Marcaron una época a
partir de los setenta, un momento de ebullición en la historia española. Su
nombre, quinquis, cambió su
significado inicial, el de aquellas personas pertenecientes al colectivo de los
quincalleros o mercheros, para referirse después a jóvenes delincuentes, fuesen
o no de etnia gitana o pertenecieran o no al colectivo merchero, en todo caso de
barrio marginal o de extrarradio, que asolaron las grandes ciudades, en un
momento de desempleo, droga y exclusión. Incluso surgió un estilo de
comportamiento, una forma de actuar, que recibió como fenómeno otro calificativo:
el de calorrismo. El calorro era aquella persona, joven por
lo general, de formación muy básica y que imitaba a los gitanos.
Pero los quinquis iban
más allá, alteraron en gran medida el orden público, en un momento a todas
luces poco pacífico en las calles españolas, con sus robos de coches, sus
atracos a bancos, sus tirones, sisas y estropicios. Nacen en poblados chabolistas
o en barrios muy periféricos de edificios altos en los que muchas veces
acababan los habitantes de las chabolas. Tuvieron dos grandes precedentes, uno
real y otro de ficción: por un lado, Eleuterio Sánchez, el Lute, que en 1965 culminaba su carrera delictiva al condenársele
por la muerte de un hombre durante el atraco a una joyería y en cuyo
cumplimiento de la pena impuesta, cadena perpetua tras conmutarse la pena de
muerte inicial, no sólo se alfabetizó, sino que estudió derecho; por el otro,
Manolo Reyes, el pijoaparte,
coprotagonista de la novela de Juan Marsé Últimas
tardes con Teresa (1966), ladronzuelo de motos del barrio del Carmelo de
Barcelona que logra confundir a los muy listos, muy burgueses y muy
izquierdosos estudiantes acomodados de los barrios bien que aparecen en el
relato. Y una secuela de los quinquis, aunque no fue propiamente lo mismo, era
Jon Manteca Cabañes, El cojo Manteca,
joven punk y personaje marginal que pasó a la fama por vérsele destrozando
mobiliario urbano aprovechando los altercados durante una manifestación de
estudiantes en enero de 1987, plena época de desencanto y desilusión colectiva.
Entre ambos momentos a
todas luces los reyes del mambo fueron los quinquis.
Fue tal su repercusión en la vida cotidiana y tan conocidos algunos de sus
protagonistas, como el Vaquilla, el
Torete o el Nani, entre tantos
otros, que incluso crearon escuela en letras de rumbas y películas, hasta crear
un subgénero musical y cinematográfico, el cine quinqui, al que se dedicaron en
algún momento directores como Carlos Saura, Eloy de la Iglesia o José Antonio
de la Loma.
Un periodista que
escribió bastante sobre estos personajes y sobre las repercusiones de sus actos
fue Javier Valenzuela, una parte de cuyos artículos quedaron reunidos en un libro
que la editorial Libros del K.O. publicó en 2013, Crónicas quinquis.
No cabe desde luego que
ensalcemos o enaltezcamos a los quinquis,
sus acciones fueron claramente delictivas, algunos llegaron a matar y el final
de muchos de ellos resultó también bastante trágico, víctimas de la droga o de
sus propias acciones, caídos en enfrentamientos con la policía, carne de
prisión o de enfermedades derivadas de sus vidas nada ejemplares. Pero sí
reflejaron un malestar social, la degradación de un urbanismo cuyo crecimiento
fue claramente mal gestionado, consecuencia nefasta de un desarrollismo que
algunos hoy intentan exaltar, el de una dictadura que se decantó por la
especulación de los tecnócratas, los
antecesores de los nuevos ricos de finales del siglo pasado y comienzos del
actual cuya burbuja también tuvo sus víctimas, pero de otro tipo.
Lo apreciamos todavía hoy
en barrios como Otxarkoaga, en Bilbao, fruto de ese desarrollismo, cuya antesala
fueron los poblados chabolistas que levantaron las muchas personas que llegaron
a esta ciudad en los cincuenta, mano de obra para la industria en expansión y
destinatario de las nuevas viviendas que a veces se ha calificado de chabolismo vertical. En 1960 Policarpo
Fernández Azcoaga realizó de un modo muy casero un documental sobre ese
aquellas chabolas bilbaínas, ¿Bilbao?
Como ocurrió en tantas otras ciudades, Otxarkoaga fue el epicentro de los quinquis bilbaínos, muchos de ellos
víctimas de la heroína, y que se asomaban cada día tanto a un paraje como a una
realidad a todas luces desoladores.
Hoy esta zona ya no tiene
nada que ver con lo que fue, resulta incluso un barrio agradable, muy
remodelado y con grandes zonas verdes. Nadie que no lo haya conocido, aunque
sea de oídas, puede hoy imaginar que lo que cuenta el cine quinqui sucediera en realidad por sus calles. Todo aquello pasó a
la historia con sus tristes personajes tan heroicos como miserables, tan culpables
como víctimas, tan osados como abusivos. No merecen, en todo caso, ser pasto
del olvido.
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