Iglesia, o en Salto al
vacío, de Daniel Calparsoro. Pero la ciudad no fue sólo ese ámbito de
marginalidad brutal, ni el campo de experimentación política que a veces
parecía ser, sino que resultó ser también el escenario de vidas rutinarias de
unas personas que bregaban por salir adelante, entre la confusión y el
desencanto, como lo refleja Pedro Ugarte en su novela Una ciudad del norte.
Ese Bilbao duro, bronco,
desapacible y escéptico, con su paisaje gris, parece haber pasado a la
historia, aunque sigue estando presente en la aspereza de muchos de sus
barrios, aun cuando se hayan suavizado sus formas. Pero es también verdad que resulta irreconocible,
quien no haya vuelto en cuarenta años a la Villa se va a encontrar con otra
cosa.
Ahora mismo Zorrotzaurre
está patas arriba, en plena trasformación, en obras. Comienzan a ubicarse en la
isla empresas y centros tecnológicos, va a ser también zona residencial y de
ocio. Hay quien compara ya el resultado con un Manhattan bilbaíno, a todas
luces una de esas exageraciones un tanto fuera de lugar, muy propias de la
fanfarronería que se atribuye a su población, pero es también cierto que se
está poniendo a Bilbao en el mapa de las urbes de referencia. Claro que al
igual que ocurría con los emperadores romanos, habría que colocar a alguien como
voz de la conciencia colectiva y que recordase de vez en cuando que de éxito también
se muere.
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