«¿En qué infierno macabro estamos, Dios?», se pregunta Maddi, la
protagonista de la nueva novela de Edurne Portela, Maddi y las fronteras. A todas luces, no cabe otra pregunta, el
nazismo es ya por sí mismo un horror con su política genocida y su programa espeluznante
basado en una ideología nauseabunda de supremacismo y desprecio, de desigualdad
absoluta entre los seres humanos. Pero aterra sobre todo que se pudiera poner
en práctica ante una permisibilidad generalizada que dio prioridad a los
negocios, al orden, en un mundo atribulado que miró hacia otro lado, sin querer
ver lo que se avecinaba, lo que ya devino una realidad, que se produjera,
además del genocidio sistemático, una nueva guerra mundial veintiún años
después del fin de la primera gran guerra.
Lo que a muchos nos desasosiega
es que todo siga sonando demasiado contemporáneo.
Aunque a decir verdad
sólo han pasado noventa años desde que se iniciara toda aquella crueldad,
noventa años nada más de su inicio, forma parte con todas las de la ley de nuestra contemporaneidad. El
24 de marzo de 1933 se le dio a su líder los plenos poderes para aplicar su
política. Se crearon los campos de la muerte contra judíos, gitanos,
opositores, personas que no se adecuaban a los modelos raciales y humanos del
nazismo. Ante un silencio sólo roto de vez en cuando por voces que clamaron en
el desierto. El expansionismo llevó a una nueva guerra mundial. A la hecatombe en
medio de la cual lo narrado en el libro de Edurne Portela es apenas una parte
ínfima, una gota de agua en aquel mar de horror, pero un infierno, el peor
escenario posible, para quienes lo vivieron.
Maddi
y las fronteras es la historia de Maria Josefa Sansberro,
o Maria Josefa Nicolas, el apellido de su segundo marido, pero conocida como
Maddi, un personaje real, una mujer nacida en Guipúzcoa pero que vivió desde
niña al otro lado de la frontera, en el País Vasco Francés, y allí asistió a la
guerra de España y después a la entrada del ejército alemán en Francia,
mientras vivían imbuidos en la pura cotidianidad, entre chismorreos vecinales,
trabajo y un niño adoptado que crecía día a día.
Edurne Portela va
rellenando con imaginación, lo explica ella misma, lo que no cuentan los datos
confusos a los que accede. En este juego de ficción, verosimilitud y realidad
que es la literatura, la representación nos permite afrontar el horror, pero
también el valor, que hay en los hechos de la vida, no sólo los del día a día,
como solucionar la subsistencia o las relaciones interpersonales, la
cotidianidad más próxima, con sus problemas diarios y sus alegrías, cuando las
hay, también las cuestiones que parecen estar allí fuera, en las instituciones
o en los grandes hechos de cada época, que nos parecen lejanos, qué lejos está
París o Berlín cuando se vive en los Pirineos, cuestiones tan ajenas, pero que
acaban afectando. Incluso se vuelven un infierno macabro.
Me llama la atención, por
otro lado, el silencio extraño que se impone hoy ante el horror sistemático de lo
ocurrido en el corazón de Europa. Bueno, quizá no es silencio la palabra
adecuada, al fin y al cabo se han estudiado bastante el nazismo y la guerra,
los campos y la represión, han sido materia también de un sinfín de novelas y
películas. Quizá sea mejor hablar de distancia. O de cómo parece que todo aquello
no va con nosotros, con nuestro presente, que sea cosas de otra época,
utilizamos esta fórmula, de otra época,
para marcar esa distancia temporal y con la idea de que no puede volver a
pasar, mientras nos estremece los genocidios actuales, los de África, los que
han ocurrido no hace tanto tiempo en Kampuchea, o en Yugoslavia, fuera de la
Europa fortaleza, lo que ocurre en definitiva en regiones en las que no se da valor
a la vida, lo decimos así, no dan valor a
la vida, [ellos]. Mientras, vendemos armas a países en guerra y legitimamos
regímenes tiránicos llevándoles mundiales de fútbol o contribuyendo con tecnología
ultramoderna, su represión es cosa interna, como lo fue la política del
gobierno alemán durante el lustro anterior a la guerra.
Qué rápido hemos pasado
página.
Qué fácil olvidamos que
el jardín europeo tiene demasiados claroscuros.
Maddi, mujer creyente,
católica firme, lanza su diatriba a un Dios que guarda silencio. Elie Wiesel,
superviviente de los campos de concentración, se formuló también muchas de las
preguntas que se va planteando la protagonista de la novela. Claro que con
independencia de las respectivas fes, todo indica que la crueldad, la maldad o
el horror tienen una naturaleza demasiado humana. Por mucho que las guerras se
bendigan en Iglesias o en Mezquitas y resuene otra vez el grito medieval Dieu le veult, son otras las motivaciones,
las razones de tanto desvarío.
Claro que tal vez sea en
vano buscar explicaciones o pretender discernir los porqués de tanto horror y
lo mejor sea seguir lo que la propia Maddi aconseja, «no intentes entender sus motivos».
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